UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS EL DETERMINISMO RADICAL EN CUATRO NOVELAS DEL REALISMO T E S I S QUE PARA OBTENER EL TÍTULO DE: LICENCIADA EN LENGUA Y LITERATURAS HISPÁNICAS P R E S E N T A : LESVIA GUADALUPE RAMOS SÁNCHEZ DIRECTORA DE TESIS: DRA. LEONOR GUADALUPE FERNÁNDEZ GUILLERMO CIUDAD UNIVERSITARIA, CDMX 2020 UNAM – Dirección General de Bibliotecas Tesis Digitales Restricciones de uso DERECHOS RESERVADOS © PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL Todo el material contenido en esta tesis esta protegido por la Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) de los Estados Unidos Mexicanos (México). El uso de imágenes, fragmentos de videos, y demás material que sea objeto de protección de los derechos de autor, será exclusivamente para fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el respectivo titular de los Derechos de Autor. A mis padres —a mi familia—, por estar siempre conmigo para compartir mis logros y, sobre todo, para sostenerme incondicionalmente en mis momentos de mayor necesidad; jamás hubiera podido llegar tan lejos de no ser por ustedes. Gracias especiales a ti, abuelito, que me diste las armas adecuadas cuando más las necesitaba; también a ti, Monse, por seguir aquí, de alguna u otra forma. A los profesores que han sabido orientarme, desde mis inicios hasta ahora, para encontrar mi camino y para no rendirme ante las adversidades. Mis queridos Rocío M., Carmen Q., Marisa M., Alejandro F., Juana V., Rocío S., Tania A., Lilián C., Sebastián S., Leonor F., Azucena R., Raquel M., Blanca T., Héctor V., Sofía K. y Axayacatl C.: a cada uno le debo una parte de mi vocación; todos fueron excelentes mentores. A los amigos que me brindaron su afecto y que compartieron conmigo sus conocimientos mientras buscaba darles sentido a las cosas. Su apoyo a lo largo de los años ha significado muchísimo para mí. A todos los que amo, en general. Este texto es para y por ustedes. Y a ti, querido lector, por mantener vivas mis ideas. Índice Introducción ……………………………………………………………………………………… 1 1. El Determinismo y el Realismo literario ……………………………………………………… 7 1.1. El Determinismo …………………………………………………………………… 7 1.2. El Realismo literario ……………………………………………………………… 13 1.2.1. El Realismo literario en España …………………………………………… 30 1.2.2. El Realismo literario en México ………………………………………… 37 2. El Determinismo en la novela realista ……………...………………………………………… 45 2.1. Benito Pérez Galdós ………………………………………………………………… 48 2.1.1. Marianela y Miau ………………………………………………………… 56 2.2. Rafael Delgado …………………………………………………………………… 62 2.2.1. La Calandria y Los parientes ricos ……………………………………… 68 3. El Determinismo en la caracterización de los personajes …………………………………… 72 3.1. El Determinismo y el aspecto físico ………………………………………………... 74 3.2. Consideraciones psicológicas y socioeconómicas ………………………………… 106 3.2.1. El aspecto psicológico …………………………………………………… 108 3.2.2. El aspecto social ………………………………………………………… 122 Conclusiones …………………………………………………………………………………... 135 Apéndice: Cuadros descriptivos de los personajes …………………………………………… 140 Cuadro A ……………………………………………………………………………… 140 Cuadro B ………………………………………………...…………………………… 141 Cuadro C: Aspecto físico ………………………………………………...…………… 142 Cuadro D: Aspecto psicológico ………………………………………………...……… 145 Cuadro E: Aspecto social ………………………………………………...…………… 147 Bibliohemerografía …………………………………………………………………………… 151 1 Introducción Durante la segunda mitad del siglo XIX, la teoría filosófica del Determinismo influyó en muchos de los autores de la corriente literaria conocida como Realismo —sobre todo en su versión potenciada: el Naturalismo— para configurar las historias que narraban. Los artistas buscaron retratar su entorno inmediato con la mayor objetividad posible; debido a esto, se vieron en la necesidad de intentar mostrar un desapego emocional en sus obras, y de sustituir los juicios directos y los sentimientos por meras acciones. El Arte intentó emular el comportamiento de la Ciencia para poder lograr su cometido, por lo cual, los escritores tomaron como base los postulados deterministas para tratar de “predecir” ciertos fenómenos humanos dentro de sus textos; entre ellos, el destino (bueno o malo) de los hombres. Aunque las cuestiones sociales y genéticas desempeñaron uno de los papeles más importantes en la construcción de los personajes novelísticos, existieron otros factores a considerar, tan relevantes como los señalados, pero menos estudiados. Uno de ellos fue la faceta radical determinista, la cual se enfocó en los rasgos físicos de las personas para “poder conocer” el futuro que les aguardaba; naturalmente, siendo un postulado europeo, no es de sorprender que favoreciera en mayor medida a los que se aproximaran más al estereotipo caucásico y que, por el contrario, perjudicara a aquellos que se alejaran de él. Pese a que no fue tan socorrida como la postura “neutral” de la teoría debido al racismo que implicaba, adquirió un nivel considerable de difusión durante la época realista. Por ello, llamó mi atención, en primera instancia, que, pese a la popularidad que tuvo este radicalismo, no fuera un tema tratado ni con la mínima frecuencia con la que han sido estudiados, por ejemplo, la posición socioeconómica, el entorno de crianza y la ascendencia familiar de los 2 actantes en los análisis literarios —al menos en lo que a obras decimonónicas escritas en lengua española se refiere—. ¿Por qué, si los autores del Realismo hispano realizaron tan amplias descripciones de sus personajes, los estudiosos tienden a priorizar su ambiente o su casta, pero no su ser y su apariencia per se al momento de dictar lo que, se supone, los predetermina a un único e irremediable destino? En mi lectura de algunas novelas españolas y mexicanas pertenecientes a la segunda mitad del siglo XIX, me encontré no sólo con que muchas detallaban a sus héroes física y psicológicamente de manera noble y exquisita, sino con que también había algunas que parecían darle un papel protagónico a su apariencia y/o al comportamiento y a la autoestima consecuentes a ésta; además de dedicarles un tiempo considerable al introducir en escena al actante en cuestión, me parecía que estos elementos buscaban advertir al lector de algo importante que no debería dejarse pasar. Más allá de la acostumbrada presentación de una entidad dentro de las historias, existía en varias una inusual reiteración de los juicios de valor de los artistas respecto al atractivo de los rasgos de ciertos personajes, los cuales, además, solían ser vinculados, en algún punto, con el color de su cabello, su piel y/o sus ojos —es decir, con las características propias de una raza en particular—, y con la proporción estética que sus facciones y sus cuerpos ofrecieran para acoplarse al canon estético europeo (pelo rubio, tez blanca, pupilas de tonos claros, y cuerpo fuerte y esbelto). En este punto, tendían a coincidir en beneficiar con mayor frecuencia a los que, de acuerdo con este ideal, resultaran “bellos” y en desfavorecer a quienes, según estos mismos criterios, se mostraran “feos” por alejarse de dicho prototipo. Asimismo, la carga anímica semejaba un motivo considerable dentro de los relatos, puesto que de ella surgían muchas de las acciones detonantes para el nudo y el desenlace de la trama; muchas de las decisiones se tomaban en un momento crucial para el personaje donde, dependiendo 3 de su temperamento, era dominado por completo por la razón o por la pasión. En ocasiones, estas reacciones estaban vinculadas, en mayor o menor medida, con la autoestima de los actantes —ya que ésta se derivaba directamente de su apariencia— y con sus comportamientos; quienes tenían una mejor opinión de sí mismos eran más racionales y juiciosos, mientras que los que manifestaban una peor, resultaban más pasionales e impulsivos. Y, cabe mencionar, en más de una ocasión, la fortuna y/o el éxito preferían sonreír a los cerebrales antes que a los impetuosos. Si, durante mi lectura, ambos rasgos prometían tanto, ¿cómo es que fueron dejados de lado? Por supuesto, en ningún momento me atreví a cuestionar lo innegable: las novelas realistas- naturalistas manejan, con justa razón, las características sociales y genéticas como condiciones determinantes para los personajes. Sin embargo, me preguntaba si habría más; si, dentro de la Filosofía, había otros aspectos —como el biológico, el geográfico y el físico— que eran considerados importantes, ¿por qué no podrían serlo igualmente en la Literatura? Así, una segunda lectura, más detenida, me llevó a encontrar puntos en común entre dos novelas del español Benito Pérez Galdós (Marianela y Miau) y dos del mexicano Rafael Delgado (La Calandria y Los parientes ricos), las cuales se ajustaban a lo que yo buscaba para comprobar mi hipótesis: una “constante” que evidencia que, cuando fueron escritas, existía una inclinación “superficial” (¿racial?) —aunque fuera mínima— por cierto tipo específico de apariencia. De acuerdo con mi interpretación, dentro de estas cuatro obras, se da una notoria significación al físico —y al estado anímico que conlleva— de las protagonistas femeninas; pese a que esta importancia, hasta cierto punto, llega a rebasar la de los aspectos económico y familiar, en conjunto, los tres parecen ayudar a determinarlas para cumplir su destino. ¿Podría ser que la teoría radical influyera, de alguna manera, en ambos escritores para diseñar la fortuna de estas mujeres, en un intento por retratar con precisión el entorno en el cual se desenvuelven? 4 El presente trabajo se encuentra configurado por cuatro secciones que, se espera, ayuden a corroborar la influencia de la rama radical determinista en dos de los más célebres autores realistas. Las dos primeras, fungen como un breve acercamiento contextual y teórico para introducir al lector tanto en las circunstancias de la época (la segunda mitad del siglo decimonónico) como en las corrientes (literaria y filosófica) tratadas; las dos últimas, a su vez, analizan las situaciones particulares de las actantes y, con base en estas observaciones, por medio del gesto comparatista, intentan evaluar qué tan favorable resulta su destino. En el primer capítulo, “El Determinismo y el Realismo literario”, se da un panorama general para comprender los conceptos manejados: cómo surgen, en qué consisten, cuáles son sus características particulares…; intenta explicarse las bases teóricas consideradas para resolver la cuestión inicial antes mencionada. Asimismo, se busca que el lector (re)conozca el ambiente histórico, político y socioeconómico en el cual se desarrollan ambas corrientes en los niveles global —a lo largo de la Europa occidental, donde surge— y nacional —en los países de donde son originarios los artistas estudiados: España y México—. Después, en el segundo capítulo, “El Determinismo en la novela realista”, se reafirma la unión de ambas corrientes para la creación de obras literarias a partir de la segunda mitad del siglo XIX y se recalca la importancia del entorno próximo al artista para cumplir con el precepto de objetividad narrativa en la diégesis. Por ello, dentro de este apartado, se examinan algunos de los eventos más significativos en la vida de ambos autores y sus juicios de valor, puesto que ambos, siendo realistas, reflejaban la inmediatez de este mundo dentro de sus novelas. De igual forma, se dedica espacio para hablar de los cuatro textos seleccionados, con el fin de que tanto la trama como el mensaje que poseen no le resulten ajenos al lector. Una vez brindado el contexto pertinente, en el tercer capítulo, “El Determinismo en la caracterización de los personajes”, comienza el análisis verdadero de este trabajo: la comprobación 5 de la hipótesis que sugiere que tanto el canario Pérez Galdós como el veracruzano Delgado manifiestan, en mayor o menor medida, cierta tendencia radical a la hora de determinar el destino de las féminas de las historias estudiadas; por medio de una constante comparación entre ocho mujeres consideradas (María, Florentina, Abelarda, Luisa, Carmen, Dolores, Elena y Margarita), se evalúa la postura de los autores. Desde luego, sólo se toman como base las descripciones que los artistas brindan sobre su apariencia a lo largo de los cuatro textos novelísticos; para esto, se hace un recuento de los detalles más significativos —como las facciones de sus rostros o la proporción de sus cuerpos— y la forma en la que éstos se acoplan al canon de belleza europeo. Luego, se incluye un breve señalamiento de la importancia que también adquieren los aspectos psicológico y social, ya que, de acuerdo con las observaciones efectuadas, los tres elementos se encuentran estrechamente interconectados. No obstante, ya que éstos no son el tema central de este análisis, sólo se trata de unas cuantas consideraciones que deben hacerse para comprender el impacto que tiene el físico en el comportamiento de las actantes y en su ventura, al tiempo de recordarnos que el aspecto exterior y la percepción que se tenga de él, a su vez, también dependen de otras cuestiones más allá de la mera herencia fenotípica. Por último, a manera de apéndice, se anexan cinco cuadros que describen y contrastan con mayor notoriedad a los ocho personajes tratados. En los dos primeros (cuadro A y cuadro B), se muestran las cualidades y circunstancias consideradas para evaluarlos de forma general: belleza y porte, posibilidad económica, educación apropiada, amor, salud (físicos y mentales), buen comportamiento, y vida, con el fin de “juzgar” si su ventura dentro de la diégesis es “buena” o “mala”, y de comparar cuál es “mejor” o “peor”, de acuerdo con los estándares de la época decimonónica. En los otros tres (cuadro C, cuadro D y cuadro E), se reúnen frases y palabras reveladoras, tomadas textualmente de las novelas —o, en algunos casos, sintetizadas para una mejor comprensión—, con el fin de reafirmar las evaluaciones de los dos anteriores; asimismo, se 6 señalan las páginas en las cuales aparecen, con la intención de permitirle al lector ubicar —incluso contar— dichos calificativos dentro de las obras. Los objetivos de los cuadros, además de proporcionar un recurso adicional que facilite seguir el hilo de este trabajo, son: 1) Evidenciar la importancia que Pérez Galdós y Delgado dieron a ciertos elementos para la construcción de sus personajes —y, por consiguiente, a la de la historia de la que éstos forman parte—, y 2) Identificar el estilo personal de cada autor para retratar el notorio contraste entre sus protagonistas femeninas —y sus respectivos destinos—. Gracias a ellos, es posible ver que el referente a las cuestiones fenotípicas de las actantes (cuadro C) rivaliza con el que trata las sociales (cuadro E) en cuanto a la vastedad de información que proporciona, lo cual, a su vez —si se considera que las cuatro novelas estudiadas poseen fuertes cargas y críticas para este último aspecto—, significa que los artistas se preocuparon por desarrollar a la par ambos elementos en las mujeres y que, por consiguiente, los creyeron igual de importantes para forjar su suerte. Por otra parte, el cuadro que se refiere a lo anímico (cuadro D) muestra un gran contenido que, pese a no ser tan extenso como los otros dos, también ayuda a apreciar el trabajo creativo del español y el mexicano. Asimismo, se nota una clara diferencia en el tiempo invertido para describir a ciertos personajes dentro de las obras; aquellos que, en el presente trabajo, se denominan las feas están mucho más desarrollados —y, por ende, resultan mujeres mucho más complejas, en todos los sentidos de su construcción— que las llamadas bellas. Con ello, se revela quiénes tienen mayor protagonismo, y se vuelve factible demostrar el peso que estos autores les dieron a la apariencia física y a su relación con el destino de los actantes tratados. 7 1. El Determinismo y el Realismo literario 1.1. El Determinismo El Determinismo es, en pocas palabras, una corriente filosófica muy difundida en los siglos XVIII y XIX que postula que cada fenómeno, cada acontecimiento del universo, se encuentra regido por leyes naturales basadas en la irrompible cadena de causa-consecuencia, de manera que el estado “actual” de un elemento influye y condiciona, de algún modo, el futuro del mismo, sin que exista posibilidad de que los sucesos resulten aleatorios o azarosos. José Ferrater Mora lo define como la doctrina según la cual todos y cada uno de los acontecimientos del universo están sometidos a las leyes naturales. Estas leyes son de carácter causal. […] [Asimismo,] puede admitirse como aplicable a todos los acontecimientos del universo o bien puede admitirse como aplicable solamente a una parte de la realidad.1 Comparte la postura de Henri-Louis Bergson respecto a que “[en] el determinismo […] los acontecimientos están encadenados en forma rigurosa”2. Respecto a su aplicabilidad, existen varias posturas, que van desde una relativamente flexible —que propone sólo a una pequeña parte del todo como determinada— hasta una totalmente radical —que postula al todo en sí mismo determinado por completo—: Los deterministas radicales han afirmado que no solamente los fenómenos naturales, sino también las acciones humanas (explicables entonces como fenómenos naturales) están sometidas a un determinismo universal. Los motivos son considerados entonces como causas eficientes, las cuales operan dentro de una trama causal rigurosa.3 En este sentido, cuando de seres humanos se trata, el Determinismo radical afirma que el individuo no posee, en absoluto, autoridad sobre lo que le ocurre, ya que todas sus circunstancias 1 José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, Buenos Aires, Sudamericana, 1964, p. 423. 2 Idem. 3 Id. 8 se encuentran sujetas a algo determinado más allá de su control y que, por lo tanto, en realidad nadie es responsable, en última instancia, de lo que hace o deja de hacer. Así, desde sus inicios, busca justificar el porqué de las acciones humanas y “anticipar” los modos de ser y proceder del Hombre con base en la recopilación de datos comprobables e irrefutables. En pocas palabras, “la filosofía se hace positivista, centrándose en leyes naturales, y por lo tanto inmiscuyéndose en el terreno de la ciencia”4. A principios del siglo XVIII, la genética y la geografía alcanzan un desarrollo considerable. Respecto a la primera, Jean-Baptiste Lamarck (1774‒1829), naturalista francés, sugiere que todo se debe a la herencia de las características adquiridas de las personas; a favor de la segunda, Henry Thomas Buckle (1821‒1862), historiador inglés, propone al suelo, al clima y a la dieta del individuo como los responsables de la mente y la conducta de cada ser. Durante la transición de un siglo a otro —y a lo largo de toda la primera mitad del XIX—, el determinismo geográfico se olvida para dar paso al biológico, mientras que el genético se desarrolla y se extiende al aspecto sociocultural. Adolphe Quételet (1796‒1874), naturalista y sociólogo belga, por ejemplo, atribuye la condición y el hado de los individuos a una “física social” que evidencia la predisposición de ciertos miembros en el interior de una comunidad por un “buen” (honrado) o un “mal” (criminal) camino. Por último, a mediados del siglo XIX, las ideas biológicas y socioculturales son las que prevalecen, abogando por la búsqueda individual de supervivencia. Sin embargo, se pone un “freno” a la parte más extremista de la corriente conforme se acerca el siglo XX; los pensadores de la época retoman las ideas de Darwin y Hegel sobre la evolución y la razón humanas 4 Walter T. Pattison, “Etapas del naturalismo en España” en Historia y crítica de la literatura española. Tomo V. Romanticismo y Realismo (Iris M. Zavala), Barcelona, Grijalbo, 1982, p. 421. 9 (respectivamente), de tal forma que la inclinación determinista ya no es absoluta, pues contempla la capacidad de elección basada en la razón: lo que se traduce como el libre albedrío. El darwinismo social, sobre todo, despierta el interés de los intelectuales, debido a que sugiere una correspondencia entre el mundo natural y la sociedad generada por medio de la unidad de sus leyes, y a que, además, se [dota] […] de una legitimidad científica en los diversos campos de la teoría social […] justificando teóricamente el sistema de poder político y económico de los grupos burgueses frente a tentaciones igualitarias y dotando de una racionalidad científica al nacionalismo económico que presidía la expansión internacional del capitalismo europeo…5 En resumen, las condiciones del sujeto pueden resultar de alguna —o varias— de las siguientes causas eficientes: - Su genética: todo lo que se es y se hace es resultado de la ascendencia familiar y del parentesco. - Su geografía: todo lo que se es y se hace es a causa del lugar en el que se vive y sus condiciones naturales. - Su biología: todo lo que se es y se hace es en favor de la supervivencia y de los procesos evolutivos. - Su entorno sociocultural: todo lo que se es y se hace se deriva del ambiente en el que se crece y sus condiciones sociales. Pese a que muchos de los teóricos y filósofos buscan mantener esta “objetividad” analítica mientras tratan de comprobar y demostrar sus teorías basadas en aquellas cuatro variables (lo genético, lo geográfico, lo biológico y lo sociocultural), algunos otros llegan más lejos; se manifiestan abiertamente partidarios de dar importancia a un quinto elemento que pueda explicar 5 Diego Núñez Ruiz, “Positivismo, darwinismo y literatura” en Historia y crítica de la literatura española. Tomo V. Romanticismo y Realismo (Iris M. Zavala), Barcelona, Grijalbo, 1982, p. 686. 10 las bondades y los males en el destino de un individuo: su físico. Así, hacen lo propio al postular y evidenciar en sus manifiestos “pruebas” que exponen la “auténtica supremacía” de una raza sobre otra, basándolas en las leyes biológicas universales que el ser humano es incapaz de evitar —y ya antes propuestas por otros pensadores—. De esta forma, reúnen antecedentes que puedan validar su postura. La religión católica, aún fuerte en el continente europeo —incluso imperante en la Península Ibérica— ha sido una gran influencia y un constante referente en la creación de la teoría filosófica radical. Las tendencias eclesiásticas surgidas desde el Concordato6 y la Restauración europea7 adquieren mayor difusión hacia finales de la tercera década decimonónica y, en consecuencia, determinan el carácter de las actividades reformistas y misioneras. Es gracias a esta filosofía basada en la doctrina católica que, aun hoy día, esa parte del Determinismo ha sido estigmatizada como “racista”, debido a los prejuicios y a la discriminación generados e impulsados por la Iglesia y sus seguidores. En el siglo XVIII, por ejemplo, domina el presupuesto monogenista, el cual asegura que, tal como se menciona en Génesis, todo individuo proviene de la unión entre Adán y Eva, es decir, que el mundo está poblado por una única familia; no obstante, los miembros que la conforman no poseen la misma “calidad”, pues, a pesar de que los primeros descendientes y sus hijos fueron todos “iguales” entre sí, hubo severas diferencias adquiridas “fortuitamente” que fueron “degenerando” la estirpe y, por lo tanto, determinándola a ser “mejor” o “peor”, y a que esto se viera reflejado en su aspecto físico. Entre los principales defensores de esta creencia se encuentran algunos 6 Acuerdo de la Santa Sede con el Gobierno de cualquier país católico para regular sus relaciones Iglesia-Estado de mutuo interés. En este contexto, puede entenderse que el Concordato referido posiblemente sea: 1) el de 1801 entre el papa Pío VII y Napoleón I de Francia; o 2) el de 1753 entre el papa Benedicto XIV y el rey Fernando VI de España. 7 Periodo de la Historia europea que comprende desde la derrota del Imperio Napoleónico (1814) hasta la Primavera de los Pueblos (1848; también conocido como el Año de las Revoluciones por la derrota del absolutismo en las naciones francesa, alemana, austríaca, húngara e italiana gracias a los movimientos revolucionarios en Europa central y occidental). Es reconocido por la búsqueda de legitimación de la tradición de las monarquías y su respectiva alianza Trono-Altar, y por oponerse a la soberanía revolucionaria. 11 intelectuales como Johann Friedrich Blumenbach (1752‒1840), naturalista y socioantropólogo alemán, y Georges Louis Leclerc (1707‒1788), naturalista francés. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, los poligenistas toman la batuta: modifican la teoría, y postulan que el verdadero origen de las diferencias físicas entre los hombres y el vínculo de éstas con la determinación de su destino se origina con los tres hijos de Noé (Sem, Cam y Jafet), quienes pueblan el mundo después del Diluvio y, según su edad, dan paso a la creación de las tres razas: la blanca (heredera del primogénito), la indígena-asiática (del mediano) y la negra (del menor). Los trabajos de Isaac de La-Peyrère (1596‒1676), teólogo francés, François-Marie Arouet “Voltaire” (1694‒1778), historiador y filósofo francés, y David Hume (1711‒1776), sociólogo e historiador francés, son la base teórica-filosófica para los defensores de dicha conjetura. Ya para finales del siglo XIX, a pesar de todos los avances científicos y del estudio de los trabajos de Hegel y Darwin, y de que El origen de las especies (1859) proporciona un nuevo instrumento de análisis a los artistas —especialmente a los autores literarios—, la religión sigue colándose en las especulaciones, de tal manera que no sorprende que la ciencia y los milagros convivan en un mismo espacio y justifiquen, en conjunto, la buena estrella de unos y la mala de otros. Los más fieles creyentes de esta suposición son Robert Knox (1791‒1862), naturalista británico, y James Cowles Prichard (1786‒1848), médico y etnólogo británico, entre otros. Como resulta evidente, sin importar el enfoque específico de la tendencia radical, estas tres posturas (la monogenista, la poligenista y la “ciencia-milagro”) llegan a la misma conclusión: existe la supremacía de cierta raza (el hombre caucásico) y la inferioridad de otra (el hombre negro), lo cual manifiesta una relación directa con el destino y la fortuna predeterminados a cada uno. Así, bien entrado el siglo XIX, existe un sólido trasfondo filosófico que permite reevaluar las condiciones humanas: 12 Los esfuerzos para explicar las grandes líneas de la historia humana por medio de la ley natural condujeron a los tres estadios de la historia del hombre según Comte8; para analizar la personalidad humana, Taine9 proponía su tríada de race, moment et milieu10 (raza, momento histórico y medio ambiente).11 y con ello la filosofía, al reunir estas teorías de distintos pensadores —radicales o no—, se ha convertido, sin lugar a duda, en la mano derecha del desarrollo intelectual europeo: Positivismo y darwinismo van a tener su punto de encuentro y complementación en la filosofía de Herbert Spencer, que adquirirá en el último tercio del siglo XIX una gran difusión […]. Spencer había emprendido la tarea de superar las limitaciones metodológicas empiristas del positivismo por medio de una concepción científica sintética que englobase sus datos dispersos en una filosofía general del hombre y de la sociedad.12 Dicho trasfondo, que prioriza al darwinismo —y, con él, a la biología— se convierte, entonces, en una piedra angular tanto para la ciencia como para el arte. Los destacados adelantos en el campo de la medicina hacen presuponer que sus alcances serán ilimitados y llevarán a engendrar un ser humano superior al de todas las épocas anteriores; el cambio y el progreso constantes están garantizados. El impacto de estos avances llega a prácticamente todos los ámbitos; el arte y la filosofía no son la excepción, como tampoco lo son la política y la moral pública. Al tiempo que se populariza esta creencia del poder determinista respecto al Hombre, surge en Europa una corriente estética que busca reflejar la realidad individual y social en un marco de verosimilitud, y oponerse a las tendencias clasistas: el Realismo. 8 Auguste Comte (1789‒1857), filósofo francés. Considerado por muchos como el creador del positivismo y la sociología, y de la concepción del altruismo. Su Ley de los tres estados postula que toda sociedad atraviesa tres estados teóricos diferentes: el teológico o ficticio (que es necesario para la inteligencia humana); el metafísico o abstracto (que funge como medio de transición entre el primero y el tercero), y el científico o positivo (que es su circunstancia definitiva). 9 Hippolyte Taine (1828‒1893), filósofo, crítico e historiador francés. Considerado por muchos como uno de los principales teóricos del Naturalismo. 10 Taine, junto con otros intelectuales positivistas, sostiene que todo conocimiento es producto directo de la experiencia del ser al usar sus sentidos; propone que para comprender al sujeto es necesario conocer de dónde viene (clase, grupo, origen…) y cómo se comporta dentro de este mismo entorno inmediato. Por ello, plantea la importancia de la raza, el momento histórico y el medio ambiente para determinarlo. 11 Pattison, op. cit., p. 421. 12 Núñez Ruiz, op. cit., p. 685. 13 1.2. El Realismo literario El término realismo se refiere a la correspondencia existente entre una obra artística y el entorno que ha inspirado la génesis de ésta; la una es el reflejo del otro: “Desde Aristóteles, una larga tradición de preceptistas y creadores ha concebido el arte como imitación de las acciones humanas y de los fenómenos de la naturaleza”13. Es decir, implica una suerte de mímesis dentro de la cual lo real14 se representa con fidelidad y sin involucrar ninguna idealización. Desde luego, la fecha exacta del inicio de la época realista es incierta, aunque existen algunas teorías que buscan hacer un estimado. Para Arnold Hauser, comienza alrededor de 1830. Durante la Monarquía de Julio15 […] se desarrollan los fundamentos y los perfiles de este siglo, el orden social en que nosotros mismos estamos arraigados, el sistema económico cuyos principios y antagonismos perduran hoy todavía, y la literatura en cuyas formas nos expresamos hoy por lo general. Las novelas de Stendhal y Balzac son los primeros libros que tratan de nuestra propia vida, de nuestros propios problemas vitales, de dificultades y conflictos morales desconocidos para las generaciones anteriores. […] Encontramos por primera vez la misma sensibilidad que vibra en nuestros propios nervios, y, en la imagen de su carácter, los iniciales rasgos de la diferenciación psicológica que […] forma parte de la naturaleza del hombre actual.16 Felipe B. Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres, en cambio, afirman: La fecha de 1830, que dan muchos historiadores como comienzo del Realismo en Francia, es excesivamente temprana. Sí es cierto que en esos años empieza a percibirse la lenta transformación del modelo cultural romántico. Algunos autores como Balzac y Stendhal se acercan al mundo cotidiano de la burguesía. Son precursores del Realismo […]. Pero la verdadera escuela realista nace con posterioridad a la abortada revolución de 184817. El desencanto que este fracaso produce en la intelectualidad sirve de acicate para el cultivo de un arte objetivo, crítico y enemigo del idealismo y las utopías…18 13 Felipe B. Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres, “La época del Realismo” en Las épocas de la literatura española, Barcelona, Ariel, 2007, p. 223. 14 Entiéndase la significación de ‘real’ sólo como una de las muchas definiciones que ofrece la RAE: “[Cosa, material o inmaterial, concreta o abstracta] que tiene existencia objetiva”. 15 Periodo de la Historia francesa que comprende desde la Revolución de Julio (1830) hasta la Primavera de los Pueblos (v. nota 7, supra). Es reconocido por sus procesos revolucionarios de los liberales y burgueses —a quienes, eventualmente, se unieron en la lucha los nacionalistas y el proletariado— en contra del absolutismo. 16 Arnold Hauser, “Naturalismo e impresionismo” en Historia social de la literatura y el arte II. Desde el Rococó hasta la época del cine, España, DeBolsillo, 2005, p. 248. 17 v. nota 7, supra. 18 Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 227. 14 Pese a las discrepancias entre unos y otros, es innegable que, durante el periodo comprendido entre los años 1830 y 1910, se produce un importante desarrollo intelectual homogéneo y orgánico, en el cual se liberan y retoman las tendencias renacentistas del capitalismo moderno. La objetivación, por excelencia, surge como aspiración de poder desligar un algo de cualquier consideración de las circunstancias personales. Todos los rasgos que caracterizan al siglo: el racionalismo económico, la industrialización progresiva, la victoria total del capitalismo, el progreso de las ciencias históricas y las exactas, el cientificismo general del pensamiento, y la experiencia reiterada de una revolución fracasada (y su consecuente realismo político), son reconocibles desde las primeras décadas, especialmente por la situación sociopolítica: Balzac […] fundamenta su estructura social en la economía, y anticipa […] las doctrinas del materialismo histórico; es consciente por completo de que las formas de la ciencia, del arte y de la moral contemporáneas, así como las de la política, son funciones de la realidad material, y de que la cultura burguesa, con su individualismo y su racionalismo, tiene sus raíces en la forma de la economía capitalista.19 La clase media, la burguesía, se vuelve consciente de su nuevo empoderamiento, pues la antigua aristocracia ha abandonado su protagonismo en los momentos históricos nacionales, quedando relegada a un ambiente privado; al mismo tiempo, el proletariado adquiere también conciencia de clase y se identifica con las nacientes teorías socialistas durante la época. Esta transición, pese a sus nobles aires, implica un desajuste —y cierta zozobra— por parte de la mayoría de la población. Se pierden la seguridad y la estabilidad, pues cada uno de los bienes, materiales o no, deben ganarse día con día y podrían perderse en cualquier momento; dicha provisionalidad de las cosas provoca, de forma generalizada, sensaciones de escepticismo y pesimismo en la mayoría de la gente, sin importar su condición. 19 Hauser, op. cit., p. 276. 15 El mundo conocido ha cambiado con celeridad, por lo que no es extraño que surja un apego por lo (único) seguro del momento: el conocimiento y el intelecto; lo objetivo y lo comprobable. En un contexto en el que las utopías y los ideales de libertad han fracasado; en el que la originalidad y la creatividad ya no tienen cabida, la desilusión y el desencanto colectivos encuentran asidero en las ciencias naturales: objetivas, realistas y empíricas. La realidad debe mostrarse tal cual es; hay que apegarse a los hechos, describirlos de manera meticulosa, fiel y detallada. Con la muerte del Romanticismo no hay espacio para la subjetividad de los sentimientos; según se cree, sólo la objetividad, la impersonalidad y la insensibilidad pueden fomentar la cohesión social. Para el pensamiento moderno nada más cuenta el hoy, no el mañana. Como consecuencia, las distintas formas artísticas también deben revolucionarse y adaptarse a los nuevos intereses: ahora toman posturas activas —y activistas— que subvierten la intransigencia y el radicalismo de forma extrema, nunca vista con tal intensidad en los movimientos que les precedieron; este activismo político, social y cultural tiene como finalidad conocer y describir la realidad para modificarla. Con este nuevo interés por la “realidad”, las tendencias románticas de creación hiperbólica pasan de moda; ya de nada sirve exaltar los ideales y las posibilidades si lo que se quiere es exponer la verdad sociopolítica y socioeconómica, por cruda que resulte. Ya ha nacido el Realismo: [En] el orden estético, y paralelamente a lo ocurrido en el campo filosófico[,] se produce igualmente una importante mutación: el tránsito de la sensibilidad romántica a la naturalista. El naturalismo —o su forma mitigada el realismo— irrumpe en la escena literaria […], especialmente en la narrativa, con la misma intensidad y audiencia social que el pensamiento positivo en el ámbito filosófico. Este cambio de la sensibilidad literaria y estética en general constituye, pues, un capítulo más del paso […] de la mentalidad romántica a la positiva.20 Arnold Hauser, por ejemplo, lo define como la forma filosófica que se opone al romanticismo y a su idealismo, y argumenta que dicha oposición queda mucho más acentuada 20 Núñez Ruiz, op. cit., p. 686. 16 debido a que una de las distinciones más notorias radica en la nueva tendencia cientificista, gracias a la cual se conjuntan la aplicación de las técnicas artísticas con la de los principios de las ciencias exactas para crear una “descripción artística de la realidad”21. Como todo movimiento revolucionario, se comienza dentro del proletariado artístico, ya que los artistas se ven forzados a olvidarse de crear aquello que “podría ser” o “debería ser” para enfocarse sólo en lo que “se es”; sus obras ya no son meros productos de deleite, sino que también se convierten en vehículos que permiten reflejar fielmente la tan ansiada verdad: La obra de arte ha sido comparada a una ventana a través de la que se puede contemplar la vida sin tener en cuenta la estructura, la transparencia y el color de los cristales de la ventana. Según esta analogía, la obra de arte aparece como un mero instrumento de observación y de conocimiento, esto es, como un cristal o una lente que es en sí indiferente y sólo sirve como medio para un fin.22 Es decir, si bien el arte siempre ha sido un medio para describir (y, ¿por qué no?, juzgar) el contexto en el que es creado y para tratar de hacer conciencia al respecto, esta condición suya se potencia como nunca a lo largo de buena parte del siglo XIX. Ya no es cuestión de manifestar las convicciones y/o las simpatías personales, sino también de evidenciar los problemas y las contradicciones propias del entorno social en general. La obra de arte oscila entre dos planos diferentes: 1) el inmanente, como una estructura formal independiente completa, con coherencia y significado por sí misma, más allá de todo lo externo; y 2) el funcional, como una entidad en la que la vida, la sociedad y las necesidades prácticas influyen en la comprensión que se tenga de ella, de su coherencia espiritual. La capacidad de observación del artista, aunado con sus conocimientos y dominios previos, es la clave para lograr una pieza realista; la única diferencia significativa es que ahora los creadores deciden dar prioridad a los detalles materiales, anteponiendo la realidad por encima de la 21 Hauser, op. cit., p. 312. 22 Ibidem, p. 268. 17 imaginación. Lo esencial de esta empresa radica tanto en conocer bien el mundo que busca reflejarse como en elegir los medios estilísticos pertinentes para hacer creer al receptor que en verdad se trata de su contexto inmediato. Acorde con esto, parece fácil retomar las tesis de algunos estudiosos —por ejemplo, la idea general de Auerbach, que dice que el movimiento posee una esencia historicista; o la de Wellek, la cual afirma que debe reproducirse una realidad total: social, política, económica y cultural, constantemente sometida al cambio—. Es por esto mismo que el autor debe hacer uso de una minuciosa observación de cada detalle a su alrededor, pues sólo así puede plasmar de manera fidedigna la realidad; de ahí que las obras realistas giren en torno a la sociedad contemporánea, única capaz de ser objeto de indagación directa. Se compara, entonces, el trabajo del artista con el de, ni más ni menos, un erudito; el proceso creativo, debido al cuidado y a la minuciosidad con que debe ser llevado a cabo, es descrito como apenas una inversión de los pasos de la ya conocida metodología de la Ciencia: el científico parte de un hecho del que desconoce lo que desea saber; se plantea un problema y, para solucionarlo, busca, clasifica y analiza información para, finalmente, llegar a un resultado. Con todo ello, el investigador gana experiencia. Por el contrario, el artista parte de su propia experiencia, del material empírico que ha recogido a lo largo de su vida, y lo deja desarrollarse y madurar, hasta que este bagaje le permita crear su obra. En general, esta nueva perspectiva de un artista-científico —“para los ojos observadores […] un detalle es un mundo”23— logra atraer el espíritu y el interés del espectador, retroalimentar la recién adquirida conciencia de cuanto sucede en su entorno e incitarlo a tomar una postura (más) crítica y, por consiguiente, activa al respecto: 23 Joaquín Casalduero, “El espiritualismo de Galdós: de «Nazarín» a «Misericordia»” en Historia y crítica de la literatura española. Tomo V. Romanticismo y Realismo (Iris M. Zavala), Barcelona, Grijalbo, 1982, p. 545. 18 [La] autonomía y la autosuficiencia parecen la esencia de la obra de arte, pues sólo en cuanto […] se separa de la realidad y la sustituye completamente, sólo en cuanto […] constituye un cosmos total y perfecto en sí es capaz de suscitar una ilusión perfecta. Pero esta ilusión no es […] el contenido total del arte, y con frecuencia no tiene siquiera participación en el efecto que produce. Las grandes obras renuncian al ilusionismo engañoso de un mundo estético cerrado en sí mismo y van más allá de sí mismas. Están en relación directa con los grandes problemas vitales de su tiempo…24 Sin duda alguna, se busca crear un estímulo para participar en la observación y en la creación, al tiempo que se señala la vastedad del objeto de estudio, haciendo alusión al interminable cuestionamiento de si el arte podría vencer a la realidad y a sus consecuentes mecanismos psicológicos y sociales, o si sólo funge como una herramienta. La primera en apropiarse de este estudio es la literatura; aun en la actualidad, cuando se habla de Realismo, ésta es el más común y general de los referentes de la época. Para ello, es importante tener en cuenta el criterio propuesto por Harry Levin: el libro realista es aquél “relativamente libre de artificiosidades”25, pues, aunque no todo lo que relate sea verídico, debe ser lo bastante verosímil como para que el lector identifique dentro de él sus circunstancias inmediatas o, cuando menos, otras que se les aproximen y parezcan. Claro que, hasta antes de la tercera década de 1800, su difusión baja bastante; su incapacidad de satisfacer por igual a los círculos con diferente educación con una misma obra la obliga a cesar su papel ambivalente como arte y distracción para la generalidad. Pese a los valores artísticos de varios textos, son pocos los que logran atraer público suficiente —la mayoría de éstos se hace de fama por haber originado algún escándalo y no por su calidad per se —; sólo un reducido número de literatos e intelectuales llega a apreciar sus cualidades. Debido a esto, comienza a clasificarse como un arte de “estudio”, destinado a conocedores y especialistas, con lo cual el número de receptores decae aún más. 24 Hauser, op. cit., p. 268. 25 Harry Levin, El realismo francés (Stendhal, Balzac, Flaubert, Zola, Proust). Citado en: Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 224. 19 Por fortuna, llegado el año de 1830 los libros recuperan parte de su antigua popularidad gracias a la prosa narrativa. Si bien es cierto que tanto en el teatro como en la poesía lo “real” ya se revelaba de forma notoria, no cabe duda de que se vuelve avasallador en la novela, no sólo por ser reconocido como el “género burgués” por excelencia26, sino también debido a los diferentes niveles, variantes, limitaciones y mediaciones de realidad que puede manejar gracias a sus complejas técnicas27. Por fin, después de su injusta condena por “frivolidad” y del menosprecio del público28, la literatura novelística resurge de sus cenizas y está decidida no sólo a quedarse, sino también a ocupar el primer puesto en la vida de sus nuevos seguidores. Bien dice Iris M. Zavala, “el siglo XIX nace bajo el signo de la novela”29, pues es el género rey de la época, [el] único capaz de cumplir las condiciones exigidas por la nueva estética, al ser un relato extenso que puede demorarse en la descripción de todo lo que rodea a la acción principal. [Dice Ferras que] [la] nueva narrativa «nace con la revolución de 1868, y de la mano de la revolución».30 La flexibilidad (en cuanto a forma y a extensión) que ésta se permite propicia el trato de los temas revolucionarios (el racionalismo económico, la ideología política, la lucha de clases); asimismo, el interés principal de la observación para la creación novelística se coloca en la burguesía, pues ofrece la perspectiva de esta nueva clase ascendente a tal grado que llega a ser considerado como un libro “académico” tanto para ella como para la sociedad en general. Dice la conocida frase de Saint-Real que «La novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino», por lo que, en este caso, el Realismo no sólo busca reflejar algo específico, sino un conjunto complejo que va más allá de un personaje o una situación; se trata de presentar acontecimientos enteros. 26 v. pp. 20 y 25-27, infra. 27 Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 249. 28 Francisco Ayala, “Galdós y su público” en Historia y crítica de la literatura española. Tomo V. Romanticismo y Realismo (Iris M. Zavala), Barcelona, Grijalbo, 1982, p. 490. 29 Iris M. Zavala, “El naturalismo y la novela” en Historia y crítica de la literatura española. Tomo V. Romanticismo y Realismo (Iris M. Zavala), Barcelona, Grijalbo, 1982, p. 403. 30 Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 246. 20 Otra de las facilidades del género es el manejo de los personajes. Su caracterización suele ser minuciosa, pues, en buena medida, separa a los actantes31 principales de los secundarios e incidentales; los primeros, sobre todo, presentan un desarrollo psicológico, capaz de evolucionar según los acontecimientos, tan complejo que bien podría rivalizar con el de una persona real, al tiempo que los otros los rodean y, en ocasiones, les ayudan a o les impiden lograr este mismo cometido. Entre todos ellos, naturalmente, destaca el caso del protagonista —quien, por lo regular, pertenece, cuando mucho, a una clase social media o burguesa—, puesto que, a lo largo de la trama, éste desarrolla cierto “enfadamiento” consecuente con el orden social impuesto, al tiempo que se ve obligado a reconocer los convencionalismos y costumbres en la comunidad en la cual se desenvuelve —dirían Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres que “el Realismo enfrenta al ser problemático con la realidad”32—; el papel del villano, por otra parte, también resulta interesante, pues sufre uno de los cambios más considerables: si bien, desde principios de siglo, ya se innovaba al buscar que los “malos” de las historias recibieran un castigo proporcional con sus actos en tiempo “real” —es decir, que su penitencia fuera en “vida” y no hasta después de su “muerte”—, la corriente realista da un giro a este aspecto “justiciero” de las narraciones y presenta una amplia gama de antagonistas que, pese a sus fechorías, no reciben castigo alguno. Con esto en mente —y retomando algunas ideas del materialismo radical—, el literato debe ofrecer una buena pintura de la sociedad. Pese a su indudable maestría, el autor debe limitar su interpretación a ciertas particularidades para poder describir la realidad en cuestión. En otras palabras, se decide a mostrar un problema general de la vida poniendo como ejemplo casos individuales encarnados en las diferentes historias de sus personajes. 31 Actante: sujeto que, de acuerdo con la semiótica literaria, participa dentro de una narración; según Algirdas Greimas, es aquel que realiza la acción. Por ello, a partir de este momento, el término será empleado como sinónimo de personaje para fines prácticos en el presente trabajo. 32 Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 227. 21 Afirma Juan Ignacio Ferreras que, a partir de este momento, la tendencia se vuelve la meta de los autores de la época; todos abandonan el tradicionalismo de la novela histórica, y prefieren regirse por los nuevos preceptos para crear historias sobre individuos “problemáticos” y las relaciones que éstos forjan dentro de la sociedad actual. Al mismo tiempo, Arnold Hauser comenta que la concepción sociológica que manifiestan los personajes desde 1830 se convierte en la fuente de una crítica verosímil a la realidad y a las problemáticas del Hombre. Aunado a este estudio de las condiciones sociales surge el interés por las costumbres y tradiciones europeas —sobre todo de las capitales—y, por consiguiente, la cuestión de calcar al entorno y sus actantes en lo más posible, tal como se hace desde el costumbrismo —que imita los usos, prácticas y peculiaridades de cierta región en específico—: El [cuadro de costumbres] preparó también el terreno al Realismo con su afán de escudriñar el entorno para reflejar los hábitos y usos sociales […]. Creó el gusto por la observación directa, por la semejanza entre la realidad inmediata y la creación literaria; […] se convirtió en protagonista del relato, en detrimento de la trama argumental y de la caracterización de los personajes.33 A causa de su complejidad, los cuadros de costumbres se muestran como “novelas en proyecto” 34 listas para leerse. El costumbrismo es quien propone el gusto por la observación del entorno y su importancia para realizar una minuciosa descripción de los detalles, pero es la corriente realista quien lo potencia; gracias a esta apropiación, para deleite del lector, ya cualquiera, sea proveniente de una región urbana o rural, es bienvenido a formar parte de la gran construcción del relato: [El] costumbrismo ofrece un espléndido retablo […] con su galería de tipos […]; cada región encuentra su daguerrotipo. Lo que para algunos escritores de costumbres tuvo el primer pintoresquismo fácil, nos permite ahora reconstruir en cierta medida los personajes —clases sociales— que recorrían el laberinto de calles y encrucijadas de los caminos: gitanos, vendedores ambulantes de maravillas, contrabandistas, bandoleros, mendigos, aguadores, vinateros, buñoleros, pobres apicarados y buscavidas, conspiradores que en 33 Ibidem, p. 245. 34 Carlos Blanco Aguinaga, Julio Rodríguez Puértolas e Iris M. Zavala, “El siglo de la burguesía” en Historia social de la Literatura española (en lengua castellana) II, Madrid, Castalia, 1987, p. 111. 22 posadas, ferias, cuevas o plazas cruzaban el país de un lado a otro. La «corte de los milagros»35 asoma su rostro por las celosías.36 A esta copia “visual” de tipos (¿estereotipos?) descriptiva hecha por el autor corresponde también una “oral” (estilo directo) que ayuda tanto a romper la monotonía del relato —cosa usual en cualquier novela— como a dar una mayor ilusión de realidad, a caracterizar a los personajes con mayor eficiencia y a reproducir las formas lingüísticas coloquiales. Es, por tanto, natural que, respecto al habla, la obra realista ofrezca una detallada recreación capaz de imitar sus peculiaridades dialectales y sus pronunciaciones locales, y, con ellos, de individualizar a los personajes y retratar su estilo de vida, aunque ya sin la característica tendencia romántica original del movimiento: “Inmovilidad y cambio saltan del cuadro costumbrista a la novela. Con la primera marejada de novela de costumbres se analizó algo más a fondo la sociedad…”37. Este esfuerzo por reproducir con fidelidad el habla coloquial en los diálogos es considerado por algunos estudiosos como uno de los mayores logros del movimiento; empero, en este aspecto la voz narrativa no siempre causa agrado, pues tiende a imitar (con poco éxito) maneras arcaicas. Por otra parte, la expresión formal genera un contraste interesante con las jergas y los dialectos ofrecidos por los actantes, y los arcaísmos del narrador; los términos científicos —sobre todo los biológicos y los médicos— se vuelven tan populares que resulta inevitable incluirlos dentro de las narraciones, especialmente como conflictos “adicionales” para los personajes principales. Los soliloquios, a su vez, se encargan no sólo de reforzar —o, incluso, de explotar— los usos peculiares de la lengua propios de una localidad, una comunidad o un individuo específicos, 35 Nombre por el cual se conoce un sector del París medieval donde habitaban mendigos, ladrones y prostitutas, quienes pretendían ser ciegos o enfermos para pedir limosna durante el día, antes de volver a sus casas (la “corte”) con la salud intacta (los “milagros”). El término se popularizó gracias a Victor Hugo, quien lo recrea en su novela Nuestra Señora de París, y a Ramón del Valle-Inclán, quien lo retoma para satirizar los vicios y excentricidades de la corte de la reina Isabel II (v. nota 65, infra). 36 Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala, op. cit., p. 111. 37 Ibidem, p. 115. 23 sino también de desnudar los sentimientos y pensamientos más íntimos y profundos de los protagonistas, de tal forma que el lector pueda saber aquello que llega a escapar del conocimiento “absoluto” del narrador. El objetivo es claro: evidenciar, por medio de estas tres técnicas fundamentales (descripción, diálogo y monólogo), el vínculo creado entre las personas y su entorno socioeconómico, de tal manera que se cree y exponga un fiel testimonio de la época, de sus vicios y problemas políticos, humanos y sociales: En el orden estético, la novela realista supone un gran paso adelante respecto a la que la había precedido. […] [Presenta] unas rigurosas exigencias artísticas. Pese a sus vínculos con el entorno que la nutre, […] aspira a constituir un mundo autónomo que se justifica por sí mismo. No siempre se alcanza el ideal del arte por el arte, sin otra finalidad que el goce estético que produce la escrupulosa imitación de lo real, pero se ha superado aquella situación en la que el objetivo fundamental, si no único, era el mensaje moral o político.38 El autor mantiene su postura ideológica sin omitir la objetiva con ayuda de un narrador apropiado, capaz de revelar hasta los más profundos pensamientos de los actantes, pero siempre con una actitud serena y desapasionada que ayude a crear la sensación de verosimilitud; aunque éste puede llegar a participar en el desarrollo de las acciones, su principal función consiste en guiar al lector en esta “apropiada” interpretación de su contexto inmediato: “Desde el punto de vista estrictamente formal […] predomina el narrador-cronista, el […] omnisciente que interfiere a menudo en la acción, la comenta y moraliza en su afán por sugerirle al lector lo que debe pensar de los hechos y los personajes”39. Por este medio, el escritor no sólo se hace un cuestionamiento del mundo que le rodea (la política de la Restauración europea40, el positivismo, la vida provinciana, el cristianismo vigente, el comportamiento de la élite, el talante de las clases medias…), sino que también se convierte en 38 Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 249. 39 Zavala, “El naturalismo…”, p. 404. 40 v. nota 7, supra. 24 una especie de “guardián de los valores morales”41 de su comunidad: “Los escritores realistas apelan al hombre dentro de su contexto social, e incluso cuando el asunto debatido es de índole religiosa […] de lo que éstas tratan es de los conflictos que la diversidad de creencias origina en el campo de las relaciones interhumanas”42. Francisco Ayala explica este fenómeno argumentando que, a partir del Renacimiento, la novela ocupa un lugar de importancia dentro de la sociedad; la separación Estado-Iglesia provoca una “crisis” en la Cristiandad y el papel que el clero había ejercido desde la Edad Media lo ocupa el escritor, pues ahora depende de él ofrecer una visión y una interpretación “objetiva” del mundo, y dictar normas morales que sirvan de guía para la vida diaria. Con esta nueva autoridad encarnada en el novelista comienza la llamada Edad Moderna; dicha función ya no se apoya en reglas establecidas con rigor, sino en la racionalidad en busca y en defensa de la verdad y la justicia: [La] efervescencia de una literatura de temas sociales es evidente. […] [Es] testimonio fiel y directo de las inquietudes de la época. Fueran o no socialistas los escritores, sobresale su interés por las clases humildes; fueron además los primeros en explicar la prostitución desde criterios económicos y sociales. […] [Surge] la idea de que la ignorancia, los bajos salarios y la explotación son los verdaderos responsables de la mala vida. Encontramos además una fuerte vena anticlerical; para muchos el auténtico cristiano es democrático y progresista. […] Más que un conjunto doctrinal homogéneo, los novelistas de esta primera promoción realista presentaron sus ideas y argumentos con gran fuerza de convicción, deseosos de persuadir a sus lectores de la necesidad de armonía y bienestar.43 Finalmente, como elemento imperante en la obra realista, se incluye la presencia de cierta “fuerza” desconocida y sobrehumana capaz de controlar —en mayor o menor escala, según sea el caso— los acontecimientos que giran en torno al héroe —o, incluso, al del resto de los personajes— de la historia y que conllevan al desenlace de la misma: La novela extrae su principio formal del concepto del tiempo destructor y corruptor de la vida, así como la tragedia deriva el principio de su forma de la idea del destino intemporal que destruye al hombre de un golpe. Y así como el hado posee en la tragedia una grandeza 41 Guadalupe Gómez-Ferrer Morant, “Entre el 68 y el 98: Palacio Valdés” en Historia y crítica de la literatura española. Tomo V. Romanticismo y Realismo (Iris M. Zavala), Barcelona, Grijalbo, 1982, p. 457. 42 Ayala, op. cit., p. 490. 43 Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala, op. cit., p. 121. 25 sobrehumana y un poder metafísico, así también el tiempo adquiere en la novela una dimensión monstruosa, casi mítica.44 Distintos autores rescatan esta asociación de las acciones de la realidad con el materialismo al que toda existencia, toda vida práctica, se encuentra sometida y, por ende, condicionada. La corriente filosófica ha conseguido introducirse en el material literario: los dos elementos en boga, novela y Determinismo, se fusionan para crear piezas entrañables y trascendentes, que incluyan tanto un principio estético como una interpelación directa a cada esfera de la recién actualizada estratificación social; estos textos seducen y enternecen al público de tal manera que resulta sencillo (¿inevitable?) sentir empatía por la narración, la historia y los actantes. Las clases medias, más que ningún otro sector de la sociedad, manifiestan una desbordante y singular predilección por los textos al reconocerse —ya sea consciente o inconscientemente— a sí mismas y a su situación contextual inmediata dentro de sus páginas. Los burgueses —asociados durante el Romanticismo con la agitación y ahora considerados como negociantes capaces de dominar la política y la sociología de la segunda mitad decimonónica— siguen con fervor a los escritores realistas porque, en la búsqueda de generar conciencia en el público en general, sus obras recrean un mundo real-imaginario que, por medio de una “dramática problematicidad”45, refleja sus preocupaciones, sus formas, su papel en las revoluciones contra el antiguo régimen (la vieja nobleza, el clero y sus privilegios), y su relación con el (también reciente) proletariado. Las historias giran en torno a personajes que representan a una comunidad y a una clase social específicas. La vida urbana se compara con la rural; en algunas ocasiones, la una se muestra en desventaja frente a la otra debido a los estereotipos del oscurantismo y la ignorancia, y en otras se enaltecen e idealizan los valores campiranos en contra de la “amenaza progresista” citadina. El 44 Hauser, op. cit., p. 332. 45 Ayala, op. cit., p. 490. 26 burgués, junto con sus aflicciones socioeconómicas —el eterno reproche «quiero y no puedo»— se vuelven el eje de la mayoría de los relatos de forma constante y obsesiva; el proletario y sus problemas son el segundo plano que gira en torno a ese primer foco. Históricamente, la Europa occidental se encuentra inmersa en una serie de procesos revolucionarios (políticos y económicos) cuyos resultados generan una fatigosa controversia, y la literatura busca encarnarlos en la recién reestructurada clase media. En este contexto socioeconómico, el artista pierde su papel profético y se convierte en mero constatador del fracaso del sentimiento individual frente a los esquemas dominantes. Pero lo curioso del caso es que ese artista que critica a la burguesía crea un género literario que adopta los puntos de vista de la clase ascendente y que intenta convertirse [según Hauser] en «instrumento apto para el conocimiento de los hombres y para el manejo del mundo»…46 El Realismo, por tanto, se desarrolla bajo el signo de la burguesía, pues ésta —sobre todo la francesa— es la única que apoya la revolución y que se atreve a protestar por aquello que le disgusta. No es extraño, entonces, que se convierta, de cierta manera, en el portavoz progresista de las frustraciones e insatisfacciones colectivas una vez reclamado el poder antes concentrado en el clero y la nobleza: No obstante, al notorio descontento de la población con la situación actual, los artistas responden con un relativo optimismo respecto a las circunstancias: si el mundo realmente se retrata tal cual es y en verdad hay un poder superior47 que regula (guía y/o controla) el camino de los individuos, sin duda habrá maldad e injusticias; empero, como contrapeso que mantenga el balance, también existirán la bondad y la esperanza. El destino de la humanidad no es del todo fatalista: En los estratos condenados a la decadencia, la idea del presente y la del futuro es igualmente contradictoria, pero los signos son opuestos. Por eso Zola48, que se siente solidario con los oprimidos y explotados, juzga el presente de manera totalmente pesimista, pero con respecto al futuro no se siente en modo alguno desesperanzado. Este antagonismo coincide también 46 Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 225. 47 No confundir ni asociar el concepto de poder [superior] con el de deidad. Entiéndase la significación de ‘poder’ sólo como una de las muchas definiciones que ofrece la RAE: “Fuerza, vigor, capacidad…” de cualquier naturaleza. 48 Émile Édouard Charles Antoine Zola, (1840–1902), escritor francés. Considerado por muchos no sólo el mayor representante del Naturalismo, sino también el padre de la corriente. 27 con su concepto científico del mundo. Es, como él mismo explica, determinista, pero no fatalista; dicho de otro modo: es […] consciente del hecho de que los hombres […] dependen de las condiciones materiales de su existencia, pero no cree que estas condiciones sean inalterables. Acepta sin limitaciones la teoría del medio de Taine, e incluso la exagera, pero considera como auténtica tarea y objetivo absolutamente realizable de las ciencias sociales el transformar y mejorar las condiciones externas de la vida humana…49 La descripción realista estudia tanto el mundo y sus problemas como la psicología de los personajes que conforman las obras. Mientras cumple con el objetivo estético de permitir un breve descanso emocional del devastador mundo real para el público, de igual forma mantiene intacta su función de documento social. En resumen, la literatura decimonónica, el Realismo literario, basado en los postulados del Determinismo, confía su criterio al empirismo y a la lógica que brindan las investigaciones científicas gracias a su característico método de observación, que examina toda circunstancia, por nimia que sea: la verdad se fundamenta en el principio de causa-efecto; en el desarrollo de todas las acciones, y sus consecuencias, quedan descartados, por completo, las casualidades y los milagros; todos los fenómenos naturales ocurren dentro de una serie infinita de condiciones y estímulos. La corriente artística predomina a lo largo del siglo y gobierna con mayor fuerza a partir de la segunda mitad como consecuencia de una concepción que prefiere basarse en las ciencias naturales y el pensamiento racional y técnico antes que en el idealismo y el tradicionalismo. El Realismo se convierte en un concepto de época que varía cronológicamente según los países, dependiendo de qué tan condicionada se encuentre su realidad por la recién empoderada burguesía conservadora —al ser la indudable protagonista de las obras su desempeño en sociedad influye de forma directa en el desarrollo del movimiento—; esta etapa, además, se somete a las doctrinas filosóficas y científicas en boga para poseer un sustento teórico el cual brinde técnicas puntuales de observación de la realidad para alcanzar el anhelado deseo artístico de la objetividad. 49 Hauser, op. cit., p. 334. 28 Es decir, se trata de un conjunto de ideas que unifican el arte y la vida como un todo y no como entes separados; ambos coexisten y dependen el uno del otro para un mutuo desarrollo. Si bien es cierto que, separados, tanto el concepto como la práctica resultan per se poco innovadores en el mundo artístico, destacan otros puntos —surgidos del carácter racional, reflexivo y analítico propio de la época— que vuelven único al movimiento, tales como: la presencia explícita de una tendencia política, un mensaje social, la representación no-condescendiente del pueblo (sin tendencias maniqueístas y/o folklóricas), y la brutalidad de la representación de la vida “diaria” dentro de una sociedad. Ian Watt, por ejemplo, postula que “el realismo de una novela no depende del tipo de vida descrito, sino como ésta se presenta. Lo importante es, dice, valorar el material novelístico de acuerdo [con] su función”50. Mientras tanto, Hauser afirma que “Realismo y rebelión política son a los ojos de Proudhon51 y Coubert52 sólo expresiones diferentes de la misma actitud, y no ven entre verdad social y artística ninguna diferencia esencial.”53 Pronto, la corriente se ve reconocida por desenmascarar el talento de muchos novelistas interesados en esta clase de “denuncia ficcional”; desde Henri Beyle “Stendhal” (1783‒1842), miembro de la —supuesta— primera generación (1830), hasta Marcel Proust (1871‒1922), integrante del tercer y último gran grupo (1880), la prosa impera a lo largo de toda Europa occidental. Sus obras se tornan en el polémico instrumento que orienta a las conciencias —tanto individuales como colectivas— para comprender e interpretar su conflictiva realidad histórica 50 Iris M. Zavala, “Benito Pérez Galdós” en Historia y crítica de la literatura española. Tomo V. Romanticismo y Realismo (Iris M. Zavala), Barcelona, Grijalbo, 1982, p. 465. 51 Pierre-Joseph Proudhon (1809‒1865), filósofo, político y revolucionario francés. Considerado por muchos como uno de los padres del pensamiento anarquista. 52 Gustave Courbet (1819‒1877), pintor francés. Considerado por muchos como el fundador y máximo representante del Realismo en su país. Es, además, recordado como un comprometido activista republicano, íntimamente relacionado con el socialismo revolucionario. 53 Hauser, op. cit., p. 314. 29 inmediata, plagada de rápidas transiciones sociales (la nueva estratificación de las clases, por ejemplo) y para adoptar, en respuesta a ellas, una conducta práctica y pertinente. Empero, el carácter revolucionario del género no resulta del agrado de todos; así como al (nuevo) lector promedio y proletario le agrada el rumbo que toma el arte, las autoridades e instituciones de clase alta repudian tanto su enfoque como la manera en que lo aborda, provocándole una pérdida de popularidad considerable. Debido a este rechazo, el movimiento realista contraataca sufriendo una última gran transformación antes de ser sustituido por las Vanguardias: el Naturalismo: El naturalismo, que contiene toda la evolución posterior y puede reclamar como suyas las creaciones artísticas más importantes del siglo, es el arte de la oposición, es decir el estilo de una reducida minoría tanto entre los artistas como entre el público. Es objeto de un ataque concentrado por parte de la Academia, de la Universidad y de la crítica; en suma, de todos los círculos oficiales e influyentes. Y la hostilidad se agudiza tan pronto como los objetivos y principios del movimiento se hacen más precisos, y el llamado «realismo» se desarrolla convirtiéndose en el «naturalismo».54 En este punto de la Historia, existe un desacuerdo entre los estudiosos del Realismo para determinar el final definitivo del movimiento; algunos aseguran que abarca hasta la década de 1890, mientras que otros deciden dividirlo tajantemente en dos etapas absolutas y distintas entre sí (una realista y otra naturalista). Gran parte de esta divergencia reside en el hecho de que los límites de esta nueva corriente son bastante imprecisos, pues, aunque la primera novela que se le atribuye data de 1867 con Zola, arranca por completo hasta 1870, con la caída del II Imperio Francés55. De una u otra manera, es cuestión de tiempo para que el nuevo enfoque se convierta en el escándalo que ya auguraba el Realismo, puesto que la literatura ha decidido ya no presentar un panorama general de la realidad para mejor ofrecer una “visión de los aspectos más sórdidos de la 54 Ibidem, p. 311. 55 Periodo de la Historia francesa que comprende los casi treinta años de gobierno del emperador Napoleón III (1852– 1870), hijo de Luis Bonaparte. Dicho imperio termina después de la abdicación del jerarca, al aprobarse la Constitución que reestablece la República. 30 vida y [una] expresión cruda de esa sordidez, […] desde la esfera del conservadurismo”56; es decir, los héroes no sólo pertenecerán a una clase baja, sino que formarán parte de su esfera marginal. Aun cuando conserva —y explota— elementos realistas (como el determinismo de H. Taine57, el método crítico inductivo de Sainte-Beuve58 y el materialismo racionalista de Renan59) para cimbrar su base teórica y continuar con la meta de describir con objetividad los acontecimientos y los personajes, no cabe duda de que el periodo ha concluido. Infortunadamente para los creadores, aquella denuncia que en un inicio encantó, ahora molesta. Desde luego, esta nueva perspectiva artística incomoda al público debido a la brusquedad y al “pesimismo” con que aborda los temas: Para el naturalista el mal y el bien marchan paralelos sin encontrarse nunca. En realidad ni existe el bien; lo que sucede es que la materia ciega, en un número reducido de casos, se adapta al medio, y entonces se produce un cierto progreso, lo que comúnmente se llama triunfo o a veces virtud.60 Pese a sus buenas intenciones de reflejar el mundo tal cual es por medio de piezas clave (La desheredada, Fortunata y Jacinta, La Tribuna…) que describen a las clases populares y proletarias, ya no resulta un elemento viable para el arte y, mucho menos, para su consumo; de nuevo, la novela apunta más a un “escape” de la realidad, a una ilusión, que a un pensamiento crítico de la misma. 1.2.1. El Realismo literario en España Tal como pasa en toda Europa, la nación española atraviesa una serie de cambios importantes desde finales de su época romántica. Inicia con un muy temprano levantamiento en 56 Zavala, “El naturalismo…”, p. 404. 57 v. p. 12, supra. 58 v. p. 47, infra. 59 Ernest Renan (1823‒1892), escritor, filólogo, filósofo, arqueólogo e historiador francés. 60 Casalduero, op. cit., p. 547. 31 180861 y acaba con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, últimas colonias de su antiguo imperio, en 1898. España se enfrenta a un siglo atravesado por la incertidumbre: Las fronteras parecen borrarse entre aquellas postrimerías del XVIII, que anunciaban ya la voluntad de adaptación de España al capitalismo, y los primeros tanteos del XIX. Más de un punto de enlace une ambas épocas, pues en el XIX se proyectan todavía algunos aciertos y equivocaciones de los ilustrados. Importa recordar que los Borbones, particularmente Carlos III, derogaron leyes y decretos para alentar el espíritu empresarial de los nobles y cambiar la configuración del país.62 Sin embargo, se postula que es hasta después de la muerte de Fernando VII63 cuando la burguesía —y no los constitucionalistas de Cádiz64— provee la posibilidad de lograr un desarrollo; esta misma clase, como ya se ha dicho, se vuelve materia de interés para la nueva literatura del momento. Posteriormente, el gobierno de Isabel II65 (1833–1868), promueve el desarrollo económico y el afianzamiento de las oligarquías capitalistas. Por desgracia —o por fortuna, dependiendo del cristal con que se mire—, este progreso da pie a que, durante el tercer periodo de su reinado, surjan dos nuevas clases sociales: la burguesía —instalada formalmente en el poder con los Gobiernos de la Unión Liberal de Narváez y O’Donnell— y el proletariado, y unos subsecuentes antagonismo de intereses y ausencia de contacto entre personas, los cuales enfrentan a estos dos grupos irreconciliablemente y orillan a la clase media a dejar el limbo en el que se encuentra; se ve obligada a optar por imitar a la alta 61 La reconocida protesta popular del 2 de mayo en Madrid —eventualmente reprimida por las fuerzas napoleónicas— debido a las inquietudes política, social y económica provocada por el motín de Aranjuez en marzo de ese mismo año —ocasionado, a su vez, por estas mismas irresoluciones—. 62 Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala, op. cit., p. 91. 63 Su Majestad Fernando VII de España (1784–1833), mejor conocido como “El Deseado”, hijo de Carlos IV; reconocido como el legítimo rey de España aun durante el reinado del “intruso” José Bonaparte I (1808–1813) y durante su breve destitución por el Consejo de Regencia (1823). Su gobierno abarca los años 1814–1833. 64 Políticos a favor de que la soberanía española recayera en la Nación (España) y no en el rey (Felipe VII), para lo cual aprobaron ciertas innovaciones en el gobierno, tales como: la monarquía constitucional, la división de poderes, la limitación de los poderes del monarca, las libertades de imprenta e industria, el derecho de propiedad y la abolición de los señoríos. 65 Su Majestad Isabel II de España (1830–1904), mejor conocida como la “Reina Castiza”, hija de Fernando VII y proclamada como su única heredera por medio de la Pragmática Sanción de 1830. Su gobierno abarca los años 1833– 1868, de los cuales los primeros diez se dieron bajo la regencia de María Cristina (a partir de 1840 se comparte la regencia con el general Espartero). 32 burguesía y a hallarse a sí misma “atrapada” tratando de mantener una apariencia de lujo y bienestar en disonancia con la situación económica que le corresponde. Mientras esto ocurre, la Iglesia católica —ya de por sí vulnerable por el reciente empoderamiento burgués— se encarga de desencantar a una buena parte general de la población debido a su intransigencia. Tomando como base este nuevo ambiente sociopolítico, puede decirse que el Realismo surge en España entre 1830–1856, y se populariza a lo largo de esa misma década: El periodo que hemos denominado «época del Realismo» se extiende a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. No se trata de una etapa uniforme ni en lo político ni en lo artístico; pero sí presenta como rasgo caracterizador el predominio de las formas artísticas vertebradas por el ideal de verosimilitud y de la voluntad de reflejar la vida cotidiana.66 Una de estas formas artísticas es el ya antes mencionado costumbrismo. Walter T. Pattison postula que, desde los primeros años, juega un papel clave para cimentar las bases del movimiento67; según su opinión, “la variadísima naturaleza del realismo (en el sentido general) de la vida española, implicaba pintoresquismo…”68. Sin duda, el hecho de que recoja tradiciones, usos y actitudes ya desaparecidas ayuda a comprender la mentalidad decimonónica de una nación donde “coinciden en un mismo punto el pasado anquilosado y el presente de esperanzas”69. Se remite, entonces, el uso de esta tendencia romántica a Mariano José de Larra (1809– 1837), uno de los pioneros en proponerlo como un valioso elemento histórico capaz de llevar el registro de las clases sociales (aristocracia, burguesía, pueblo) y de “indicar que el cuadro nunca debe ser pintura de individuos únicos”70. De igual forma, atribuyen al madrileño el trato de distintos temas (críticos, literarios, costumbristas, filosóficos, políticos) con un fin específico en común: 66 Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 235. 67 v. pp. 21-23, supra. 68 Pattison, op. cit., p. 424. 69 Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala, op. cit., p. 111. 70 Ibidem, p. 102. 33 “atacar la hipocresía, la apariencia, la falta de escrúpulos, al español que cambia de casaca”71; en fin, aquello que, según su parecer, resulta deleznable en la nación: Por el tablado de la obra de Larra pasan en fila todos los males sociales: el español ocioso, los entretenimientos adormecedores […], el mal teatro, la mala literatura, las infames traducciones, los espantosos establecimientos y servicios públicos, la despoblación, la destrucción del patrimonio artístico…72 un claro e inmediato antecedente de la tendencia realista a señalar los errores y los vicios del país para aleccionarlo y moralizarlo, de forma que, (se piensa) sugeriría el articulista, España al fin despertara al progreso, gracias a que “las ideas habrían de ser proyectiles encaminados a que la sociedad, por sí misma, acabase con las antiguas y arcaicas instituciones”73. Mientras tanto, Diego Núñez Ruiz afirma que parte de esta vida que se busca representar se encuentra en otros dos (antiguos) pilares del pensamiento de la época: los anteriormente descritos positivismo y evolucionismo, pues cree que —en conjunción con las escuelas krausiana, neokantiana y hegeliana, y con la doctrina social católica extraída de la Rerum Novarum (1891)— complementan el pensamiento español finisecular decimonónico: Ya se trate de ciencias naturales, de teoría política, de pedagogía, de teoría social, de derecho penal, etc., se parte de una filosofía común del hombre, de la naturaleza y de la sociedad que intenta extraer de los datos del conocimiento empírico una ley general de funcionamiento de los diversos órdenes y, tras la recepción del darwinismo, de evolución histórica y social.74 Conjuntados estos tres criterios, los grandes enfrentamientos de principios del siglo entre el tradicionalismo católico reaccionario, el reformismo liberal racionalista y el proletariado militante provocan enfrentamientos políticos que, eventualmente, obligan a los escritores a tomar una posición concreta ante los distintos conflictos (la industrialización y la penetración del capital extranjero; el latifundio y el absentismo agrarios; la polarización regionalista; el colonialismo y el 71 Idem. 72 Ibidem, pp. 102-103. 73 Ibid., p. 104. 74 Núñez Ruiz, op. cit., p. 684. 34 militarismo; el caciquismo; las guerras carlistas; la intolerancia religiosa, etc.) de la nueva centuria, enmarcados en los periodos revolucionarios (1868‒1874 y la Restauración borbónica75). Así, en lo que respecta al arte, el Realismo se da en la literatura de una forma más notable que en el resto de las expresiones artísticas: El número de lectores sigue un camino ascendente en la segunda mitad del siglo XIX. El éxito de las entregas fomenta el hábito de la lectura, hace crecer la demanda y crea un mercado que absorberá después los textos literarios de mayor categoría. El género más leído es, con mucho, la novela. Junto a la producción autóctona, gozan de una espléndida acogida las traducciones, especialmente de obras francesas.76 En parte como una evolución de la literatura folletinesca, encaminada a hacer un retrato fiel de lo cotidiano; en parte como una nueva manera de no sólo calcar, sino también de concientizar, y en parte por petición de la propia burguesía, que “pide una literatura menos exaltada, más apegada a lo próximo, más escéptica y desengañada, más íntima”77. Ferreras, por ejemplo, ubica la obra literaria del movimiento al final de la primera mitad del siglo; los primeros intentos, señala —probablemente tomando como referencia a La gaviota78—, datan de 1849. Al decir de Salvador Bermúdez, durante la década de los cuarenta, la novela realista ya es considerada costumbre, una “representación de la vida común”, que retrata tanto los temores como las esperanzas del hombre contemporáneo respecto a su entorno; además, al retratar los “bajos mundos” españoles contribuye a crear la sensación de un ambiente más real: Se asociaba con la reproducción del mundo obreril y marginado y la acumulación de detalles groseros y de mal gusto. Es decir, el escritor realista daba testimonio del presente tumultuoso y poco atildado de la «corte de los milagros79». […] Entre 1830‒1856 el «realismo» se identificó con las ideas democráticas y con las huestes del primer socialismo. Resultaba imposible aislar la estética de la política.80 75 Etapa política española (1874–1931) durante la cual acaba el Sexenio Democrático —posterior a la Primera República (1873–1874)— y un miembro de la Casa Borbón, Alfonso XII, vuelve a ocupar el trono. Llega a su fin con la proclamación de la Segunda República (1931–1939). 76 Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 233. 77 Ibidem, p. 235. 78 Novela de folletín escrita por Fernán Caballero y publicada en El Heraldo de Madrid. 79 v. nota 35, supra. 80 Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala, op. cit., p. 118. 35 Las ya mencionadas traducciones, sobre todo, juegan un papel importante, pues sirven de influencia para la construcción de este efecto. No obstante, aunque Zavala está de acuerdo con la fecha sugerida como inicio artístico general, propone que es hasta 1868 que, gracias a esta nueva visión del mundo —especialmente la de Benito Pérez Galdós—, la literatura española se consolida como verdaderamente realista; la lucha revolucionaria de ese año y sus subsecuentes cambios sociopolíticos son los cimientos sobre los que el Realismo se erige por medio de la novela, la cual, a su vez, se denomina realista hasta que su temática se concreta con el recién adquirido poder burgués. Tomando en cuenta cualquiera de las dos posturas, lo que sí es seguro es que, en territorio español, el género se apuntala como parte del Realismo literario hasta la segunda mitad del siglo: [Es] durante estos siete años [1868‒1875], cuando aparece la novela típicamente realista o burguesa, pero esta vez no se trata de un intento, sino de verdaderas novelas de problemática nueva y original. Tres [Valera, Pérez Galdós y Pereda] de los seis grandes novelistas realistas del XIX81 empiezan a publicar durante estos años.82 Y a partir de 1877, con el triunfo definitivo de la burguesía, su producción acapara el mercado literario, pues su contenido se ve directamente afectado por el nuevo entorno social: las obras contemplan, en su mayoría, el mundo desde una óptica burguesa al mismo tiempo que la critican. 81 Juan Ignacio Ferreras propone a los siguientes seis novelistas como los citados “seis grandes” realistas del siglo XIX: 1) Juan Valera (1824‒1905), publicado por primera vez como autor realista en 1874 con su novela más famosa: Pepita Jiménez; 2) José María de Pereda (1833‒1906), publicado desde 1864 con una obra notable: Escenas montañesas, y cuya novela más famosa es Sotileza (1885); 3) Pedro Antonio de Alarcón (1833‒1891), publicado desde 1855 con su obra narrativa El final de Norma, y en 1874 como autor realista con El sombrero de tres picos; 4) Benito Pérez Galdós (1843‒1920), publicado por primera vez en 1870 con La fontana de oro; 5) Emilia Pardo Bazán (1851‒ 1921), publicada por primera vez como novelista en 1879 con Pascual López, autobiografía de un estudiante de medicina, y cuya obra más famosa es Los pazos de Ulloa (1886); y 6) Armando Palacio Valdés (1853‒1938), publicado por primera vez en 1871 con sus Semblanzas literarias, y cuya novela más reconocida es El idilio de un enfermo (1884). Leopoldo Alas “Clarín” (1852‒1901), publicado por primera vez en 1881 con su obra Solos de Clarín y cuya novela más famosa es La Regenta (1883), por alguna razón desconocida, es separado de estos reconocidos autores españoles decimonónicos por Ferreras, quien decide agruparlo con Ortega Munilla, Octavio Picón y López Vago, entre otros. 82 Juan Ignacio Ferreras, “La generación de 1868” en Historia y crítica de la literatura española. Tomo V. Romanticismo y Realismo (Iris M. Zavala), Barcelona, Grijalbo, 1982, p. 416. 36 De acuerdo con algunos de los estudiosos del tema, la literatura de la época puede dividirse en tres modalidades novelescas —vigentes hasta 1881—: 1) novela de sucesos contemporáneos, 2) Realismo idealizante, y 3) novela de tesis; o, bien, en tres distintas generaciones —basadas en la trayectoria de los autores—: 1) los Últimos románticos, 2) la Generación del 68 (subdividida, a su vez, en la Promoción de Bécquer y en la Promoción de la novela realista, también conocida como Promoción de Pérez Galdós), y 3) la Segunda generación realista (o de Clarín). Empero, en lo que todos coinciden es en que la época de plenitud del realismo se da entre 1875 y 1890; parte de esta gloria se debe a que, durante la década de 1880, los novelistas se ven influidos por los autores franceses del Naturalismo y los postulados tangibles en sus escritos literarios83. Una de las pruebas más claras para apoyar esta declaración radica en que las obras maestras del Realismo español aparecen, justamente, en esos mismos años; entre ellas cuentan novelas como: La desheredada (1881), Tormento (1884), Fortunata y Jacinta (1886‒1887), Miau (1888) y el resto de las denominadas Novelas contemporáneas de Pérez Galdós84; Pedro Sánchez (1883) y La Montálvez (1888) de Pereda; La Tribuna (1882), Los pazos de Ulloa (1886) y La madre naturaleza (1887) de Pardo Bazán, y La Regenta (1884‒1885) de Clarín. Después de estos años de esplendor realista, el movimiento llega a su ocaso. La última de sus manifestaciones “puras” llega por medio de un proceso interiorizador y una nueva valoración moral del mundo: el Realismo espiritualista. Sin embargo, la tendencia naturalista le roba casi por completo la escena: “En el caso español existe una etapa de maduración que no culmina hasta que en la década de 1880‒1890 el influjo del Naturalismo permite la creación de una narrativa nueva basada en la observación, capaz de acoger el reflejo de una realidad compleja y problemática”85. 83 Este influjo es el que ha llevado a los estudiosos del tema a plantearse si, en efecto, puede hablarse de la existencia de un Naturalismo español o si se trata sólo de la apropiación de algunas de sus características. 84 v. pp. 49-50, infra. 85 Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 235. 37 1.2.2. El Realismo literario en México Tal como sucede del otro lado del Atlántico, el inicio del siglo XIX en México es una época de (re)formación que conlleva inestabilidades económicas, políticas y sociales; los constantes enfrentamientos internos y cambios de gobierno marcan a la nación de manera irrefutable. La Guerra de Independencia86, sobre todo, es la responsable del notorio desastre que hay en el recién formado país, pues sus veintiún años de lucha armada obligan al pueblo a romper lazos con España, que lo adoctrinó por más de tres siglos. Otros tantos enfrentamientos posteriores, como la Guerra de los Pasteles87, la Primera Intervención Estadounidense88, la pérdida de la mitad del territorio mexicano en 1848, y la Guerra de Reforma89, también influyen para que persista la sensación de caos, incertidumbre y anarquía. Las batallas se pelean una tras otra; muy pocas cosas brindan seguridad y esperanza al pueblo mexicano. Por ello, muchos de los artistas —especialmente los literatos—, aún bajo la influencia de las ideas de la Ilustración europea, buscan compensar, de distintos modos, el desasosiego general mediante la creación de diversas obras con fines didácticos, capaces tanto de distraer y confortar a las multitudes, como de transmitirles valores y proponerles un ideal de comportamiento; ambas partes son, según su criterio, esenciales para contribuir a lo que, se espera, resulte en una exitosa formación social para la nueva y “pacífica” nación. Así, por medio del hábito de la lectura, 86 Periodo de la Historia mexicana que comprende desde el Grito de Dolores (1810) hasta la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México (1821). Es reconocido por poner fin al dominio español en los territorios de la Nueva España (ahora Estados Unidos Mexicanos) después de las revoluciones borbónicas y de la crisis económica en la colonia española, y por tener como marco de pensamiento la Ilustración y las revoluciones liberales europeas de finales del siglo XVIII en Europa. 87 Primera Intervención Francesa (1838–1839), es decir, el primer conflicto bélico entre México y Francia. 88 Conflicto bélico entre México y Estados Unidos (1846–1848), popularmente reconocido por el combate en el Castillo de Chapultepec en 1847. 89 Guerra civil mexicana (1858–1861) entre Liberales y Conservadores, que buscaba acabar con el sistema capitalista previo (colonial e imperial) para poder establecer uno democrático. También es conocida como la Guerra de los 3 años. 38 numerosos autores, que van desde Joaquín Fernández de Lizardi (1776–1827) hasta Ignacio Manuel Altamirano (1834–1893), tienen como objetivo formar buenos ciudadanos. A partir de la década de 1850, dicha finalidad pedagógica se manifiesta en la prosa, gracias a la inspiración obtenida de las discrepancias políticas entre liberales y conservadores —la cual suele favorecer la postura demócrata ante la absolutista—. Los dramaturgos, como Juan Antonio Mateos (1831–1913) y Vicente Riva Palacio (1832–1896), escriben obras con tinte histórico para fomentar el sentimiento nacionalista en sus espectadores. Sin embargo, igual que en España, es en el ámbito novelístico donde se nota el mayor progreso; Pantaleón Tovar (1828–1876), Nicolás Pizarro (1830–1895), Juan Díaz Covarrubias (1837–1859), y José Rivera y Río (¿?–1890), entre otros, escriben para defender la causa liberal. La mayoría de estos escritos son publicados por entregas en periódicos y revistas reconocidos. Para la segunda mitad del siglo, bien instaurada la República en 1861 con Benito Juárez90 como presidente, ya con el principio de una vida independiente, la sociedad mexicana, en su gran mayoría, deja de preocuparse por los conflictos armados; aún con excepciones como la Segunda Intervención Francesa91 y el Segundo Imperio Mexicano92, la nación entra en una etapa de relativa paz que le permite dedicar su tiempo a otros menesteres que contribuyan al desarrollo socioeconómico. La literatura y la educación, junto con la filosofía, son los encargados por excelencia de llenar este nuevo vacío por “inactividad”93 en la vida diaria. 90 Benito Pablo Juárez García (1806–1872), abogado y político zapoteco que ocupó la presidencia de México en 1858– 1861 y 1867–1871, mejor conocido como el “Benemérito de las Américas”. 91 Segundo conflicto bélico entre México y Francia (1862–1867), durante la cual también intervinieron España y Reino Unido como aliados de la potencia europea gracias a la Convención de Londres. 92 Periodo de la Historia mexicana que comprende el tiempo que Su Majestad Maximiliano de Habsburgo (v. nota 94, infra) gobernó como emperador (1864–1867) a raíz del ofrecimiento de la Corona a consecuencia de la Segunda Intervención Francesa. El término ‘Segundo’ hace alusión a la sucesión natural del previo Primer Imperio Mexicano, en el cual Su Majestad Agustín de Iturbide ocupó el trono imperial (1821–1823) luego de la Guerra de Independencia (v. nota 86, supra). 93 La concepción de ‘inactividad’ en esta ocasión presenta un valor relativo del término, pues, si bien es cierto que, durante esta época, México ya no se encuentra en serios conflictos bélicos con otros países, aún sostiene algunas luchas civiles “menores” dentro del territorio nacional. 39 A su vez, 1867 se convierte en un año de suma importancia: con la retirada definitiva del ejército francés del territorio mexicano, con el fusilamiento del emperador austriaco Maximiliano94 y con el triunfo final del movimiento reformista95, el país inicia un nuevo capítulo histórico que, por fin, implica dejar atrás la tan arraigada usanza colonial —aún vigente—, que el sector conservador continuaba protegiendo. Además, en septiembre, se inicia el germen de la influencia comtiana en el Gobierno; si bien, ésta se reconoce en su totalidad, oficialmente, hasta tres meses después, no cabe duda de que el discurso Oración cívica de Gabino Barreda96 abre una brecha para retomar el pensamiento positivista e introducirlo para apelar al progreso de la humanidad como individuos y como nación, lo cual, por consiguiente, permitiría alcanzar la libertad deseada desde los comienzos de 1800 al tiempo que frenaría la anarquía de casi medio siglo derivada de todos los choques revolucionarios anteriores. México, emancipado desde hace casi cinco décadas, manifiesta un admirable patriotismo —sobre todo en el ámbito artístico—; empero, en lo que a las cuestiones sociales se refiere aún le cuesta abandonar las viejas usanzas de su conquistador. Desde el punto de vista de algunos, esta liberación es imperceptible en el mexicano promedio pese al tipo de vida propuesto por los artistas y filósofos; la modernidad sigue siendo algo “exclusivo” de una selecta minoría, por lo que resulta imperativo instruir a las masas para sacar adelante al país del atraso en el que su propio belicismo lo ha estancado. Así, esta nueva estructura depende de la llamada “emancipación de la conciencia”, es decir, de dejar atrás la mentalidad servil por medio de una educación apropiada y moderna. Juárez, 94 Ferdinand Maximilian Joseph María von Habsburg-Lothringen (1832–1867), archiduque de Austria, reconocido como el segundo (y último) emperador de México. 95 v. nota 89, supra. 96 Gabino Eleuterio Juan Nepomuceno Barreda Flores (1818–1881), médico, filósofo positivista y político mexicano. Conocido por introducir el método científico en la enseñanza, y por ocupar el cargo de primer director de la Escuela Nacional Preparatoria. 40 consciente del alcance que tienen la retórica y la proposición del diplomático poblano, decide, ese mismo diciembre, comenzar a reglamentar la instrucción escolar pública97, en colaboración con Barreda98 como director de la ENP, con el fin de erradicar el anarquismo que todavía azota el territorio nacional al tiempo que se espera conseguir el deseado liberalismo que conllevara al orden y a la construcción de una mejor república. Infortunadamente, aunque el positivista tiene las mejores intenciones y se encarga de esclarecer lo mejor posible las ideas comtianas, el Gobierno y el pueblo complican la realización de la añorada libertad total, pues ésta sólo se toma más en el sentido imaginario del “dejar hacer”, sin considerar que se necesita un orden social que no sólo potencie el desarrollo material99, sino que también lo fortalezca y lo proteja. El presidente ha confundido los objetivos del positivismo y ha sido más que permisivo con los mexicanos; la insubordinación amenaza con regresar por medio, no de la libertad, sino del libertinaje que no ha sabido (¿podido?) controlar. Por ello, como medida “preventiva” para la economía nacional100, Barreda propone la no- intervención del Estado en las cuestiones de propiedad privada más allá de la educación altruista; la riqueza se considera un instrumento progresista que debe ser custodiado por todos —empezando por los altos mandos—, pero que sólo es poseído por aquellos que tengan los hábitos y la 97 Dicha regulación se aplica desde el nivel básico (primaria) hasta el superior (profesional). Es gracias a esta misma iniciativa que se conciencia el concepto de la llamada educación preparatoria y, con ella, que se crea la Escuela Nacional Preparatoria (ENP). 98 Existen distintas teorías respecto a este punto de la historia, desde que el presidente decide fijar su atención en el positivista hasta que lo invita a colaborar con él para “aplacar” al pueblo. Leopoldo Zea propone dos: la primera, sugiere que es debido a la amistad que ambos comparten con el doctor Pedro González Elizalde, fiel seguidor de Comte; la segunda, que son el impacto que causa y la influencia que adquiere el propio Barreda en Guanajuato gracias a su discurso lo que atrae al político. 99 Es este mismo desarrollo el que, eventualmente, desemboca en la evolución social que conlleva a una nueva estratificación que ahora incluye aquello que Justo Sierra denomina la “burguesía mexicana” (v. p. 43, infra). 100 El término “nacional” en este contexto tiene una significación relativa, puesto que, es bien sabido, la riqueza no se encuentra repartida equitativamente; los únicos capaces de poseerla, invertirla e incrementarla son aquellos que desde antes contaban con capital suficiente (los provenientes de las clases altas y de la recién formada burguesía), mientras que las clases bajas, de nueva cuenta, se ven excluidas. El poder y la abundancia pueden sí ser mexicanos, pero no todos sus habitantes tienen acceso a ella —mucho menos voz o voto al respecto—, y lo único que los regula son la conciencia individual y la educación. 41 responsabilidad moral suficientes para saber acrecentarla. Resume Leopoldo Zea la situación que se vive a partir de entonces: Que los mexicanos piensen lo que quieran, que exploten o se dejen explotar, lo importante es el orden que haga posible el progreso social por las vías que señalen el libre juego de intereses en el que, de acuerdo con la doctrina darwinista, sostenida posteriormente, prevalecerán los mejores.101 En pocas palabras, se propone revelar la prometida supervivencia darwinista del “más apto” por el medio económico; quienes sepan conservar y/o incrementar sus bienes, serán los únicos que prosperarán; el resto, estará condenado a perecer como el eslabón más débil de la cadena, pues no tiene los recursos ni sabe manejarlos de manera adecuada. Además, el alcance del gobierno ya sólo se concentra en el orden político y, si acaso, en el social, para proteger —y no para intervenir en— los intereses pecuniarios, por lo que no está en su intención tomar partido. Pocos años después de esto, la política presenta otra transformación significativa: el gobierno sufre modificaciones con el control militar impuesto por un nuevo presidente: Porfirio Díaz102; ferviente admirador del estilo de vida y del pensamiento europeo, creyente de que es ahí donde se encuentran el orden y el progreso que promete el positivismo, trata de imitar en lo más posible al Viejo Continente. Convencido de que esos adelantos son lo que el país necesita, se rodea de personas con la misma visión respecto a lo moderno que le ayuden a sacar al pueblo del atraso. Surge, entonces, un nuevo grupo político que se hace llamar conservador-liberal, el cual (promete) buscará alcanzar la auténtica libertad por medio de los métodos conservadores; para ello, apela ya no a la revolución (la anarquía), sino a la evolución (el orden). Asimismo, los frutos de la educación positivista se manifiestan en los círculos intelectuales —el llamado grupo de los “científicos”—. 101 Leopoldo Zea, “El positivismo” en Estudios de Historia de la Filosofía en México (Colegio de Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras), México, UNAM, 1980, p. 235. 102 José de la Cruz Porfirio Díaz Mori (1830–1915), destacado militar durante la Segunda Intervención Francesa que ocupó la presidencia mexicana durante un total de 30 años, denominados Porfiriato (1876–1911). 42 Desde 1881, ambos sectores ya conforman una nueva generación práctica que, se espera, sepa guiar mejor que las anteriores a la nación hacia un periodo realista; los postulados de Comte se sustituyen con los de Darwin, Spencer103 y Mill104, con el fin de adaptar mejor las ideas filosóficas al contexto mexicano. Para 1886, muchos de los miembros de esta escuela científica- política ya forman parte de la Cámara de Diputados; grandes figuras como Francisco Bulnes (1847– 1924), Justo Sierra (1848–1912), Rosendo Pineda (1851–1914) y Pablo Macedo (1851–1919), entre otros, contribuyen al esplendor del porfirismo105 de manera conjunta. El incremento monetario, la industria y el ferrocarril son de los principales logros positivistas que evidencian el progreso fomentado por el general en México. Así, Díaz y su élite buscan frenar la idea poco funcional de los liberales de dar a manos llenas privilegios para los cuales el pueblo aún no se encuentra listo y que, por lo tanto, sólo incitan al desorden —previamente demostrado durante el segundo gobierno de Juárez: “Simple utopía, propia de mentes sin sentido realista ni espíritu práctico”106—; insisten en que, antes de redactar leyes y constituciones que tiendan a la idealización, es menester brindarles a los mexicanos el conocimiento de que existe la libertad, pero que ésta implica cumplir, en calidad de simbólica retribución, con ciertas obligaciones. Buscan introducir la idea de modernidad para que, poco a poco, la nación por fin se deslinde de las costumbres y tradiciones de las eras colonial y militar, y, 103 Herbert Spencer (1820–1903), filósofo, psicólogo, sociólogo, antropólogo y naturalista inglés; considerado por muchos como uno de los pensadores más famosos de los últimos años decimonónicos en Europa. Teórico del darwinismo social que sostiene que los individuos (personas o empresas) más aptos que compiten entre sí logran mejorar el bien común; aboga por la caridad y la asociación voluntaria antes que por la dependencia por la burocracia o el gobierno para ayudar a los eslabones más débiles de la cadena. 104 John Stuart Mill (1806–1873), filósofo, político y economista inglés. Defensor de la libertad individual por medio del principio del daño, sosteniendo que cada individuo posee la libertad de hacer lo que desee en tanto que no perjudique (conscientemente) a otros. 105 Es importante hacer la distinción entre porfirismo y Porfiriato. El primer término se refiere a la época durante la cual Porfirio Díaz gana popularidad y es visto como la mejor opción para hacerse cargo del poder Ejecutivo después de la segunda presidencia de Benito Juárez; el segundo, al periodo de tiempo que dura el régimen dictatorial que ejerce al gobernar México y reelegirse en más de una ocasión. 106 Zea, op. cit., pp. 235-236. 43 en cambio, acepte con mayor facilidad la influencia foránea —sobre todo la de índole económica, por obvias razones— en pro del progreso, de la industria y del trabajo colectivo e individual “cuya fuerza no dependiese de la voluntad de un caudillo [sino que fuese] derivado de la propia mente de los mexicanos”107. Las clases altas son las primeras en verse beneficiadas por esta nueva libertad; los límites comtianos que subordinan al individuo a la sociedad se acaban por completo y el sujeto ya nada más se supedita a su propia capacidad. Si desde años antes se había ido dejando de buscar el enriquecimiento colectivo, ahora sí sólo se favorece y se justifica el particular, —privilegiando elementos como el comercio, el ahorro y la formación de capitales—; como consecuencia, se crea un nuevo estrato poderoso definido: la burguesía108. Tal como propone Herbert Spencer: una comunidad (el superorganismo), al igual que en la naturaleza, depende de las leyes evolutivas y, por lo tanto, sus miembros (los organismos) sufren un proceso de integración en una homogeneidad social (el orden) y, al mismo tiempo, de diferenciación individual (la plena libertad); sin embargo, esta misma evolución también implica que, nuevamente, sólo los estamentos superiores tendrán acceso a la riqueza y, por lo tanto, a su control. Con este nuevo orden alcanzado y con la tranquilidad instaurada, se busca ese añorado equilibrio entre la sociedad y el individuo con la cultura tomando como modelo los países que en ese momento atraviesan el auge de la época realista; ahora sí se le permite a una buena parte del sector privilegiado de la nación destinar sus horas de “ocio” a un entretenimiento “culto”: las bellas artes. Si bien desde finales de la primera mitad del siglo se manifiesta un abierto —aunque un tanto 107 Ibidem, p. 237. 108 Ésta se convierte en una de las clases más importantes dentro del contexto mexicano decimonónico, no por su opulencia per se, sino por su interesado apoyo al Porfiriato. Dado que sus posesiones materiales eran susceptibles de incrementarse, la nueva distribución de la riqueza la beneficia más que a ningún otro estrato —relativamente hablando—. Por ello, su propia conveniencia la orilla a ser partidaria de Díaz; en tanto los bienes continúen repartiéndose de esa manera, su lealtad estará con el presidente, cuya función consiste en sólo proteger los intereses económicos. 44 tardío— interés por el ensayo y la novela románticos, al llegar la segunda mitad ya es innegable que el pueblo “culto” ha sido irrevocablemente seducido y cautivado por la lengua escrita: La relativa paz que proporciona la época porfirista da como resultado la plena adopción de modas europeas. Desde el surgimiento de la primera novela americana hay un inexplicable gusto por hacer de la realidad novelística extranjera —francesa principalmente— algo vivido y propio, pese a que el momento de lucha por el que pasaba el país no tuviera referencia ninguna con la vida bucólica y sentimental plasmada en tales textos.109 Así, tal como sucede en su antigua madre colonial, los escritos novelísticos —ya popularizados110— se vuelven el instrumento ideal para entretener al pueblo —o, cuando menos, al sector que tenía las posibilidades para leerlos— mientras, de manera simultánea, lo instruía. Si bien, la literatura decimonónica mexicana es la suma de los estilos de la Ilustración, el Romanticismo y el Realismo, esta última corriente en particular ayuda a “preparar” a los lectores para el prometido progreso liberal, pues no sólo resaltaba (evidenciaba) las condiciones del medio ordinario111 en el que se vive a finales del siglo, sino que también, gracias a la influencia positivista, apela a un adoctrinamiento de las masas respecto a la ideología y al comportamiento idóneos para aspirar a una nueva nación “moderna” y “educada” capaz de imitar los modelos europeos para ponerlos en práctica. No obstante, aunque los literatos logran apropiarse exitosamente de la mayoría de los rasgos —la importancia del capital y del individuo, sobre todo—, el movimiento realista mexicano se distingue por dos elementos: 1) su notable preferencia por las clases medias antes que por las bajas, a diferencia del español, que busca abarcarlas todas y de una forma más sutil; y 2) la posibilidad de inclusión para las razas ignoradas (negra, mulata, mestiza, indígena…) que diversifican a la población en mayor medida que en la Península. 109 Rosa Beltrán, “Prólogo” para La Calandria (Rafael Delgado), México, Editores Mexicanos Unidos, 1984, p. VI. 110 v. pp. 37-38, supra. 111 Entiéndase la significación de ‘ordinario’ sólo como la primera de las muchas definiciones que ofrece la RAE: “Común, regular y que sucede habitualmente”. 45 2. El Determinismo en la novela realista A lo largo del siglo XIX, la novela, como manifiesto artístico privilegiado, ayuda a que el pueblo sobrelleve la desazón que le provoca el sentimiento de irremediables trivialización y mecanización de la vida “destruida” por el poder del tiempo debido a la intemporalidad del destino de los hombres112. Por ello, buena parte de la literatura decimonónica se reconoce por la presencia de cierto poder que, de alguna forma, parece influir en la trama y logra que el protagonista —y sus allegados— siga(n) un camino predeterminado; éste, en la mayoría de las ocasiones, se rige por su origen familiar, por el lugar donde vive y que le proporciona su primer entorno social, o, bien, por su deseo (¿instinto?) de supervivencia; asimismo, parece dar importancia a la posibilidad de la herencia, de tal manera que la senda recorrida se continúe de generación en generación. Sea por una o más de estas causas, dicha fuerza, mejor conocida como Determinismo, constituye el hado del individuo, convirtiéndose en algo (casi) inalterable que lo persigue y atormenta hasta el final. Como ya se ha mencionado, las historias giran en torno a los personajes que representan a una comunidad y a una clase social específicas113. Conforme se desarrollan, éstos se encuentran a sí mismos en diversas situaciones, como consecuencia de sus propios conflictos —individuales y colectivos—, y reaccionan (evolucionando, interactuando, fracasando…) a ellos por obra de alguno —o varios— de los rasgos deterministas antes señalados114. Así, el determinismo social, por ejemplo, les impide encontrar soluciones personales a sus problemas, o el genético les predispone a seguir los pasos de sus ancestros más cercanos. 112 v. pp. 24-25, supra. 113 v. pp. 20 y 25-26, supra. 114 v. p. 9, supra. 46 Sin embargo, es importante recordar la advertencia de Pattison: “Los hechos de los personajes no están determinados por completo por el medio ambiente y la herencia: al menos una parte de sus actos tiene su origen en el espíritu”115; es decir, que suele respetarse el libre albedrío de los individuos propuesto por la variante de final de siglo de esta corriente filosófica116. De igual manera, Zola se convence de que la objetividad casi científica del escritor y el determinismo de los impulsos, en conjunto, mueven a los actantes, propiciando su desarrollo y su complejidad117; postula que la creación de una novela consiste en introducir los preceptos científicos propuestos por Claude Bernard118, de tal forma que el producto sea parecido a un experimento en el cual los personajes posean alguna carga biológica específica que influya en la forma en que se comportan en ciertas situaciones. Por ello, desde la perspectiva de varios estudiosos, ambos elementos119 son la clave para escribir una novela digna de ser considerada como realista. Así, los escritores manifiestan esa postura objetiva por medio de la imparcialidad de sus narradores respecto a los actantes y su proceder, con el fin de “convertir la literatura en una ciencia exacta que tenga capacidad no sólo para describir el mundo real, sino incluso para predecir los fenómenos que en él se producen”120; es decir, el arte literario, además de reflejar el mundo tal cual es, y de tratar de moralizarlo y corregirlo respecto a sus vicios y defectos, busca volverse un 115 Pattison, op. cit., p. 427. 116 v. pp. 8-9, supra. 117 v. p. 20, supra. 118 Claude Bernard (1813–1878), biólogo médico y fisiólogo francés. Considerado por muchos como el fundador de la medicina experimental. Propone que todo organismo interactúa física y químicamente con el medio que le rodea, y que esta interacción es bidireccional, pues se encuentra orientada a la (auto)conservación de dicho ser o a la del todo. Asimismo, sostiene que la ciencia debe renunciar a tratar de explicar la vida y limitarse a la idea positivista de prever los hechos por medio de la observación. 119 Para este punto, el movimiento francés se distingue bastante del hispano, pues, mientras el primero se inclina por un mayor Determinismo, el segundo, plagado de la influencia católica, aboga por la capacidad de discernimiento de los seres (libre albedrío: v. pp. 8-9, supra), elemento necesario que, según la Iglesia, no debería serles retirado, pues resulta fundamental tanto para la vida fugaz y terrenal como para la eterna y espiritual. 120 Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 225. 47 muestrario en el cual el lector pueda aprender a encontrar, combatir e, incluso, prevenir los males, tanto propios como ajenos. Empero, si bien es cierto que la corriente filosófica da ciertas pautas para identificarlos, no cabe duda de que es el autor quien tiene, a final de cuentas, la última palabra según sus propios criterios. Pese a que se trata de una valoración justa y sin prejuicios, depende por completo de aquello que el artista considere (¿encasille?) como “lo bueno” y “lo malo” que existe en la realidad del presente; en la única que “le pertenece” de lleno: “…en estas pretensiones anida una clara contradicción, ya que parece evidente que la realidad que el artista analiza es, quiéralo o no, la suya propia, y la observación que practica ha de ser simultáneamente objetiva y apasionada”121. Aplica, entonces, un poco del método crítico inductivo de Charles Agustin Sainte-Beuve (1804‒1869), donde se postula que, gracias a la búsqueda de una intención poética (intencionismo) y de las cualidades personales otorgadas a los protagonistas (biografismo), toda obra es siempre el reflejo de la vida de su autor y que, por lo tanto, la una explica a la otra. Claro que no por conjuntar la “verdad”122 con los velados sentimientos experimentados por el escritor la obra pierde calidad; al contrario, es esa propiedad la que vuelve a la literatura decimonónica tan rica y aclamada. Poder hallar el justo medio entre la pasión y la razón desde la perspectiva personal, pero imparcial, de un individuo denota la maestría y la habilidad necesarias para semejante empresa. Además, este equilibrio permite que el texto presente un juicio colectivo respecto a su tiempo: “…aunque el reflejo puntual de lo real excluye cualquier intencionalidad del autor, lo cierto es que bajo esa apariencia impasible suele alentar un propósito moral o político. 121 Ibidem, pp. 225-226. 122 Con el fin de no entorpecer la lectura, parece pertinente señalar una postura bastante personal: No existe una Verdad (absoluta) en el mundo; más bien, éste se encuentra constituido por la conjunción de las múltiples “verdades”, subjetivas e íntimas, de cada uno de los individuos que en él existe, ya que el ser humano es un ente complejo que, en teoría, se encuentra compuesto tanto de razón como de pasión. 48 Mostrar la realidad es, casi siempre, una invitación a cambiarla en un sentido u otro”123. Es importante, entonces —como en cualquier expresión artística—, tratar de comprender aquello que vive el novelista para saber la “realidad” que le pertenece, que ve y vive para poder identificar los puntos censurados a lo largo de la trama en cuestión. 2.1. Benito Pérez Galdós Nacido el 10 de mayo de 1843 en Las Palmas de Gran Canaria, Benito María de los Dolores Pérez Galdós fue un reconocido novelista, dramaturgo, cronista y político. Es considerado por muchos como uno de los grandes —si no es que el más icónico de los— representantes del Realismo español124, pues la mayor parte de su obra ha trascendido de tal forma que es reconocible hasta nuestros días —aun cuando en su época hubo sectores reaccionarios que impidieron su candidatura para el Nobel en 1905 y 1912—, sobre todo por su tratamiento de temas ligados al desarrollo literario, político y social decimonónicos —y, claro, por las adaptaciones cinematográficas de aquellas que se consideran como sus obras más célebres—; sus dotes artísticas resultan tan admirables que incluso ha sido nombrado “el más grande de los novelistas españoles, después de Cervantes”125. A la fecha, le son reconocidos 46 episodios nacionales126, 32 novelas y 24 —o, bien, 22, dependiendo de los criterios del recuento— obras teatrales127, además de un considerable número de textos varios (prólogos, artículos, cuentos, crítica literaria, homenajes, congresos, simposios…) publicados en periódicos y revistas españoles y estadounidenses; de éstos, sin duda, el episodio 123 Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 226. 124 v. pp. 35-36, supra. 125 Amparo Medina-Bocos, “Introducción” para Miau (Benito Pérez Galdós), Madrid, Biblioteca Edaf, 2003, p. 18. 126 Divididos en cinco series donde se recrea la Historia de España desde 1808. Son, para muchos (como Iris M. Zavala), su obra más reconocida, pues, consideran, fue la que le dio mayor notoriedad. 127 En su mayoría, meras adaptaciones escénicas de los Episodios Nacionales y de las novelas, ya existentes en 1892, año en el que estrena la primera de ellas: Realidad, homónima de su escrito de 1889. 49 histórico y la novela son los géneros128 en los que más destacó. Al primero le dedicó de 1873– 1876129, y de 1895–1897, y al segundo —según William H. Shoemaker— desde 1867 (o 1868), con La Fontana de Oro130; a partir de estos años, tanto uno como el otro fueron trabajados sin interrupción por parte del artista, quien consiguió escribir al menos una obra por año. Una vez concluida la escritura de su primera y segunda series de Episodios… (1873 y 1875, respectivamente), destinó el tiempo al primer ciclo de textos novelísticos, mejor conocido como Novelas de la primera época (1876–1878), es decir, aquellas consideradas “de tesis” o “casos de conciencia”, pues tratan, sobre todo, los debates entre temas religiosos y anticlericales, y entre los pros y los contras de la clase media. Algunas, después de La Fontana…, son, por ejemplo: Doña Perfecta (1876), Gloria (1876–1877), Marianela (1878) y La familia de León Roch (1878). Luego de este periodo, durante toda la década de los 80, publicó las Novelas contemporáneas —su segundo ciclo—, que inician con La desheredada (1881), donde ya se permitió señalar al nuevo estrato social (la burguesía), y sus triunfos y tropiezos. En ellas [reconstruyó] la historia de España entre 1834 hasta 1862 y 1868. Las novelas contemporáneas […] hunden sus raíces en estas series, eslabón entre el pasado y el mundo contemporáneo. En estas novelas que recrean la era isabelina, la primera República y la Restauración131, el tono ha cambiado; ahora dista mucho de ser un autor optimista, surge el Galdós utópico, de un difuso misticismo, que se ha interpretado como su retorno al cristianismo, donde toma abierto partido (como en las últimas novelas y episodios) por los valores ético-religiosos.132 Todas éstas se consideran como las “grandes novelas galdosianas”. Otros de los títulos más sonados son: Tormento y La de Bringas (1884), Fortunata y Jacinta (1886–1887) y Miau (1888). 128 Algunos estudiosos (Blanco Aguinaga y Rodríguez Puértolas, por ejemplo) los consideran como un solo género: el novelesco, sólo que con distinto enfoque: el uno más histórico y el otro más ficcional. 129 El primero de ellos es Trafalgar, en el cual reflexiona acerca de la Historia de la España contemporánea. Aún se discute si éste era otro tipo de manifestación para su tendencia realista expuesta entre el final de su primer ciclo novelístico y el inicio de su segundo, o si se trataba de sólo un prólogo (un guiño) para ella. 130 Publicada hasta 1870. 131 v. pp. 30-34, supra. 132 Zavala, “Benito…”, p. 466. 50 Fue a partir de los 23 textos escritos durante esta segunda época que el canario decidió, por medio del desarrollo de métodos más complejos, mostrar con plenitud una técnica realista- naturalista que ya asomaba desde las trágicas historias de Gloria Lantigua y María Canela (Manuela) “Marianela” Téllez. Sus tramas se complicaron cuando los problemas del individuo se fundieron con los colectivos y se relacionaron con sucesos verídicos e históricos. Después escribió su tercer ciclo133, Novelas espirituales, enfocándose en (valga la redundancia) el espiritualismo y las figuras evangélicas. Entre ellas se encuentran: Tristana (1892), Nazarín (1895), Halma (1895) y Misericordia (1897). Aparecieron, entonces, las tres últimas series de Episodios… (1898‒1908) y, con ellas, cerró su trabajo en los dos géneros a los cuales dedicó mayor empeño y que, en retribución a su esmero, ayudaron a consagrarlo como uno de los autores más aclamados y reconocidos del siglo XIX, tanto en su país como en el extranjero. Aun con los muchos inconvenientes que atraviesa su carrera, tales como: el alcance no general de sus textos debido a lo ajeno que la lectura resulta para una gran parte de la población; la molestia y el deseo de censura debido a sus ideas realistas, patrióticas y en defensa de los burgueses —quienes, por cierto, en la vida real difícilmente manifestaban las ideas progresistas que se les atribuían en las obras—, o la propia situación inestable de la nación, Benito Pérez Galdós logró, por mérito propio, hacerse un lugar en el canon. Debido a que su bibliografía abarca más de sesenta años de Historia española, en ella se recopilan, de su experiencia personal, procesos políticos134, históricos y culturales (la revolución de 1868, la Primera República, la Restauración, la pérdida de las últimas colonias en 1898…135), 133 Algunos estudiosos, como Iris M. Zavala, consideran este periodo no como un nuevo ciclo, sino como un cierre, que se encuentra en revalorización, para las Novelas contemporáneas. 134 Su vida política inició en 1886, al reconocérsele diputado en favor de Puerto Rico en el Partido Liberal Dinástico. 135 v. pp. 30-34, supra. 51 así como distintas corrientes del pensamiento (el republicanismo temprano de Pi y Margall, el internacionalismo, el modelo filosófico alemán, el positivismo…). Son, pues, todos estos acontecimientos los que inspiran su escritura; la naciente burguesía136 y el krausismo137, más que ningún otro, se vuelven su musa recurrente: Su mirada siempre alerta logró captar las mutaciones de la historia colectiva y personal […]. Se preocupa en particular por los grandes problemas puestos sobre el tapete a partir de la Gloriosa: las libertades individuales, el cultivo del hombre, la educación, la libertad de cultos, el anticlericalismo, el progreso […], temas que nunca abandonará y que examinará con perspectivas distintas.138 Con esto en mente, es posible afirmar que, desde sus primeros textos, Pérez Galdós refleja la realidad histórica que le rodea por medio de sus personajes, creando un mundo propio donde, simples e insulsos a primera vista, “[la] mirada del novelista los arranca de la masa anónima y va detallando, a través de la narración, las peculiaridades y pormenores de estos seres insignificantes que sólo por el azar o las circunstancias cobran dimensión de héroes”139; poseen una fluidez tal que son capaces de reaccionar a cualquier eventualidad que se les presente. El canario se apropia del Realismo y lo explota para cumplir sus propósitos morales; mientras más se estudia la complejidad de la sociedad ficticia que crea, es más fácil comprender su contexto real inmediato. Desde inicios de su carrera literaria, denota un marcado interés por los movimientos proletarios (obreros, más que nada) y por la intransigencia católica, a los cuales dedicaría el primero y el último de sus ciclos novelescos, respectivamente. De acuerdo con Blanco Aguinaga, los cuestionamientos galdosianos referentes al pueblo datan de 1872; sin poder contener sus ideas, Pérez Galdós ya se hacía la famosa pregunta «¿Qué es preferible: el pueblo supersticioso, según la escuela antigua, o el pueblo filósofo, según la escuela de la Internacional?»140. 136 v. pp. 52-54 y 56, infra. 137 v. pp. 55 y 57, infra. 138 Zavala, “Benito…”, p. 464. 139 Ibidem, p. 468. 140 Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala, op. cit., p. 173. 52 Madrid, de igual manera, se vuelve uno de sus personajes predilectos, ya que, además de presentarla como el principal espacio narrativo donde acaecen la mayoría de los relatos —aun en sus primeras novelas la narración oscila entre dicha ciudad y la provincia—, se convierte en el reflejo colectivo del lujo y la vanidad de las clases medias141, “condenadas” a permanecer atrapadas en un limbo entre la opulencia y la carencia. Por lo tanto, otro actante recurrente para él es la ya mencionada facción burguesa, que encarna a la perfección este conflicto. Destaca, asimismo, su genialidad narrativa. Sus narradores —con frecuencia cronistas u omniscientes— y sus personajes —protagónicos o no— dan, desde diferentes perspectivas, vida y voz a ese mundo “verdadero” tan suyo; los primeros, tienen la misión de conducir al lector en un panorama general y “objetivo”, desde una perspectiva superior, “ajena” a los hechos, mientras que los segundos —usualmente representando tipos sociales, comportamientos y/o ideologías— prestan la subjetividad requerida para apelar a una empatía que le permita identificarse con el relato. Para que se cumpla este propósito, el habilidoso escritor dota a sus actantes con la jerga propia de las muchas capas sociales de su entorno. Leer sus novelas es escuchar el habla del día a día; tanto las charlas como el pensamiento fluyen con la mayor naturalidad imaginable: “…tratándose de cuestiones de «lenguaje literario», […] es Galdós un novelista de un rigor y complejidad estructural inusitados, comparable en este sentido fundamental sólo a los mayores maestros de la novela”142, pues domina el lenguaje cotidiano, personal y social: “Sus novelas son de estilo sencillo, llano, como dirigiéndose al entendimiento común del pueblo”143. Esta maestría, a su vez, se compone no sólo de una lengua bien calcada y estudiada, sino también de todas las construcciones pragmáticas que ésta le permite: 141 El eterno reproche (v. p. 26, supra). 142 Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala, op. cit., p. 188. 143 Miguel Ángel Gallo, “Prólogo” para Marianela (Benito Pérez Galdós), México, Quinto Sol, 1990, p. VI. 53 Galdós no fue sólo un artífice de la lengua; también recurre a múltiples procedimientos para la oportuna perspectiva novelesca. Los aspectos de estilo que más frecuentemente se han estudiado son el humor, la paradoja, la ironía, la parodia […], la caricatura […], y los elementos grotescos […], que no distinguen con precisión entre la caricatura y lo grotesco […]. Y en su mundo creador, los sueños, las alucinaciones […], así como la veta fantástica, el símbolo […] sirven de procedimiento para invertir valoraciones y el sentido de los diálogos o monólogos del personaje, o bien la voz del narrador […]. Todos estos artificios técnicos aparecen en la totalidad de su obra y son a menudo fórmulas para incorporar su yo, su propia voz y sus opiniones…144 La conjunción de tantos recursos propicia la creación de ese toque tan suyo expuesto ante todos por medio de la palabra escrita a imagen y semejanza de la pronunciada. Se vuelve sencillo conectar tanto con la historia en cuestión como con los actantes que la conforman, incluso si, en el trasfondo, sus novelas fungen como “un vehículo de tesis sociopolíticas”145. Excelente copista de su entorno y de sus propias circunstancias, el escritor canario equilibra su realidad inmediata a lo largo de más de treinta años. Su obra —ligada entre sí debido al mundo diegético creado que vincula unas novelas con otras— se convierte tanto en un fiel reflejo como en un bienintencionado proyecto de educación moral para las masas lectoras; se trata de una constante reiteración del poder de la educación para transformar a una sociedad. Hombres, mujeres y niños de todas las edades y clases sociales —especialmente aquellos pertenecientes a las clases trabajadoras, pues su condición económica les impide acceder o, siquiera, aspirar al estudio— se vuelven su proyecto personal encaminado a propiciar (¿generar?) un pensamiento revolucionario que permita la transformación de España. No obstante, consciente de que su público es, en su mayoría, burgués, transforma a este nuevo estrato en un protagonista recurrente. También influye en esta decisión su postura positiva de considerarla como una “fuerza transformadora que arrumbó las estructuras del Antiguo Régimen”146; es en ella donde Benito Pérez Galdós encuentra mayor esperanza para conseguir un 144 Zavala, “Benito…”, p. 471. 145 Gallo, op. cit., p. VI. 146 Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala, op. cit., p. 177. 54 cambio verdadero a nivel nacional: “subraya que la clase media urbana es el modelo inagotable del escritor realista” 147, pues es la materia del presente y, por lo tanto, la óptima para ser novelada sin necesidad de las exageraciones propias del Romanticismo. Incluso, podría resumirse buena parte de su trayectoria diciendo que “formuló los triunfos y los fracasos de la clase media y escribió desde las filas de una burguesía que no llegó a hacer su revolución ni a conquistar el poder”148. Su obra, en fin, es un reflejo de su propia concientización política y social: De un inicial radicalismo liberal […] avanza hacia una comprensión totalizadora del papel histórico cumplido por la burguesía y —siempre desde una perspectiva afín a la de la facción burguesa progresista— llega a adquirir una visión radicalmente crítica frente a su propia clase. En su última época […] aparece sin ambages su republicanismo social y llega incluso a concebir la necesidad de una auténtica revolución —producto sin duda de su aproximación al socialismo—…149 Y es justamente este proceso de concienciación el que potencia su reconocimiento como parte de la técnica literaria del Realismo (que posteriormente sería catalogado bajo el nombre de Naturalismo150). Aun cuando algunos críticos y estudiosos —como Miller— opinan que su manifestación de la corriente es limitada y tendenciosa porque conserva demasiados aspectos románticos, resulta incuestionable que es el pionero de la “verdadera novela realista”151; incluso hay quienes se han atrevido a calificarlo como “El Balzac español” debido a este compromiso con la novelística moderna. Además, también es innegable que se trata del novelista más prolífico y distinguido de su generación, rebasando a otros mayores que él (Valera o Pereda) y al joven Clarín. Su importancia y sus aportaciones para con la Generación del 68 se ven recompensadas al bautizar a la segunda promoción de ésta152 —catalogada como la primera productora de textos ya reconocidos como 147 Zavala, “Benito…”, p. 465. 148 Ibidem, p. 474. 149 Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala, op. cit., p. 173. 150 v. pp. 29-30, supra. 151 Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, op. cit., p. 246. 152 v. p. 36, supra. 55 realistas— por adelantarse a sus coetáneos cultivando el nuevo género a tal grado que es él quien les marca el camino, el cual, a su vez, parte del antes citado pensamiento krausista, pues gracias a éste la “élite” culta española de la época isabelina y de la Restauración borbónica153 se hace de un credo flexible que cubre tanto sus convicciones racionalistas como sus necesidades espirituales, al tiempo que deja de lado la superficialidad y el autoritarismo característicos de la religiosidad tradicional; el autor canario no es la excepción a esta nueva forma de razón. Se basa en la fusión del krausismo con las teorías evolucionistas con mayor popularidad, y con el positivismo de Comte y Hegel (sobre todo los escritos referentes a la psicología, la sociología y la filosofía), pues estas corrientes se vinculaban con sus ideales del liberalismo y del pensamiento histórico —factores que se encuentran siempre presentes en su obra—. De igual forma, su desarrollo novelístico se inspira en el estilo de Cervantes respecto a ciertos elementos fundamentales, como el humor y la ironía, y la concepción perspectivista de la realidad: “Así el concepto de la Naturaleza y sus relaciones dialécticas con el ser humano; así el Amor como elemento vital y animador del orden cósmico, muy alejado del idealismo vulgar romántico”154. Sus escritos se convierten en el balance idóneo entre la estética áurea cervantina y la perspectiva moderna hegeliana, y los valores que ambas posturas buscan preservar: …Galdós lo dice bien claro: quien «no pueda o no sepa dar a la Naturaleza lo que es de la Naturaleza y a la Historia lo que es de la Historia, que se calle». Los ecos cervantinos se confunden ya con los hegelianos: Naturaleza e Historia tienen sus leyes propias; quienes son incapaces de comprender su funcionamiento, son incapaces también de captar la realidad, y ello por varias razones: mediaciones ideológicas y culturales; mediaciones de clase; deshumanización producida por un sistema social opresor y alienante.155 Asimismo, su claro conocimiento de la realidad y la estructura de la sociedad en España contribuye a cimentar su literatura, compuesta por un detallismo minucioso y una amplia concepción histórica. 153 v. pp. 30-35, supra. 154 Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala, op. cit., p. 175. 155 Ibidem, pp. 175-176. 56 A lo largo de su carrera, Benito Pérez Galdós sufre constantes evoluciones ideológicas y experimentaciones literarias, con lo cual su obra se ve dotada de una inigualable complejidad, pero sin perder la cohesión ni la coherencia necesarias para ser considerada realista. En ella incluye diversas ramas de investigación (fisiología, psicología, sociología y ciencias físicas), así como temas en boga (las nuevas tecnologías, las consecuencias de la industrialización, el papel dominante de la burguesía y la organización del proletariado), con los cuales refleja una consciencia filosófica e histórica mucho más progresista que la de sus compañeros de la promoción. Su trabajo representa la superación del Romanticismo y el “Pseudorrealismo”: Recuerdos, sueños, imaginación, locura, símbolos, todo manejado inteligentemente por Galdós, contribuyen a formar un realismo total. La corriente de la conciencia y el monólogo interior, tan característicos de la narrativa contemporánea, adquieren ya en Galdós carta de la naturaleza que va más allá de lo puramente experimental. Este realismo total galdosiano incorpora, desde luego, notables elementos naturalistas de auténtica inspiración zolesca; a otro nivel, incorpora asimismo el realismo genuino de Dickens y de Balzac y el espiritualismo de un Dostoyewsky.156 De estos tres retoma los puntos que le parecen más atractivos y los adapta a su propia visión. Dickens le hereda la ternura, el humor, los finales inesperados pero posibles, y la perspectiva pueril; Balzac lo inspira para el reúso de algunos personajes en distintas obras con el fin de crear la sensación de un entorno verídico y para criticar el mundo mediante un enfoque más moral que social, y Dostoyevski lo ayuda a presentar a ciertos personajes desde focos diferentes —incluso contradictorios— entre sí y a la visión del autor. 2.1.1. Marianela y Miau Ahora, una vez aclarados y resumidos los puntos importantes de su obra en general, parece pertinente dirigir la atención a dos novelas en particular dentro de las cuales el canario pone 156 Ibid., pp. 174-175. 57 especial cuidado para explotar el movimiento realista: Marianela, de su primer ciclo, y Miau, del segundo. La primera, un caso de conciencia respecto a las características del proletariado, una obra que describe las condiciones de vida y de trabajo de los mineros de Río Tinto; la segunda, una caricatura de humor negro, una sátira social que censura el entorno laboral público y el mundo burocrático madrileños. Fiel a su ideología comtiana del primer ciclo novelístico, Pérez Galdós manifiesta en Marianela su fascinación por los temas industriales y los progresos científicos que transforman a la sociedad a lo largo del siglo XIX y conllevan a la inminente imposición del Hombre por encima de la Naturaleza. El autor da prioridad a los datos y a la experiencia comprobables realistas, e ignora los ideales románticos de ensueño e imaginación que intentan compensar las deficiencias del mundo real para dar voz a la trágica historia de desamor y muerte de María, una infortunada huérfana que perece tras verse humillada y desplazada por su amo (viejo amigo e interés romántico suyo), Pablo Penáguilas, un invidente que, tras recuperar la vista, rompe los votos y promesas que hizo a su fiel lazarillo para poder destinar sus afectos a otra mujer (su prima Florentina). Asimismo, la influencia positivista forma parte del dramatismo argumentativo central, pues los dos protagonistas encarnan, de cierta forma, la posición del Hombre ante la Ciencia: “al ciego [Pablo] le falta ver para alcanzar su realización, su felicidad: poseer la realidad; y a la que es capaz de ver con sus ojos mortales [María] sólo le falta ver con la razón cultivada y realista, del siglo XIX, y salir así de la edad dorada del mundo mítico, imaginativo y sentimental”157. Conforme la trama se va desarrollando, el lector puede descubrir la tesis galdosiana: la Ciencia es la encargada de poner cada cosa en el lugar que le corresponde; mientras el actante masculino sana su ceguera 157 Teresa Silva Tena, “Prólogo” para Marianela en Miau  Marianela (Benito Pérez Galdós), México, Porrúa, 1978, p. 2. 58 (física y metafórica) para recibir y aceptar la nueva realidad perceptible158, el femenino es sacrificado debido a su incapacidad de dejar atrás su “primitiva” naturaleza y ceder ante la verdad. La obviedad de la metáfora del ciego es tal que no sorprende que los estudiosos de la novela concluyan: “El conflicto, de un patetismo sin igual, surge cuando Pablo recobra la vista merced a una arriesgada operación del doctor Golfín”159. Este último punto, a su vez, permite generar una conciencia social respecto a la situación de la heroína. No sólo se trata de la querella entre el progreso científico y la Natura —personificada por la salvaje muchacha— en pro de la humanidad, sino de los seres que prefieren atentar contra los más desgraciados de su propia especie antes que socorrerlos: ¿Qué podría dar la felicidad a Marianela? Una sociedad mejor organizada, que cuidara de la formación moral e intelectual de los infortunados; una sociedad que les proporcionara, no tanto apoyo material, limosna, sino […] amor personal. Vencida Marianela por la Ciencia, busca el único remedio a sus males: se encierra en su concha para protegerse de la realidad: […] de su fealdad, de su debilidad, de la horrible luz que sobre ella han proyectado los ojos de su Pablo con vista. Se encierra en su concha que ya nunca volverá a abrirse.160 Dicha posición de la actante respecto a su compañero —en un extremo de la balanza, cuando hay oscuridad, y en otro completamente distinto, cuando ya hay luz— propicia que la obra sea juzgada como un supuesto “idilio” agridulce161, donde aquello que prepondera no es la concreción de su amor romántico, sino la exhibición de su máxima espiritualidad pese a que se 158 Hay algunos autores que, incluso, se han atrevido a aventurar que Pablo Penáguilas, en realidad, representa al propio Benito Pérez Galdós quitándose una venda de los ojos como un acto simbólico de renuncia a las tendencias románticas (como lo son las ideas y ensoñaciones que comparte el personaje durante su ceguera con Marianela) para recibir y aceptar con resolución la realidad. 159 Federico Carlos Sainz de Robles, “Introducción” para Novelas (Serie de la primera época) (Benito Pérez Galdós), Madrid, Aguilar, 1986, p. 702. 160 Silva Tena, “Prólogo” para Marianela…, p. 2. 161 Estudiosos como Federico Sainz catalogan a la novela como un idilio aun cuando no cumple con todos los puntos básicos para considerarlo como tal. El ambiente no es hermoso ni apacible, más bien lo contrario: la mayoría de los escenarios carece de gracia —algunos hasta poseen elementos sórdidos, como la Terrible o la Trascava— y, difícilmente, propiciaría el surgimiento de una relación; la heroína, si bien es tierna, resulta todo menos bella a ojos de los demás; no existe un ser despiadado que abrume a los protagonistas de tal manera que desagrade al lector. Si bien es cierto que hay un par de locaciones agradables y que en un inicio existe un discurso poético entre Marianela y Pablo —el cual después contribuye a la contrariedad amorosa cuando aparece el personaje de Florentina—, son más las diferencias que las similitudes, por lo cual podría resultar más acertado considerarla como un anti-idilio. 59 encuentra enfrentada con la “naturalidad de la vida”162: los personajes, tan humanos y reales, consiguen no lo que merecen con base en su comportamiento, sino aquello que “debe ser”, por injusto que parezca. Y es ahí donde radica el germen de interés para el público: el patetismo inmutable al que se ven sometidas la homónima Marianela y sus circunstancias. Diez años después, el autor retoma este tipo de dramatismo y publica Miau, su novela de desesperanza, donde la atención de la desgracia ahora gira en torno al viejo Ramón Villaamil163, el cesante164 cabeza de familia condenado a cargar sobre sus hombros el peso de tres relumbronas mujeres (su esposa, su cuñada y su hija), un niño enfermizo (su nieto) y un inmoral calavera (su yerno), mientras todos perecen juntos en un entorno decadente y de “desamparo espiritual”165. Con frecuencia, Benito Pérez Galdós hace uso de la “suprema ambición de su juventud”166: ciertas formas teatrales toman las riendas y dan estructura a la historia, sobre todo en las cuestiones lingüísticas; desde los diálogos plagados con acotaciones para que el lector pueda seguir mejor a los personajes, hasta el reflejo de sus pensamientos en solitario —los llamados monólogos interiores— que saltan de un lugar a otro creando la sensación de desorden e infinitud; el lenguaje rebela tanto su estado de ánimo como su soltura sin necesidad de grandes descripciones. La vida misma y la actitud de los protagonistas, por otra parte, también manifiestan grados de teatralidad: los espacios decorados para simular ante los “amigos” visitantes una vida de opulencia ya inexistente, mientras que cada uno, en su individualidad, pretende esperar algo distinto a aquello que en verdad desea obtener (una colocación, una relación, una burla…). El desenvolvimiento cursi, frívolo e inconsciente de las féminas, sobre todo, es uno de los pilares de 162 Sainz de Robles, op. cit., pp. 701-702. 163 Personaje que aparece, brevemente, en Fortunata y Jacinta, escrita sólo un par de años antes. 164 La inspiración para este caracter proviene de la figura de un funcionario cuyo tipo se describe desde el costumbrismo; específicamente, del artículo “El cesante” (1837) de Mesonero Ramos, a quien, según se dice, Galdós admiraba. 165 Medina-Bocos, op. cit., p. 32. 166 Teresa Silva Tena, “Prólogo” para Miau en Miau  Marianela (Benito Pérez Galdós), México, Porrúa, 1978, p. XX. 60 la tragedia de este texto —tanto o más que el desempleo de Villaamil en sí—, pues su nula resignación a su situación económica consecuente de la posición antaño gozada no hace más que ensombrecer el triste panorama; diría Ángel Iglesias que “reside precisamente en que a ese deseo de figurar, ficción social, sacrifican las posibilidades de vivir”167. Sin embargo, para mejorar (o crear) la empatía del lector para con los actantes, el narrador —en principio meramente omnisciente— presenta una peculiar flexibilidad que le permite camuflarse entre ellos, como si fuese uno más, y adoptar sus diferentes puntos de vista. El papel del cesante, más que ningún otro, tomado del costumbrismo e inserto en el escenario de finales del XIX, se adueña de la narración y cautiva al público al grado de considerar Miau como una de las mejores novelas galdosianas. Pese a la compasión buscada, Pérez Galdós apela también al juicio crítico por medio de otros recursos, como la risa en distintos grados (ironía, humor negro…). La deshumanización se vuelve vital para el desarrollo: varios de los personajes se asocian con animales debido a su comportamiento y/o a su físico (en el caso de los Villaamil-Cadalso, cada uno es asociado con algún felino, lo cual, a su vez, hace un guiño al título); lo animal se humaniza (el narrador dota a Canelo, el perro que acompaña a Luisito en sus aventuras, con cualidades humanas), y el ambiente se animaliza por medio de frases y expresiones coloquiales que incluyen la enunciación de bestias. La narración es, además, el medio perfecto para que el autor se burle de otros asuntos referentes al arte y al estilo, como la innecesaria ralentización propia de las expresiones románticas —cuya parodia se encuentra en los diálogos que los “amantes” sostienen—, a la vez que censura cuestiones sociales, como el debilitamiento religioso en el mundo reflejado —manifiesto en constantes referencias e iconografías, y potenciado por medio de la imaginación pura e inocente 167 Ángel Iglesias, “El simbolismo de los nombres en Miau. Historia gatuna de Madrid”, en Bulletin Hispanique, LXXXVI, núms. 1-2, 1984, pp. 379-402. Citado en: Medina-Bocos, op. cit., pp. 24-25. 61 del infante—. Esto denota que el escritor ya se encuentra en medio de una transición de ciclos, entre la escritura de las novelas con un enfoque contemporáneo y las de uno espiritualista. Toda esta carga de significado puede deberse también a la vacilación que algunas autoridades —como Shoemaker— señalan en el novelista durante el proceso de escritura de los focos estructurales, pues dentro del texto es sencillo encontrar, cuando menos, tres preponderantes: 1) la crítica a la burocracia, 2) la sátira cómica a la familia Villaamil, y 3) el estudio de un tipo (el cesante); este último punto, sobre todo, se roba la escena durante el desenlace de la trágica historia del patriarca de los Miau y crea aquello que ha recibido el nombre de “realismo caricaturizador” una vez que se ha resignado tanto al terrible sobrenombre de la familia como al fatídico destino que le espera. Sin duda, las diferencias entre ambas novelas son muy notorias; existen tres en particular que las contraponen bastante. La primera es el papel que juega el narrador durante el relato; mientras que en Marianela su función es sólo comunicativa y distante, en Miau logra entablar una especie de diálogo con el lector que permite que este último se adentre aún más en la escena. La segunda es el humor, ya que, pese a que ambas son construcciones ingeniosas, la una se encuentra más orientada hacia el sentimentalismo y la compasión que la otra, cuyo corte es un tanto tajante y mordaz. Y la tercera radica en que, en tanto que el escrito de 1878 se concentra en presentar al Hombre que evoluciona de la imaginación para enfrentar la realidad, el de 1888 lo muestra ya inserto en ella y lidiando con los amargos altibajos que esto conlleva. No obstante, dichas obras también comparten puntos comunes, tales como: una fuerte crítica social (los poderosos oprimiendo a los desdichados), las divinas “apariciones” a los personajes más inocentes (Marianela y Luisito), la muerte forzada pero voluntaria de los protagonistas (Marianela y Villaamil), y algunos elementos simbólicos o referenciales en los actantes (la pureza de Marianela, la vista de Pablo, el nombre de Abelarda…). 62 De igual manera, destaca que, contrario a todo lo que se ha dicho con anterioridad al estilo y al enfoque galdosianos, la mayoría de los personajes presentes en ambas narrativas no pertenece a la clase burguesa. Sin embargo, es justamente esa peculiaridad la que propicia que el autor potencie el elemento filosófico del Realismo; ¿qué mejores seres podrían (com)probar el pensamiento determinista si no los no-acomodados, los que han de sobrevivir por mérito propio y no por su posición social, sobre todo cuando son contrastados con aquellos que sí pueden permitirse semejante lujo? Las actantes femeninas, mejor detalladas que los masculinos, se determinan por su lugar en la sociedad (Determinismo por entorno sociocultural168) y, podría ser, también por su apariencia física (Determinismo radical169). 2.2. Rafael Delgado Nacido el 20 de agosto de 1853 en Córdoba, Veracruz, Ángel de Jesús Rafael Delgado fue un reconocido poeta, novelista y catedrático. Es considerado por los estudiosos como uno de los literatos más prolíficos, versátiles y juiciosos del siglo XIX; tanto su desarrollo regionalista de ciertos temas importantes para la época (el régimen militar y político170; las relaciones sociales y familiares…) como su manifiesto de una “absoluta fidelidad y conciencia de evolución”171 directa del Hombre le aseguran un lugar destacado dentro de la literatura mexicana. Como escritor llevó una vida activa entre 1890 y 1904, gracias a la cual se le atribuyen libros de cuentos, poesías, ensayos, lecciones, novelas y dramaturgia. Sin embargo, algunas autoridades —como Salvador Cruz— le reconocen principalmente por ser el autor del primer ciclo novelístico mexicano con un tempo interior que va de la inexperiencia a la experiencia. Esta unidad 168 v. p. 9, supra. 169 v. pp. 9-12, supra. 170 v. pp. 37-38 y 41-43, supra. 171 Salvador Cruz, “Prólogo” para La Calandria (Rafael Delgado), México, Porrúa, 2016, p. XXIX. 63 comienza, según la diégesis, con Angelina (1893), la autobiografía del adolescente sincero y esperanzado; continúa con La Calandria (1890), la visión del hombre joven enamorado; prosigue con Los parientes ricos (1901–1902), la visión del hombre maduro y experto, y culmina con Historia vulgar (1904), el relato del viejo bueno y nervioso: “la novelística de Delgado debe [estudiarse en conjunto], no sólo por lo que de hecho tienen de lección, sino más bien por cuanto encierran de sentido: un ciclo temperamental, tal vez el primero en la historia de esta América nuestra”172. Aun cuando su obra no llega a ser tan vasta como la de otros autores, se vuelve memorable gracias a las experiencias personales que el veracruzano inserta en sus páginas; pasar toda su vida dentro de la clase media y la mayor parte de ella residiendo en su natal entorno rural propicia cierto maniqueísmo en su escritura, pues, aunque sutilmente, en ningún momento esconde su predilección por ellos ni su poca (o, incluso, nula) simpatía por el resto. Eso, en cierto modo, es parte de su encanto y lo que lo vuelve popular entre las masas: En la identificación con el sentir de una clase determinada radicó, en gran medida, la aceptación inmediata y el gusto por la literatura romántica. En su momento, Rafael Delgado supo utilizar dicho recurso por lo que su obra fue leída con verdadera fruición. El denotado carácter localista hizo posible, de igual manera, el que sus lectores hallaran en la literatura personajes y acontecimientos fácilmente identificables con su realidad. Su obra fue gustada por partida doble: primeramente por estar inscrita dentro de los márgenes del uso decimonónico […], y en segundo término, porque se trataba de una obra escrita por la clase media, sobre ella misma y para ella.173 Así, sus personajes encarnan, por un lado, las virtudes que exalta (los héroes en busca de superación) y por el otro, los defectos que censura (los antagonistas opresores); la honradez, el orgullo, la dignidad, la abnegación, la fidelidad y el desinterés de la clase media contra la ambición, la holganza, el placer y el libertinaje de la aristocracia, por ejemplo, se vuelven recurrentes para contrastar la incorrupción y la seducción (respectivamente) de ambos sectores. Este catalogado 172 Ibidem, p. XV. 173 Beltrán, op. cit., p. VII. 64 “pesimismo” de Delgado busca evidenciar la realidad que solapa y favorece las trivialidades de la clase alta (meros anhelos e ilusiones del resto de la sociedad, a quien se le niegan), para después cuestionarla y ridiculizarla por medio de la ironía. Crea una pirámide social prototípica distinguible en sus textos, donde cada estamento representa una función notoria y específica. De la punta a la base aparecen: 1) la despreciada y censurada clase alta gobernante, que sólo se manifiesta al fondo de la trama; 2) la “vacía” —y poco amada— aristocracia; 3) la simpática y honrada clase media —sobre todo la provinciana—, que se desenvuelve con total libertad y se separa bastante de los dos estamentos superiores —aunque en algunas ocasiones llega a mezclarse o confundirse con la propia burguesía—, y 4) la ínfima y despreciable clase baja (indios y soldados), que parece sólo preocuparse por quedarse tras bambalinas para servir a los otros en vez de por su propia condición. El objetivo de esta estructura no es pecar de “tendencioso” contra uno (o más) de los cuatro niveles, sino que exista un enfrentamiento entre ellos que gire alrededor del protagonista clasemediero y evidencie las limitadas oportunidades de superación que éste tiene dentro de su propia comunidad, al tiempo que otorga al sacerdocio el papel de la sensatez para cuestionar la ética del entorno. Sin embargo, una cuidadosa lectura de sus novelas denota la simpatía que el cordobés muestra por sus personajes principales —usualmente, virtuosos reflejos del anhelo y la frustración propios de su estatus socioeconómico— y el incesable juicio por todo lo demás: En [sus] novelas […] hay siempre una crítica evidente dirigida a las clases altas, ociosas, sin valores; contra los oportunistas amorales que se aprovechan de algunas situaciones para llevar agua a su molino; a las mujeres que hacen uso de los encantos para coquetear sin medida con los hombres, sin percatarse de que ponen en peligro su honra; hacia las mujeres chismosas, amantes de comentar e inventar la vida del prójimo. En términos generales, […] se muestra preocupado por la pérdida gradual de valores religiosos, católicos, de las buenas costumbres, y por la introducción de otros hábitos ajenos y perjudiciales.174 174 Adriana Sandoval, La hija de la lavandera, México, UNAM, 2013, pp. 17-18. 65 Asimismo, sus raíces criollas, católicas y conservadoras se inclinan por un estatismo de las capas sociales que impida se fusionen unas con otras. La clase baja, sobre todo, aunque imprecisa dentro de la trama, recibe una despectiva reprobación, no por su propia miseria, sino por su servilismo para con sus “superiores” estamentales; los mulatos, de igual forma, tal como sucede en el México decimonónico, son mal vistos por el autor. Es por ello que, de acuerdo con muchos críticos —como Adriana Sandoval—, Rafael Delgado, al igual que varios de sus contemporáneos, muestra un comportamiento clasista y racista. Por otra parte, tal como sucede con Benito Pérez Galdós y Madrid175, el mexicano exhibe una gran predilección por detallar la geografía y el paisaje; su natal Orizaba, en ocasiones, recibe más atención y protagonismo que los propios actantes: El paisaje de Orizaba y sus alrededores fue el impulso genético de Rafael Delgado, que le dio nueva vida, lo fue recreando; primero como fondo, después como ambiente y al fin como personaje. En el novelista —de arranque innegablemente poético— las cosas tienen alma, y en conjunto, el paisaje llegó a adquirir en sus manos categoría de ser actuante.176 Sin duda, el haber pasado casi la totalidad de su vida en una provincia lejos de las capitales estatal y metropolitana marca de manera irrefutable su material literario, a tal grado que su ciclo novelístico se desarrolla en un solo paisaje vivido: Pluviosilla (en La Calandria y Los parientes ricos), Villaverde (en Angelina) y Villatriste (en Historia vulgar), con lo cual se reafirma la unidad que conecta y encierra las cuatro obras, permitiendo que coincidan tanto las isotopías espaciales como algunos de los personajes. Esta cohesión diegética se vuelve su sello particular, aquél que lo distingue del resto de sus congéneres: [Moreno Cora] nos garantiza que “las escenas que pinta, las situaciones que describe y los caracteres que (Delgado) ha creado, son no solamente nacionales, sino que tienen un color local que no permite que se confunda ni con las escenas pintadas en otras novelas, ni con otras situaciones semejantes, ni con los héroes ideados por otros novelistas”.177 175 v. p. 52, supra. 176 Cruz, op. cit., p. XIX. 177 Ibidem, p. XVI. 66 No obstante, lo que para muchos podría parecer una desventaja, es aprovechado por Rafael Delgado para conseguir una atenta observación de los hechos que, junto con su maestría para otorgar movilidad a las descripciones, le permite (re)crear un espacio y suficientes actantes que, debido a su naturalidad, rebasan la barrera de la ficción y alcanzan una verosimilitud tal que el lector fácilmente puede creerse los sucesos y convencerse de su absoluta y real existencia. La lengua, por supuesto, también influye en esta pantalla, pues es gracias a este medio que el autor permite “compenetrarse” en los distintos estados de conciencia de los personajes; desde meros vocablos y frases hasta construcciones discursivas más complejas, su espontaneidad para mezclar lo castizo tradicional con lo regionalista (veracruzano) exuberante cautiva de forma tan significativa que sirve como parteaguas entre el estilo romántico y el realista. Gracias al equilibrio entre estas dos importantes cualidades que posee como escritor, se da la libertad de vagar entre géneros, desde el boceto y el cuadro de costumbres hasta el cuento y la novela, sin encajonarse en ninguno. Destacan sus puestas de escenas y acciones típicas, donde existe un manifiesto uso de la lengua y se propicia la descripción a detalle de las vestimentas, la comida, la bebida y las interacciones sociales —haciendo que cada actante hable, vista, coma y se comporte de la forma que se espera de él o ella según su nivel socioeconómico y su educación—; acorde con lo acaecido, sus escenarios también gozan de una minuciosa descripción que cuida cada detalle para retratar con fidelidad los paisajes, la vegetación y el clima propios de su idílico Veracruz. Estas exposiciones revelan la magistral técnica de Delgado para las personalizaciones, pues tiende a crear paralelos entre los personajes y el escenario al tiempo que aspira a crear en el lector un goce estético por medio de su bien trabajado lenguaje poético; aun cuando se ha sugerido que este aspecto es más superficial que trascendental en sus obras, no cabe duda de que manifiesta un claro sentido nacionalista en los niveles visuales y orales al reivindicar expresiones y usanzas coloquiales y regionales. 67 Por otra parte, esta misma conjunción ayuda a que el autor cumpla con su meta de desmentir la creencia popular de que Realismo y Romanticismo se contraponen entre sí dentro de la novelística decimonónica. Las relaciones amorosas que propone en sus historias, sobre todo, retoman la tradición romántica de ser imposibles y/o interrumpidas por agentes externos a la pareja, pero con la innovación realista de incluir a la problemática factores internos que también contribuyan a la eventual separación que impide que el romance de los actantes llegue a consumarse de manera satisfactoria y total. Ilustración, Romanticismo, Realismo, se entrelazan para dar vida a su famoso ciclo novelístico178. Empero, además de ser propiciada por esta curiosa coexistencia de estilos y corrientes que presenta la literatura mexicana en general a lo largo del siglo XIX179, la particular insistencia del cordobés recae también, en gran medida, en sus muchas influencias; excelentes autores y novelas anteriores a él fungen como numen para el tinte romántico que tienen sus textos. De Latinoamérica, por ejemplo, La corona de azucenas (1849) del mexicano Florencio M. del Castillo y María (1867) del colombiano Jorge Isaacs inspiran parte de la narración de Angelina; de España, José María de Pereda y Clarín son una parte fundamental de su educación estilística. No obstante, las principales son, indudablemente, el mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi, de quien hereda el amor por la crítica novelada hacia cuestiones varias (las deficiencias de la educación, el libertinaje de la prensa, la impertinencia de la juventud…), y, por supuesto, el español, Benito Pérez Galdós180, de quien extrae y renueva ciertos principios y fórmulas para darles un estilo más personal, con mayor reivindicación para la clase media, que el del canario181. 178 Si bien es cierto que todos estos movimientos conforman la literatura mexicana decimonónica y, más específicamente, la de Rafael Delgado, la Historia —por cuestiones estilísticas y cronológicas— suele ubicarla dentro de la corriente realista. 179 v. p. 44, supra. 180 v. pp. 48-56, supra. 181 Al tener como influencia los estilos de Pérez Galdós y de Pereda, resulta inevitable que Rafael Delgado posea una vena cervantista latente en su obra. 68 De escuela abiertamente española, decide apropiarse de estos modelos literarios para copiarlos y convertir a la literatura mexicana en una extensión (hasta cierto punto) independiente de la misma que, además, denote su manifiesta repulsión respecto a la “nociva” influencia francesa. Pese a esto, gran parte de las ideas que aplica a sus creaciones son tan originales que lo llevan a convertirse en el “primer novelista del México moderno”182. Al igual que sus congéneres, confía en la educación como medio de formación ciudadana y en el arte como una herramienta para lograr una mejora social por medio de una experiencia estética183. Este último punto, aunado a su credo respecto al propósito de la novela —debe ser “hecha con hidalgo propósito y noble designio, y realizada por modo artístico y con fines estéticos, para dar al espíritu plácido solaz y grato esparcimiento”184—, permite que se desenvuelva con plenitud como escritor, usando a su favor recursos como el dramatismo de un final trágico sin necesidad de crear un enredo, y apartándose de todo aquello que juzga “tendencioso” por no trascender más allá del momento de lectura. 2.2.1. La Calandria y Los parientes ricos Tal como sucede en el caso de Pérez Galdós, Rafael Delgado manifiesta una cuidadosa construcción mexicana del Realismo; sus dos novelas más famosas, La Calandria y Los parientes ricos, son el mejor ejemplo de su apropiación de la corriente europea. Ambas, a su manera, exponen el conflicto que existe entre clases —o, mejor dicho, el conflicto de la clase media respecto al resto— que siempre ha preocupado al novelista, por medio de formas críticas que censuran el conformismo y la superficialidad latentes en una buena parte de la sociedad. 182 Cruz, op. cit., p. XXIX. 183 v. pp. 37-39 y 43-44, supra. 184 Cruz, op. cit., pp. XXVII-XXVIII. 69 Primeramente, La Calandria representa tanto un éxito personal como para todo el género en México —e, incluso, en América Latina—, pues este primer escrito novelístico del veracruzano se vuelve el mayor éxito editorial de la época, “el más típico exponente de la nueva literatura” decimonónica, con el cual, según la opinión de algunos críticos —como Mariano Azuela—, se inaugura la novela moderna. Esto se debe, más que nada, al trabajo y al cuidado que el escritor pone en su estilo, en el lenguaje y en la estructura de la narración, impropios de las hasta entonces populares novelas de folletín, carentes de revisiones previas a su publicación periódica; si bien es cierto que en un inicio también fue pensada como una obra por entregas185, su creador se toma el tiempo de revisarla y corregirla para poder lanzarla como un libro completo en 1891. Vocero de su correspondiente posición socioeconómica, se introduce como novelista con la historia agridulce de un enfrentamiento normalizado de dos capas estamentales (la alta y la baja) de la vida provinciana que afecta a dos mujeres (Guadalupe y Carmen) de generaciones sucesivas. Carmen, la heroína, es el personaje idóneo para encarnarlo, pues la historia gira en torno a su degradación autoinfligida por su desesperado anhelo de ascender a una mejor situación social y económica; su obsesivo afán no hace más que llevarla de mal en peor, sacrificando lo poco que posee —la amistad y el aprecio de una mujer virtuosa y caritativa; el amor de un buen hombre; la casi inexistente relación con su padre; el respeto de cuantos la conocen…— en pos de una absurda ilusión sobre la cual no tiene derecho. El hecho de que la trama siga los decadentes y erróneos pasos de una muchacha quien, en esencia, pese a gozar de una buena vida se deja cegar por la ambición de un ennoblecimiento que, a los ojos de su propia comunidad, no le corresponde, propicia que la novela sea reconocida como 185 La Calandria, en efecto, se publicó originalmente en once entregas en la Revista Nacional de Letras y Ciencias en 1890, entre el 15 de enero y el 15 de junio. 70 un “modelo ideal por medio del recurso del ejemplo negativo”186; es decir, que la principal función del texto es presentarles a las señoritas mexicanas del siglo XIX el comportamiento “ideal” que se espera de ellas a través de situaciones hipotéticas referentes a aquello que no pueden (¿deben?) hacer. Trece años después, Delgado mantiene estos mismos juicios en Los parientes ricos, pero de una forma mucho más madura, con menos tintes románticos. En su escrito de 1903, las capas se encuentran mejor definidas y contrastan en mayor medida debido a la proximidad del contacto entre unas y otras; la tradicionalista clase media —que honra y conserva la costumbre española— se opone, con la clase humilde como único apoyo, a la aún vigente aristocracia —que vive bajo el cobijo de los gobernantes mexicanos, pero, a la vez, con la aspiración de imitar las nefastas modas parisinas—. Las historias paralelas de dos humildes hermanas mexicanas enamoradas por sus dos primos acomodados, recién llegados de Francia, causan tremenda sensación, pues entra en escena una serie de disparidades —potenciadas por las cuestiones financieras, las relaciones y las apariencias— que o acercan a las jóvenes parejas o, bien, las alejan. Ya sean voluntarias o involuntarias, las eventuales separaciones de los amantes dejan más clara que nunca la tesis del novelista respecto a la inexistente posibilidad romántica de que ambos estratos sociales —y todo cuanto éstas involucran— puedan fusionarse. Si bien es cierto que en todas sus novelas muestra una vena nacionalista y critica con fervor a los estratos superiores por no saber apreciar la hispanidad, no cabe duda de que es aquí, justamente, donde explota su crítica hacia esta actitud. En ambas obras —más en la segunda que en la primera— se denota este “malinchismo” en los comportamientos primarios de los personajes acaudalados; cosas tan básicas como el habla, la 186 Sandoval, op. cit., p. 31. 71 comida y la bebida, y/o la indumentaria los señalan como “reprobables” —según el criterio del veracruzano, manifestado mediante la voz narrativa— debido a su evidente preferencia por los elementos extranjerizantes. En contraste, aquellos que lucen y respetan los mexicanos no sólo gozan de la simpatía del narrador, sino que también semejan una mejor conducta moral, ya que conocen y aceptan su lugar en el medio. Es por ello que Delgado aprovecha la ventaja que supone la mezcla de estilos y corrientes en la prosa mexicana del siglo187. Para que esta visión pueda hallar concreción, los conjunta todos en una misma historia; el costumbrismo, más que ningún otro, es innegablemente visible y necesario para poder evidenciar lo antes mencionado. Claro que éste no es el único tema tratado por el autor. Las dos novelas —sobre todo La Calandria— censuran el proceder de aquellos hombres jóvenes y oportunistas antirreligiosos, carentes de valores, que, con frecuencia, dirigen sus ataques “pseudoliberales” a la Iglesia y a sus representantes. 187 v. p. 44, supra. 72 3. El Determinismo en la caracterización de los personajes Anteponer la razón al sentimiento y evidenciar objetivamente las condiciones de vida se vuelven prioridad para los artistas del momento, y los lazos internacionales e intercontinentales forjados en el pasado no hacen más que propiciar sus reflexiones. Empero, estas nuevas formas de relación social son un arma de doble filo: bien pueden concienciar a los creadores —y, por medio de ellos y sus obras, al resto de la comunidad— respecto a las deficiencias que existen en el mundo y a sus posibles soluciones; o pueden fomentar que caigan —consciente o inconscientemente— en el error del prejuicio, cimentados en estos mismos desperfectos. Siendo el Determinismo una de las bases innegables de los textos finiseculares, cabe la posibilidad de que la faceta radical de este pensamiento188 también influyera en el desempeño artístico creativo y en su recepción. Dentro de la literatura, la genética y el entorno sociocultural se consideran las causas más socorridas —más que la biología y la geografía—189 para condenar o recompensar a un personaje; pero nada impide que los autores estimen el fenotipo como otro de los (posibles) factores significativos para trazar el destino de los actantes. Incluso con esta tendencia, el papel del artista es proyectar cierta objetividad, que se manifiesta en la voz de un narrador que, por un lado, sabe todo acerca de los personajes, y que, por el otro, mantiene los hechos conectados a la realidad por medio de la verosimilitud. Por ello, no es extraño que los novelistas —unos más que otros— describan con detalle a sus protagonistas. Las características físicas alcanzan un considerable desarrollo, y, aunque como artistas del Realismo se ven forzados a simular cierto desapego para crear el efecto de total neutralidad, el hecho de subrayar con tanto fervor un contraste entre la apariencia de unos y otros, eventualmente, permite que surjan 188 v. pp. 9-12, supra. 189 v. p. 9, supra. 73 y/o, incluso, se acentúen los estereotipos de lo “hermoso” y lo “horrible” —cada uno adecuado a su contexto social y temporal—. Asimismo, es difícil que pase inadvertida la insistencia con la que algunos realistas parecen asociar estos tipos (“feos” o “hermosos”) tanto con elementos “obvios” (defectos, enfermedades, malformaciones) como también con otros más “banales” (el color de los ojos, el cabello y/o la piel). Ya sea por verdadera convicción de los artistas, por buscar complacer a los lectores ajustándose a los típicos sujetos esperados, por burlarse de las etiquetas impuestas por la comunidad, o por reacción involuntaria al entorno receloso dentro del cual se desenvuelven los autores, se crean obras que contienen cierto radicalismo a la hora de decidir la buena o la mala fortuna de los sujetos —sobre todo en el caso de los femeninos—: su atractivo se reitera una y otra vez, relacionándolo con su destino, y éste (casi siempre) suele ser positivo cuando hay belleza y negativo cuando hay fealdad y/o desaliño. Benito Pérez Galdós y Rafael Delgado, como se verá más adelante, en sus ya mencionadas novelas (Marianela y Miau, y La Calandria y Los parientes ricos, respectivamente), parecen sugerir la existencia de este vínculo entre la (buena o mala) fortuna y la apariencia de las féminas a lo largo de las narraciones; en tal sentido, la facha de algunos personajes implica mucho más que una mera descripción física, ya que puede hacer posible que el lector intuya el éxito o el fracaso de las mujeres, guiado por algunos de sus rasgos. En estas lecturas, mientras más gracia o desproporción existe, más notorio y predecible es el destino; por el contrario, cuanto menos exaltada es la belleza o la fealdad, resulta menos sencillo “anticipar” el desenlace. En este capítulo se presentan y comparan entre sí algunas observaciones basadas en el enfoque del Determinismo radical, prestando atención a las descripciones físicas que los autores hacen de las figuras femeninas; además, debido a la complejidad de los personajes en las obras realistas, es pertinente tomar en cuenta también en este análisis las facetas psicológica y social, ya 74 que se encuentran relacionadas de forma íntima —más en unos casos que en otros— con la apariencia, a veces como factor causante y/o a veces como consecuencias directas de ésta. Las ocho féminas elegidas para demostrar la importancia de dichos factores son: María Téllez y Florentina Penáguilas (de Marianela190), Abelarda y Luisa Villaamil (de Miau191), Carmen y Dolores Ortiz (de La Calandria192), y Elena y Margarita Collantes (de Los parientes ricos193); debido a lo poco que se ajustan a los cánones de belleza decimonónicos, las primeras mencionadas de cada pareja (María, Abelarda, Carmen y Elena) serán catalogadas como las feas, mientras que las segundas (Florentina, Luisa, Dolores y Margarita), por contraposición, se integrarán al grupo de las bellas. Asimismo, con la intención de dar mayor orden a la estructura del estudio, se tratará por separado cada uno de estos aspectos. 3.1. El Determinismo y el aspecto físico Dice Arnold Hauser que “la naturaleza es siempre y en todas partes bella”194, por lo cual no es necesario que sea retratada desde una perspectiva idílica. Dentro del Realismo, las descripciones idealistas han de evitarse para hacer justicia a la hermosura del mundo real sin involucrar la subjetividad del autor. Sin embargo, como ya se ha señalado anteriormente, la perspectiva del artista tiene la última palabra respecto a la apreciación —y gradación— de dicha belleza; es, después de todo, su propio canon el que dicta, dentro de la diégesis, lo que resulta atractivo o no. 190 A partir de este momento, todas las citas textuales y las referencias de esta novela escritas en el presente trabajo provienen de una misma edición: Benito Pérez Galdós, Marianela, México, Quinto Sol, 1990. 191 A partir de este momento, todas las citas textuales y las referencias de esta novela escritas en el presente trabajo provienen de una misma edición: Benito Pérez Galdós, Miau, Madrid, Biblioteca Edaf, 2003. 192 A partir de este momento, todas las citas textuales y las referencias de esta novela escritas en el presente trabajo provienen de una misma edición: Rafael Delgado, La Calandria, México, Porrúa, 2016. 193 A partir de este momento, todas las citas textuales y las referencias de esta novela escritas en el presente trabajo provienen de una misma edición: Rafael Delgado, Los parientes ricos, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2014. 194 Hauser, op. cit., p. 316. 75 En las cuatro obras analizadas, los novelistas exhiben la tendencia a establecer un patrón bastante similar: en todas ellas existe cierto antagonismo entre la apariencia física de dos personajes femeninos destacados —en su mayoría, los protagónicos—. Esta antítesis radica en que una suele tener tez “defectuosa” (morena, manchada, pálida), ser poco agraciada, carecer de porte distinguido y/o, incluso, padecer alguna afección o enfermedad que afea y ensombrece aún más su imagen ante aquellos que la conocen; la otra, por el contrario, muestra una piel lechosa, rasgos más “lindos” y finos, y una elegancia natural que atraen con facilidad el interés del resto de los actantes. Esta ventura o desventura fenotípica, según sea el caso, parece sostener una estrecha relación con dos puntos notables para el desarrollo y el desenlace de su historia personal: el primero, la (mucha, poca o nula) posibilidad de ser correspondidas por el objeto de su interés amoroso (cuestión importante para la mujer decimonónica, pues se espera que consiga un buen marido195), del cual las jóvenes obtienen amor (subdividido, a su vez, en promesa y matrimonio) o desamor; el segundo, la calidad de vida per se que llevan y llevarán por el resto de sus días, y la manera cómo acaba ésta —si es que la novela lo indica—. Desde luego, existe una suerte de moderación entre estos actantes, pues ninguno posee características tan exageradas y contrastantes entre sí, como ciertos personajes románticos196; no obstante, sería ingenuo negar que hay algunas más marcadas que otras. Benito Pérez Galdós es, sin duda —por encima, incluso, de su colega y admirador mexicano—, quien hace mayor distinción entre ambos extremos, presentando féminas con diferencias mucho más señaladas; Rafael Delgado, 195 v. p. 122, infra. 196 Antítesis famosas como Marie y Cascanueces en El cascanueces y el rey de los ratones (1816) de E.T.A Hoffmann, o Esmeralda y Quasimodo en Nuestra Señora de París (1831) de Victor Hugo, son ejemplos intensos de la dicotomía belleza/fealdad, pues ambas partes se pintan de manera exagerada y completamente opuesta. Sin embargo, años más tarde, en la literatura hispana se presentan otras menos radicales, pero más pertinentes para este trabajo, como los personajes masculinos en Clemencia (1869) de Ignacio Manuel Altamirano; en este caso, además de que el elemento “feo” de la pareja (Fernando del Valle) ya no es un espanto hiperbólico, se muestra un claro contraste entre el héroe (el poco atractivo, pero bienintencionado del Valle) y el villano (el apuesto, pero deleznable Enrique Flores). 76 por su parte, opta por un manejo menos desmesurado, logrado mediante el empleo de características que ambas partes comparten y, ergo, que las vuelven “similares” en algunos aspectos. Con esto en mente y de acuerdo con la hipótesis de que el físico influye en el destino de las actantes, el español resulta mucho más “predecible”, debido a la notoriedad con la que plasma los estándares estéticos de la época. Así, María, demasiado contraria a la bella Florentina, sufrirá más que Abelarda, quien dista de compartir la hermosura de su hermana Luisa; mientras tanto, la heredera Penáguilas tendrá un mejor matrimonio y una vida larga en comparación con la difunta Villaamil. Este fenómeno no es tan acentuado con las mexicanas: físicamente, Carmen y Dolores son bastante parecidas y, sin embargo, la primera, de pelo oscuro, alcanzará un peor futuro que la segunda, de cabellos dorados; algo similar sucederá con Elena y Margarita, ya que, aunque sus diferencias no evitan que ambas resulten hermosas a la vista —al menos hasta que se devela la ceguera de la primera—, sí terminarán siendo un punto crucial en el éxito o el fracaso de sus respectivas relaciones amorosas. Empecemos por el grupo de las feas: el caso más notable, desde luego, es el presentado en Marianela. Aunque la primera mención que se hace de María en el tercer capítulo parece prometer a la típica joven atractiva y virtuosa197, la ilusión muere con la misma rapidez con la que nace; apenas aparece, se corre el riesgo del desencanto mientras el narrador describe a la infeliz criatura: Era como una niña, pues su estatura debía contarse entre las más pequeñas, correspondiendo a su talle delgadísimo y a su busto mezquinamente constituido. Era como una jovenzuela, pues sus ojos no tenían el mirar propio de la infancia, y su cara revelaba la madurez de un organismo que ha entrado o debido entrar en el juicio. A pesar de esta desconformidad, era admirablemente proporcionada, y su cabeza chica remataba con cierta gallardía el miserable cuerpecillo. Alguien la definía mujer mirada con vidrio de disminución; alguno, como niña 197 Sin duda, un lector experimentado podría, inicialmente, evocar en su memoria al personaje homónimo de la novela de Jorge Isaacs, María, que se presenta como una heroína prototípica de idilio —la cual, según palabras de Federico Sainz, debe ser una muchacha bella en cuerpo y alma, con voz dulce, a la que le son atribuidos sueños y frases de exaltación (Sainz de Robles, op. cit., p. 701)—, y asociarla con esta María después de que se menciona su nombre y se describe su canto (Pérez Galdós, Marianela, pp. 8-9). 77 con ojos y expresión de adolescente. No conociéndola, se dudaba si era un asombroso progreso o un deplorable atraso.198 Aun con la compasión que las palabras transmiten para atenuar un poco el impacto de su desagradable aspecto, no dejan de remarcar su triste condición. Además de las reiteradas afirmaciones del narrador, los personajes contribuyen bastante haciendo lo propio para subvalorar a la joven. Desde meras y sutiles insinuaciones —“Dios no ha sido generoso contigo”199 le dice el doctor Teodoro Golfín el día que la conoce— hasta descaradas burlas200 y severos apelativos (“raquítica”201, “fenómeno”202, “monstruo”203) le son lanzados a la cara, sin vergüenza alguna, por cualquiera dentro de las minas. Por supuesto, existen algunos momentos de reivindicación para la protagonista, en los cuales parece que el novelista juega con el lector al crear una ligera ambigüedad que vuelve difícil asegurar que la muchacha no es más que un espanto. Tiene defectos, claro, y bastante marcados, pero todavía existe en ella un aire, no mayor a una suave brisa, de gracia: [El rostro] era delgado, muy pecoso, todo salpicado de manchitas parduzcas. Tenía pequeña la frente, picudilla y no falta de gracia la nariz, negros y vividores los ojos; pero comúnmente brillaba en ellos una luz de tristeza. Su cabello, dorado oscuro, había perdido el hermoso color nativo a causa de la incuria y de su continua exposición al aire, al sol y al polvo. Sus labios apenas se veían de puro chicos, y siempre estaban sonriendo; mas aquella sonrisa era semejante a la imperceptible de algunos muertos cuando han dejado de vivir pensando en el cielo. La boca de la Nela, estéticamente hablando, era desabrida, fea; pero quizá podía merecer elogios…204 ¿Podría ser, acaso, que su fealdad no sea más que un presupuesto, un malentendido o una terrible mentira de aquellos que la rodean? Después de todo, el autor pone en los labios de la propia protagonista el lastimoso recuento de un pasado en el cual figura la certeza de una agraciada 198 Pérez Galdós, Marianela, pp. 14-15. 199 Ibidem, p. 16. 200 Ibid., p. 75. 201 Ib., p. 18. 202 Ib., p. 15. 203 Ib., p. 146. 204 Ib., p. 16. 78 apariencia: “[Caí] sobre piedras. […] Dicen que antes de eso era yo muy bonita”205. Siendo ése el caso, el infortunio de Nela de seguro se vería considerablemente reducido. Empero, parece ser que nada que se diga en favor de su físico consigue modificar su imagen general; sin importar cuánto se abogue por ella, continúa cumpliendo con su fenotípica condena sin inmutarse ante los desprecios ajenos. Tal como sucede con María, una de las actantes de Miau, Abelarda, se ve obligada a padecer la suerte de vivir con una fisonomía poco atractiva, heredada de su madre, Pura, y de su tía, Milagros: un rostro de apariencia más felina que humana206, y a tener un cuerpo más reducido que el de ellas207. Lo único, si acaso, en favor de la joven Villaamil es la obvia diferencia de edades, gracias a la cual posee aún cierta “juventud”208 que le permiten deslindarse un poco del terrible apodo que pesa sobre la familia. Pérez Galdós deja muy en claro que, de no ser por ello, la hija sería igualmente fea o, cuando menos, desabrida: “No llamaba la atención por bonita ni por fea, y en un certamen de caras insignificantes se habría llevado el premio de honor. El cutis era malo, los ojos oscuros…”209. Asimismo, con ella el artista sí se atreve a hacer hincapié en un defecto muy 205 Ib., p. 17. 206 Pérez Galdós, Miau, pp. 57-58. 207 Ibidem, p. 118. 208 Este es un punto interesante para tomar en cuenta a lo largo del análisis. Hasta donde se sabe, según lo que puede apreciarse en las lecturas, de entre todos los personajes analizados en este trabajo, Abelarda es el de mayor edad durante el tiempo diegético presente. De María, por ejemplo, se sabe con certeza que tiene dieciséis primaveras (Pérez Galdós, Marianela, pp. 15 y 65), y de Carmen y Dolores que rondan los dieciocho abriles (Delgado, La Calandria, pp. 9 y 127); de Elena y Margarita, por medio de referencias, se insinúa que rebasan los quince y se acercan más a los veinte (Delgado, Los parientes ricos, pp. 15, 27, 40, 73, 82, 136, 220 y 268), mientras que de Florentina, a su vez, se intuye que ronda los mismos años (Pérez Galdós, Marianela, p. 76). Sin embargo, las hermanas Villaamil resultan un verdadero misterio, sobre todo si se considera que la novela maneja hechos acontecidos tanto en 1868 —el “pasado”, cuando Luisa todavía vive— como en 1878 —el “presente”, cuando ya está muerta—. Siguiendo la lógica y basándonos en los otros casos, podríamos deducir que, antaño, cuando ambas eran casaderas, ninguna alcanzaba la veintena —al menos no Abelarda, por ser cuatro años más joven (Pérez Galdós, Miau, p. 184)—; empero, sabiendo que ya ha pasado una década, la menor, inevitablemente, ya se encuentra cerca de los treinta —edad fatal para una mujer en pleno siglo XIX, pues ya podría considerarse más una “solterona” que una potencial novia—. Eso la convierte, por supuesto, en la mayor de las ocho actantes aquí estudiadas, y, por consiguiente, de la cual se espera más madurez. La pregunta ahora es ¿la edad cuenta como un factor “físico” que influya en su destino, tal como lo hacen otros rasgos (piel, cabello, ojos…) en la teoría determinista radical? 209 Pérez Galdós, Miau, p. 126. 79 particular de la muchacha: la apropiación de las imperfecciones ajenas —de sus gatunas parientas— que provoca un significativo desmerecimiento de su persona: …el conjunto bastante parecido a su madre y tía, formando con ellas cierta armonía, de la cual se derivaba el mote que les pusieron210. […] Si, considerada aisladamente, la similitud del cariz de la joven con el morro de un gato no era muy marcada, al juntarse con las otras dos parecía tomar de ellas ciertos rasgos fisiognómicos, que venían a ser como un sello de raza o familia, y entonces resultaban en el grupo las tres bocas chiquitas y relamidas, la unión entre el pico de la nariz y la boca por una raya indefinible, los ojos redondos y vivos, y la efusión característica del cabello, que era como si las tres hubieran estado rodando por el suelo en persecución de una bola de papel o de un ovillo.211 Abelarda lleva una cruz casi tan grande como la de María: lo más memorable de ella es lo “antiestético”, aunque en menor grado, pues logra pasar inadvertida con facilidad. Su existencia resulta casi nula a los ojos de los demás, ya que en lo absoluto recibe (¿merece?) la favorable atención —y apenas despierta el interés morboso que propicia la crítica— de quienes la rodean. Mientras tanto, Carmen, heroína de La Calandria, parece acomodarse a un esquema por completo diferente. No sólo no es fea, sino que se la describe como alguien bastante atractiva: La joven estaba hermosísima. […] [El] óvalo magnífico de su cara, rodeado por los pliegues del rebozo, tenía la palidez del marfil; sus rasgados ojos centelleaban de alegría; los rizos negros que caían sobre la frente hacían resaltar la blancura purísima de las mejillas, y al sonreír los graciosos y gruesos labios dejaban ver dos medios aros de perlas.212 A primera vista, si hay algo que se deja muy claro a lo largo de toda la novela es su encanto. Opuesta a los dos casos anteriores, causa reacciones positivas en quienes la admiran; los halagos la siguen adondequiera que va y su porte es apreciado hasta por aquellos que no la conocen213. Sin embargo, se puede empezar a sospechar que, en efecto, existe alguna “imperfección” considerable en su cuerpo conforme la lectura avanza, cuando Rafael Delgado, al enlistar sus cualidades, hace sospechoso hincapié tanto en la salud como, incluso, en la raza de la joven: 210 v. p. 91, infra. 211 Pérez Galdós, Miau, p. 126. 212 Delgado, La Calandria, pp. 45-46. 213 Ibidem, pp. 54-55 y 58. 80 Carmen también era bella. Florida juventud que sería espléndida, si aquella lozanía de la joven no fuera de la mujer linfática214 por herencia, que oculta el germen de incurable enfermedad. Hermoso talle: formas escultóricas que pregonaban sus hechizos a través de la falda; seno redondo y abultado; rostro dulcemente pálido; nariz respingadilla, de anchas y abiertas fosas; cabellos negros y quebrados, delatores de algunas gotitas de sangre líbica215, y sobre todo, cierta indolencia felina y cierta vibración del cuerpo rítmica y sensual. Tal era la Calandria, cuya hermosura aparecía ante Gabriel aquella noche, como nunca, incomparable, sublime.216 Ambos factores son intencionadamente ignorados por el escritor en un inicio para, después, escabullirse —y sobresalir— entre los cumplidos. ¿Por qué, si su intención es elogiarla, incluye estos dos rasgos de manera tan abrupta que el lector suspicaz podría interpretarlo como augurio o sentencia de un mal desconocido?; ¿existen intenciones ocultas en estas declaraciones? No es como la situación de Elena en Los parientes ricos, donde se tiene a bien informar desde un inicio los padecimientos y aflicciones que contrastan con su innegable belleza, los cuales, hasta cierto punto, consiguen opacarla y relegarla a un plano inferior, sencillo de ignorar: …la morena, de gran belleza, y en quien la juventud hacía alarde de todos sus dones y de su exuberante opulencia, era conducida por su hermana, ciega desde antes de cumplir quince años, a consecuencia de no sabemos qué enfermedad que la ciencia supo vencer en la niña, pero sin lograr que la luz volviera a las pupilas de ésta, inclinaba la frente al andar, y se encorvaba un poco, habituada a ir y venir en el interior de la casa, siempre a tientas y siempre apoyándose en las paredes o en los muebles. Brillaba en aquellos ojos fulgor mortecino, pero eran grandes, rasgados, límpidos; negras las pupilas; los párpados vivos y orlados de largas y levantadas pestañas. […] En la morena la belleza ardiente de una centifolia abierta por el rocío, al despuntar los albores de una mañana de mayo.217 Pese a la galanura propia de la moza, resulta sencillo para el resto de los personajes reducir su existencia a un solo aspecto: su ceguera; cuantos la conocen, incluida su propia familia, la limitan a un desperfecto secundario, originado por una infortunada enfermedad. Parece éste el mismo calvario por el cual pasan, cada día de su vida, Nela y Abelarda, pero un poco menos evidente. 214 De acuerdo con consultas médicas, esta mencionada condición “linfática” podría manifestarse en el físico de la joven mediante una palidez notoria y cierta delgadez que, eventualmente, cuando la enfermedad se encontrara más avanzada, podrían acompañarse de manchas rojas en la piel e hinchazón en brazos y piernas. 215 Adjetivo o pertenencia relativos a Libia, país situado al norte de África, y/o a sus habitantes. 216 Delgado, La Calandria, p. 99. 217 Delgado, Los parientes ricos, p. 15. 81 Las cuatro feas, en mayor o menos medida, han de soportar, en sus respectivas obras, la incesante crítica ajena, destructiva, sólo por no ajustarse al ideal de belleza femenino dictado por la sociedad de su época; la mayoría de las personas con las que se ven forzadas a convivir tienden a subestimarlas por uno o más de sus rasgos fenotípicos. La única que podría quedar exenta de semejante trato es Carmela (de La Calandria); no obstante, como se verá más adelante, esto no es del todo cierto, aun cuando no posee defectos tan manifiestos como las otras tres. Sin embargo, ninguna de ellas exterioriza una inconformidad por el trato que recibe hasta que sus relaciones amorosas son amenazadas: el riesgo de perder el interés de los hombres que aman provoca que presten atención a la conducta de los otros para con ellas; el temor de ver su relación destruida es el detonante para que se hagan conscientes de manera total de su físico poco atractivo. Así, María no da verdadera importancia a su cuerpo atrasado y debilucho hasta que su bien amado amo, el ciego Pablo Penáguilas, ante la posibilidad de recuperar la vista, comienza a mostrar interés por la definición de ‘lo bello’218 y, por consiguiente, por la apariencia de su fiel lazarillo, pues, guiado por el afable carácter de la joven219, se ha convencido a sí mismo de que el candor de sus acciones desinteresadas son una extensión de la galanura de Marianela220; según sus propias palabras: “no [hay] más que una sola belleza, y […] ésta [ha] de servir para todo”221, es decir, que, en su ingenuidad, el muchacho asume que el mundo se conforma sólo por extremos: lo primoroso y lo horroroso. La ceguera del personaje no radica sólo en la disfuncionalidad de sus ojos, sino también en la estrechez de su mente, que reduce la vida y los hechos a tan pocas posibilidades. 218 Pérez Galdós, Marianela, pp. 45-47. 219 v. pp. 109-111, infra. 220 Pérez Galdós, Marianela, pp. 45-46. 221 Ibidem, p. 46. 82 Dichas creencias no hacen más que poner en un predicamento a su pobre enamorada, ya que se ve dividida entre la ilusión romántica de un interés amoroso recíproco, basado en algo menos superficial, y el desengaño realista de una relación intoxicada por el contraste que hace su desagradable rostro con la elegancia varonil del mozalbete. Consciente como es del desagrado que provoca, los razonamientos y las palabras zalameras de su amo siembran en ella la duda de poder ser mucho más de lo que cree: “¡Linda yo! […] Pues ésa que veo en el estanque no es tan fea como dicen. Es que hay también muchos que no saben ver”222. Los votos de amor que suelta el mancebo la confunden; la pasión impresa en sus palabras, bastante deseada, le prometen días maravillosos que sólo puede soñar, pero no conseguir: Hemos de vivir juntos toda la vida. […] Chiquilla mía, juro por la idea de Dios que tengo dentro de mí, clara, patente, inmutable, que tú y yo no nos separaremos jamás por mi voluntad. Yo tendré ojos, Nela, tendré ojos para poder recrearme en tu celestial hermosura, y entonces me casaré contigo. Serás mi esposa querida…, serás la vida de mi vida, el recreo y el orgullo de mi alma. […] Y si Dios no quiere otorgarme ese don […], tampoco te separarás de mí, también serás mi mujer, a no ser que te repugne enlazarte con un ciego. No, no, chiquilla mía, no quiero imponerte yugo tan penoso. Encontrarás hombres de mérito que te amarán y que podrán hacerte feliz. Tu extraordinaria bondad, tus nobles prendas, tu belleza, han de cautivar los corazones y encender el más puro amor en cuanto te traten, asegurando un porvenir risueño. Yo te juro que te querré mientras viva, ciego o con vista, y que estoy dispuesto a jurarte delante de Dios un amor grande, insaciable, eterno.223 Pablo está enamorado y más que dispuesto a unir sus destinos… incluso ha jurado preferir no ver nunca la luz del día si con ello logra mantenerla a su lado224. La pregunta es: ¿realmente rinde tal devoción a su amiga, sin ninguna duda, o sólo a la idea preconcebida que tiene de ella? En el primer caso, Marianela vería su más grande ambición realizada; en el segundo, este mismo anhelo sería la causa de su ruina, ya que el objeto de su amor la prefiere por encima de todo debido a una mentira que él mismo se inventa. Siendo ésta una novela realista, no hay cabida para fantasías; el señorito Penáguilas le ha dejado muy en claro que aquello que lo atrae es la promesa de una cara 222 Ibid., p. 47. 223 Ib., pp. 55-56. 224 Ib., p. 57. 83 agradable225, y que su afecto depende en su totalidad de la supuesta posesión de hermosura de la joven: Para que los dos seamos uno solo me falta muy poco: no me falta más que verte y recrearme en tu belleza, con ese placer de la vista que no puedo comprender aún, pero que concibo de una manera vaga. Tengo la curiosidad del espíritu; la de los ojos me falta. Supóngola como una nueva manera del amor que te tengo. Yo estoy lleno de tu belleza; pero hay algo en ella que no me pertenece todavía.226 Muy en su interior, María conoce esta verdad. Entiende su situación cada que tiene oportunidad de ver su triste reflejo; no puede evitar examinarse con angustia y repetirse sus lastimeras conclusiones: “¡…qué feísima soy!”227. Claro que lo sabe; se reconoce como un ente inferior frente al resto de las mujeres y eso es motivo suficiente para que lamente su suerte228. Federico Carlos Sainz de Robles intenta explicar esta relación tan injusta y enfermiza para ambos personajes, pequeños egoístas románticos que prestan más atención a lo que desearían que fuera y no a lo que en verdad es: Para Pablo es axiomático que un alma grande y exquisita no puede albergarse más que en un barro carnal precioso. Por ello, para él, Marianela es un dechado de extremas perfecciones. La razón y el sentimiento juegan la mala pasada al noble muchacho. Si por algo desea él recobrar la vista es por comprobar que ella es lo más hermoso de la creación. Marianela, que se ha mirado miles de veces, con angustia, en los espejos naturales de los charcos y de los remansos, se desvive con un roe-roe imposible de curar. ¡Mientras Pablo no vea!... ¡Mientras Pablo no vea!... Es el anhelo de ella, cada día rezado con un trémolo de grandioso y natural egoísmo. Mientras Pablo no vea, será ella, siquiera para Pablo, que es su amor, bella sugestiva, maravillosa, única entre todas las mujeres.229 El uno no concibe la posibilidad de que las cosas sean distintas de como su propia lógica quiere verlas; la otra no soporta que exista el riesgo de que la única persona que se ha atrevido a conocerla deje de quererla por algo que no ha dependido de ella, sino del presunto descuido paterno230. Sus lamentaciones se centran en la preocupación por su fealdad, en su famoso soliloquio del capítulo 225 Ib., pp. 46-48, 52, 56-57 y 101. 226 Ib., pp. 54-55. 227 Ib., p. 49. 228 Ib., p. 88. 229 Sainz de Robles, op. cit., p. 702. 230 Pérez Galdós, Marianela, p. 17. 84 XIII, dedicado especialmente para que externe su melancolía mientras se refugia en la concha que conforman sus dos cestas: Madre de Dios y mía, ¿por qué no me hiciste hermosa? ¿Por qué cuando mi madre me tuvo no me miraste desde arriba?... Mientras más me miro más fea me encuentro. ¿Para qué estoy yo en el mundo?, ¿para qué sirvo?,¿a quién puede interesar? A uno solo, Señora y Madre mía, a uno solo que me quiere porque no me ve. ¿Qué será de mí cuando me vea y deje de quererme?... porque, ¿cómo es posible que me quiera viendo este cuerpo chico, esta figurilla de pájaro, esta tez pecosa, esta boca sin gracia, esta nariz picuda, este pelo descolorido, esta persona mía que no sirve sino para que todo el mundo le dé con el pie? ¿Quién es la Nela? Nadie. La Nela sólo es algo para el ciego. Si sus ojos nacen ahora y los vuelve a mí y me ve, me caigo muerta… […] Señora Madre mía, ya que vas a hacer el milagro de darle vista, hazme hermosa a mí o mátame, porque para nada estoy en el mundo. Yo no soy nada ni nadie más que para uno solo… ¿Siento yo que recobre la vista? No, eso no, eso no. Yo quiero que vea. Daré mis ojos por que él vea con los suyos; daré mi vida toda. […] Lo que no quiero es que mi amo me vea, no. Antes que consentir que me vea, ¡Madre mía!, me enterraré viva; me arrojaré al río… Sí, sí; que se trague la tierra mi fealdad.231 En este fragmento, no sólo le abre su corazón al lector y lo vuelve su confidente, sino que le revela el desenlace de la novela. Sin saberlo, la miserable Nela está firmando su propia carta funeraria. Caso parecido es el de la infeliz Abelarda (de Miau), pues también cae rendida ante los mimos y promesas del hombre que le interesa —Víctor Cadalso, el viudo de su difunta hermana, ni más ni menos—, aun cuando es mucho mayor que las otras féminas y, por consiguiente (se supondría), más sensata y suspicaz. La pasión rebasa de nuevo a la razón y desencadena una serie de eventos penosos que no auguran nada bueno para la señorita Villaamil. Tal como con el discurso de la protagonista en Marianela, Benito Pérez Galdós nos hace escuchar directamente la voz de la actante y, a través de ella, reitera su nulo atractivo. Claro, puede que Abelarda no sea “atroz” como Nela, pero siguen compartiendo la mala estrella de un irremediable y distintivo porte sin gracia que, a sus ojos, las hace poco merecedoras de afecto: “De cara…, ¡psh!, soy insignificante; de cuerpo, no digamos […]. Soy una calabaza con boca, ojos y manos. ¡Qué […] sosaina! ¿Para qué nací así?”232. Pese a que su situación es menos desfavorable, 231 Ibidem, pp. 87-88. 232 Pérez Galdós, Miau, p. 209. 85 deja que su congoja la domine, la arrastre a la desesperación. Puede mucho más su insana obsesión por la horrible simpleza de su cara —y la falta de amor a la que se cree condenada— que la realidad donde se desenvuelve: en el seno de una “buena” familia, en el compromiso con un buen hombre que la respeta…; su minusvalía pesa mucho más, inclusive, que su propia cordura233: «¡Qué fea soy, Dios mío; qué poco valgo! Más que fea, sosa, insignificante; no tengo ni un grano de sal. ¡Si al menos tuviera talento! Pero ni eso… ¿Cómo me ha de querer a mí, habiendo tanta mujer hermosa, y siendo él un hombre de mérito superior, de porvenir, elegante, guapo y con muchísimo entendimiento…? […] Ya no tengo amor propio. Se acabó todo, como el dinero de la familia…, si es que la familia ha tenido dinero alguna vez. […] ¡Vaya que soy desaborida y sin gracia! […]. Mis ojos no expresan nada; cuando más, expresan que estoy triste, pero sin decir por qué. […] Y tienen razón; el parecido con la boca de gato salta a la vista… La boca es lo peor; esta boca de esquina que tenemos las tres… […] La mía, tal cual, y cuando me río, no resulta maleja. Una idea se me ocurre: si yo me pintara, ¿valdría un poco más?»234 No obstante, Miau alberga razones que contrastan los temores de ambas marginadas galdosianas. Marianela pareciera tener todo el derecho de sentirse asustada; ella es una víctima accidental de los avances científicos de su época, pues son ellos los que la enfrentan a su realidad infortunada, y la exponen al severo e imparcial juicio de su amado, el cual, a su vez, es el detonante de su desgraciado fin235. Abelarda, por el contrario, se ve afectada por el sinsentido de sus propias fantasías pseudoincestuosas, fomentadas, en parte, sí, por Cadalso, quien, consciente de los deseos de su cuñada, aprovecha la situación a su favor. Todos los Villaamil —incluida la joven— están al tanto de los sucios juegos del viudo y lo desaprueban, a pesar de que éste es su pariente político; por esta razón, la situación no puede catalogarse como un (des)engaño ni, mucho menos, como un amorío idílico en el que ambos amantes anhelan estar juntos pero hay razones externas e injustas que los alejan sin justificación alguna. Ambos son, sin duda, amores imposibles para dichas mujeres; empero, los obstáculos que les impiden concretar las relaciones son distintos. 233 v. pp. 101-102 y 111-112, infra. 234 Pérez Galdós, Miau, pp. 231-232. 235 v. pp. 98-100, infra. 86 Con Carmen sucede algo curioso y único: de las cuatro, sólo ella sufre por dos relaciones; su atractivo propicia que dos hombres se interesen en ella: Gabriel, el humilde joven hijo de una de sus vecinas, y Alberto, un libertino señorito de buena cuna. Las circunstancias provocan un fatídico triángulo amoroso en el que la Calandria, brevemente cegada por la excelente posición social del uno, abandona todo cuanto tiene con el otro; arrepentida casi de inmediato, la muchacha busca la manera de reconciliarse con su verdadero amor y dejar atrás al lechuguino que no busca más que divertirse un rato. A diferencia de María y Abelarda, Carmela no se acompleja por su físico; al contrario, está muy segura de su belleza. Se siente tan confiada que jamás duda de tener en la palma de su mano al caballero de su elección; es más, de cuando en cuando, gusta de repetirse a sí misma una letanía: “dicen que no soy fea”236. Por desgracia, es esta soberbia la que, en primer lugar, la coloca en la encrucijada de recuperar a su antiguo novio y conservar su castidad, o ceder ante los galanteos del calavera y dejarse corromper por su liviandad. Parecería pertinente, entonces, recordar el “insignificante” defecto que se le atribuye a la joven; aquel pequeño toque exótico de sangre caliente y “enferma” que corre por sus venas237, en el que se había hecho hincapié, cobra, al fin, sentido: tal como las otras tres mujeres con las que se le ha asociado en este trabajo, porta la “carga” de mostrar una tez y una cabellera ajenas al prototipo “ideal” (la mujer rubia de piel blanca y límpida).Con esto en mente, no le costará un gran esfuerzo al lector deducir que Carmen, ya hermanada con ellas en el “pecado”, también lo estará en la “penitencia”. Empero, ya que su fortuna se prevé mejor por ser considerada “bonita” y, por lo tanto, agradable, Delgado es benévolo y, a diferencia de Pérez Galdós, no destruye (del todo) los 236 Delgado, La Calandria, p. 95. 237 v. pp. 79-80, supra. 87 sentimientos de la pareja: “¡Carmelita… vete! ¡No quiero volver a verte nunca! […] ¡Oye: si algún día te ves pobre, abandonada de todos, en la miseria, llámame, y yo iré […] a consolarte, a llorar contigo, y si tienes hijos… yo seré como un padre para ellos!”238. Además de la fidelidad por parte de Gabriel, también le otorga a su heroína libre albedrío239 para decidir ella misma su propio destino: la muerte, sí, pero por suicido: El joven, trémulo, erizado el cabello, mudo por el espanto, contempló a la que fue la más dulce esperanza de su vida, a la que tanto amó, a la que murió pensando en él, pidiéndole perdón […]. — […] Yo creo que se envenenó, como la muchacha ésa del periódico… En la mesa había una taza con café y una botella de aguardiente, y en el suelo…240 Elena (de Los parientes ricos), por otra parte, vive su propio infierno al enamorarse del único que osó fijarse en ella: su primo Juan Collantes y Aguayo. Siendo ignorada o compadecida toda su vida debido a su condición, ningún hombre jamás se había planteado cortejarla; incluso cuando su hermosura es notable, se le ignora porque la compasión (¿lástima?) que el mundo siente por ella es mayor: “¡Qué linda es! […] ¡Pobre niña! ¡No comprende su desgracia!”241. ¿Cómo, entonces, la pobre niña no iba a acabar prendada del lisonjero que sólo busca divertirse con ella un rato?; la retórica tan melosa del lagartijo aporta bastante al enamoramiento: …ámame, Elenita, como yo te amo. ¡Eres adorable! Lo que con otros fuera en ti motivo para despertar melancolía y dulce amistad es para mí fuente de amor profundo, de pasión inmensa… Si pudieras verme, leerías en mi faz pálida que te amo con toda el alma. […] ¿[Quieres […] que ame la tranquilidad de la vida doméstica, que huya de mis amigos, fiestas y cacerías? ¿Quieres tenerme siempre a tu lado? ¡Pues… di que me amas!242 Naturalmente, Lena, quien —tal como razona su madre243— en su vida ha recibido atención o escuchado palabras semejantes por parte de un hombre, se entrega a él sin ningún cuestionamiento 238 Delgado, La Calandria, p. 124. 239 v. p. 8-9, supra. 240 Delgado, La Calandria, p. 212. 241 Delgado, Los parientes ricos, p. 170. 242 Ibidem, pp. 188-189. 243 Ibid., p. 235-236. 88 y encuentra en sus libertinos brazos la promesa de una felicidad que se cree incapaz de alcanzar sola. La excitación de creerse deseada por primera vez impide que piense con claridad y entienda razones. Tal como Abelarda con Víctor, la mexicana, embriagada por el falso afecto, se opone a cuantos tratan de hacerle notar que ese romance no la conducirá a un futuro favorable: “¿No me basta con la desgracia de ser ciega? ¿Todavía se quiere que cierre yo mi corazón a un noble y sincero afecto?”244. Ambas son la prueba de que alguien que nunca ha conocido el amor puede caer con facilidad en la trampa apenas recibe un poco de atención por parte de una persona que no ha hecho (casi) nada por merecer un trato especial, salvo ser atractivo y carismático, y saber mentir y aprovecharse de la ingenuidad ajena: No hay en Juan la alteza de carácter y el profundo sentido moral que fueran del caso para que ese mozo uniera su destino a una joven bella, bellísima, porque mi hija lo es, pero incapaz, por su ceguera, de brillar y lucir. ¡Cuánta abnegación necesita un hombre para hacer la compañera de su vida, y la madre de sus hijos a una ciega! […] Elena ama a Juan. Creo, como lo afirma mi hija, que Juan no le ha dicho aún ni una sola palabra amorosa… pero lo que hasta hoy no ha dicho lo dirá mañana, o habrá boda, y la niña llorará bien pronto tristes desengaños.245 Empero, en Los parientes ricos, no hay un final tan “terrible” —relativamente hablando— para el personaje como los de las otras novelas. Antes de que concluya, Elena se da cuenta de los embustes de su primo y desecha todos sus sentimientos por él de manera definitiva; sin embargo, su estrella continúa sin favorecerla, pues los actos cometidos bajo los efectos de la pasión tienen consecuencias. ¿Por qué, si la muchacha ha entrado en razón y ya no está enamorada de un mal hombre, no mejora su suerte?; tal vez por lo mismo que no hay salvación para Carmen cuando recapacita y rechaza al rico por amor al pobre. 244 Ib., p. 234. 245 Ib., pp. 235-236. 89 Estas mujeres, sabiéndose con “defectos” físicos —los cuales, casi siempre, son uno de los impedimentos principales para que la relación amorosa madure—, se aferran a la persona que creen excepcional por amarlas —o “amarlas”— y, ya que la han perdido, llega su ruina. Para que esto suceda, hay una segunda figura femenina —en ocasiones, aparece incluso una tercera, aunque de menor importancia— con la cual ellas mismas se comparan continuamente; a lo largo de la trama, dichas jóvenes se revelan como “rivales” de amores —presentes o pasados— y/o como antítesis —por vivir situaciones opuestas—. Dentro de esta otra categoría de actantes, el grupo de las bellas, se distinguen también cuatro féminas. Éstas, aunque su papel sea menos importante, logran destacar tanto —o más— que las denominadas feas. La primera, por supuesto, es Florentina, quien desentona con la infeliz Nela desde su encuentro inicial. Todo cuanto prometía la protagonista se concreta, por fin, en la silueta de la forastera; ese encanto idílico que la chiquilla posee sólo en espíritu, al fin encuentra una materialización que, según el narrador, roza en lo divino: Era, sí, la auténtica imagen de aquella escogida doncella de Nazareth, cuya perfección moral han tratado de expresar por medio de la forma pictórica los artistas de dieciocho siglos […]. [Era], según el modo rafaelesco, sobresaliente entre todos si se atiende a que en él la perfección de la belleza humana se acerca más que ningún otro recurso artístico a la expresión de la divinidad. El óvalo de su cara era menos angosto que el del tipo sevillano, ofreciendo la graciosa redondez del itálico. Sus ojos, de admirables proporciones, eran la misma serenidad unida a la gracia, a la armonía, con un mirar tan distinto de la frialdad como del extremado relampagueo de los ojos andaluces246. Sus cejas eran delicada hechura del más fino pincel, y trazaban un arco sutil. En su frente no se concebía el ceño del enfado ni las sombras de la tristeza, y sus labios, un poco gruesos, dejaban ver, al sonreír, los más preciosos dientes que han mordido manzana del Paraíso. […] [Su] tez era de ese color rosa tostado […] que forma como un rubor delicioso en el rostro de aquellas divinas imágenes, ante las cuales se extasían lo mismo los siglos devotos que los impíos.247 No es necesario enfatizar la euforia y la admiración con las que la moza es descrita, pues se notan de inmediato. La beldad de la rubia es tal que hasta se afirma que la pobre Mariquilla “a su lado 246 Según los estereotipos, el andaluz es moreno, de cabello obscuro y ojos marrones; es decir, al afirmar que Florentina posee ojos “distintos” a los andaluces, podría estarse afirmando que el color de los suyos es de una tonalidad clara. 247 Pérez Galdós, Marianela, pp. 91-92. 90 parecía expresamente hecha por la Naturaleza para hacer resaltar más la perfección y magistral belleza de algunas de sus obras”248. Con buena disposición, todos prodigan a la señorita Penáguilas singular deferencia. Su innegable belleza la vuelve una persona grata para los habitantes del pueblo minero aun sin conocerla; no necesitan hacerlo. ¿Por qué será que con aquella a quien han visto desde niña no pueden tener el mismo comportamiento afable? El único que siente ligera antipatía por Florentina es su primo249, quien, hasta este punto, se ha mostrado leal a sus votos con María: Ya sé por qué lloras […]. Mi padre no se empeñará en imponerme lo que es contrario a mi voluntad. Para mí no hay más mujer que tú en el mundo. Cuando mis ojos vean, si ven, no habrá para ellos otra hermosura más que la tuya celestial; todo lo demás serán sombras y cosas lejanas que no fijarán mi atención. […] ¿Puedes dejar tú de ser para mí el más hermoso, el más amado, de todos los seres de la tierra, cuando yo me haga dueño de los dominios de la forma?250 No obstante, ya es bien sabida la causa por la que éste prefiere, de momento, a su pequeño lazarillo251. Su motivo para elegirlo por encima de la otra es que no las ha visto; sólo ha charlado con ellas y su elección es muy clara: contrario a los deseos de su padre, él elige a su amiga. Incluso para el lector podría ser sencillo empatizar con Florentina y quedar prendado de ella por la facha que Benito Pérez Galdós le otorga. Teniendo mucho menos importancia en la historia que la protagonista, se trata de un personaje bastante recordado y valorado, más que nada, claro, por su rostro todopoderoso, capaz de conquistar a cualquiera apenas pose su mirada en ella252. El limitado desarrollo literario de la “rival” se repite —y se potencia— en Miau y La Calandria. De Luisa, por ejemplo, se sabe poco. Gracias al narrador, se conoce que ha muerto diez años antes de que la historia comience —por lo cual resulta complicado darle un papel protagónico 248 Ibidem, p. 95. 249 Ibid., p. 100. 250 Ib., p. 101. 251 v. pp. 81-83, supra. 252 v. pp. 94-97, infra. 91 en la misma—, pero, conforme la novela avanza, se brinda una mínima reconstrucción de su físico, la cual indica que su faz era lo suficientemente dispar con la de su hermana como para tener un mayor éxito con los caballeros: Contaba Luisa cuatro años más que su hermana Abelarda, y era algo menos insignificante que ella. Ninguna de las dos se podía llamar bonita; pero la mayor tenía en su mirada algo de ángel, un poco más de gracia, la boca más fresca, el cuello y los hombros más llenos, y, por fin, la aventajaba ligeramente en la voz, acento y manera de expresarse.253 Pero ¿basta esto para que el lector la considere dentro del segundo grupo de muchachas y no del primero, sobre todo teniendo en consideración los antecedentes fenotípicos que pesan sobre las féminas de su familia?; si hay algo que ha quedado bastante claro a lo largo de la novela es que todas presentan facciones que las vuelven (casi) idénticas a los felinos. La respuesta aparece en el ya citado monólogo de Abelarda del capítulo 18, cuando hace el recuento de los defectos que propician el mote “Miau” para las Villaamil, y remata con: “La boca es lo peor; esta boca de esquina que tenemos las tres…”254, ya que sólo cuenta, además de a sí misma, a su madre y a su tía, con lo cual da a entender que Luisa no compartía con ellas ningún rasgo desagradable. Pérez Galdós recurre con frecuencia a la boca —facción donde se nota con mayor intensidad la animalización255— y a partir de ella hace el contraste para dejar en claro que la difunta posee una apariencia más humana y, por consiguiente, “bella”. Se relata, asimismo, que la esposa de Cadalso muere en plena juventud256, cuando era fresca. con lo cual le llevaría aún mayor ventaja a su hermana para portar la etiqueta de “agraciada”. De Dolores (de La Calandria) también se sabe apenas lo justo para reconocerla como la más atractiva de las hijas de Eduardo Ortiz. Así como sucede con las galdosianas, apenas participa, y la única vez que lo hace acapara toda la atención y los elogios; el pérfido de Alberto Rosas y su 253 Pérez Galdós, Miau, p. 184. 254 Ibidem, p. 232. 255 v. p. 60, supra. 256 Pérez Galdós, Miau, p. 155. 92 amigo Pepe Muérdago dejan de atender la presencia de Carmen para centrarse en alguien más “digno”. Para Lola sólo se escuchan cumplidos (“elegante”, “graciosa”, “bella”, “hermosa”, “gallarda”257...); muchos más de lo que su media hermana obtiene en toda la novela258. Además, los jóvenes no son los únicos en preferir los encantos de Lolita: su mismísimo padre admite: “…al lado de la señorita, Carmen aparecería siempre como una criada…”259, dando a entender que la hermosura de una siempre opacará la de la otra. Si se piensa con detenimiento, es curioso que así sea, pues ambas muchachas son bastante parecidas tanto en el rostro como en el porte; existe, en realidad, una sola diferencia fenotípica notable entre ellas: Loló es rubia y Carmela no260. ¿Cómo puede ser que un mero atributo haga la diferencia en la percepción que tiene el mundo sobre ellas?, ¿por qué todos parecen preferir a la de cabellos claros por encima de la que los tiene oscuros? Lo referente a Margarita (de Los parientes ricos) se conoce mucho más por obvias razones: así como Elena, ella es la protagonista de su propia historia. De la misma manera que hace con su hermana, Delgado la introduce, primero que nada, desde lo físico; sin embargo, con este nuevo personaje se permite ofrecer una serie de elogios metafóricos iniciales, con una intención similar a la de Benito Pérez Galdós cuando describe a Florentina: la de exaltar la belleza de una sola mujer frente a cualquier otra a lo largo de la novela: En […] la gentil Margarita, había la soberbia altivez de una estatua griega. Pálida, con palideces de lirio, de púrpura los labios, de flor de lino las pupilas, había en ella cierta suprema majestad de princesa. Parecía una piadosa Antígona […]. En la rubia toda la dulce y regocijada hermosura de la azucena…261 257 Delgado, La Calandria, pp. 8, 36, 57, 95, 106 y 206. 258 Esto si se toma en cuenta que Carmen es la heroína, aparece en (casi) toda la historia y no siempre recibe halagos —aun cuando lo hace, éstos suelen ser opacados por uno o más factores negativos—, en tanto que Dolores tiene una relevancia menor en la trama, actúa muy poco, y, sin embargo, se la adula cada que se hace mención de ella. 259 Delgado, La Calandria, p. 126. 260 Ibidem, p. 55. 261 Delgado, Los parientes ricos, p. 15. 93 Pero aquella referencia no es suficiente. El autor quiere (¿necesita?) que al lector le quede perfectamente claro que la muchacha posee virtud, hermosura, gracia y juventud sin iguales; se esfuerza bastante en dar santo y seña de su apariencia, en explicar aquello que la vuelve tan atractiva —incluso irresistible— para cuantos gozan de verla. Por lo tanto, en el sexto capítulo ofrece detalles más concretos y objetivos sobre su persona: La joven, desbordante de juventud y de gracia, alta, esbelta y graciosa, rubia la cabellera como haz de trigo maduro, azules los ojos, de carmín los labios, dulce la sonrisa, delgada la cintura, donairoso el andar, era, al decir de muchas gentes, verdadero retrato de su abuela materna, y más que de ésta, de una hermana de don Ramón, muerta en la flor de la vida. Efectivamente, en la blonda y simpática señorita perduraban, como una herencia de familia, la hermosura y rasgos típicos y fisonómicos comunes de todas las hembras de su linaje paterno. En Pluviosilla y en Villaverde, desde antaño, es proverbial este dicho: “las Collantes: hermosas las de ahora e iguales a las de antes”.262 Cabe destacar dentro del fragmento ese último párrafo que explica esa fisonomía “ideal” de las mujeres de la familia que se remonta a generaciones y que la joven ha heredado. Evidentemente, ella es la única de las hijas del matrimonio que ha perpetuado el canon estético; la otra ha “fracasado”. Con esta aclaración, justo después de describirla, el autor se encarga de reiterar su preferencia por Margot, pues no sólo le reconoce el atractivo de origen ancestral, sino que también está excluyendo a Lena, puesto que de ella no dice nada parecido; en realidad, es al contrario, ya que siempre acaba por reducirla a su invidencia263. Desde luego, alguien con tales características no puede pasar desapercibida. Al igual que Florentina y Dolores —incluso que Carmen—, Margarita es capaz de ganarse a las personas una vez que llama su atención y han posado sus ojos en ella; más de uno ha apreciado tan agradable vista264. De hecho, hay alguien en particular que queda prendado de ella: Alfonso, el melancólico hermano menor de Juan. Los afrancesados primos, atraídos por la belleza de las muchachas, las 262 Ibidem, p. 33. 263 v. p. 80, supra. 264 Delgado, Los parientes ricos, p. 69. 94 cortejan casi de inmediato; empero, contrario al mayor, el segundo Collantes y Aguayo se da a la tarea de conocer a la dama deseada, de la cual termina enamorándose, mientras que el primero jamás se interesa de forma sincera por su “amada”. Sí, es cierto. En un inicio, Alfonso gusta de Margot porque la considera bonita, pero, con el tiempo, esta mera atracción física trasciende y da pie para que se desarrolle una relación más sólida basada en algo mucho más fuerte que la excitación fugaz265. En este sentido, Margarita es quien lleva la ventaja por sobre todas las féminas analizadas, tanto de su lado de la balanza (las bellas) como del contrario (las feas), ya que su físico es sólo el detonante, mas no el objetivo —ni el motivo— de la relación amorosa; en cuanto a cuestiones de pareja se refiere, es quien más gana, pues el cariño que el mancebo siente es desinteresado y se debe a todo cuanto ella es, no a cómo luce. Caso contrario, por ejemplo, es el de la dama de Penáguilas (de Marianela), cuyo vínculo con Pablo radica nada más que en la ya citada obsesión del muchacho por el atractivo y su asociación con lo absoluto266. Ni bien se encuentra ante una mujer que la sociedad le dice que es “hermosa”267, pasa de página y se olvida de su “amor” por la huérfana; lo único que le importa es 265 Ibidem, p. 223. 266 v. pp. 81-83, supra. 267 Este punto en particular es una excelente puerta para la polémica y para invitar a un debate. ¿Cómo el joven Pablo Penáguilas, siendo ciego la mayor parte de su vida, sabe con tal exactitud lo que es “hermoso” y lo que es “atroz”, si nunca lo ha visto? Por supuesto, todos a su alrededor se han encargado de aleccionarlo respecto a estas cuestiones estéticas —la propia Nela ha contribuido a ello—; sin embargo, ¿qué tan listo (o qué tan influenciable) ha debido resultar el señorito para poder clasificar los elementos que le rodean con semejante presteza al tomar como única base tan prejuiciosa y radical instrucción sobre lo “bello” y lo “feo” apenas se torna capaz de distinguir las formas por primera vez en su corta vida? ¿No debería, entonces, haber ahí una brecha, otro camino más esperanzador, dentro de la narración que, en lugar de sentenciar a muerte a Marianela, permitiera la reivindicación y/o la revaloración estética definitiva de su persona y de su atractivo debido al simple hecho de que, se supone, sería por fin apreciada por unos ojos puros, “no-contaminados” por los estereotipos impuestos?¿Es acaso su propia comunidad quien lo adoctrina apenas obtiene la vista para aceptar y admirar sólo ciertos rasgos?; si así fuera el caso, ¿sería un reflejo del entorno en el que Benito Pérez Galdós tuvo que desenvolverse? Entonces, ¿quién es el que habla y por quién lo hace?, ¿es el autor documentando sólo sus gustos personales?, ¿es la sociedad etiquetando tajantemente una cuestión de matices?, ¿es una crítica o una aprobación al cerrado canon de belleza occidental preestablecido en el siglo XIX?, ¿o sólo es una realidad inamovible, presentada desde los tiempos de Platón, que propone que la “belleza” se reconoce de forma innata con el espíritu y no con los cinco sentidos convencionales? 95 perpetuar su vana necedad de deleitar un sentido, hasta entonces prescindible, justificándolo con un supuesto amor por la “realidad” (¿su realidad?)268. Los apasionados discursos del enamorado rayan en la cursilería porque siempre vuelve al mismo punto: elogiar la galanura de la rubia y repetirlo de tantas maneras como le sea posible269. ¡Qué fácil para él olvidarse de su única amiga y amante una vez que le ha encontrado un lindo reemplazo al cual prometerle un lecho nupcial!; y también qué fácil para todos seguir su ejemplo y marginar a la heroína cuyo nombre bautiza la obra, y mejor dirigir la atención a un personaje secundario que destaca más por su físico que por sus acciones. ¿Qué mayor evidencia de la superficialidad del Hombre, si no ésta, donde la hermosura física conquista más corazones que cualquier otra cualidad en una fémina?; todos en Socartes prefieren a la “extranjera” con la cual apenas han tenido trato sólo por ser “bella”, pero menosprecian y sobajan a su vecina de toda la vida por culpa de su infortunado aspecto. En resumen, estas cuatro señoritas (Florentina, Luisa, Dolores y Margarita) tienen una apariencia más aceptable en comparación con las otras, y es debido a este encanto que sus oportunidades de vida son privilegiadas en aquella época; ninguna tiene problema para encontrar marido o novio ni mucho menos para atraer pretendientes. Cosa que no pasa —o al menos no de forma tan ideal— con los primeros personajes analizados. En esta diferencia radica parte del nudo de las historias, ya que es inevitable que, una vez que las feas se han concienciado de su situación270, descubran la injusticia a la que se ven expuestas por no ajustarse a las expectativas —masculinas, familiares, comunitarias…—. Por ello, sabiéndose menos agraciadas que sus contrapartes, resulta lógico que, eventualmente, hagan una comparación en la que se vean desairadas ante la presencia de las otras. 268 Pérez Galdós, Marianela, p. 135. 269 Ibidem, pp. 131-137. 270 v. pp. 81-89, supra. 96 ¿Cómo no sentir el dolor de Marianela cuando sabe que ya no existe ninguna oportunidad de estar con su amo porque éste se ha deslumbrado con el rostro de su prima?; imposible no hacerlo después de leer su triste lamento por el amor que se ha ido hacia otros brazos para no volver jamás: “¡La Nela no se dejará ver! […] Porque es muy fea… Se puede querer a la hija de la Canela cuando se tienen los ojos cerrados; pero cuando se abren los ojos y se ve a la señorita Florentina, no se puede querer a la pobre y enana Marianela”271. No es un secreto para nadie que la joven tiene bases para hacer semejante acusación, pues desprecio es lo único que le han demostrado —más que de costumbre— desde que la blonda pisa las minas por primera vez. Pablo no tiene empacho alguno para demostrar su más reciente preferencia; desde su primer encuentro con la rubia, tras obtener la visión, hay señales claras de la transferencia de sus afectos. Una de las primeras es el uso del mismo cumplido para dirigirse a ambas, con el cual las compara con un elemento divino (los ángeles); en un inicio, era María la única digna de semejante halago272, pero, al poco tiempo, es Florentina quien lo recibe, tanto de parte de su primo273 como de su infortunada predecesora, durante uno de sus más lastimeros diálogos, donde reitera, con un poco más de detalle, la abismal diferencia entre ambas: Es un bien que él haya sanado de sus ojos… Yo me digo a mí misma que es un bien…, pero después de esto yo debo quitarme de en medio… porque él verá a la señorita Florentina y la comparará conmigo…, y la señorita Florentina es como los ángeles, porque yo… Compararme con ella es como si un pedazo de espejo roto se comparara con el Sol… ¿Para qué sirvo yo? ¿Para qué nací?... ¡Dios se equivocó! Hízome una cara fea, un cuerpecillo chico y un corazón muy grande. ¿De qué me sirve este corazón grandísimo? De tormento, nada más.274 Otra de las pruebas radica en la extraordinaria afirmación que el ciego hace a lo largo de la historia: para él, la máxima demostración de amor que podría dar a su amada (antes Nela, después 271 Pérez Galdós, Marianela, p. 124. 272 Ibidem, p. 47. 273 Ibid., pp. 132, 134 y 146. 274 Ib., p. 126. 97 la Penáguilas) es renunciar al sentido de la vista, que tanto ha deseado a cambio del tiempo juntos. Así, el impulsivo voto amoroso que le promete a la prima en el vigésimo primer capítulo —“…no me importa quedarme ciego otra vez después de haberte visto”275— bien puede pasar por un recalco del que le hizo a la huérfana en el octavo —“…si me dan a escoger entre no ver y perderte, prefiero […] no ver…”276—. Salvo por el contexto en el que éstos se sitúan, podría pensarse que son las mismas palabras; en realidad, lo único que cambia es el incentivo que tiene Pablo para soltar el cumplido: en tanto que el detonante para halagar a Florentina es la mera excitación que provoca su beldad recién descubierta, con Marianela parece algo más profundo, pues surge espontáneamente de él, sin la necesidad de verla, a causa de la dulzura del carácter que ella demuestra a lo largo de toda la historia277. Abelarda (de Miau), por su parte, también manifiesta desesperación al saberse a la sombra de, no una, sino dos rivales: su difunta hermana Luisa (antigua esposa de Cadalso) y una rica desconocida (actual amante del susodicho). Con la primera muestra cierta moderación respecto a los celos por el simple hecho de que lleva años muerta y la única amenaza que representa para ella es por el recuerdo de su existencia; no obstante, tiene ciertos momentos de vacilación en los que se permite envidiarla278. Con la segunda denota más su inseguridad a causa de su imaginación; desde luego, llega a la conclusión de que su cuñado sólo podría relacionarse con alguien de adorable presencia —“…se la figuraba hermosota, muy chic […]. «¡Qué guapa debe de ser!…»”279—. Una vez más, Benito Pérez Galdós orilla a su personaje a reducirse a sí misma ante otras mujeres por las meras cuestiones fenotípicas, a tal punto de sentirse indigna del amor de un hombre. 275 Ib., p. 145. 276 Ib., p. 57. 277 v. pp. 109-111, infra. 278 Pérez Galdós, Miau, p. 232. 279 Ibidem, p. 315. 98 Al contrario de las féminas galdosianas, las de Delgado no enfrentan un conflicto tan grande, pues, pese a que sí hay un instante de comparación entre las del primer grupo y otras que las aventajan en belleza, no es ésta su principal preocupación. Cuando Carmen observa las diferencias que tiene con su media hermana, señala la obviedad de que, en cuanto al físico, no tienen nada que envidiarse, ya que ambas son guapas280; asimismo, jamás se ve intimidada por la nueva amante de Rosas —“…la Curra, una española muy bonita…”281—, pues ésta, para fines prácticos, es muy similar a Dolores y a ella misma, y el catrín no le interesa lo suficiente como para celarle. Por otra parte, Elena sí llega a resentir las atenciones de Juan hacia su amiga Concepción Mijares —a quien, en más de una ocasión, juzgan como agraciada282—; en un inicio, por amor verdadero, pero al final sólo es por el impacto de los fatídicos resultados de esa antigua relación. Pasado este punto de “enfrentamiento” con las “rivales” en todas las historias, llega la ruina máxima de las mujeres del primer grupo, pues para ellas ya no queda nada a lo cual aferrarse para alcanzar un mejor destino que el que les aguarda por sus propios factores determinantes. Una vez que han sido sustituidas —o que se consideran así— por alguien más atractiva, su fin trágico ya es inevitable, y éste se presenta como premonición cuando las actantes se refieren a su apariencia. María, luego de expresar que prefiere la muerte por encima de la mirada y el consecuente rechazo de su amigo283, predice el desenlace de sus días. Sus peores temores se concretan apenas Florentina le comunica el proceder del señorito Penáguilas después del éxito de la cirugía: Los dos te querremos mucho, porque él y yo seremos como uno solo… Deseaba verte. Figúrate si tendrá curiosidad quien nunca ha visto…; pero no creas…, como tiene tanto entendimiento y una imaginación que, según parece, le han anticipado ciertas ideas que no poseen comúnmente los ciegos, desde el primer instante supo distinguir las cosas feas de las bonitas. Un pedazo de lacre encarnado le [agradó] mucho, y un pedazo de carbón le pareció horrible. Admiró la hermosura del cielo, y se estremeció con repugnancia al ver una rana. Todo lo que es bello le produce un entusiasmo que parece delirio; todo lo que es feo 280 Delgado, La Calandria, p. 95. 281 Ibidem, p. 210. 282 Delgado, Los parientes ricos, pp. 110, 220, 256, 314, 322, 337 y 339. 283 Pérez Galdós, Marianela, pp. 87-88. 99 le causa horror y se pone a temblar como cuando tenemos mucho miedo. Yo no debía parecerle mal, porque exclamó al verme: “¡Ay, prima mía, qué hermosa eres! ¡Bendito sea Dios, que me ha dado esta luz con que ahora te siento!”284 Por supuesto, ahora existe una única salida para la huérfana, de acuerdo con los términos que ella misma estableció en su monólogo dedicado a la Virgen; la primera de las condiciones se ha cumplido: Pablo ya puede ver, así que no falta mucho tiempo para que la segunda también se consume. Ésta, en efecto, llega al verse forzada la pobre Nela a enfrentarlo cara a cara, para atestiguar la más cruda verdad, la única capaz de destrozarla por completo. Sus palabras desmedidas, extremistas y poco sensibles son la primera puñalada que el joven le da sin tiento y/o remordimiento de faltar a su palabra de (supuesto) caballero, porque prefiere la adulación a una belleza materializada por encima de la existencia de una incorpórea: ¡Prima…por Dios!... […], ¿por qué eres tú tan bonita?... […] Florentina, yo creí que no podría quererte: creí posible querer a otra más que a ti… ¡Qué necedad! Gracias a Dios que hay lógica en mis afectos… Mi padre, a quien he confesado mis errores, me ha dicho que yo amaba a un monstruo… Ahora puedo decir que idolatro a un ángel. El estúpido ciego ha visto ya, y al fin presta homenaje a una verdadera hermosura… […] Te estoy viendo, y no deseo más que poder cogerte y encerrarte dentro de mi corazón, abrazándote y apretándose contra mi pecho… fuerte, muy fuerte.285 El destino se cumple en su totalidad una vez que el título del vigésimo primer capítulo (“Los ojos matan”) cobra sentido: María morirá en cuanto Pablo la mire. Como perfecto recurso para relatar el inminente proceso en el que la heroína se va marchitando, el autor decide centrarse en su ya maltrecho cuerpo; los rasgos que antaño describió con compasión y cariño se han esfumado, para, ahora sí, dar paso a la monstruosidad que todos pregonaban. Por fin, su propio augurio la alcanza y su carne, apenas viva, demuestra el espanto al que se ha visto sometida siempre: [Pablo] [observaba] las mantas, entre ellas un rostro cadavérico, de aspecto muy desagradable. En efecto: parecía que la nariz de la Nela se había hecho más picuda, sus ojos más chicos, su boca más insignificante, su tez más pecosa, sus cabellos más ralos, su frente más angosta. Con los ojos cerrados, el aliento fatigoso, entreabiertos los cárdenos labios, hallábase al parecer la infeliz en la postrera agonía inevitable de la muerte. […] La Nela 284 Ibidem, p. 110-111. 285 Ibid., pp. 146-147. 100 movió los ojos y los fijó en su amo. Creyóse Pablo mirado desde el fondo de un sepulcro: tanta era la tristeza y el dolor que en aquella mirada había. Después la Nela sacó de entre las mantas una mano flaca, morena y áspera, y tomó la mano del señorito de Penáguilas…286 El “rostro cadavérico”, por supuesto, no es más que el paso previo para lo inevitable. Si ya desde antes parecía un reflejo de su propia vida —sin gracia, pero llevadera—, ahora, su extremada fealdad podría ser un indicio de que las cosas para ella se pondrán peores; la manera en la que muere después del párrafo anterior, por ejemplo, es tan rauda y cruda que el mismísimo Golfín la califica como un asesinato —“el horrendo desplome de las ilusiones, […] el brusco golpe de la realidad, de esa niveladora implacable que se ha interpuesto al fin entre esos dos nobles seres[,] […] la realidad pura, la desaparición súbita de un mundo de ilusiones”287—. En tanto esto ocurre, la blonda contrasta con Nela más que nunca, pues, aun con la situación delicada, la otra sigue arreglándoselas para robarle el foco a la heroína sólo por “bonita”. En esta última escena juntas, sobre todo, da la impresión de que con cada nuevo defecto que ha ganado María, Florentina ha sido sublimada; el narrador logra que nada en su persona pase por desagradable: Bañábala la risueña luz del sol, coloreando espléndidamente su costado izquierdo y dando a su hermosa tez […] un tono encantador. Brillaba entonces su belleza como personificación hechicera de la misma luz. Su cabello en desorden, su vestido suelto, llevaban al último grado la elegancia natural de la gentil doncella, cuya actitud, casta y noble, superaba a las más perfectas concepciones del arte.288 Estas divinizaciones y alabanzas a la joven también anuncian el futuro que le espera, pues en una de ellas Pablo anuncia gustoso la aceptación de un compromiso con la prima289, mismo que, según se sabe en el último capítulo, se alcanza satisfactoriamente y permite para la pareja un final próspero —“ideal”— para los estándares de la época290. 286 Ib., pp. 147-148. 287 Ib., pp. 150-151. 288 Ib., p. 145. 289 Ib., p. 147. 290 Ib., p. 154. 101 Que el escritor insista tanto en este detalle de ambas féminas parece tener una intención más allá de provocar un impacto estético imborrable. Si todo lo que se escribe se hace con una conciencia plena, entonces, hemos de suponer que no se trata de una mera coincidencia que la existencia de Marianela se vaya marchitando casi a la par de su cuerpo (con una ligera demora) mientras que la de Florentina florezca con cada halago; por cómo está narrado, lo más probable es que exista una relación entre ambos elementos y que Benito Pérez Galdós cree este paralelismo para llamar la atención del lector y hacerlo consciente de algo específico. En ese mismo desenlace, por ejemplo, una vez muerta María, no vuelve a mencionarse la belleza de Florentina. El respaldo para esta afirmación está en Miau, donde el fenómeno se repite. ¿Cómo, si la difunta es Luisa y no Abelarda? Sí, es cierto, la primera muere mucho antes de que se inicien los hechos narrados; sin embargo, hay que recordar que lo hace “a tiempo”: es joven y hermosa, está casada con un “buen” hombre que “la ama”, tiene un hijo, y su familia la quiere291. En cambio, aunque la segunda vive, carece, en gran parte, de estos “privilegios”: ya es mayor y no posee ningún atractivo; está comprometida indefinidamente con un hombre casi tan insulso como ella y a quien no aprecia, y el único que parece valorarla y preocuparse en verdad es su sobrino Luisito, pues sólo él resiente sus cambios a raíz de la llegada de Cadalso. Luisa, aunque ya está muerta, en vida cumplió con éxito el cometido que se esperaba de ella como mujer292, además de que, incluso en el “presente” diegético, sigue siendo extrañada; Abelarda, por el contrario, sigue viva, pero ha perdido la cordura tras descubrir que sólo la han usado y engañado293. La verdad siempre estuvo latente: Víctor no la ama, no lo ha hecho nunca ni lo hará —ni siquiera como, se supone, lo hizo con su hermana, a quien desposó y preñó—; concienciarse del 291 Pérez Galdós, Miau, p. 155. 292 v. p. 122, infra. 293 v. pp. 111-112, infra. 102 rechazo de su cuñado la trastorna a tal punto que, en su locura, busca acabar con el pequeño de la casa294 —producto viviente del matrimonio Cadalso-Villaamil y último recordatorio del desprecio que recibe— después de transferirle a él el resentimiento contra el padre. De nueva cuenta, el primer indicio de lo que le espera —así como con María—, se aprecia en su semblante, pues desde que el narrador comenta el color “malo” de la muchacha y lo vincula con la muerte295 es posible intuir que algo nefasto se avecina para ella: una vida que la despoja de los pocos bienes que tiene y la condena a pasar el resto de sus días sabiendo que es culpa suya el haberlos perdido. Rafael Delgado parece querer repetir esta misma fórmula, ya que en ambas novelas —La Calandria, sobre todo— cuanto se menciona del físico adquiere importancia más adelante en las narraciones. Como se ha visto hasta ahora, cuando se ahonda en la descripción de los personajes, nunca se trata de meros adornos; los detalles que se brindan de su fenotipo son también una parte importante de la historia en sí. Por ello, cuando Carmen trata de chantajear a Gabriel por medio de Angelito para que regrese con ella —“…le dices […] que estoy enferma, muy delgada, muy pálida…”296— haciéndose pasar por convaleciente acaba por retratar el semblante prototípico de un cadáver y, con ello, por anticipar su muerte; sin duda, tomando en cuenta este “auto sabotaje”, no es tan grande la sorpresa de encontrar su cuerpo ni que éste aparezca por completo desfigurado: “¡Qué poco quedaba de tanta belleza! Estaba amarilla, con manchas rojas297 y amoratadas. Los ojos tenían un cerco violáceo, casi negro. La boca, contraída horriblemente, parecía que dejaba escapar un grito de desesperación. Una ligera espuma escurría de los labios”298. 294 Pérez Galdós, Miau, pp. 438-439. 295 Ibidem, p. 155. 296 Delgado, La Calandria, p. 155. 297 Las manchas rojas que se descubren en el cuerpo de Carmen podrían ser ésas mismas que, se auguraba, podrían aparecerle, con el transcurso del tiempo, debido a esa condición “linfática” que se le atribuye desde inicios de la novela (v. pp. 79-80, supra). De ser así, se corrobora que la muchacha siempre tuvo un padecimiento físico que, aunque no fuera tan visible como el de María o el de Elena, la acechaba y condenaba. 298 Delgado, La Calandria, p. 212. 103 Ésa es la gran diferencia entre Carmen y las feas galdosianas: mientras éstas no pueden tomar acción alguna para salvarse, aquélla, por voluntad propia, ha tomado las decisiones que la conducen al destino narrado en el fragmento anterior. Es una muchacha casadera que, por consciente despecho —y no por voluntad lujuriosa—, ha aceptado volverse la querida de un libertino ya comprometido, después —y sólo después— de que su gran amor la rechazara definitivamente; así como ella sola elige arrastrarse a la decadencia —por supuesto que sabía todo lo que implicaba ser amante de un hombre como Rosas—, también opta por librarse de semejante vergüenza por medio de la única salida posible. Es ella misma quien determina cómo y cuándo morir porque entiende que jamás podrá recuperar lo perdido. En cierto modo, esto le da mayor poder sobre su estrella que el que María y Abelarda tienen sobre las suyas, puesto que ninguna de las dos manda en su vida —mucho menos en su muerte—; siempre hay algo que decide por ellas: sus propias pasiones. Nela muere porque su corazón se rompe luego de ver que su amado la desdeña y elige casarse con otra mujer sólo por ser hermosa; su cuerpo se marchita con celeridad, como una anticipación de su deceso, y expira, tal como lo predijo, después de que él la mirara con horror, recordándole su fealdad. Y la Villaamil, debido a su falta de seso, se pasa los días inmersa en sus ansias por sostener un romance con su cuñado; así, sus (frustradas) indecencias la condenan a lidiar, por el resto de su vida, con su peor temor: no ser amada ni deseada debido a su deleznable aspecto más que por un hombre que le importa poco. Sin embargo, no debe olvidarse que, aunque Carmela aventaje a otras feas en peores circunstancias que ella, siempre estará a la sombra de su media hermana en todo. Las relaciones sentimentales, claro, no son la excepción: en tanto que la pelinegra brinca de los brazos de Gabriel a los de Alberto en busca de afecto y riquezas299, y sufre desengaños y decepciones en el proceso, 299 v. pp. 112-113 y 126-129, infra. 104 Loló ni siquiera tiene razones para afligirse. Su novio, Carlos Frisler, es un muchacho acomodado, de quien —de acuerdo con lo poco que se dice de él en el relato— no se conoce ningún escándalo; aun siendo amigo íntimo de Rosas, el carácter del mozo —algo malcriado e inmaduro— parece distar lo suficiente del del calavera300. A Elena, en contraste, se la insinúa pálida y ojerosa con el pasar del tiempo301, por lo cual cabría esperar un futuro menos trágico. Su ablepsia, además de manifestarse como la fatídica consecuencia de una condición médica grave, resulta también una metáfora para advertir que no posee el criterio ni la malicia suficientes para estimar a las personas a su alrededor; la falta de visión física lo es también en todos los aspectos posibles302. Sin embargo, no resulta suficiente para que comparta el mismo “castigo” que las otras tres; en vez de morir o enloquecer, su “sanción” es, hasta cierto punto, menor: cargar en sus entrañas al hijo bastardo de quien la ha repudiado por su cuerpo “defectuoso” y ha preferido fugarse con alguien más “adecuado” para él. Aunque su proceder es deshonroso, a final de cuentas, la joven ni siquiera deberá enfrentar la censura comunitaria por su desliz, gracias al sacrificio de Filomena, la criada, quien acepta asumir la culpa para no dañar la reputación de la “niña” Collantes303; además, igual que con Carmela, tampoco sufre un desengaño amoroso “verdadero”, puesto que antes del final del relato ella ya no ama a Juan. ¿Por qué, si hasta ahora hemos insistido en que estas cuatro féminas están marcadas por su físico hay algunas con mejor suerte que otras, aun dentro de este mismo grupo y, además, contra el de las bellas? Recordemos que las galdosianas se ubican en los extremos —o cerca de ellos— de la fealdad y la hermosura, en tanto que las de Delgado oscilan entre la belleza no-canónica (ambigua y/o disimulada) y la canónica; es decir, como ya se había comentado con anterioridad, el 300 Delgado, La Calandria, p. 115. 301 Delgado, Los parientes ricos, p. 283. 302 v. pp. 87-88, supra, y 113-115, infra. 303 Delgado, Los parientes ricos, p. 379. 105 español deja muy en claro a quiénes considera atractivas y a quiénes no, mientras que el mexicano es más neutro: las acerca lo suficiente para que compartan rasgos —después de todo, son hermanas y, se supone, deberían de parecerse aunque fuera un poco—, pero sin olvidar quién es “la guapa”. Por lo tanto, es más sencillo deducir desde las primeras páginas de Marianela y de Miau el destino de las actantes que en La Calandria y Los parientes ricos. Fijémonos en la suerte de Florentina, que apenas llega a Socartes conquista el corazón de Pablo y lo acepta por esposo sin hacer más que dejarse ver por él cuando le permiten retirarse el vendaje posterior a la cirugía; en la de Luisa, que murió “bien” creyendo que su esposo le era fiel304, y cuyo deceso fue una desgracia familiar; en la de Dolores, que consigue un pretendiente aceptable —dentro de lo que cabe para la clase alta305—, y es la única luz en la vida de don Eduardo; o en la de Margarita, que cautiva tanto por su apariencia como por su intelecto a Alfonso, quien, aunque rechazado por su amada —no por desinterés, sino para ayudar a su hermana deshonrada—, jura mantenerse fiel a ella hasta que puedan volver a estar juntos306. En comparación, todas ellas poseen un fin indudablemente mejor que el de las otras: Marianela muere de manera trágica con el corazón roto después de ser repudiada por su único amor y nadie, además de Golfín, parece afectado por ello —su memoria, incluso, se ve mancillada cuando modifican su historia para hacerla más “interesante”307—; Abelarda queda trastornada308 por las mentiras que creyó sin cuestionamiento alguno, y su familia se muestra, si acaso, preocupada por las consecuencias de sus actos, pero no por ella; Carmen, aunque correspondida, es abandonada por dos hombres —tres, si se cuenta a su padre309— y opta por el suicidio para escapar de sus malas decisiones —hecho que, al menos, es 304 Pérez Galdós, Miau, p. 192. 305 v. p. 64, supra. 306 Delgado, Los parientes ricos, pp. 270-271. 307 Pérez Galdós, Marianela, p. 155. 308 v. pp. 111-112, infra. 309 v. pp. 126-128, infra. 106 lamentado por Gabriel—; Elena, al fin liberada de sus sentimientos por la persona incorrecta, se ve obligada a recordar de por vida la presencia de un hombre que nunca la amó y, con ello, orilla a su familia y a Filomena a resignarse y ayudarla por el amor que le profesan. Si bien, en una primera lectura, el físico semejaría ser sólo una característica más de las féminas, vemos que la insistencia de detallarlo tanto, resaltando ciertos rasgos o características, podría sustentar que éste ocupa un papel importante en la narración. Tanto individual —la descripción de cada una de ellas— como antitéticamente —la evidente comparación de una con otra(s)—, las características fenotípicas —sobre todo las que propician las dicotomías belleza/fealdad y rubia/morena— presentadas apoyan la propuesta de que el Determinismo radical influye —en grados diversos— en el destino de las ocho mujeres. 3.2. Consideraciones psicológicas y sociales Desde luego, tal como sucede en cualquier movimiento literario, ningún elemento dentro de la obra se encuentra aislado; aquellos que contribuyen al desarrollo de los actantes, sobre todo, se conectan entre sí para darles mayores cuerpo y verosimilitud a dichos sujetos dentro de la diégesis. En las novelas estudiadas en este trabajo, existen dos aspectos que se encuentran íntimamente ligados con la apariencia de los personajes femeninos considerados: su psicología310 y su posición social. Tal es el grado de relación entre estos tres aspectos que, en la mayoría de las ocasiones, cada uno de ellos influye, en mayor o menor grado, sobre los otros dos, al tiempo que también depende de ellos. Por supuesto, el físico es, para fines de este trabajo, el más importante, pues es el que intenta demostrar la influencia determinista radical; no obstante, no actúa solo. 310 Entiéndase la significación de ‘psicología’ como la conjunción de dos de las muchas definiciones que ofrece la RAE: “Síntesis de los caracteres espirituales y morales[,] [y de la] [manera] de sentir de un individuo…”. 107 El primero, la psicología, depende en gran medida del grupo al que pertenezca el personaje en cuestión; su autoestima311, ante todo, es afectada por —o, incluso, se deriva de— la etiqueta (“fea” o “bella”) que les es impuesta dentro de su comunidad. Como consecuencia, también condiciona su comportamiento312, puesto que muchas de sus acciones —las referentes a sus intereses amorosos, más que ninguna otra— están orientadas por la imagen que ellas —y los demás— tienen de sí mismas. De igual modo, existen otros componentes (como la actitud313, la conducta314, la personalidad315, el carácter316 y el temperamento317) que valdría la pena destacar, cuando sea pertinente, para comprender mejor el destino de estas mujeres. Aunque no sea un factor determinante, se involucra bastante en las historias y, por consiguiente, en la suerte de las jóvenes. Por otra parte, la posición social —causa eficiente para el Determinismo no-radical318— también contribuye a encaminarlas a un final específico e inalterable. Ésta se relaciona con los atributos ya analizados —la apariencia de las muchachas y su influencia en sus relaciones— porque se encarga de reforzarlos: la facha de unas, sean guapas o no, siempre lucirá mejor que la de otras debido a los atavíos y adornos que luzcan en público, y eso mismo podría actuar como un incentivo ambivalente para que los actantes masculinos decidan enamorarse de y/o elijan como esposa a la opción más agraciada y/o acaudalada. 311 Entiéndase por ‘autoestima’ la opinión y la seguridad que tiene una persona de sí misma. 312 Entiéndase por ‘comportamiento’ el conjunto de conductas (v. nota 314, infra) específicas que presenta una persona. 313 Entiéndase por ‘actitud’ la tendencia o la (pre)disposición que presenta una persona hacia algo o alguien, formada por sus propios pensamientos y emociones. 314 Entiéndase por ‘conducta’ las diferentes acciones visibles de una persona como respuesta a una situación específica. 315 Entiéndase por ‘personalidad’ la conjunción de los rasgos característicos (cualidades y defectos) que definen cómo piensa, cómo se comporta (v. nota 312, supra) y cómo interacciona una persona. 316 Entiéndase por ‘carácter’ el modo habitual en que una persona reacciona a determinados estímulos y/o situaciones. 317 Entiéndase por ‘temperamento’ la tendencia hereditaria de una persona, determinada por su carga genética —por lo cual puede manifestarse en rasgos tanto físicos como psicológicos—, orientada hacia un tipo de comportamiento (v. nota 312, supra) específico que puede ser modificado con facilidad por otros factores (entorno, educación, ambiente, motivación…). 318 Entorno sociocultural: v. p. 9, supra. 108 Infortunadamente, como ya se dijo, ambos puntos, aunque vastos y notables en estas obras, no son el tema central del estudio; por ello, su análisis será más escueto y sólo se señalarán cuando sea pertinente, es decir, cuando el nexo que presentan con la fisonomía femenina sea indiscutible. 3.2.1. El aspecto psicológico Expresa María en algún momento de la novela un bello pensamiento que, aun en su ignorancia, se refiere a la calidad de aquel lado “interior” —independiente, pero, a la vez, complementario, del “exterior”— de los seres: “…además de las cosas divinas que hay fuera, nosotros llevamos otras dentro”319, con el cual invita a reflexionar sobre una parte importante de lo que se aborda en este escrito. Durante el siglo XIX, ¿era la apariencia, además de las posibilidades socioeconómicas, una de las pocas cosas que valían de una mujer?, ¿por qué tanto empeño, si no, en “clasificarlas” como “feas” o “bellas” para valorarlas según sus rasgos, en especial si éstos eran los prototípicos de un canon específico? ¿Existe la esperanza de que otros factores fueran considerados para dignificarlas?, ¿o en verdad todo estaba determinado de antemano? Sin lugar a duda, el comportamiento de las féminas se ve influido por su facha; no es de sorprender que aquellas que se saben hermosas manifiesten más seguridad y confianza que las que están conscientes de su falta de gracia y atractivo. Las palabras y los actos de terceros respecto a ellas, además, refuerzan estas conductas, elevando o bajando la autoestima de las mismas, según sea el caso. Pero ¿qué es primero: la actitud o la imagen?, ¿cuál de las dos características surge antes y cuál después?, ¿la una compensa a la otra, o pueden ambas convivir en perfecta armonía?, y en ese caso ¿qué tanto se influyen entre sí para coexistir? 319 Pérez Galdós, Marianela, p. 40. 109 De antemano, se da a conocer lo suficiente de los personajes para poder hacer una breve reconstrucción del carácter de cada uno de ellos para descubrir que el contraste existe también en sus personalidades, en sus conductas. Sin embargo, a diferencia del elemento físico, el anímico se desarrolla menos y es mucho más ambiguo, pues apela a la propia interpretación del lector para “juzgar” quiénes proceden de manera “correcta” o son “mejores” personas, y quiénes no. Los fenotipos establecidos por el autor parecen respetar y reflejar los cánones generales de la sociedad hispana decimonónica; en cambio, los rasgos psicológicos dependen más del valor subjetivo que cada uno de nosotros quiera darles. La heroína de Marianela vuelve a ser el ejemplo más interesante, pues en ella contrastan más que en ninguna otra el físico y el comportamiento. Ya antes hemos establecido que, de todas las feas, su caso es el más extremo, de acuerdo con el Determinismo radical, pues es en quien el rostro define el peor destino; empero, su carácter tierno, dulce, desinteresado y altruista resulta un gran opuesto. En tiempos de ceguera, es el propio Pablo Penáguilas quien elogia su personalidad: ¡Qué lástima tan grande que vivas así! Tu alma está llena de preciosos tesoros. Tienes bondad sinigual y fantasía seductora. De todo lo que Dios tiene en su esencia absoluta, te dio a ti parte muy grande. Bien lo conozco; no veo lo de fuera, pero veo lo de dentro, y todas las maravillas de tu alma se me han revelado desde que eres mi lazarillo… ¡Hace año y medio! Parece que fue ayer cuando empezaron nuestros paseos… No, hace miles de años que te conozco. ¡Porque hay relación tan grande entre lo que tú sientes y lo que yo siento!320 Aun sin verla, el joven se reconoce enamorado de su fiel amiga, no por su atractivo, sino por su agradable modo de ser. En ese punto del relato, todavía no resulta tan obvio que al amo le importa sólo la apariencia, pues parece preferir la afabilidad de su compañera; no obstante, poco después llega el desengaño cuando revela su errada idea de vincular ambas partes del ser, de tal manera que la una siempre implique la otra321, con lo cual, sabemos, se inicia el predicamento de Nela. 320 Ibidem, p. 42. 321 Ibid., p. 46. 110 Lamentablemente para ella, de nada le sirve ser (lo que se juzgaría) una “buena” persona, ya que nadie —a excepción del doctor Golfín y, quizás, el niño Celipín— la valora como tal. Los moradores de la mina, en cierta forma, se ciegan igual que el señorito Penáguilas por la necedad y la obsesión con lo “bello”; todos anteponen las facciones de la huérfana a sus sentimientos y a su disposición para hacer cuanto se le pide. Este rechazo merma el amor propio de la chiquilla a tal grado que, juzgándose a sí misma —antes de su famoso monólogo fatalista322— lanza una breve “predicción” de su futuro al aseverar: “[Estoy] en el mundo para ser tu lazarillo, y […] mis ojos no servirán para nada si no sirvieran para guiarte y decirte cómo son todas las hermosuras de la tierra”323; es decir, ella está tan consciente del poco aprecio que le tienen que sabe lo que le esperaría si, en algún momento, el ciego dejara de necesitarla y/o quererla. Sin embargo, aunque eso la mortifica324, no es motivo suficiente para que abandone sus principios325. Nela, hasta su último aliento, se mantiene firme respecto a su amor, anteponiendo las necesidades de Pablo, por lo que, en un impulso desesperado —que muchos juzgarían de egoísta, como hace el crítico Sainz de Robles, cuando, en realidad, es todo lo contrario—, prefiere ser injustamente tachada de ingrata por una desconocida326 antes que provocarle a su amo una desilusión tremenda. Para María es más doloroso desmentir las fantasías del mancebo y que éste ya no la ame por el fatídico desengaño, que el odio del resto del mundo y la muerte —en la cual, 322 v. p. 84, supra. 323 Pérez Galdós, Marianela, p. 43. 324 Esta afirmación puede ser otro tema excelente para propiciar un debate entre los lectores de la novela. ¿María sufre por su físico poco agraciado per se o, más bien, porque sabe que éste será la única causa por la cual Pablo dejará de amarla apenas la vea una vez recuperado de su cirugía? ¿Si el señorito Penáguilas jamás hubiese recuperado la vista qué habría cambiado en la historia?, ¿en verdad él hubiera preferido a su rubia prima muy por encima de la pequeña Marianela? 325 Es importante recordar que para Nela lo más importante en su vida es su amado, por lo cual una buena parte de sus acciones están destinadas a agradarlo y complacerlo desinteresadamente; credo que mantiene incluso cuando éste ha dejado de quererla. 326 v. p. 116, infra. 111 hasta podría sugerirse, encuentra la paz que merece, pero nunca tuvo debido a la crueldad del Hombre—. Con Abelarda sucede lo opuesto. Ante el velado pero constante rechazo de Cadalso, su temperamento se degenera, sobre todo con su sobrino Luisito; de ser una tía amorosa y protectora —prácticamente una madre sustituta—, se torna violenta. Impulsiva, incapaz de gobernarse, su frustrada pasión la trastorna y cambia por completo; la animalización327 que el narrador usa para describir el físico del personaje se extiende a sus conductas: su proceder es tan visceral y violento que podría asociarse con mayor facilidad a una “bestia salvaje”, sin raciocinio, que a un humano y, con mayor razón, a una señorita “educada”. Teresa Silva Tena hace un análisis de la psicología del personaje y resume la transformación que sufre por causa de su amor imposible: ¿Y qué mejor ejemplo de que hay una ley inexorable, instintiva, de defensa o agresión, o impulso sexual, que […] Abelarda, cuya virtud y castidad no es más que un aparente remanso, en realidad agua turbia que de pronto se trastorna por la pasión súbita por su cuñado […]? El agua dormida se atormenta de pronto. Pero como su entrega a su pasión resulta inútil, su capacidad de dominio se rompe hasta llegar al deseo de asesinar a lo que más ama: su padre (herirlo donde más duele); su sobrino (despedazarlo a hachazos), en un afán de destruirse a sí misma. Este personaje […] es uno de los más grotescos de la literatura española, y por eso mismo de los más dramáticos: consciente de su cursilería y su insignificancia, no puede reprimir su pasión, sabiendo de antemano que está condenada al fracaso. Y tal como le ocurriría a su padre, se halla frente al vacío, ante la Nada absoluta, con su cauda de fuerzas desperdiciadas que despierta el mal, el odio en su alma; su deseo de destruir porque no encuentra justicia para su pasión. Después del rechazo del “monstruo”, siente “la náusea” de la realidad…328 El término ‘grotesco’ reafirma la posición de la Villaamil en el grupo al que fue asignada desde un inicio en este trabajo; su apariencia, de entrada, la aleja de la categoría de “bella”, pero también su comportamiento condena su destino apenas se ve reflejado en su cuerpo329 y en su faz: “Lanzó 327 v. pp. 60 y 91, supra. 328 Silva Tena, “Prólogo” para Miau…, pp. XVII-XVIII. 329 Pérez Galdós, Miau, pp. 437-439. 112 tremendo rugido, apretó los dientes, rechinándolos; puso en blanco los ojos, y cayó como cuerpo muerto, contrayendo brazos y piernas y dando resoplidos”330. Abelarda, similar a Marianela en cuanto a desgracias —olvidadas, ignoradas—, está lejos de ser reivindicada, como la huérfana, debido a sus acciones; al contrario, las suyas la hunden aún más. De una, lastima su fatídico e injusto final porque no es merecedora de tanta crueldad; de la otra, su carácter incita al lector a juzgarla acreedora a la sanción que recibe. María ayuda a quien sea en cuanto puede sin esperar nada a cambio; ama con todo su corazón y se sacrifica por la felicidad de Pablo. La joven Miau es cursi, materialista e interesada, y, al igual que su madre y su tía, vive de apariencias y pretensiones muy ajenas a su realidad; acepta casarse con alguien por quien no siente nada, por mero alarde, pero, al mismo tiempo, su frustrada inmoralidad ruega por la atención erótica del infame Cadalso —aun jurándole amor, nunca rompe su compromiso con Ponce, con lo cual exhibe su voracidad—. En este sentido, Carmen es mucho más parecida a Abelarda que a Nela, ya que la historia de La Calandria gira, precisamente, en torno a su actitud impertinente y poco centrada en la búsqueda de un ascenso social que no le corresponde331; su urgencia por mejorar su posición la domina casi tanto como la insana obsesión de la Villaamil por el viudo. Este deslumbramiento por lo material, aunado a su “falta” de belleza, ayuda a predecir la desventura de la mexicana. Aunque es presentada como una joven virtuosa, las malas compañías, el sutil resentimiento por el abandono paterno —que, a su vez, conlleva a la desigualdad económica respecto de su media hermana332— y su propio temperamento, van modificando su comportamiento a tal grado que se olvida del decoro y la humildad para colocarse a sí misma en un plano superior dentro de la 330 Ibidem, p. 439. 331 v. pp. 126-129, infra. 332 v. pp. 128 y 133, infra. 113 sociedad333. Carmela, sabiéndose guapa e hija de rico, deja de contener su naturaleza codiciosa cuando se topa con la “posibilidad” —existente en sus ensoñaciones, nada más— de vivir con el padre, casarse con alguien acomodado y codearse con los altos estamentos veracruzanos: Alberto y Magdalena habían transformado a la Calandria. Ya no era aquella joven de otros días tímida, soñadora y sencilla; quedaba en ella todavía algo, como un reflejo, de la regocijada ingenuidad de otro tiempo; ingenuidad rayana en ligereza, a través de la cual un observador profundo habría descubierto fatales tendencias, y que era como el encanto de aquella hermosura pálida y de aquella juventud siempre festiva, iluminada por unos ojos negros, rasgados, en cuyas pupilas centelleaba a veces deslumbrador relámpago de lúbricos anhelos.334 Sin duda, el germen de la desgracia se ha gestado en ella desde un inicio, pues tiene como ejemplo y antecedente inmediato a su madre, cuya relumbrona utopía también fue destruida por la realidad, volviéndose su propia condena —bien le vaticina doña Pancha: “¡Has de tener el mismo fin de Guadalupe!”335—; sin embargo, es el conjunto de todas las circunstancias el que detona su derrota. Carmen intenta redimirse cuando su lado racional domina al pasional; empero, es tarde para ella, pues todos los eventos posteriores a su primer acercamiento con Rosas —voluntarios, casuales o accidentales— parecen empecinados en llevarla por una mala senda a la cual —de acuerdo con las teorías deterministas—ya estaba destinada. Incluso cuando busca su retorno al “buen camino”, sus defectos afloran inevitablemente; el engaño, la manipulación y el chantaje336, sobre todo, se vuelven sus armas favoritas para tratar de recuperar el amor de Gabriel —objetivo que pudo haber alcanzado de no ser por los malos entendidos causados por la insistencia malsana de Alberto—. Este lado fácil de impresionar y seducir, lo posee también Elena, quien vive en la penumbra total en todas las formas posibles: por una parte, su ceguera prematura, y el trauma y el resentimiento consecuentes que anidan en ella337; por otra, estar siempre a la sombra de su radiante 333 Delgado, La Calandria, p. 95. 334 Ibidem, p. 97. 335 Ibid., p. 80. 336 Ib., pp. 155-156. 337 Delgado, Los parientes ricos, pp. 234 y 348. 114 hermana, hermosa338 y llena de virtudes339. Ambos factores —conjuntados con la compasión general que sabe que todos le tienen— la empujan a los brazos de la única persona que la trata diferente. Asimismo, el provenir del seno de una familia que siempre la ha cuidado y que nunca le ha mentido, contribuye a que la muchacha crea y confíe con facilidad; la ciega carece por completo de suspicacia, porque nunca ha tenido necesidad de ella. La emoción de saberse (creerse), por fin, apreciada como mujer y de tener la atención “exclusiva” de alguien que ni siquiera repara en Margot, vence el sabio recelo de su madre340 y las pertinentes advertencias de su hermana341, con lo cual Lena, sin saberlo, se pone a sí misma a merced del predador que la acecha, más por mero y fugaz entretenimiento que por amor verdadero: La pobre niña se ha interesado por su primo… Y yo me lo explico muy bien. Su desgracia la separa y aleja, en cierto modo, de la vida de su hermana. Nunca había escuchado una palabra amorosa, porque, como es natural, nadie, por lástima o por respeto, o porque hay cosas que son imposibles, ha puesto en ella ese afecto que une dos corazones y enlaza dos almas y las obliga a dejar a padres y hermanos para encender un nuevo hogar y crear una familia. Lena no ha tenido más que el cariño de la familia y de sus amigos, cariño profundo, a no dudarlo, pero que lleva en el fondo algo o mucho de penoso y compasivo interés. Juan es listo… En su trato y en su conversación con Elena huye hasta de la más leve idea que recuerde a la niña su infortunio y su desgracia… A esto une cierta delicada predilección que ha cautivado a mi pobre hija, y ésta le ama… sí, le ama. Pero este amor será para la desdichada niña fuente de grandes dolores, de penosos días, de inagotables amarguras… No hay en Juan la alteza de carácter y el profundo sentido moral…342 Aun cuando es por completo digna de recibir afecto, su padecimiento la descarta como posible candidata a esposa; su carácter ingenuo, sin malicia, y su mermada autoestima la exponen a los ardides embusteros del primero que la pretende. Su insensatez la ubicaría entre Abelarda y Carmela. Con la galdosiana comparte la irracionalidad del enamoramiento y la insistencia por permanecer al lado de un hombre egoísta a 338 v. pp. 92-94, supra. 339 v. pp. 120-121, infra. 340 Delgado, Los parientes ricos, pp. 231-234. 341 Ibidem, p. 230. 342 Ibid., pp. 235-236. 115 quien le es indiferente343 —si acaso, le parece objeto de lástima344—; con la de Delgado, el recapacitar sobre la mala compañía del lagartijo, el reconocer su error respecto a los sentimientos que se permite tener por él en un comienzo, y, al final, renunciar en la mayor medida posible a una relación tan poco provechosa. Por desgracia, pese s sus nuevas consideraciones, su estrella sigue siendo adversa, como se muestra en el capítulo LXIX, cuando dicta a Filomena la carta para Juan: Te entregué mi corazón, mi amor, mi alma, mi vida… Dicen que no eres bueno, pero yo creo que no eres malo. Eres caballero y, como tal, debes cumplir la palabra empeñada a esta pobre y desgraciada criatura que tanto te quiere, que te adora, y que de ti, de tu lealtad, de la bondad de tu corazón lo espera todo. […] Temo que no vuelvas de Europa, y entonces… […] Dime […] ¿qué haré yo? […] Si no vienes, si no vuelves, si a tiempo no arreglas esto… ¿qué haré yo? […] Temo que no vuelvas. Y ¿sabes lo que entonces pasará? ¿Te has detenido a considerarlo? […] No lo hagas por ti… ni por mí… hazlo por tu… […] ¡Por tu hijo!345 Así, tal como la joven Miau, Lena es condenada a cargar con las irreversibles consecuencias de sus actos, aunque en este caso sí haya un deslinde emocional respecto al varón que la somete a semejante predicamento. Independientemente de las virtudes con que se les pinte, parece que nada es suficiente para que alguna de las cuatro feas tenga un final “aceptable” —quizás el de la ciega podría considerarse como tal, pero con muchas reservas—; sin importar qué tan nobles, amorosas y/o talentosas sean, parecen “anuladas” entre una multitud que no sabe ver más allá de su apariencia. ¿Qué importan, pues, la desmedida devoción de María, la dulce maternalidad de Abelarda, el (esporádico) ímpetu trabajador de Carmen o el vivo ingenio de Elena, si, al final, son sólo cuestiones secundarias e irrelevantes porque todo lo que se ve de ellas es la ausencia de rasgos atractivos?, ¿qué crítica se oculta en esto? Puede que las bellas ayuden a responder estas interrogantes. Como se dijo con anterioridad, la mayoría de las integrantes de este grupo están menos desarrolladas como personajes, pero se 343 Ib., p. 263. 344 Ib., pp. 311-312. 345 Ib., pp. 285-286. 116 conoce de ellas lo justo para contrastarlo con las otras y permitirnos forjarnos una idea de lo que es más importante y valioso en el comportamiento de una mujer casadera para la sociedad decimonónica en la que se desenvuelven. A Florentina la elogian todo el tiempo por su maravilloso carácter, sesudo y empático; los actantes de Marianela —al igual que los críticos y prologuistas de la obra, como Miguel Ángel Gallo— caen rendidos ante ella. El propio Pablo, que apenas la conoce y que fue, en su momento, el único que se le resistía, acaba por presumir sin cesar: “Todos son buenas personas […]; pero mi prima a todos les lleva inmensa ventaja…”346. No obstante, existen momentos clave dentro del texto posteriores a la operación del ciego, en los que su proceder parece indicar lo contrario; las nefastas consecuencias que éstos traen para Nela y su relación con el resto de los actantes son innegables. ¿Qué caso tenía, por ejemplo, recalcarle a la huérfana la apreciación estética convencional de Pablo o vanagloriarse de los cumplidos que éste le ha hecho por su apariencia347?, ¿por qué ocultarle a su “amiga” que ella también fue ensalzada por su amo348?; su mala comunicación provoca, en parte, la desesperanza de María. Esta conducta la repite con su primo, al desacreditar a la huérfana sin razón alguna, sin siquiera conocerla —“No quiere verte, sin duda”349— y acusarla injustificadamente—“Traía a Mariquilla y se me escapó. ¡Qué ingratitud! […] Parece loca. […] Es una ingrata”350—; al señorito Penáguilas tampoco le ha contado toda la verdad. Asimismo, ensucia la reputación de la Nela a sus espaldas, mientras ésta no puede defenderse o justificarse, con todo aquél dispuesto a escucharla351. 346 Pérez Galdós, Marianela, p. 132. 347 Ibidem, pp. 110-111. 348 Ibid., pp. 134-136. 349 Idem. 350 Ibidem, p. 136. 351 Ibid., pp. 112-113. 117 Por ello, aunque nunca se aclare si la rubia lo hace con alevosía o si se trata de un casual infortunio, resulta poco verosímil que no note el daño que causan sus palabras; al contrario, pareciera que ella, en efecto, se da cuenta del poder que tienen su discurso y sus encantos físicos en la poca autoestima que le queda a la heroína, y que los usa a su favor para segregarla y hacerla quedar mal. El fatídico capítulo XXI alimenta esta teoría de perversión cuando se desentiende del sufrimiento de su “protegida”, consecuente del rechazo recibido352, y, después de su muerte, osa volver a juzgarla, lavándose ella las manos de todo: “Yo quería hacerla feliz, y ella no quiso serlo”353. ¿No es, acaso, lo único que ha estado haciendo desde que llegó a la mina?, despreocuparse de los sentimientos de aquella a quien se atreve a llamar públicamente “amiga”, “hermana”, y de llegar a herirla con sus “inocentes” comentarios. ¿Cómo creer, entonces, que su carácter es tan dulce como lo describen si sus actos dicen todo lo contrario? De María no hacen tanto alarde, pero no parece necesario; desde el comienzo hasta el final, su proceder habla por ella y demuestra que la belleza que le falta en el rostro, le sobra en el carácter, pues ni siquiera en su lecho de muerte se muestra amargada o resentida con su falso amante ni con la nueva prometida. Florentina, por el contrario, parece ser la verdadera egoísta de la historia, enunciando las frases correctas para incitar a Marianela a la huida por “fea” y para propiciar que Pablo la olvide por su “ingratitud”. Durante todo el libro, su convivencia con ambos se resume a sólo dos acciones: 1) recibir alabanzas por parte de los dos, y 2) opacar a la huérfana; ambas se logran a partir de su físico y de la pantalla agradable que éste proporciona, pues todos los personajes —igual que el señorito— asumen que su belleza exterior se vincula con un buen comportamiento. En realidad, lo único incapaz de cuestionársele a la señorita Penáguilas es su apariencia, pero nada más. Sin ello, su papel pasaría sin pena ni gloria, pues es más lo que predica que lo que 352 Ib., pp. 150-152. 353 Ib., p. 153. 118 hace; por mucho que pregone el deseo de actividades altruistas y caritativas “realizadas por ella misma”, son pocas —tal vez ninguna— las que concreta. El propio Pérez Galdós, en el último capítulo, pone en tela de juicio este asunto: La señorita Florentina, consecuente con sus sentimientos generosos, quiso atenuar la pena de no haber podido socorrer en vida a la Nela, con la satisfacción de honrar sus pobres despojos después de la muerte. Algún positivista empedernido criticóla por esto; pero no faltó quien viera en tan desusado hecho una prueba más de la delicadeza de su alma.354 Es decir, el autor plantea dos opciones para calificar los actos de la blonda: o son bien intencionados pero están mal ejecutados, o son un embuste manipulador que sólo unos pocos alcanzan a descubrir bajo una máscara de bondad. De Luisa (de Miau), en cambio, nunca se duda que sus actitudes son erradas; al contrario, se la caracteriza de forma muy parecida a su hermana menor: sensible y con poco discernimiento en la vida diaria, y completamente ciega por estar enamorada. Se sugiere, incluso, que es ese modo tan particular de ser que tiene el que provoca parte de sus desgracias al hacerla flaquear tanto por el miedo a perder el “afecto” de su coqueto esposo355. Asimismo, se sabe que en sus últimos momentos, por su enfermedad y por la súbita atención de Cadalso, presenta conductas impropias de una madre, tales como desconocer a su propio hijo o, incluso, tratar de asesinarlo356. Cuán semejantes son las hermanas Villaamil en su fuero interno, pues lo mismo que hizo la una, lo repitió la otra: ambas se rebelaron contra su familia y atentaron contra la vida misma del nene del hogar; todo por causa del mismo hombre libertino e indigno. Entonces, ¿por qué, si se comportan igual, son tratadas de distinta manera?; la mayor es adorada por todos —el propio Víctor cede en ocasiones ante ella y le dedica mimos sinceros—, pero la menor no. En realidad, su temperamento es el mismo; lo único que las diferencia son sus facciones. 354 Idem. 355 Pérez Galdós, Miau, pp. 188-191. 356 Ibidem, pp. 189-192. 119 A su vez, es posible percibir la personalidad de Dolores (de La Calandria), pese a ser un personaje poco desarrollado. Opuesta a las dos bellas anteriores, poco a poco, cada mención que se hace de ella, va manifestando un carácter más sincero, apacible y empático. Durante una de sus dos únicas apariciones, hace un comentario desatinado —“¡Yo no sé por qué la gente decente se olvida así de su clase, y rebaja su dignidad hasta galantear a esas pobres muchachas!”357— que podría interpretarse en un inicio como mordaz y condescendiente por considerar a Alberto superior a Carmen. Empero, conforme avanza la novela, dicha afirmación parece adquirir otro significado: quizás a lo que Lola se refería era a que Rosas pasa por “decente” sólo por su buena cuna, y a que se compadece de Carmela porque puede vaticinar la desgracia a la que se verá expuesta la morena si acepta el cortejo del calavera; quizás aquello que expresa con tanta crudeza, de manera tan golpeada, sea sólo un acto reflejo del enfado de la rubia ante el conocimiento de lo que le espera a toda aquella mujer que se vea seducida por tan deleznable hombre. Pero ¿puede una bella tener un comportamiento tan agradable como su rostro?; los dos ejemplos anteriores (Florentina y Luisa) parecen demostrar que no. ¿Por qué Lolita habría de mostrar mejores conductas que sus compañeras —incluso que las feas Carmen y Elena—, cuando, de acuerdo con las descripciones, importa más que las mujeres sean guapas a que presenten una personalidad agradable? Eduardo Ortiz habla en favor de su hija, dando a conocer el buen carácter que ésta tiene, cuando relata el instante en el cual le confiesa la existencia de una media hermana: …fue duro el paso: se encendió, bajó el rostro entristecida, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas […]. Pero luego, un instante después, vino hacia mí, sonriente y cariñosa, y me abrazó diciendo: “¡Con mucho gusto, papacito! ¿Por qué no? ¿No es también hija tuya? ¿No es hermana mía? Si quieres vamos por ella…” Y desde anoche no piensa en otra cosa, y hace mil proyectos para lo futuro con respecto a Carmen. Temprano puso a la servidumbre en movimiento, y dispuesta queda una elegante alcoba al lado de la suya. ¡Estoy contento de mi hija […], generosa hasta el sacrificio!358 357 Delgado, La Calandria, p. 58. 358 Ibidem, p. 207. 120 Contrario a lo que se esperaría, en vez de reaccionar como la consentida esnob que sería alguien de su posición, la joven se muestra dulce, serena y dadivosa para con una desconocida. Tristemente, jamás sabremos qué pasaba por la cabeza de Loló ni, mucho menos, qué habría hecho en verdad de tener a la Calandria frente a frente; no sólo porque el encuentro entre las muchachas jamás tiene lugar debido a la fuga de Carmela con el lechuguino, sino también porque el narrador hace cierto comentario sibilino que, al igual que con Florentina —y el montaje que hace para “homenajear” la memoria de la “ingrata” María359—, parece poner en tela de juicio su presunta buena voluntad360. Por su parte, Margarita hace gala de un temperamento favorable: es talentosa, modesta, cariñosa, amable, discreta, inteligente, recatada…; en pocas palabras, manifiesta el comportamiento ideal de una señorita del siglo XIX, a la vez que demuestra el perfecto equilibrio entre ingenio, delicadeza y sensibilidad. Podría decirse que, de las ocho mujeres analizadas, ella es la que mejor conjunta la belleza externa con la interna, pues su rostro equivale totalmente a su personalidad; ella es la única mujer a la que en ningún momento le hacen reproches —ni los personajes, ni el narrador ni el escritor— por falta de belleza o de virtud. De hecho, esta misma armonía es la que propicia que interactúe de forma tan orgánica con el resto de los actantes y que ellos le correspondan. La joven resulta tan virtuosa que, al momento de tener que elegir entre aceptar la mano de su amado en matrimonio y hacerse cargo del hijo bastardo de su deshonrada hermana, opta, sin ningún cuestionamiento, dedicar su vida a una obligación que ni siquiera le corresponde, renunciando así a su propia felicidad con tal de proteger a los suyos: Te amo, sí, te amo. No porque eres guapo e inteligente y rico. ¡Te amaría aunque fueses un mendigo! ¡Te amo porque eres bueno! ¡Te amo… te amaré siempre… hasta la hora de mi muerte… y, después, más allá, en el Cielo! Pero no puedo ser tu esposa. […] La vida que 359 v. p. 118, supra. 360 Delgado, La Calandria, p. 208. 121 te había consagrado tiene ya otro destino. […] ¡Ser para ese niño infeliz una madre abnegada y cariñosa!361 Este acto noble y desinteresado obtiene una recompensa en su justa medida: no sólo el amor ferviente e incondicional de Alfonso, dispuesto a cualquier cosa con tal de no perder a aquella que le ha robado el corazón—“Sepa usted, mamá, que si Margarita aceptara mi mano, nada me detendría… ¡nada!”362—, sino también un final abierto en la obra, dentro del cual se encuentra la dulce promesa de un reencuentro con el joven, quien jura mantenerse fiel a su prima y esperarla hasta que las circunstancias vuelvan a unirlos, esta vez para siempre: …bien sabes cómo y cuánto te amo. Respeto tu resolución; pero en mí no muere la esperanza. Me amas, lo sé; me amas, y yo he puesto a tus plantas mi vida y mi alma. Día llegará en que, pasadas estas borrascas que así azotan mi dicha y entenebrecen mis sueños más hermosos, más puros y más nobles, serena tu alma y resignado tu corazón, vuelvas a aceptar un afecto que hoy se ve inmolado en aras de tu decoro y de tus sentimientos, cruda e infamemente heridos. ¡Tienes razón, mucha razón! Pero yo la tengo también para quejarme de mi fatal destino. Margarita mía: en mí no morirán ni el amor ni la esperanza. Tú me enseñaste a levantar mi espíritu a muy altas regiones por las cuales me has llevado en alas de tu fe. Resignado pero triste, confiaré […]. Para estas luchas; para estos combates de la vida, tú me has dado fuerzas; tú has robustecido mi corazón. […] Pasarán años y años, y viviré para amarte, y procuraré siempre ser digno de ti.363 Puede que Margot no obtenga un final “ideal” prototípico como el de Florentina o Luisa, quienes contraen nupcias con los hombres que desean; tampoco consigue uno como el de Dolores, que sostiene una relación fija y aceptable —hasta donde los escasos detalles le permiten al lector suponer—. Al contrario, la Collantes quiere estar con alguien —a quien adora y que le corresponde—, mas no puede o, mejor dicho, no lo hace porque elige dedicar su existencia a un bien mayor. En cierto sentido, su carácter se parece mucho más al de María: ambas se sacrifican por el bien de un ser querido (Pablo y Elena); no obstante, la bella vive y tiene la esperanza de conseguir aquello que desea, mientras que la fea muere debido a la desilusión del repudio. 361 Delgado, Los parientes ricos, p. 361. 362 Ibidem, p. 366. 363 Ibid., pp. 370-371. 122 Hasta este punto, podría concluirse que las conductas que registran varios de los personajes resultan ambiguas respecto a sus verdaderas intenciones; algunas —como las de la Penáguilas— parecen tan engañosas que cuesta trabajo creer que su actitud sea tan adorable como el narrador y/o algún secundario quieren hacer ver. En todos los casos presentados, es fácil asociar un buen comportamiento y un carácter agradable con las bellas, en tanto que a las feas tiende a destacárseles más los defectos, tanto físicos como psicológicos —aun si esto es errado—. De acuerdo con estas observaciones, parece que la apariencia vale más para la sociedad que las acciones; en estas novelas, lo que hagan las féminas importa menos, comparado con qué tanto se ajustan al ideal de belleza. 3.2.2. El aspecto social Durante el siglo XIX, el papel de las mujeres en la sociedad se restringe de tal manera que se las considera aptas sólo para las labores domésticas; su educación formal radica en meras nociones básicas (aritmética, lectura, escritura…) que les permitan formarse como buenas encargadas de un hogar, ya que el único objetivo al que deben (¿pueden?) aspirar es a contraer matrimonio, y procrear y cuidar a los hijos. Asimismo, desde el punto de vista moral, la mujer decimonónica retratada en el Realismo no tiene mayor función que representar un ideal sumiso y recatado: primero con los padres, en la casa familiar; luego, con el marido, en la casa propia. Cada personaje analizado, eventualmente, intenta cumplir con esta expectativa común; algunas lo logran, mientras que otras no, y, por el contrario, acaban en un camino distinto (“poco apropiado”), ya sea por decisión propia o por las circunstancias que las rodean. Todas son diferentes y tienen un destino único e irrepetible: Florentina y Luisa cumplen con la ambición prototípica —se casan, por convicción pura, con el hombre de su elección; la segunda, incluso, da a luz a un niño—; María y Carmen, en cambio, incumplen con todo —las dos son rechazadas y 123 mueren sin honra, una en la mendicidad y otra como perdida—, y Abelarda, Dolores, Elena y Margarita se quedan entre una opción y otra —aquélla se compromete aunque sea por apariencia, la segunda tiene novio pero no se sabe si tienen planes de boda o si acaso se quieren, la tercera concibe un hijo amado a quien no podrá cuidar, y Margot rechaza el matrimonio para volverse la madre sustituta de su sobrino. Tratándose de Realismo, es necesario considerar la importancia de los roles (esposa, prometida, madre, novia, amiga, hija, hermana…) que desempeñan las actantes a lo largo de la trama. Y, hablando de Determinismo, hay que recordar que éste, además de la postura radical que se ha estado estudiando en este capítulo, posee otra más neutral que considera dos aspectos (lo social y lo genético364) que pueden influir en la ventura. ¿Qué tanto pesa, en realidad, su posición socioeconómica, comparada con su físico, para labrar su futuro? ¿Puede existir una relación entre estos dos puntos, como con lo psicológico, o son ajenos el uno del otro? María, nuevamente, es el ejemplo extremo. La muchacha no sólo es fea y tiene la autoestima por los suelos, sino que también es pobre y huérfana; vive acogida por los Centeno, una familia que la detesta —con la excepción del hijo más pequeño: Celipe—. Sus progenitores están muertos, y, aun cuando vivían, no lo hacían en las mejores condiciones: su madre, una vendedora de pimientos, y su padre, un farolero, que no contrajeron matrimonio —lo cual, de entrada, convierte a Nela en bastarda—, pero sí vivieron juntos, en compañía de una cuñada también soltera; si a esto se le agrega la afirmación de que el padre era malo y la madre alcohólica y suicida365, no cabe duda de que la joven es, en definitiva, un pésimo partido para cualquier hombre “decente”. Asimismo, el hecho de que no posea conocimientos básicos académicos ni religiosos —en muchas ocasiones, hace gala de su ignorancia—, y ninguna posibilidad laboral para sostenerse por 364 v. p. 9, supra. 365 Pérez Galdós, Marianela, pp. 16-17. 124 sí misma debido a que sus condiciones de vida (la pobreza y la mala alimentación) se conjuntan con su propia fisonomía (un cuerpo delgado y pequeño) y le impiden ser apta para (casi) cualquier trabajo366, la condenan a subsistir sólo con la “caridad” que sus anfitriones y el resto de los pobladores de la mina tengan para con ella. No obstante, pese a su maravillosa personalidad367, sus circunstancias la convierten en una pésima elección, como posible esposa o como empleada doméstica; es más, nunca es considerada apta para lo uno ni para lo otro. El único que llega a tomarla en cuenta para ambas cosas es Pablo, pues, recordemos, lleva más de un año beneficiándose de sus servicios como lazarillo y, antes de ver a Florentina, está dispuesto a casarse con su fiel compañera —aunque con las muchas dudas del señor Penáguilas de por medio—. Teodoro Golfín, incluso, reflexiona sobre su precaria situación socioeconómica y la relaciona con su dañada psicología368, demostrando así que Marianela es un caso completo y complejo, debido a que los tres factores considerados en este trabajo (el físico, el psicológico y el social) se encuentran perfectamente interconectados en ella; cada uno influye en los otros dos: ella es fea a causa de un descuido de su familia y la desnutrición a la cual la tienen sometida los Centeno; esta mala condición, además de repercutir en su apariencia —agravada también por la poca y miserable ropa que tiene para vestir—, junto con sus pocas luces, la vuelven “inútil”; esto, a su vez, merma su amor propio y la torna dócil, servil, fácil de pisotear; el poco aprecio que tiene por sí misma, además de verse sustituida por alguien “mejor”, a su vez, logra trastornarla tanto que su cuerpo se consume y muere. Gran ironía que, después de todo esto, el “noble” acto de Florentina de brindarle en su entierro todo aquello que le fue negado en vida sea lo único capaz de trocar todo 366 Ibidem, p. 18. 367 v. pp. 109-111, supra. 368 Pérez Galdós, Marianela, p. 67. 125 lo negativo de esta conjunción en algo positivo: la suntuosidad de la ceremonia hace que se cumpla su deseo por ser apreciada; el amor hipócrita de la sociedad se exagera a tal punto que, incluso, la fea llega a ser considerada bonita369. Abelarda es un prospecto menos “terrible”, ya que su situación económica no es tan precaria. Pese a que los Villaamil han tenido bastantes dificultades por el desempleo del patriarca, lo cierto es que muchas de sus carencias son resultado de la mala administración del dinero por parte de las féminas, quienes prefieren darse una vida de lujos y apariencias, para presumir en el teatro, a invertir en necesidades básicas, tales como la comida o la vestimenta. ¿Cuántas veces se describen en la novela las alacenas vacías, o la ropa vieja y remendada?; para la “insignificante” las penurias son, en perspectiva, mayores, debido a que no goza ni de la prioridad que tienen los hombres de la casa para las raciones —su padre, por ser la cabeza de la familia, y su sobrino, por ser el más pequeño, son las primeras bocas que reciben alimento— ni de la que tienen las mujeres para los atavíos —por ser la más joven, la ropa que le corresponde es la gastada herencia de aquello que su madre o su tía antaño gozaron nuevo y/o en buen estado—. Por otra parte, su simpleza no sólo se reduce a su faz, sino que también se manifiesta en su pobre cultura general, que no hace más que descalificarla otro tanto como una mujer atractiva para el sexo opuesto o como una que puede cuidar de sí misma. Las quejas expresadas en sus monólogos interiores vinculan todo el tiempo su posición y las carencias —materiales e intelectuales— con la poca gracia que ofrece su porte, exponiendo así sus ya sabidos traumas: A solas se descorazonaba la pobre joven, achicándose con implacable modestia. «Si, por más que él diga que no, vulgo soy, y ¡qué vulgo, Dios mío! […] Y aunque algo valiera, ¿cómo había de lucir mal vestida, con pingos aprovechados, compuestos y vueltos del revés? Luego, soy ignorantísima; no sé nada, no hablo más que tonterías y vaciedades, no tengo salero ninguno. ¡Qué pánfila soy, Dios mío, y qué sosaina! ¿Para qué nací así?»370 369 Ibidem, p. 153. 370 Pérez Galdós, Miau, p. 209. 126 Aunque con la Villaamil no es tan evidente como con María, sí puede apreciarse la relación que tienen la apariencia física y la posición social en algunos puntos, pues los humildes remedos de ropaje que usa le desmejoran la facha y la hacen ver más pequeña e insulsa. Empero, por suerte para ella, su apellido aún goza de una pizca del prestigio del pasado, por lo cual aún puede aspirar a convertirse en esposa de alguien —tal vez no de quien ella desea, pero sí de algún otro—; Ponce, sencillo, reservado y tranquilo, la acepta como prometida —incluso cuando su edad es otro factor en contra de la señorita371—. Aunque nunca se aclara si él de verdad la quiere o si, al igual que ella, sólo está cumpliendo con una imposición social; lamentablemente, el caballero es lo más que Abelarda puede ambicionar, pues ella no posee ningún atractivo (belleza, cultura, riqueza…) que la vuelvan un “buen” prospecto. Carmen resulta el caso más interesante en el aspecto social, pues es la única —tanto entre las feas como entre las bellas— que se presenta como un “híbrido”; esto es que sólo ella es hija natural de dos personas de distintos estratos: su madre, Guadalupe, pertenece a la clase media- baja372, mientras que su padre, don Eduardo Ortiz, se desenvuelve tanto en la capa media-alta como en la alta. Sin embargo, su condición de bastarda evita que haya una unión “provechosa” para ella; el medio abandono del progenitor —el hombre oscila durante toda la novela entre ser parte y no de la vida de Carmela— la condena a tener que resignarse a vivir en la capa inferior. La joven, consciente de la situación económica del padre y de la suya propia, aspira a ascender en la escala 371 v. nota 208, supra. 372 Entiéndase esta asignación de acuerdo con los estándares de la sociedad mexicana del siglo XIX que hace el propio Rafael Delgado dentro de sus novelas: la difunta se ajusta más a la clase media por la “libertad” con la que puede desenvolverse dentro de la comunidad de Pluviosilla —misma que, precisamente, junto con su belleza, la orilla a involucrarse con un hombre de un estrato superior—. De ser considerada por el autor como alguien de clase baja, presentaría —además de unos notorios rasgos indígenas o mulatos— una actitud diferente: mucho más servil y sumisa —casi como Filomena en Los parientes ricos— (v. pp. 64-65, supra). Recordemos, entonces, que: 1) Carmen, a lo largo de toda la novela, se lamenta haber heredado el estamento de la madre y no el del padre, y 2) tanto Delgado como los estudiosos, la han juzgado siempre como una mujer clasemediera; por lo tanto, Guadalupe también debería encajar en esta capa social y no en la más ínfima. 127 social para poder gozar de todos los privilegios que le han sido negados y que, a su ver, merece373; cegada por su ambición, está dispuesta a sacrificar lo poco que tiene con tal de obtener más. En realidad, comparada con las otras dos (María y Abelarda), la Calandria no ha tenido tantas carencias; su madre trabajó hasta su último aliento, antes de morir de tisis, para poder brindarle a su hija una vida digna dentro de sus posibilidades (sin hambre, sin frío, sin totales ignorancia e inutilidad). Aun después de su reciente orfandad, cuenta con la fortuna de tener una buena vecina, doña Pancha, que la toma a su cargo, como si de su propia cría se tratase, sin ningún compromiso de por medio —la relación amorosa con Gabriel, el hijo, y el dinero de don Eduardo son algo independiente—. Empero, sus sueños de grandeza la pierden cuando se deja seducir por Alberto Rosas, el lechuguino que, al igual que Ortiz en sus años mozos, busca mera diversión en las mujeres de menor categoría antes de sentar cabeza con una dama de mejor cuna, capaz de ofrecer una dote considerable; doña Pancha se preocupa por el futuro de su protegida e intenta prevenirla antes de que ésta cometa alguna tontería: Mira, Carmelita: no le hagas caso a ese señor; piensa que aunque tú eres de buena familia no ha de casarse contigo… Aunque sea duro te lo voy a decir, óyelo: mírate en el espejo de tu mamá. ¡Qué caro le costó haber creído en las promesas de tu padre! Hay que conocerse, hija… cada oveja con su pareja.374 La vieja ya ha visto con Guadalupe lo que las ilusiones infundadas provocan en las muchachas crédulas y no quiere que eso se repita con la antigua novia de su vástago; sabe que no se trata de una mala chica, sino de un mal comportamiento. No obstante, pese a sus múltiples cualidades, hay que recordar a qué grupo pertenece la heroína de La Calandria375 y qué clase de comportamiento presume a lo largo de toda la historia376; en ella, más que en ninguna otra de las ocho féminas analizadas —la mismísima Nela incluida— 373 Delgado, La Calandria, p. 95. 374 Ibidem, p. 79. 375 v. p. 74, supra. 376 v. pp. 112-113, supra. 128 influye tanto la cuestión social, pues es de ésta de donde provienen muchos de los conflictos. Adriana Sandoval sintetiza su peso en el recuento de las faltas que comete en nombre de su posición dentro de la sociedad de Pluviosilla, y lo vincula con la manifiesta doble reprobación del narrador (¿autor?) para con la actitud de la hija de la lavandera, tanto por su ciega ambición de obtener el ansiado ascenso sin merecerlo —por ser ilegítima— ni estar dispuesta a dar nada a cambio —por sólo esperar depender del bolsillo de otros, y no de su propios méritos, frutos de sus presuntos habilidades domésticas377 e ímpetu por el trabajo— como por la vanidad que dirige y sustenta su anhelo —el lujo es, en realidad, el único móvil que tiene—: Carmen no ha tenido un buen ejemplo en su casa. Su madre fue seducida y abandonada por un catrín que nunca se ocupó gran cosa ni de ella ni de su hija. El padre mismo, aunque lejano, tampoco ha sido un buen ejemplo. Carmen admira a su media hermana, pero sobre todo por su apariencia, por la ropa que usa, por su manera de arreglarse. Aspira a una mejor posición económica y social, aunque sabe que le está vedada la entrada en las clases altas. Su aspiración de ascenso social es legítima, pero las malas razones (el lujo, la envidia) no, según la óptica del narrador. Tampoco el camino que toma para subir de clase es el mejor: en lugar de trabajar, de esforzarse (valores caros a la Ilustración), acepta ser la amante de un catrín, creyendo en sus vanas promesas de matrimonio.378 Carmen no busca salir de su estrato en aras de una mejoría general que la ayude a cultivarse como persona; mucho menos lo hace por devoto amor a su padre y/o a su hermana —a quien sólo conoce de vista, pero envidia terriblemente por las “injustas” desigualdades entre ambas—. Sólo le interesan los beneficios materiales. En este sentido, ella y Abelarda comparten las mismas fantasías de darse una vida que “no les corresponde”, tanto por realidad económica —ambas intentan en repetidas ocasiones poseer más de lo que pueden costear— como por “derecho natural” —ninguna ha nacido en la clase alta, por lo que, aunque lo deseen con tanto fervor, resulta casi imposible que lleguen a formar parte de dichos círculos—. Asimismo, las dos mujeres esperan que este “ascenso” les llegue de la nada, sin 377 Delgado, La Calandria, p. 141. 378 Sandoval, op. cit., p. 29. 129 hacer esfuerzo alguno por ganarlo o, siquiera, merecerlo —ninguna busca instruirse ni, mucho menos, considera conseguirse un soporte económico con base en sus aptitudes, como hace Margarita379—; lo único que están dispuestas a hacer en pro de su sueño es liarse con cualquiera (Alberto y Ponce, respectivamente) que les permita llevar el estilo pomposo que ambicionan, aun sin amarlo. Elena, en cambio, no podría estar más despreocupada de las cuestiones sociales. Su condición la coloca en un “medio camino” dentro de su comunidad: antes de enfermar tuvo la oportunidad de estudiar y desarrollarse en el ámbito artístico —esto último, de hecho, aumenta durante su ceguera—380, tal como correspondía a una señorita de su estrato; sin embargo, está obligada a vivir por siempre dependiente de los demás, de quienes gana la simpatía suficiente como para que (casi) cualquiera tenga la buena disposición de ayudarle. Por desgracia, de acuerdo con los ideales de la época, jamás podrá encarnar los deberes que se esperarían de una “buena mujer”; ¿cómo una ciega podría volverse dueña de un hogar propio si no puede atender los quehaceres más básicos (cocina, costura, limpieza…) ni, mucho menos, hacerse cargo de satisfacer las necesidades de un marido y cuidar de los niños? Además, se sabe que su invidencia es producto de una enfermedad que llegó a la casa Collantes y, de los cuatro hermanos, la aquejó sólo a ella; ¿qué garantizaría que su decendencia no fuera igual de enfermiza? Esto, aunado con la lástima que provoca, la descartan como candidata para cualquiera. Si, además, se considera que su familia queda en bancarrota tras la muerte de su padre, es bastante obvio que no hay hombre alguno capaz de someterse al “sacrificio” de contraer nupcias con alguien que no se vale por sí misma —aun cuando posea habilidades que la conviertan en una 379 v. p. 133, infra. 380 Delgado, Los parientes ricos, pp. 136-138. 130 compañía agradable— y que, encima, no puede (¿debe?) darse el lujo de hacerlo. Juan, durante sus reflexiones, resume la precaria situación de su prima: …cierto misterioso sentimiento (desconocido para Juan hasta el instante aquel) le hizo volver, no sin energía, a sus propósitos de la madrugada. ¿Qué sentimiento era ése? Tardó el mancebo en darse cuenta de él. Nunca se le había imaginado así. Un sentimiento satisfactorio, que más lo sería si hubiera llegado por otros caminos: el sentimiento de la paternidad, sentimiento naciente, muy leve, acaso vago, de suaves lineamientos. Y con él cierto noble orgullo de virilidad; orgullo másculo que se complacía de su existencia, y parecía ir en aumento, duplicando su energía, para fijarse robusto, poderoso, firmísimo en un niño delicado, risueño, gracioso, de hoyosas mejillas, de rostro como de rosa y de alabastro, con grandes ojos negros, en los cuales centelleaba doble luz; un niño en quien todos descubrían rasgos de la fisonomía paternal, en unión encantadora con la belleza materna; porque Elena era muy hermosa, ¡hermosísima!… Pero, ¡ay!, en aquel momento, como una racha de viento que apaga al paso una hoguera incipiente, mil pensamientos inesperados le acometieron irresistibles… El sacrificio de una libertad que nunca tuviera freno… la vida en Europa con tantos y tantos amigos… la juventud prematuramente sacrificada en un hogar entristecido, sí, anegado en tristeza, porque no podría haber alegría ni recepciones, ni fiestas en el hogar de un hombre cuya esposa fuera ciega. Hermosa, sin duda, pero ciega y sin fortuna… ¿Podía Elena ser en su casa lo que él había deseado siempre, cuando pensara en casarse, esto es, una mujer comme il faut, brillante, sugestiva, reina de sus salones en torno de la cual se congregaran o pudieran congregarse caballeros distinguidísimos, políticos, diplomáticos, banqueros, literatos, artistas?… ¿Una ciega? Imposible.381 Incluso con el endiosamiento machista que hace de sí mismo al verse como el semental que consiguió preñar a la bella morena, el catrín está consciente de que no le conviene engancharse con una dama que requiere tantos cuidados y que, por lo tanto, no encajaría en su estilo de vida; el lechuguino, de entrada, no tiene en ningún momento la disposición de dejar de lado la juerga para sentar cabeza382, mucho menos lo hará por aquella a quien considera indigna. La propia doña Dolores, madre de la desdichada, se encarga de resumir la penosa situación de su hija: “Tras la pobreza […] vino… la deshonra”383, puesto que está consciente de que, de todos los miembros de su familia, ella es quien más ha sufrido (y quien continuará haciéndolo en mayor 381 Ibidem, pp. 312-313. 382 Es importante aclarar que Juan, pese a que presuntamente contrae matrimonio al final de la novela (Delgado, Los parientes ricos, p. 340), no lo hace por madurez ni por la búsqueda de una vida más tranquila y hogareña. En realidad, es todo lo contrario: su fuga con Conchita Mijares, en gran medida, se basa en la jocosidad de la joven, que propicia y secunda la liviandad y el alboroto a los que el mayor de los hermanos Collantes y Aguayo está acostumbrado. 383 Delgado, Los parientes ricos, p. 378. 131 medida): no bastó con quedar ciega después de las fiebres y con tener que limitar sus gastos por las deudas heredadas tras la muerte del patriarca, ahora ha de ir a cuestas con un bastardo a quien jamás podrá cuidar, y que sólo servirá como motivo de burla y cotilleo por ser la encarnación del libidinoso pecado de la morocha. Lena, por desgracia, ha resultado un lastre para la casa Collantes: es por ella384 que, desde el inicio (antes de que pierda su virtud), son todos señalados como los condenados a cargar con el suplicio de una niña invidente, inútil, dependiente. En parte, por ello, y tratándose de circunstancias infortunadas, esta mexicana se destaca entre las feas por ser la del caso más penoso. Sí, es cierto que María es la que más sufre —no lo hemos repetido hasta el cansancio sólo para olvidarlo en este apartado— porque todas las variables están en su contra (sin familia, sin fortuna, sin educación, sin salud, sin autoestima, sin atractivo…), y que Abelarda y Carmen se afligen día a día por tener que enfrentarse a sus propias realidades contrapuestas con sus fervientes anhelos de escalar a un estrato social en el que no encajan por falta de estirpe, de patrimonio y de cultura; empero estas tres tienen entre sí algo en común que no afecta a la cuarta: todas son descalificadas por razones sociales “válidas”. La Collantes, en cambio, es una señorita bien educada y con un apellido reconocido, cuya carencia más significativa es el sentido de la vista, lo cual la afecta en su forma de desenvolverse fuera del seno familiar; acostumbrada a los mimos y cuidados, ¿cómo podría ella saber de la crueldad del mundo exterior? Pese a ser el mejor partido del grupo, su físico continúa pesando lo suficiente para que la descarten y desacrediten, y su personalidad385 y su poca experiencia la vuelven presa fácil de los depredadores que logran infiltrarse en su reducido círculo. 384 Es pertinente subrayar que en este análisis no se responsabiliza a Elena Collantes de su infortunio ni, mucho menos, del de su familia. El sentido que se le da a señalarla como la “culpable” es el de recalcar que ella es la razón, mas no la causante. 385 v. pp. 113-115, supra. 132 En el grupo de las bellas, por el contrario, los detalles sociales son más gratos; estas mujeres poseen mayores facilidades y son capaces de subsistir sin complicaciones. Florentina, por ejemplo, no conoce lo que es la preocupación, pues siempre lo ha tenido todo: además de bonita y “buena”, es la única heredera de la vasta fortuna de su padre, don Manuel Penáguilas, y la prometida de su primo, Pablo, también rico; quizá por ello la miserable vida de Marianela le parece más una idea romántica con potencial para convertirse en proyecto “caritativo” que un estado real de la existencia. La ignorancia que la blonda presenta es muy particular: no conoce la sordidez ni la carencia porque nunca ha estado —ni parece que vaya a estar— expuesta a ellas; no puede imaginarse lo que son ni siquiera después de verlas encarnadas en la huérfana porque, simplemente, no ha vivido en carne propia tan miserable situación. Por otra parte, aunque su familia no pertenece a la clase alta, Luisa goza de muchos más privilegios cuando la mayor de las hijas todavía vive: el padre cuenta con un puesto laboral destacado y el yerno está empleado ahí mismo; además, la ascendencia se presume óptima, pues tanto la madre como la tía provienen de buena cuna. La casa Villaamil, en ese entonces, puede permitirse el lujo de educar a medias a las niñas: Las escasas seducciones de entrambas no las realzaba una selecta educación. Se habían instruido en tres o cuatro provincias distintas, cambiando de colegio a cada triquitraque, y sus conocimientos, aun en la elemental, eran imperfectísimos. Luisa llegó a saber un francés macarrónico que apenas le consentía interpretar, sobando mucho el diccionario, la primera página del Telémaco, y Abelarda llegó a farfullar dos o tres polcas, martirizando las teclas del piano.386 No obstante, las pocas luces que comparten parecen favorecer más a la señora de Cadalso; al decir del narrador, se desenvuelve en sociedad con mejores porte y presencia que su hermana pequeña387. Ambas son tontas, pero tal vez una lo evidencia menos gracias a su escudo fenotípico —el cual, 386 Pérez Galdós, Miau, pp. 184-185. 387 Ibidem, p. 184. 133 asimismo, podría ser el único aliciente para seducir a un posible marido, además de la promesa de la crianza en un hogar decente—, y por ello suma más puntos como mujer casadera que la otra. Dolores y Margarita, de igual manera, contrastan con sus hermanas por ser capaces de mantenerse solas frente a la sociedad, eligiendo, además, hacerlo enteramente por sí mismas, sin ningún hombre a su lado. Ambas, aun siendo señoritas de casas decentes, son tan fuertes y autosuficientes que no muestran prisa —mucho menos desespero— por cambiar la etiqueta de “hijas” por la de “esposas”. Lola, sobre todo, se presenta satisfecha con su condición, ya que, como Florentina, es la única heredera de la fortuna familiar —a diferencia de Carmen, ella sí es reconocida por don Eduardo Ortiz por haber nacido dentro del matrimonio—, y también goza de la libertad de no encontrarse atada por el compromiso —se sabe que tiene novio, mas nunca se hace referencia a la consumación matrimonial de dicha relación—; asimismo, su autonomía le permite expresar la vulnerabilidad de la mujer seducida ante el hombre seductor. Margot, a su vez, aunque de clase más baja que la legítima Ortiz, ha recibido, junto con Elena, una buena educación, pertinente para su género y su estrato. Asimismo, resulta una actante singular, pues, de ambos grupos, sólo ella trabaja (como costurera388 de las muchachas acaudaladas del pueblo), lo cual le permite contribuir de forma distinta —independiente de sus implícitas tareas femeninas— con la manutención de la casa. No hay ninguna otra que, como ella, rechace con total firmeza la mano del caballero que se le propone; ni siquiera Carmela, que rompe lazos tanto con Gabriel como con Alberto, acaba por rechazar depender del bolsillo masculino —al final, accede a ser la meretriz del segundo—. La suma de todos estos factores sociales de su estado particular la vuelven la más moderna y emancipada de todas las actantes tratadas; su autosuficiencia alcanza un 388 El oficio de Margarita se presta para abrir otro punto de debate respecto a la importancia de la apariencia física en estas cuatro novelas. De entre todos los trabajos que podría haber elegido una muchacha instruida (dama de compañía, institutriz, sirvienta incluso…), ¿por qué elegiría uno que necesariamente se relaciona con la facha femenina? 134 grado tal que ni se inmuta al aceptar, por voluntad propia, hacerse responsable de la penitencia de su hermana: el hijo nonato de Juan que Elena alberga en sus entrañas. Sorprendentemente, aunque Delgado suele ser normativo —sobre todo respecto a la conducta mujeril decimonónica—, las acciones de la blonda no son censuradas por el narrador; al contrario, parece que las celebra. De nueva cuenta, el segundo grupo de féminas sale mejor parado que el primero; sin importar lo poco o mucho que se parezcan en cuanto a las circunstancias sociales directas —tres de cuatro pares son hermanas y, por lo tanto, deberían compartir algunas de las variables que les corresponden—, las bellas consiguen hacerse de mejores relaciones —tanto amistosas como amorosas— y de gozar mayores privilegios económicos. En resumen, el factor social influye lo suficiente en la historia de cada una de estas heroínas, ya que es dentro de su núcleo familiar y de su comunidad donde encuentran —la presencia o la ausencia, según sea el caso— de las bases y el apoyo necesarios para tener un desarrollo saludable que les permita forjar una psicología compleja y una autoestima fuerte, además de un respaldo económico que las posicione en un lugar “respetable” en el cual se propicie y prospere el papel que se espera desempeñen como dueñas de un hogar. Para las bellas no hay mayor complicación, pues todas poseen un soporte apropiado —incluso Luisa y Margarita, que pertenecen a clases más bajas que Florentina y Dolores, tienen buenas oportunidades de sustento—, tanto en sus círculos como en sus bolsillos; empero, para las feas también es una variable desfavorable, pues ninguna puede valerse por sí misma —la joven Miau y la Calandria, aun teniendo la oportunidad, se niegan a hacerlo—, ni siquiera cuando existe alguien dispuesto a auxiliarlas (Golfín a María, Ponce a Abelarda, Gabriel a Carmen, y Margot y Filomena a Elena), parece que siempre es demasiado tarde para ellas. 135 Conclusiones De acuerdo con las observaciones antes mostradas, es posible deducir que, en efecto, existe algo en el físico de estos personajes que, de alguna u otra manera, los predestina a un futuro en específico; ¿por qué, si no, aquellas a las que nos hemos atrevido a catalogar en este estudio como las feas (María, Abelarda, Carmen y Elena) sufren un destino más trágico que el de las denominadas bellas (Florentina, Luisa, Dolores y Margarita)? Aun cuando se registran otros factores (psicológicos y sociales) que influyen en la construcción del desarrollo del papel que desempeñan dentro de la historia, no son tan definitivos; de serlo, los dos pares de hermanas —tres, si se cuenta a aquellas que comparten un solo progenitor— tendrían cargas similares de determinación y, por consiguiente, vidas muy semejantes —lo cual, sabemos, no sucede—. La apariencia de las ocho mujeres es uno de los rasgos más evidentes e importantes de las novelas a las cuales pertenecen; los autores hacen constante hincapié en ella y, de entre todos los elementos narrados, recibe especial atención. Mientras más extremo es el caso —como los de las féminas en Marianela—, se observa una mayor descripción del cuerpo y el rostro —esto en proporción con el nivel de protagonismo que posee cada una—. Además, tratándose de una fea, también existe la peculiaridad de que, cuanto más se acerca su inminente declive —la deshonra, la locura y/o la muerte—, su facha va desmejorando; esto no pasa con las bellas, puesto que todas se muestran tan o, incluso, más hermosas que cuando aparecen por primera vez —si acaso Luisa, la única muerta del segundo grupo, sufre, por obvias razones, una ligera transformación en su apariencia poco antes de su deceso—. Los estados fisiológicos del primer grupo analizado auguran desde el comienzo una mala fortuna para sus distinguidas integrantes: la presunta anemia de María, la repentina demencia de 136 Abelarda, la herencia tuberculosa de Carmen y la sospechosa ceguera de Elena son, todas, manifestaciones directas o subsecuentes de alguna desmejora (enfermedad y/o padecimiento) cuyos síntomas se detectan —total o parcialmente— en el semblante. Resulta muy difícil considerar este fenómeno como una mera coincidencia, puesto que en todas las obras las peores suertes siempre les son asignadas a las mujeres con menor atractivo y con algún problema médico; no basta con la consciencia de poseer un infortunado fenotipo —lo cual merma su autoestima— y de sobrellevar una mala salud —junto con sus respectivas consecuencias—, sino que también, por esta misma desgracia fenotípica, han de soportar las injusticias cometidas por aquellos que las rodean. Como se ha visto en el tercer capítulo de este trabajo, el físico se interconecta con los rasgos psicológico y social tanto en el caso de las feas como en el de las bellas, ya que gran parte de su confianza, de su comportamiento y de su desempeño dentro de su comunidad —así como la visión que los terceros tienen sobre ellas— depende bastante de su escasa o nula belleza —la cual, a su vez, se subyuga al canon estético decimonónico europeo—. Dentro de las cuatro novelas realistas analizadas, al menos, la fortuna siempre favorece a las féminas que poseen facciones que las aproximan más al estereotipo de la raza blanca (de piel clara y rasgos “finos”), y perjudica a aquellas que no se acoplan del todo a éste y/o que encajan mejor en el tipo indígena-asiático (de tez morena y facciones más “toscas”). Tomando esto como referente, no sorprende que: 1) las feas, pese a ser “buenas” mujeres, terminen, de alguna u otra forma, sucumbiendo ante las desgracias de la vida, en tanto que 2) las bellas, sus contrapartes, obtengan mayores oportunidades y, casi siempre, alcancen con éxito sus metas, incluso si su comportamiento y/o su carácter no son tan agradables como los de las otras. Asimismo, se justifica que las cuestiones colectivas tampoco sean definitivas para ninguna: ni en las duplas de hermanas (Abelarda y Luisa, Carmen y Dolores, y Margarita y Elena) hay alguna que 137 comparta, aunque sea por asomo, el mismo fin con otra. A pesar de que muchas de sus circunstancias son, en cierta medida, iguales, parece ser que el físico siempre tiene la última palabra. Como consecuencia de las observaciones descritas, todo parece confirmar una concienciada tendencia por favorecer a las bellas por encima de las feas, gracias a la cual puede asegurarse que el patrón de fealdad-desventura y belleza-ventura se repite, sin excepción, en cada una de las obras. Así, mientras el resto de los aspectos que conforman a las actantes (psicológico, social, cultural, geográfico, genético…) varía entre una y otra, sólo el fenotipo parece tener una relación directa y proporcional con el destino de la muchacha en cuestión, el cual varía dependiendo de qué tan “fea” o qué tan “guapa” sea ésta. Tal parece que los escritores Benito Pérez Galdós y Rafael Delgado, de manera consciente y premeditada, decidieron dotar a sus protagonistas femeninas con esta pesada carga de supeditarse al futuro —favorable o no— que les depare su (mucho, poco o nulo) atractivo. En tanto, estas mujeres, ignorantes de dicha situación —igual que el resto de los personajes—, no tienen más remedio que seguir la (¿única?) senda que ha sido trazada intencional y exclusivamente para ellas; ni siquiera aquellas que, con base en los hechos narrados, poseen libre albedrío dirigen el curso de su propia estrella. Por otra parte, desde un punto de vista más subjetivo, las cuatro feas consiguen un efecto sorprendente: de alguna forma, su construcción psicológica compensa —a veces hasta con creces— los “desperfectos” de su apariencia; aun con los repentinos deslices que tienen, su usual buen comportamiento y su carácter dulce apelan a la empatía (¿simpatía?) del lector y las vuelven entrañables. Sin ninguna duda, Nela se gana el afecto de aquellos que la leemos por medio de sus justas y desinteresadas acciones; su corazón noble y su sacrificio al anteponer la felicidad de terceros (Pablo y Florentina) por encima de la suya consiguen una maravillosa compenetración que 138 no puede ser igualada por nada que provoque cualquier otra actante de la novela. Esto mismo se repite con las otras tres: Abelarda, la amorosa madre sustituta que cuida de Luisito, es digna de lástima y compasión porque, en pago por sus cuidados y atenciones, no recibe más que las constantes burlas y los crueles embustes del pérfido Cadalso; Carmen, pese a su vanidad y su ambición, no es más que el punto medio entre una niña huérfana, necesitada, en busca del afecto paterno ausente, y una mujer que erra al proyectar sus intereses en un donjuán experimentado, y Elena, apartada por su afectuosa familia de todo aquello que pueda dañarla más de lo que ya está, en su inocencia, se ve seducida, manipulada y abandonada por un juerguista sin escrúpulos. En contraste, estos sentimientos positivos que llegan a desarrollarse por las féminas del primer grupo conforme progresa la lectura no surgen —al menos no de igual manera— con las bellas: Florentina, con sus actos y comentarios tan ambiguos, propicia el recelo de quienes tenemos una perspectiva más amplia de los hechos; Luisa es tan ciega como para favorecer a su vicioso marido antes que a su propio hijo o al resto de su familia que, en pocas páginas, resulta chocante, y Dolores, aunque se presume virtuosa, carece de una personalidad trabajada, por lo cual se vuelve difícil tener una conexión real —buena o mala— con ella. Margarita, si acaso, es la única dentro de este segundo grupo que consigue una compenetración con la gente, ya sea en el mundo diegético o fuera de él; de los ocho personajes, sólo ella exhibe un memorable equilibrio de belleza —tanto externa como interna— que la vuelve digna de admiración, respeto y predilección. Este vínculo que las mujeres forman —o no— con el lector complica la aceptación incuestionable de su destino: según el juicio de los autores, la actante por la cual es fácil desarrollar sentimientos afectivos desde los primeros instantes merece un fin miserable, mientras que otra “menos agradable” consigue uno más “feliz”; parece injusto que, para estas féminas, todo en su vida dependa de la facha que ofrecen, sin que se consideren otros factores. Sin embargo, recordemos que el principal objetivo del Realismo es retratar el mundo “tal cual es” y que, por ello, 139 muchas veces, el héroe no consigue lo que desea y/o el villano no recibe el castigo que merece; la justicia esperada no siempre se alcanza porque debe apelarse a la verosimilitud, al reflejo del comportamiento general de la sociedad real, y no al idealismo de lo que “debería ser”. Por desgracia, este criterio también aplica para los personajes. Si bien, aunque dentro de estos ocho casos particulares sólo cuatro de estas mujeres son las heroínas de sus propias novelas —María de Marianela, Carmen de La Calandria, y Elena y Margarita de Los parientes ricos— y ninguna es la antagonista, sí existe una diferenciación entre las que obran “mejor” y las que obran “peor”. Tomando en cuenta todos estos factores, se puede afirmar que existe una considerable carga determinista radical insertada conscientemente por los artistas —ya fuera por convicción de la autenticidad y/o veracidad de la idea, o por hacerle censura a la misma— que predestina a las actantes a tener un futuro específico acorde con su apariencia. En todas las obras analizadas los hechos se dan tal como proponen los poligenistas: pese a ser parte del mismo medio (el norte de España, Madrid o Pluviosilla, según sea el caso), algunas féminas (las feas: María, Abelarda, Carmen y Elena) deberán conformarse con una fortuna tan mala como la poca gracia que presentan en su rostro, en tanto que otras (las bellas: Florentina, Luisa, Dolores y Margarita) alcanzarán un final más satisfactorio, proporcional al goce estético que tienen aquellos que las conocen y las miran; aun aquellas que son hermanas —y que, por ende, tienen la misma carga respecto a todo lo referente al entorno y al parentesco— se supeditan a la única diferencia evidente: su apariencia. De hecho, el peso que se le da a esta teoría dentro de las ya mencionadas novelas es tan grande que, incluso, pareciera afectar —aunque en menor medida— a más personajes femeninos, quienes también podrían ser víctimas del fenotipo con el que fueron construidas, pues también hay una mención y una consecuente reiteración considerables de sus rasgos y de su (buena o mala) fortuna. No obstante, por fines prácticos, su estudio ya no compete a este trabajo. Cuadro A Belleza y porte Posibilidad económica Educación apropiada Amor Salud Buen comportamiento Vida Física Mental María (Marianela) ‒ ‒ ‒ ‒ ‒/+ +/‒ + ‒ Abelarda (Miau) ‒/+ ‒ ‒/+ ‒/+ +/‒ ‒/+ +/‒ + Carmen (La Calandria) +/‒ ‒/+ ‒/+ / / + / ‒ Elena (Los parientes ricos) +/‒ ‒/+ +/‒ ‒ ‒ + +/‒ + Margarita (Los parientes ricos) + / +/‒ + + + + + Dolores (La Calandria) + + + +/‒ + + +/‒ + Luisa (Miau) +/‒ / ‒/+ +/‒ ‒/+ ‒/+ ‒/+ ‒ Florentina (Marianela) + + + + + + / + Escala por considerar: (+) y (‒) Donde: (+) significa que posee por completo de dicha cualidad; (‒) que carece de ella en su totalidad; (+/‒) que es más lo que posee que lo que carece de ella; (‒/+) que es más lo que carece que lo que posee de ella, y (/) que oscila entre poseerla o no. 1 4 0 Cuadro B Belleza y porte Posibilidad económica Educación apropiada Amor Salud Buen comportamiento Física Mental María (Marianela) 1 0 0 1 3 6 9 Muere Abelarda (Miau) 4 2 4 3 7 2 7 Vive Carmen (La Calandria) 7 4 3 5 5 9 5 Muere Elena (Los parientes ricos) 8 3 7 1 1 10 8 Vive Margarita (Los parientes ricos) 10 5 8 9 10 10 10 Vive Dolores (La Calandria) 10 10 10 7 10 10 8 Vive Luisa (Miau) 6 5 3 6 4 4 3 Muere Florentina (Marianela) 10 10 10 10 10 10 5 Vive Escala por considerar: 0–10 Donde: 0–1 significa que carece (casi) por completo de dicha cualidad; 9–10 que la posee (casi) en su totalidad, y el resto de los números, para señalar hacia dónde hay mayor inclinación (2–4 para no poseerla, 5 para indicar que se oscila entre poseerla o no, y 6–8 para sí poseerla). 1 4 1 Cuadro C: Aspecto físico Cuerpo Rostro Otros Juicios del autor María (Marianela) En vida: - Delgadísimo (p. 15) - Pequeño (pp. 15, 126), menguado (pp. 13, 30), chico (pp. 87, 126), enano (p. 124) - Débil (p. 37) - Piel morena (p. 148) y pecosa (pp. 16, 49, 87, 147) - Cabeza chica (p. 15) - Busto mezquino (p. 15) y desairado (p. 49) - Manos flacas y ásperas (p. 148) - Pies pequeños (p. 15) Poco antes de morir: - Pálido y descompuesto (p. 129) - Decadente y marchito (p. 129) - Piel más pecosa (p. 147) En vida: - Delgado (p. 16) - Teñido por el mineral (p. 18) - Cabello corto y rizado (p. 15); dorado oscuro (p. 16), pero descolorido (pp. 16, 87); escaso (p. 49); ralo (p. 147) - Frente pequeña (p. 16) y angosta (p. 147) - Ojos negros (pp. 14, 16, 37, 49) y chicos (p. 147), pequeñitos (p. 125) - Nariz picuda (pp. 16, 49, 87, 147) - Boca desabrida y fea (p. 16); sin gracia (p. 87), insignificante (p. 147) - Labios chicos (p. 16) y secos (pp. 111, 148) - Dientes blancos (p. 153) Poco antes de morir: - Cadavérico y desagradable (p. 147) - Cabello más ralo (p. 147) - Frente más angosta (p. 147) - Ojos más chicos (p. 147) - Nariz más picuda (p. 147) - Boca más insignificante (p. 147) - Labios cárdenos (p. 148) En vida: - Mujer con mirada de disminución (p. 15); mujer que parece niña (pp. 125, 129) - Niña con ojos y expresión adolescente (p. 15) - Asombrosamente desarrollada o deplorablemente atrasada (p. 15); atrasadilla (pp. 15, 65) - Fenómeno (p. 15), fea (pp. 16, 47, 87-89, 124, 126, 128), feíta (p. 90), monstruo (p. 146) - Bonita antes de su accidente (pp. 17, 47) - Raquítica (p. 18), sin fuerzas (p. 65), delicada (pp. 110, 121, 131) - Bonita, guapa (p. 75) - De facha ridícula (p. 126) Después de morir: - Casi bonita (p. 153) - Célebre por su hermosura (p. 155) En vida: - De pies ligerísimos (p. 13) y ágiles (p. 15) - De figura proporcionada (p. 15), pero desconforme (p. 15) y miserable (p. 37) - Cabeza gallarda, con cabello de nativa elegancia e independencia salvaje (p. 15) - Nariz graciosa (pp. 16, 49) - Ojos vividores y tristes (p. 16) - Sonrisa imperceptible, como de muerto (p. 16) - Linda boca (p. 16) - Cara de avecilla graciosa y vivaracha (p. 37); con fisonomía de pájaro (p. 49); figurilla de pájaro (p. 87) - Imagen mezquina (p. 49) Poco antes de morir: - Con señales de una espantosa alteración física (p. 129) - Planta que acaba de ser arrancada del suelo, dejando en él las raíces (p. 129) - Expresión más triste de la tristeza y la miseria humana (p. 148) Abelarda (Miau) - Más pequeña que la madre (p. 118) - Piel pálida (pp. 155, 296) - Cutis malo (p. 126) - Cabello efusivo (p. 126) - Frente angosta (p. 232) - Ojos oscuros, redondos y vivos (p. 126) - Con ojeras (p. 296) - Con una raya indefinible entre el pico de la nariz y la boca (p. 126) - Boca chica y relamida (p. 126); de esquina (p. 232) - Fisonomía de la cara como la de un gato (pp. 57-58, 64, 86, 231, 328, 399); cara de gatita de porcelana (p. 231) - Parecida a la madre y a la tía (pp. 63- 64, 231-232, 328, 399); en armonía con ellas (p. 126) - Muñecona (p. 74) - Plepa (p. 256), fea (p. 231), ajadilla (p. 296); sin belleza (p. 373) - Ni bonita ni fea (p. 126) - Insignificante de cara (pp. 126, 160, 184, 207, 209-210, 218, 227, 231, 237, 243, 250, 283-284, 289, 291, 310, 312-313, 315, 330- 331, 365, 367, 373, 380, 382, 430, 436, 448) y cuerpo (p. 209) - Poco parecido con un gato hasta que se la ve junto a su madre y a su tía (p. 126) - Piel como de muerta (p. 155) - Sosa (pp. 198, 231, 256, 365, 369, 437), sosaina (p. 209), pava (p. 218), desaborida (p. 232); sin gracia (p. 232) - Calabaza con boca, ojos y manos (p. 209) - Ojos tristes e inexpresivos (p. 232) - Boca aceptable sólo cuando ríe (p. 232) 1 4 2 Carmen (La Calandria) En vida: - Mórbido e incitante (p. 90) - Escultórico (p. 99) - Piel blanca (p. 46) y pálida (pp. 45, 90, 97, 99, 116) - Cabeza gentil (p. 46), graciosa (p. 65), artística (p. 152) y linda (p. 172) - Cuello airoso (p. 46) - Busto escultural (p. 46); seno turgente (p. 46), redondo y abultado (p. 99) - Brazos torneados y con finísimo vello (p. 24) - Manos ásperas (p. 38) y pequeñas (p. 46) - Talle hermoso (p. 99) En muerte: - Piel amarilla y amoratada (p. 212) - Con manchas rojas (p. 212) En vida: - Oval (p. 45) - Cabello quebrado-rizado y negro (pp. 45-46, 99) - Pestañas rizadas (p. 25) - Ojos negros (pp. 23, 25, 45, 97, 116, 190), rasgados (pp. 25, 45, 97) y brillantes (pp. 45, 62) - Nariz respingada, con fosas anchas y abiertas (p. 99) - Boca chica (pp. 45, 55) - Labios gruesos (p. 46) y rojos (pp. 55, 116) - Dientes parejos y blancos (p. 45); menudos (p. 71) En muerte: - Con ojeras violetas, casi negras (p. 212) - Boca contraída (p. 212) - Carita de manzana (p. 2) - Bonita (pp. 5, 16, 25, 36, 55, 58, 107, 121, 157, 189-190), hermosa (pp. 12, 128, 141, 191), linda (pp. 36, 45-46), guapetona (p. 55), lindísima (p. 115), guapa (p. 179); de rechupete (p. 36); de hermosura incomparable y sublime (p. 99); de pe, pe y doble u* (pp. 113, 179); con todas las generales de la ley (p. 115); hembra de lo fino (pp. 117, 123) - Parecida a su hermana (pp. 14, 55) - Ojos de lucero (p. 45), bonitos (p. 55), hermosos (p. 58), incomparables (p. 116) - Pies bonitos (p. 55) - Labios húmedos y provocadores (p. 116) - De contornos seductores (p. 116) - Bella (pp. 20, 58, 90, 94. 99, 119, 152, 172, 212), beldad (p. 29), hermosísima (p. 45), linda (pp. 65, 90), hermosa (pp. 97, 99, 124); de virginal belleza (p. 94); de juvenil hermosura (p. 119) - Hermosos ojos (p. 25) - Incomparable con su hermana (pp. 40, 45, 126) - Tez pálida como marfil (p. 45); rostro dulcemente pálido (p. 99) - Labios graciosos (p. 46) - Dientes como perlas (p. 46) - Emperejilada beldad (p. 63) - Rostro gracioso (p. 71) - De linfática herencia e incurable enfermedad (p. 99) - Con sangre líbica (p. 99) - Cuerpo vibrante, rítmico y sensual (p. 99) Elena (Los parientes ricos) Antes de la deshonra: - Bajo (p. 12) - Un poco encorvado (p. 15) - Piel morena (pp. 12, 15, 213) - Manos mórbidas (p. 264) Después de la deshonra: - Piel pálida (p. 283) Antes de la deshonra: - Cabello negro (p. 20) - Párpados vivos (p. 15) - Pestañas largas y levantadas (p. 15) - Ojos negros (pp. 15, 62, 172, 188), grandes (p. 15), rasgados (pp. 15, 172) y límpidos (p. 15) - Ciega (pp. 15, 69, 74-75, 133, 136-138, 140, 148, 164, 168, 173, 180, 182, 184, 188, 213, 215, 220-221, 231, 233-234, 236, 240, 249, 263-264, 266-267, 275-277, 283, 286-287, 289, 311, 313, 324, 326, 347-348, 352, 360, 363-364, 374, 376) Después de la deshonra: - Con ojeras (p. 283) - Hermosa (pp. 15, 289, 311, 313), linda (pp. 15, 170), bella (pp. 139, 236, 313), bellísima (p. 236), hermosísima (p. 313) - Incapaz de inspirar pasiones (p. 133) - Privada de la luz del día (p. 139) - Linda (p. 12), bella (p. 283); de gran belleza (p. 15) - De dotes y exuberante opulencia juveniles (p. 15) - La más bella de las jóvenes tebanas cegada por implacable crueldad de los dioses (p. 15) - Belleza ardiente de centifolia (p. 15) - Ceguezuela (pp. 16, 20, 51, 54, 59-60, 62, 84, 100, 136, 138 167, 169, 172, 174-175, 181, 185, 189, 206, 217, 220, 229, 240, 261, 266, 270, 274-277, 284, 307, 323-324, 326- 327, 346, 349, 351-352, 364); ruiseñor ciego (p. 138); con ojos sedientos de luz (p. 188); con ojos sin luz (p. 286); de mirada inexpresiva (pp. 286, 326) y vaga (p. 326) - Ojos soberbios (pp. 172, 188), limpios (p. 188) y hermosos (p. 188); con fulgor mortecino (p. 15); con extraordinaria belleza (p. 62) 1 4 3 Margarita (Los parientes ricos) - Alto (pp. 12, 33) - Esbelto (pp. 33, 73, 369) - Gracioso (p. 33), gallardo (pp. 44, 65, 107, 198) - Piel blanca (p. 15) - Cabeza lánguida (p. 271) - Cintura delgada (p. 33) - Cabello rubio (pp. 12, 15, 17, 18, 21, 33, 54, 69, 84, 90, 95, 115, 127, 138, 147, 159, 172-177, 180, 197-198, 200, 213, 220, 222, 224, 241, 246, 255, 262, 269, 271, 273, 275, 279, 283, 300, 331, 346-347, 353, 355, 360- 362, 370, 375, 378) - Ojos azules (pp. 33, 57, 95, 104, 273), rasgados (p. 57) y grandes (p. 349) - Labios rojos (p. 33) - Hermosa (pp. 33, 54, 132, 198, 350, 352), linda (pp. 15, 69, 116), bella (pp. 198, 223, 241, 262, 370) - Retrato de su abuela materna y su tía paterna (p. 33); hermosura por linaje paterno (p. 33) - Con cierto atractivo (p. 73) - Cuerpo “cimbrador” (p. 73) - Ojos de zafiro (p. 104) - De cabeza linda (p. 355) - Linda (p. 12), hermosa (p. 15); ideal belleza (p. 353) - Pálida como lirio, labios de púrpura y pupilas de lino (p. 15); dulce y regocijada como azucena (p. 15) - Desbordante de juventud y gracia (p. 33) - Sonrisa dulce (pp. 33, 93) - Donairoso andar (p. 33) - Ojos magníficos (p. 95), hermosos (pp. 273, 349), soberbios (p. 353); de mirada ensoñadora y melancólica (p. 146) - De figura dulce y angelical (p. 370) Dolores (La Calandria) - Cabeza linda (p. 206) - Corte similar al de su hermana (p. 55) - Cabello rubio (pp. 55, 206) - Nariz y barba similares a los de su hermana (p. 55) - Bonita (pp. 49, 95); la más bonita (pp. 36, 126) - Gallarda (pp. 8, 57), graciosa (p. 57) - Bella (pp. 57-58), hermosa (pp. 57, 206); una de las señoritas más guapas de la ciudad (p. 9) Luisa (Miau) En vida: - Cuello y hombros algo llenos (p. 184) Poco antes de morir: - Desmejorado y endeble (p. 191) - Seco, como momificado (p. 192) En vida: - Boca algo fresca (p. 184) Poco antes de morir: - Famélico (p. 192) - No bonita (p. 184) - Con algo de ángel en la mirada (p. 184) - Con algo de gracia (p. 184) Florentina (Marianela) - Piel rosa tostada (pp. 92, 145) - Oval, más redondo que angosto (p. 92) - Frente lisa (p. 92) - Cejas finas y arqueadas (p. 92) - Ojos claros y proporcionados (p. 92) - Labios gruesos (p. 92) - Preciosa (pp. 76, 105, 113), guapa (pp. 95, 105, 134), bonita (pp. 100, 146), hermosa (pp. 100, 111, 131, 133-134, 146-147), bella (p. 131), hechicera (pp. 137, 145), divina (p. 147); tipo perfecto de hermosura (p. 135); compendio de todas las bellezas (p. 137); verdadera hermosura (p. 147) - Guapa como la Madre de Dios (p. 77); Virgen (pp. 77, 88, 91-92, 99, 100, 104, 107, 109-111, 127, 136) - Luz divina, música deliciosa, armoniosa (p. 132) - Ángel (pp. 100, 126, 132, 134, 146); idea de Dios puesta en carne (p. 132), imagen más hermosa de Dios (p. 148) - Reflejo de toda la hermosura del cielo (p. 91); belleza humana cerca de la expresión de la divinidad (p. 92) - Aparición maravillosa (p. 91); estupenda visión (p. 92) - Sobresaliente entre todos (p. 92) - Ojos admirables, serenos, graciosos y armoniosos (p. 92); celestiales (p. 112) - Dientes preciosos (p. 92) - Tez encendida con rubor delicioso (p. 92) - De encantos naturales (p. 93) - Perfecta y magistral belleza (p. 95) - Bella (pp. 112, 145) - Expresión más clara de la armonía (p. 132); superior a las más perfectas concepciones del arte (p. 145) - * de pe, pe y doble u: Elogio para la belleza femenina. Se cree que proviene del manuscrito español de un juguete cómico lírico en un acto y en verso de la segunda mitad del siglo XIX, original de Felipe Pérez y musicalizado por Ángel Rubio. 1 4 4 Cuadro D: Aspecto psicológico Comportamiento y carácter Otros Juicios del autor María (Marianela) - Maduro (p. 15) - Recatado (p. 15), humilde (p. 15) - Formal (p. 15) - Reflexivo (p. 15), agudo (p. 15), sensible (p. 38) - Simpático (p. 15), cortés (p. 15) - Espontáneo (p. 38) - Gracioso (pp. 38, 46) - Fantasioso (pp. 38, 42, 142), imaginativo (pp. 46, 65, 125) - Cándido (pp. 42, 46), inocente (p. 46) - Bondadoso (pp. 46, 56); de gran corazón (p. 126) - Cariñoso (pp. 46, 131) - Donosa (p. 38), alma llena de preciosos tesoros (p. 42) - Con fantasía seductora (p. 42) - Alma celestial (p. 46); ángel de Dios (p. 48) - Modesta (pp. 47, 134), vergonzosa (p. 134) - Repreciosa (p. 47) - Sentimental (pp. 65, 125, 142), sensible (pp. 121, 142) - Supersticiosa (pp. 65, 142) - Mujer valiente (p. 68) - Buena (p. 136); con bondad sinigual (p. 42); más buena que María Santísima (p. 81); nacida para todo lo bueno (p. 127) - Capaz de amar con ternura y pasión (p. 142) - Sin personalidad (p. 29) - Germen de todos los sentimientos nobles y delicados (p. 30) - Niña con alma y años de mujer (p. 90) - Fácil de querer cuando no se la ve (p. 124) - Alma en estado de naturalismo poético (p. 128) - Moralmente organizada para el bien, para la virtud (p. 142) Abelarda (Miau) Antes de Cadalso: - Nerviosa (pp. 151, 383, 439) - Cursi (pp. 206, 231, 256, 314, 379) - Curioso (pp. 216, 311-312) - Prejuicioso (p. 312) - Cariñoso (p. 382), tierno (p. 384) Después de Cadalso: - Estado próximo a la demencia (p. 367) - Trastornado (pp. 380, 437) - Furibundo (pp. 384, 438), salvaje (p. 438), fiero (p. 438) - Lambiona (p. 73), chiflada (p. 374); levantadita de cascos (p. 256) - Relamida (p. 86), remilgada (p. 339) - Antipática (pp. 74, 232, 256, 500) - Plepa (p. 256); de malas costumbres (p. 196) - Pacífica (pp. 449, 485); poco amenazante (p. 485) - Con algo de orden y previsión (p. 485) - Inoportuna (p. 499) - Sosa (pp. 198, 231, 256, 365, 369, 437), sosaina (p. 209), pava (p. 218), desaborida (p. 232) - Implacablemente modesta (p. 209) - Pánfila (p. 209), inofensiva (p. 449) - Sin gobierno (p. 231) - Sin amor propio (p. 232) - Loca (pp. 295, 385, 443, 492), perturbada (p. 362), trastornada (p. 380), monstruosa (pp. 383, 438) - Con pensamientos suicidas (pp. 295-296, 309) y parricidas (pp. 362-363, 383-387, 437-438) - Cobarde (pp. 443, 449) Carmen (La Calandria) - Hacendoso (p. 20), trabajadora (p. 36); solícito (p. 101) - Gracioso (p. 90) - Sencillo (pp. 90, 97) - Tímido (pp. 69, 97) - Burlón (p. 77) - Vengativo (pp. 81, 192) - Orgulloso (pp. 95, 192) - Soñador (p. 97), fantasioso (p. 119) - Ingenuo (p. 97) - Amable (pp. 161, 163) - Coscolina (p. 2), alegrona (p. 121), entradora (p. 189), enamoradiza (p. 190); alegre de ojos (p. 5) - Alegre (pp. 2, 24, 117, 141), sonriente (pp. 71, 116), risueña (pp. 117, 152) - Alzada (pp. 37, 168), ancha (pp. 75-76), vanidosa (p. 168) - Mosquita muerta (p. 37); incapaz de quebrar plato (p. 76) - Tierna (pp. 62, 71, 101, 116, 123, 161, 189) - Cariñosa (pp. 71, 73, 84, 116-117, 161, 189) - Buena (pp. 76, 84, 107, 117), dócil (p. 84) - Ingrata (pp. 78, 80-81, 102, 168, 203) - Respondona (p. 80), igualada (p. 119), cínica (p. 184), desvergonzada (p. 184) - Cuidadosa (p. 101), reservada (p. 188) - Sincera (pp. 116, 161) - Envidiosa (pp. 141, 194) - De nobles cualidades (p. 164) - Infame (p. 173) - Infiel (p. 189) - Maleable (p. 97) - Ingenuidad rayana en ligereza (p. 97) - Con fatales tendencias y lúbricos deseos (p. 97) - Con juventud festiva (p. 97) - Con indolencia felina (p. 99) - Coquetuela (p. 119) - Fácil de deslumbrar (p. 146) 1 4 5 Elena (Los parientes ricos) - Vivo (p. 136), jovial (p. 138), bullicioso (p. 138), festivo (p. 138) - Cariñoso (p. 136) - Afable (p. 136) - Dulce (pp. 136-137, 232) - Apasionado (pp. 136, 139) - Impetuoso (p. 136), voluntarioso (p. 231) - Travieso (p. 136) - Bondadoso (p. 137) - Dócil (p. 137), sumiso (pp. 137, 232) - Altivo (p. 351) - Irritable (p. 351) - Buena (pp. 58, 136, 194, 232, 327, 364); de buena índole y con inclinación por la virtud (p. 136) - Piadosa (pp. 132, 194) - Con cierta impetuosidad siciliana, apasionada y meridional (p. 133) - Sensible (p. 133) - Melancólica (pp. 137-138) - Amable (p. 139) - Activa (p. 194); con arrebatos de entusiasmo (p. 137) - Rebelde (p. 231) - De vivo ingenio (p. 311) - Dulce y apacible al parecer, pero con momentos de veneno (p. 348) - Amargada por la ceguera (p. 348) - Colérica e irreflexiva (p. 195) - Ensoñadora (p. 265) - Áspera (p. 351) Margarita (Los parientes ricos) - Dulce (pp. 20, 229, 241, 350, 370-371, 375, 377), blando (p. 52), tierno (pp. 351, 362) - Simpático (p. 33) - Diligente (p. 90) - Curioso (pp. 98, 174) - Tranquilo (pp. 99, 102, 127, 229, 377) - Elocuente (p. 172) - Amoroso (p. 182), cariñoso (pp. 197, 213, 229, 255, 269, 375, 377) - Compasivo (pp. 197, 225, 374) - Ingenioso (p. 198) - Modesto (p. 198) - Discreto (pp. 198, 240, 331) - Bondadoso (pp. 223, 351) - Grave (p. 240), serio (p. 241), severo (p. 350) - Sereno (pp. 331, 377) - Digno (pp. 361-362, 374) - Prudente (p. 374), atinado (p. 374) - Trabajadora (p. 46), activa (p. 194), expedita (p. 198), laboriosa (p. 379) - De excelente corazón (p. 58); de sentimientos exquisitos (p. 198) - Vientecillo primaveral embalsamado con aroma de lilas (p. 67); voz consoladora como perfume de violetas o lilas (pp. 104-105) - Orgullosa (p. 73) - Buena (pp. 82, 104, 133, 194, 213, 252, 332, 351, 353, 370); con profundo sentido moral (p. 133) - Delicada (p. 198) - Sensitiva (p. 198) - Piadosa (pp. 132, 194, 374) - Soñadora (pp. 200, 274-275), ensoñadora (p. 271) - Ángel (pp. 353, 366, 370) - De energía y dignidad sublimes (p. 366) - Honrada (p. 379) - Gentil (p. 15) - Piadosa Antígona (p. 15) - Ingenua (p. 54) - Ensoñadora (pp. 55, 107, 301) - Razonable (p. 255) - Afable (p. 269) - Angelical (pp. 351, 371) - Con entereza (p. 377), impasible (p. 377), estoica (p. 377) - Minuciosa (p. 377) Dolores (La Calandria) - Alegre, festivo, bullicioso (p. 208) - Buena (pp. 126-127) - Cariñosa (pp. 126, 207) - Compasiva (p. 126) - De nobles sentimientos (p. 127) - Tierna (p. 127) - Generosa (p. 207) - Dulce (p. 57) 1 4 6 Luisa (Miau) En vida: - Explosivo (p. 188), pasional (pp. 188, 191) - Sensible (p. 189) - Afectuoso, mimoso (p. 189) - Imaginativo (p. 189) Poco antes de morir: - Ansiosa (pp. 190-191) - Demente, perturbado (p. 192) - Sin temple (p. 207) - Con tendencia al llanto (p. 207) - Loca (p. 385) - Pura (p. 498) - Noble (p. 498) - Incapaz de apreciar el sentimiento real de las cosas (p. 189) - Morbosamente intensa (p. 189) - De escaso discernimiento (p. 189) - Aparentemente perdida de razón (p. 191) - Con perversiones del sentimiento (p. 191) - Con tendencias parricidas (pp. 192, 384-385) Florentina (Marianela) - Poco decente (p. 93) - Pícaro (p. 141) - Generoso (p. 153) - Caprichosa (p. 93) - Cariñosa (p. 107), dulce (p. 110) - Ángel de Dios (p. 122) - Buena (pp. 127, 132); ejemplo de virtud y bondad (p. 122) - Gentil (p. 145) - Con encanto natural (p. 93) - De nobles sentimientos (p. 109) - De inmensa bondad (p. 112) - Casta y noble (p. 145) Cuadro E: Aspecto social Clase social Situación Estado civil Otros Juicios del autor María (Marianela) Baja - Hija huérfana de María Canela, comerciante alcohólica, y de padre malo, farolero - Lazarillo del señorito Pablo Penáguilas - Acogida por la familia Centeno - Única “amiga” de Celipe Centeno - Protegida del doctor Teodoro Golfín Soltera (“comprometida” con Pablo Penáguilas hasta la llegada de Florentina) - Graciosa cantante (p. 4) - Mal alimentada (p. 18) - Inservible (pp. 18-19, 87, 104, 121), estorbo (pp. 18, 21) - Alhaja (p. 18); hermoso diamante (p. 127) - Vagabunda (pp. 18, 68, 95, 104, 108-109, 118, 124, 127-129) - Real moza (p. 24) - Inferior al gato (p. 30) - Con algo de inteligencia (pp. 65, 121) y de agudeza de ingenio (p. 65) - De salvaje rusticidad (p. 65) - Abandonada (pp. 99, 125); sola en el mundo (p. 121) - Personilla de inmenso valor (p. 121) - Con mil dotes preciosos que nadie ha sabido cultivar (p. 121) - Ignorante (p. 125), falta de la instrucción más elemental (p. 127) - Admirable persona nacida para todo lo bueno, pero desvirtuada por el estado salvaje (p. 127) - Hecha para realizar grandes progresos en poco tiempo (p. 143) - Mal vestida (pp. 48, 98, 15); sin zapatos (pp. 15, 63-64, 81, 99) - Revelación de mendicidad (p. 16) - Criatura abandonada, sola (p. 29) - Inútil, incapaz de ganar un jornal (p. 29) - Sin pasado, sin porvenir, sin abolengo (p. 29) - Sin esperanza (p. 29) - Sin derecho a nada más que el sustento (p. 29) - Pagana (p. 87) - Bruta (p. 122) - Moralmente organizada para el saber, pero imposibilitada por el abandono y el apartamiento (p. 142) - Planta que se fecunda con sus propias hojas secas (p. 142) - Con ideales naturalistas (p. 143) - Sin nada propio, ni siquiera nombre (p. 153) 1 4 7 Abelarda (Miau) Baja (anteriormente media-baja) - Hija menor (la única sobreviviente) del matrimonio Villaamil- Escobios - Encargada de la crianza de su sobrino, junto con su madre y su tía Soltera (comprometida con Ponce; brevemente involucrada con Víctor Cadalso) - Tonta (pp. 254, 363), imbécil (p. 493); con imperfección en los conocimientos elementales (p. 185) - Formal (p. 243) - No tan vulgar como el resto de su familia (p. 309) - Común (p. 485) - Superior a su madre y a su tía (p. 485) - Aborrecida (p. 492) - Mal vestida (pp. 74, 126, 209, 227-228, 231, 284, 326, 328, 381) - Insignificante (pp. 160, 184, 207, 209, 210, 218, 227, 231, 237, 243, 250, 283-284, 289, 291, 310, 312-313, 315, 330-331, 365, 367, 373, 380, 382, 430, 436, 448) - De escasa seducción (p. 184) - Vulgo (pp. 172, 188, 209, 218); de apreciación vulgar (p. 314) - Ignorantísima (p. 209); de escasa instrucción (p. 217); sin razonamiento (p. 254); corta de luces (p. 314) - Mísera (p. 227) - Sin talento (p. 231); de pobre caletre (p. 254) - Inferior a su hermana (p. 232) - En constante pordioseo (p. 499) Carmen (La Calandria) Media-baja - Hija huérfana de Guadalupe, lavandera - Hija ilegítima de don Eduardo Ortiz (a quien no frecuenta) - Acogida por las vecinas Pancha y, posteriormente, Magdalena (mulata) - Pupila del padre Alfonso González y su madre, doña Mercedes Soltera (novia de Gabriel; involucrada con Alberto Rosas y, posteriormente, su amante) - Con más talento que algunas cantantes del teatro (p. 5) - Inexperta (p. 12) - Limpia (p. 36) - Gata (pp. 54, 55, 121, 189); con apariencia de criada junto a su hermana (p. 126) - Con habilidades culinarias (pp. 58, 61, 141) y domésticas (p. 141) - Decente (pp. 72, 95, 141, 188); bien criada (pp. 79, 126); muy mujer (p. 36); bien educada (p. 163) - Propicia a hablar de grandezas (p. 72); con irresistible inclinación por el lujo y el brillo (p. 164) - Con labia (p. 73) - De buena familia (pp. 79, 188); decente sólo por el padre (p. 121) - Sin dinero hasta para zapatos (p. 80) - Vergüenza para el padre (p. 80) y para Rosas (p. 121) - Inferior a su hermana sólo por la ropa (p. 95), pero superior a los artesanitos (pp. 43, 95) - Perdida (p. 123); indigna de ser amada (pp. 101, 189-190); buena para querida (pp. 121, 189) - Criada casi en la miseria, olvidada y alejada del padre (p. 126) - Carente de buenos modales (p. 126) - Educada para la modestia y no para tratar con gente fina (p. 126) - Fina (pp. 161, 163), distinguida (p. 163); con aire de señorita (p. 55) - Resentida por el medio en el que creció (p. 163) - De vestidos sencillos y modestos (p. 164) - Sin gusto por los niños (p. 56) - De traje sencillo (p. 65) - Débil de cabeza para la bebida (pp. 68, 74-78, 161) - De sencilla condición (p. 119) - Hija del pueblo (p. 119); humilde lavandera con aspiración de parecer una señorita (p. 119) - Abandonada en el mundo (p. 121) - Capaz de hacer muchas cosas (p. 141) - Despreciada por todos (p. 206) 1 4 8 Elena (Los parientes ricos) Media-baja (anteriormente media) - Hija del matrimonio Collantes-Buruaga - Padre muerto - Madre del hijo nonato de su primo Juan Collantes y Aguayo Soltera (novia de Juan Collantes y Aguayo hasta la fuga de éste con Concepción Mijares) - Infeliz cieguecita (p. 24); infeliz criatura (p. 288); infeliz ciega (p. 356) - Constante amargura para la familia (p. 46) - No casadera (p. 82); carente de pretendientes por lástima, respeto y/o imposibilidad (p. 235) - Con desarrollado talento musical (p. 133); exquisita, delicada, apasionada, graciosa y expresiva intérprete (p. 312) - Con considerables progresos en la escuela, pero con falta de aplicación (pp. 136-137) - Apoyo para las lecciones de piano de su hermana (p. 138); incapaz de prestar ayuda en otra cosa (p. 46) - Separada y alejada de la vida a causa de su ceguera (p. 235) - Incapaz de brillar y lucir (p. 236) - Molestia (p. 240) - Pura (p. 289) - Respetable (p. 289); digna (p. 364) - Sin fortuna (p. 313) - Cristiana (p. 327) - Deshonrada (pp. 352, 356, 358, 364, 376, 378) - Sencilla pero elegantemente vestida (p. 12) - Habilísima tocadora (p. 85) - Con prestigioso talento musical (p. 138) - Con excelente memoria y oído (p. 138) - De familia irreprochable (pp. 287, 376) - Margarita (Los parientes ricos) Media-baja (anteriormente media) - Hija del matrimonio Collantes-Buruaga - Padre muerto - Usual lazarillo de su hermana - Costurera de las señoritas principales de Pluviosilla - Amiga de tres buenas señoritas Soltera (novia de Alfonso Collantes y Aguayo hasta su separación) - Con elegancia distinguida de buena cuna (p. 34) - Con muy buen gusto (pp. 46, 72-73) - Un poco cursi, pero elegante (p. 73) - Casadera (pp. 73, 82, 268), pero sin interés por el matrimonio (p. 48) - Lista (p. 198), inteligente (p. 370) - Talentosa (p. 198) - Con muchas amigas (p. 232) - Ángel redentor (p. 360) - Persona cuyos consejos son escuchados y seguidos (p. 361) - Prócer (p. 369) - Sencilla pero elegantemente vestida (pp. 12, 73) - Soberbia altivez de estatua griega (p. 15) - Con cierta suprema majestad de princesa (p. 15) - Interesante para el sexo opuesto (p. 69) - Habilísima tocadora (p. 85) - Elegante (pp. 224, 256); aristocrática (p. 256) - De familia irreprochable (pp. 287, 376) - Sin inclinación por galas o lujos (p. 332) - Enfrentada a la pobreza con nobleza y alto decoro (p. 358) - Mujer decorosa (p. 362) Dolores (La Calandria) Alta - Hija legítima de don Eduardo Ortiz y su difunta esposa - Única heredera de su padre Soltera (novia de Carlos Frisler) - Amada (p. 8) - Con dinero para gastar (p. 80) - Superior a su hermana por el dinero (p. 95) - Criada en la opulencia, con abundancia y bienestar (p. 126) - Acostumbrada a la comodidad y al lujo (p. 127) - Miembro de una sociedad selecta (p. 127) - Elegante (pp. 8, 57, 206) - Aristocrática (p. 58) 1 4 9 Luisa (Miau) Media-baja - Hija mayor del matrimonio Villaamil- Escobios - Madre de Luisito Cadalso Difunta antes del inicio de la novela Casada (esposa de Víctor Cadalso hasta su muerte) - Querida (pp. 155-156) - Ventaja en la voz, el acento y la expresión (p. 184) - Imperfección en los conocimientos elementales (p. 185) - Desgraciada (p. 206) - Poco excepcional (p. 232) - Malograda en la flor de la edad (p. 155); muerta, pero no olvidada (p. 184) - Total amor del padre (p. 155) - No tan insignificante (p. 184) - De escasa seducción (p. 184) - Vulgo (p. 188) - De escaso mundo (p. 189) - Indiferente con su hijo (p. 191) y esquivamente seca con su familia (p. 191) Florentina (Marianela) Alta - Hija única de don Manuel Penáguilas - Prima de Pablo Penáguilas - Única heredera de su padre Soltera (comprometida con Pablo Penáguilas y, posteriormente, casada con él) - Casadera (p. 76) - Criada en la buena sociedad (p. 93) - Sin apreciación por los grados de urbanidad (p. 96) - Sin apariencia de tonta (p. 105) - Transición no muy lenta del estado de aldeana al de señorita rica (p. 93) - Con atavíos de señorita de pueblo en día del santo patrono titular (p. 93) - De cristiano fervor (p. 109) - Con elegancia natural (p. 145) 1 5 0 151 Bibliohemerografía ÁLVAREZ, José Rogelio, Enciclopedia de México. 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