UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO PROGRAMA DE POSGRADO EN LETRAS FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOLÓGICAS ANÁLISIS DE UNA PASIÓN. EMOCIONES Y PROYECTO DE ESCRITURA EN LA NARRATIVA DE PEDRO CASTERA TESIS QUE PARA OPTAR POR EL GRADO DE: DOCTORA EN LETRAS (MEXICANAS) PRESENTA: DULCE MARÍA ADAME GONZÁLEZ TUTORA PRINCIPAL DRA. GUADALUPE BELEM CLARK DE LARA INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOLÓGICAS COMITÉ TUTORIAL JOSÉ RICARDO CHAVES INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOLÓGICAS ANA LAURA ZAVALA DÍAZ INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOLÓGICAS CIUDAD UNIVERSITARIA, CD. MX. 2024 UNAM – Dirección General de Bibliotecas Tesis Digitales Restricciones de uso DERECHOS RESERVADOS © PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL Todo el material contenido en esta tesis esta protegido por la Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) de los Estados Unidos Mexicanos (México). El uso de imágenes, fragmentos de videos, y demás material que sea objeto de protección de los derechos de autor, será exclusivamente para fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el respectivo titular de los Derechos de Autor. 2 A la memoria de la doctora Blanca Estela Treviño García (1950-2021) 3 AGRADECIMIENTOS Los años acumulan gratitudes que sería muy largo enumerar. Tantas que, a veces, ya no se sabe si se ha correspondido a cabalidad a tanto bien recibido. Con todo, en este espacio académico agradezco, profundamente, a mi tutora, la doctora Belem Clark de Lara por adoptar este proyecto con entusiasmo desde sus etapas iniciales —no sólo en el doctorado— y ha seguido impulsándolo con gran generosidad, sabiduría y paciencia, además de una constancia que ha superado mis momentos de duda. Su experiencia y conocimiento en edición crítica, que nos ha compartido con largueza, han sido fundamentales para desarrollarme en esta área. ¡Muchísimas gracias! Al doctor José Ricardo Chaves, quien aceptó incorporarse al comité tutorial de un proyecto ya en proceso y nutrió la reflexión con sugerencias y comentarios precisos. Además, por invitarme a formar parte de su seminario en torno al estudio del esoterismo en México, espacio que ha permitido tender una línea de investigación que ha enriquecido mi lectura de la literatura decimonónica. A la doctora Ana Laura Zavala Díaz por sus agudas observaciones que me llevaron a revisar conceptos y a replantear la tesis y quien también apoyó mi incorporación a mi actual trabajo. Al mismo tiempo que fui aceptada en el Programa de Doctorado en Letras, tuve la inmensa fortuna de entrar al Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México con el doctor Rafael Olea Franco. Esta experiencia profesional me ha llevado a revisar mis métodos de trabajo en edición, así como las motivaciones, los alcances y las limitaciones de mi labor. Mi estancia en este centro ha coincidido con momentos sensibles de salud, tanto 4 individual como colectiva —la pandemia— que pude sortear gracias a la comprensión y solidaridad del doctor Olea, a quien, además, le debo sugerencias certeras, en dos momentos distintos del proyecto, que me ayudaron a reencauzarlo. A la doctora Luz América Viveros Anaya, de quien he recibido raudales de amabilidad, palabras de aliento y comentarios más que oportunos sobre el trabajo de Castera. La conocí como una joven investigadora y hoy es el presente brillante de los estudios de literatura mexicana del siglo XIX. Gracias a todos por sus comentarios, observaciones y sugerencias en el examen de candidatura que permitieron sacar a flote esta tesis. Sé que me quedé corta en formalizar muchos de sus señalamientos, pero los tengo presentes para lo que viene. Durante la elaboración de este estudio, tuve la oportunidad de participar en el proyecto PAPIIT IN402212 “Rescate de obras de escritores mexicanos del siglo XIX”, dirigido por la doctora Belem Clark de Lara, proyecto de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la Universidad Nacional Autónoma de México. Como parte de las actividades, se realizó una jornada académica dedicada a Pedro Castera en el mes de mayo de 2017. Agradezco a las investigadoras y a los investigadores su entusiasta participación con ponencias que alumbraron diversos aspectos de la obra del autor: Vicente Quirarte Castañeda, Blanca Estela Treviño García, Luz América Viveros Anaya, José Ricardo Chaves, Ana Laura Zavala Díaz, Mariana Flores Monroy, José Antonio Maya y María del Carmen Núñez. También a mi colega Pamela Vicenteño Bravo su apoyo en la organización de las mesas, así como en la revisión de la edición de Querens, preparada dentro del PAPIIT. Gracias, además, a la doctora Lilia Vieyra Sánchez, del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, quien siguió de cerca la elaboración de este trabajo y me brindó su apoyo moral y material para que pudiera concluirla y, sobre todo, su amistad. Y, por supuesto, a mi sinodal ausente, la doctora Blanca Estela Treviño; ya no tuvimos tiempo para coincidir en el cierre de esta etapa, pero bien sabe que todo inició con usted. ¡Gracias, maestra, hasta el punto más luminoso del cielo! 5 Agradezco a Catherine Cosette Chi Güemes y Daniela Rebollo Vieyra, colegas y amigas en el COLMEX, por su compañerismo y solidaridad en distintos momentos a lo largo de estos años. Ha sido muy grato coincidir. A la doctora Elizabeth Gómez Rodríguez por el tiempo que compartimos actividades y conversaciones en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas. De este mismo lugar, a Celia Torres y Aurorita Torres porque siempre me han animado y brindado palabras de aliento. *** A mi esposo, Rubén Borden Eng, a quien debo horas de lectura y revisión de la tesis. Te tocó escuchar y volver a escuchar mis monólogos casterianos y a presenciar cada uno de los reinicios. Gracias por la paciencia y por compartir tu claridad de miras e inteligencia. A mi familia de origen, a quien estoy eternamente agradecida por su cariño, apoyo y cuidados: mis padres, Lidia y Rodolfo; mis hermanos Belén, Paulo, Mari, Ara y Carlos; a mis sobrinos Osvaldo y Mariana, ¡aún eran niños cuando inició este proyecto!, y a mis cuñados Ana y Germán, solidarios y pacientes con su parentela adoptada. A mi suegra, Susana Eng Rubio, quien siempre me echa porras y comparte su visión optimista de la vida. 6 ÍNDICE INTRODUCCIÓN Sobre una pasión literaria 7 CAPÍTULO I. CARMEN: DEL AMOR COMO ENFERMEDAD A VÍA DE ASCENSIÓN 29 1. Una novela para el corazón 29 2. La búsqueda del ideal 34 3. La fuerza de la pasión amorosa 41 4. Comentarios finales. La trascendencia del amor y el propósito de las pasiones 60 CAPÍTULO II. LOS MADUROS O LA DUALIDAD DEL AMOR 65 1. Un idilio en medio de las rocas 65 2. De la cristalización a la correspondencia: acerca del amor 69 3. “¡Cuánto tardaba en amanecer”: la lucha entre las pasiones y el deber 81 4. Comentarios finales. Razón y sentimiento: la unidad del ser 91 CAPÍTULO III. QUERENS: LA CREACIÓN DEL ALMA 94 1. “Un cuento, una novela o como usted quiera llamarla” 94 2. La triada magnética: el científico, el ayudante y la mujer 102 3. Las fuerzas invisibles y el arcano alma 115 4. Comentarios finales. Las pasiones como problema científico y estético 129 CAPÍTULO IV. DRAMAS EN UN CORAZÓN O LOS EXTRAVÍOS DE LA MENTE 132 1. Una novela psicológica poco conocida 132 2. La construcción de un drama 135 3. Las ruedas de engrane de la máquina social 143 4. Comentarios finales. Las pasiones en el gran teatro del mundo 169 COMENTARIOS FINALES 174 BIBLIOHEMEROGRAFÍA 184 7 INTRODUCCIÓN SOBRE UNA PASIÓN LITERARIA Qué más satanás que nuestras pasiones Pedro Castera, “El Tildío”. Entre las anécdotas más conocidas en torno a Pedro Castera (1846-1906) figura aquella que lo ubica en las bancas del circo Orrín, recibiendo rechazos, a diestra y siniestra, por parte de risueñas jovencitas. Sus contemporáneos se encargaron de reforzar la imagen del eterno desafortunado en amores, pues, a raíz del desprecio de una antigua novia, le dedicaron composiciones poéticas en las que unos lamentaban su infortunio y otros más lo prevenían sobre el matrimonio, conminándolo a rechazarlo. Claro que él mismo no encontró disgusto en ello, por lo que, en más de una ocasión, hizo alarde de su particular talento para repeler féminas y de su casi congénita o instintiva antipatía al estado marital, prefiriendo, en cambio, recibir el altisonante adjetivo de solterón.1 No fue ésta la única característica motivo de escrutinio y burla. Cada una de sus actividades y sus distintas etapas fueron señaladas por otros con mayor o menor benevolencia. Como espiritista, no dudaron en cuestionar sus intangibles propósitos cada vez que lo veían comer a dos carrillos; como poeta, se vieron forzados a solicitar indulgencia al Parnaso para que dejara de emborronar cuartillas; como diputado, fue visto no más que como 1 P. Castera, “La mujer XI. El matrimonio”, en El Radical, t. I. núm. 133 (17 de abril de 1874), p. 2. Tal vez Pedro Castera no contrajo matrimonio, pero en los registros de la Capilla Parroquial del Inmaculado Corazón de María de la Ciudad de México, existe el acta de bautizo del niño Pedro Castera Pacheco, hijo natural de Pedro Castera y Soledad Pacheco, nacido el 9 de septiembre de 1895 y bautizado el 29 de diciembre del mismo año. De acuerdo con esta información, Castera habría procreado a su único hijo a la edad de 49 años, cuando ya también había dejado la literatura y el periodismo y se dedicaba más a las empresas mineras. 8 un cero a la izquierda; como minero e inventor, lo consideraron bueno y, aun, brillante; como periodista, enjundioso y diligente; como enfermo mental, un lipemaniaco dulce y, finalmente, como “escritor de libros” fue distinguido entre novelistas y prosistas. Pese a todo, Castera se afanó en cada una de sus obsesiones: la minería, el espiritismo, la ciencia, la mujer, el amor. Aunque no siempre tuvo fortuna en ellos, su experiencia fue suficiente para amalgamarlas en una labor por la que buscaba ser recordado: la escritura. De este modo, el autor dio a la imprenta obras pertenecientes a distintos géneros: poesía, cuento, novela y artículos periodísticos. Su producción ha sido organizada fundamentalmente en dos grupos: el de asunto y ambiente minero, donde se incluyen la novela corta Los maduros (1882), los cuentos de Las minas y los mineros (1882) y Dramas en un corazón (1890), y el que desarrolla el tópico amoroso y el interés científico, al que se integran Impresiones y recuerdos (1882), Carmen (1882) y Querens (1890),2 categorías que, en principio, no son excluyentes. Si bien durante mucho tiempo este esquema sirvió como guía para acercarse al autor, su producción rebasa esta división, pues es destacable su eclecticismo, variedad temática y el empleo de diversos rasgos que pueden identificarse como naturalistas, realistas, costumbristas y románticos. De entre estos aspectos, es posible reconocer con claridad su interés en el mundo interior del ser humano, por lo que explora la cuestión de los sueños, el desarrollo de los sentimientos, la fisiología de las pasiones y sus repercusiones en la construcción del individuo, su dimensión colectiva o social, la relación con la moral y la ética, y su expresión artística. En este desarrollo temático, el escritor empleó ciertos recursos narrativos, como el monólogo interior y los esquemas dicotómicos, para el tratamiento de la interioridad de personajes avasallados por algún noble sentimiento, como el amor, o sometidos por pasiones patológicas, como los celos, el odio o la venganza. 2 Cf. L. M. Schneider, “Pedro Castera: un delirante del XIX”, en P. Castera, Las minas y los mineros / Querens, p. 26. 9 El interés de Castera por el mecanismo de la pasión y su relación con el pensamiento toma gran relevancia en las novelas objeto de este estudio, a saber, Carmen. Memorias de un corazón (1882), Los maduros (1882), Querens (1890) y Dramas en un corazón (1890), publicadas en dos momentos clave de su vida, con tan solo ocho años de diferencia: por un lado, su etapa como director de La República, en el que dio a la luz la mayor parte de su obra, coincidente con el gobierno de Manuel González (1880-1884) y con la reestructuración del ambiente cultural; y, por otro, en el declive de su trabajo literario, cuando colaboraba como redactor de una columna de artículos de divulgación científica en el periódico El Universal, ya en la tercera administración de Porfirio Díaz (1888-) y en un clima cultural y literario marcado por el modernismo. Se trata, por un lado, de novelas que tuvieron amplia recepción crítica en la época; por otro, de obras que no fueron objeto de comentarios en su momento y fueron soslayadas por la crítica y la historiografía literaria. En cada uno de estos títulos, Castera plantea una tesis sobre la influencia de las pasiones y una proposición acerca del amor, que, a su vez, se transforman en una reflexión estética. En este sentido, las narraciones se constituyen como el “análisis de una pasión”, frase empleada constantemente por los narradores para referirse al núcleo del desarrollo narrativo, aunque otorga mayor atención a la parte argumentativa y reflexiva. Tomando como punto de partida esta característica, en estas páginas examino cómo el escritor formaliza su concepción de los sentimientos y las pasiones en sus novelas, con mayor énfasis en la idea del amor, a fin de proponer que el tratamiento de dicho tema es un elemento constituyente de su poética. Como poeta y novelista de raigambre romántica, el autor dejó en claro que la poesía necesitaba del sufrimiento para colorear las ideas; del amor para comunicarles eco, brillo y, sobre todo, vida; de los delirios para hacerlas partícipes de la inmaterialidad y la transparencia del sueño; de las tristezas para volverlas melodiosas; de las voluptuosidades para impresionar los sentidos, y de las pasiones para despertar al corazón, remover sus fibras y comunicarle 10 “el sentimiento y la savia íntima y ardiente del alma”.3 En su reflexión el autor distingue entre el ámbito de las pasiones y el de los sentimientos, pero los integra en su concepción del espíritu. Mientras que asocia las primeras con fuerzas avasalladoras, casi instintivas, con menor control, los sentimientos van unidos al pensamiento: “Para la vida del alma el pensamiento es todo; se ama porque se piensa, se piensa porque se ama; es grande el sentimiento, pero es más bello aún poder manifestarlo; toda la creación palpita porque toda es inteligente”.4 Desde sus primeros textos, Castera dejó entrever la importancia de los sentimientos y las pasiones como tema de reflexión en la conformación de su narrativa. En ellos afirmó el potencial transformador de la pasión, al subrayar que podía volver a un hombre fuerte, grande y heroico o excéntrico, loco, desgraciado o estúpido.5 En algunos momentos, opuso el sentimiento a la razón, otorgando superioridad al primero, y consideró que la pasión, al ser instintiva, rechazaba toda lógica.6 Al hablar específicamente del amor, siguiendo el afán clasificador de la época, esbozó distintas clases: el amor-deseo, como una simple ilusión de los sentidos; el amor-orgullo, manifestación de estulticia y fatuidad; el amor-interés, al que también denominó amor de estómago, y que no consistía más que en calcular. En otra estimación tuvo el amor maternal, el amor a la ciencia y el amor al arte; el primero, el único capaz de existir en la Tierra; los otros dos, ideales del hombre.7 No obstante, juzgó que el amor verdadero es noble y lleno de desinterés; puro y abnegado hasta lo absoluto; que vive de sí mismo, alimentándose de pequeñeces y grandezas y que, finalmente, podía ser un deleite y un martirio, pero ambos igualmente divinos. Este amor, sustentado en una serie de correspondencias, es capaz de simplificar y vencer obstáculos, superar dificultades, anular 3 P. Castera, “Armonías”, en El Radical, t. I (1873), pp. 67-68. 4 Ibidem. 5 P. Castera, “La mujer II. El amor”, en El Radical. Edición Literaria de los Domingos, t. I, núm 112 (21 de marzo de 1874), p. 2. 6 P. Castera, “La mujer II. El amor (concluye)”, en La Primavera, año I, núm. 10 (1º de marzo de 1874), p. 2. 7 Idem. 11 distancias y desconocer el paso del tiempo, porque para esta clase de afectos sólo existía la eternidad.8 Si bien en Las minas y los mineros el foco de atención se localiza en los episodios heroicos de los obreros, también se explora la dimensión emocional y psicológica. Las emociones y los sentimientos —lo sublime, el miedo, el temor, el asombro, la angustia— que prevalecen en estas narraciones surgen, en gran medida, de la confrontación del hombre con la naturaleza. Ello conduce al cuestionamiento del lugar que ocupa éste en el mundo a partir de su superioridad intelectual y moral, toma de conciencia que, en algunos relatos, conduce al planteamiento de un debate entre la pasión y la razón, entre el deseo y el deber, aspecto que es claramente desarrollado en el cuento insignia de la colección: “El Tildío”, a través del diálogo y de las actitudes de dos personajes que se mueven entre extremos: el idealismo, la espiritualidad, la pasión, el razonamiento, la vida práctica y lo material. Pero, además, aunque no se aborda mucho en la colección, el idilio amoroso se hace presente en el cuento “Flor de llama”, incluido en la segunda edición de 1887, donde explora las manifestaciones contrastantes del amor como un sentimiento que ennoblece, pero también cuya demasía pervierte la razón y conduce a la tragedia. Como señaló Cuauhtémoc Velasco, en estas narraciones, “la pasión tiene siempre el papel protagónico. El amor ardiente, la amistad, la solidaridad, o simplemente el deseo carnal, son los hilos conductores del texto”.9 En Impresiones y recuerdos, Castera reúne distintas visiones sobre el sentimiento amoroso, la conformación del artista y del ser humano, mediante relatos que pertenecen a distintas épocas, de 1874 a 1881, pero que crean un interesante mosaico de la educación sentimental de los narradores protagonistas. Además de los textos de fondo espiritista, en los que se observa la búsqueda de lo sublime y del ideal, así como la configuración del hombre creyente en la ciencia y en Dios, se aborda también el desarrollo del hombre virtuoso, ya sea 8 Idem. 9 Cf. C. Velasco, “Los que cavan y cómo se acaban” [Reseña a Pedro Castera, Las minas y los mineros, en La novela realista, México, Promexa, 1985, pp. 5-75. (Gran Colección de la Literatura Mexicana)], en Historias, núm. 13 (30 de junio de 1986), pp. 140-141; loc. cit., p. 141. 12 artista o científico, mediante la pasión encauzada hacia el bien o la belleza, el arte y las diversas formas de conocimiento (sensorial, técnico, artístico). Desde el título de la obra, habitual de las colecciones de relatos memorialísticos de la época, se deja entrever la importancia que tiene el conocimiento del mundo a través de la impresión y la sensación, aunque en algunos casos conduzca al error, así como de otras facultades, como la memoria y la imaginación. Aunado a lo anterior, en algunos relatos ofrece una visión irónica de la búsqueda del amor y de la exacerbación pasional, lo que, por contraste, genera un efecto humorístico y crítico acerca de la misma cuestión. Además, se encuentra la versión en prosa de ideas e imágenes que había representado en sus poemas, como la relación entre el amor y la creación, la dinámica entre las sensaciones, las emociones, el pensamiento, el sueño y la voluntad, así como una sucinta visión de las pasiones como energía vital, pero también como religión, tal como se aprecia, sobre todo, en “Relámpagos de pasión”.10 Algunos aspectos de la poética del autor han sido expuestos por estudiosos como Donald Gray Shambling, Luis Mario Schneider, Clementina Díaz y de Ovando, Antonio Saborit, José Ricardo Chaves, Leticia Algaba, Mariana Flores Monroy y Blanca Estela Treviño García; por mi parte, propongo abordar la reflexión de Castera en torno a las pasiones a partir de distintos materiales autorales, la mayoría de carácter periodístico, que incluyen tanto poemas como cuentos y artículos, así como algunas de las fuentes que explícitamente se mencionan en sus escritos y que sirven para contextualizar ciertas ideas y expresiones. Todo ello permitirá seguir el desarrollo o los distintos momentos de expresión de dicha idea, pues planteo que si bien se mantiene la exploración sobre los efectos de las pasiones y de los sentimientos, ésta va a tomar diferentes cauces en cada una de las novelas analizadas, pero al final, todas se dirigen a una consideración estética que revela la visión de mundo del escritor en sincronía con la concepción general de su época.11 10 Tres relatos de esta colección, “Los ojos garzos”, “Un amor artístico” y “Ángela” fueron estudiados por Flores Monroy en Pedro Castera. Tres propuestas literarias (2008) y en “Impresiones y recuerdos: la otra mirada al romanticismo de Pedro Castera”, Literatura Mexicana, vol. 19, núm. 1 (2008), pp. 123-136. 11 Cf. C. J. Morales, op. cit., p. 16. 13 En este sentido, mi trabajo es más analítico que teórico, con un andamiaje biobibliográfico, como diría José Luis Martínez,12 mediante una lectura lo más apegada posible a los textos del autor, pero tomando en cuenta su sustrato cultural, es decir, tendencias, motivos, sistemas de ideas, influencia o presencia de otros escritores y de otras manifestaciones artísticas, en el entendido de que, como señala Mario Praz, “la vida de una obra de arte está en relación directa con su eterna contemporaneidad”.13 En el análisis, busco indagar en qué grado influyeron ciertas ideas de lo que se ha denominado el sistema de las emociones, es decir, la construcción cultural en torno a la afectividad, caracterizada por una gran permeabilidad en los discursos que sobre las emociones han elaborado la filosofía, la religión, la medicina y la literatura,14 en la obra de Castera y cómo se transformaron en rasgos constitutivos de su imaginario, en tanto repertorio simbólico y expresivo, y de su poética, al ser elementos que caracterizan su idea de la creación literaria.15 Si bien es cierto que las vicisitudes que acarrean las pasiones ha sido uno de los grandes argumentos del género novelístico, lo relevante es ver la forma en que cada escritor, en una determinada época, ha logrado dar cuenta de dicha realidad. Ya en 1795, Madame de Stäel había subrayado la importancia, incluso la necesidad, de las obras que abordaran la vida del ser humano, siguiendo sus progresiones e inconsecuencias, y que mostraran los sentimientos de una forma verosímil. No sólo el amor, sino más allá de éste, los movimientos todos del 12 Cf. J. L. Martínez, La expresión nacional, p. 3. 13 M. Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, p. 35. 14 Cf. Christine Orobitg, “El sistema de las emociones: la melancolía en el Siglo de Oro español”, en María Tausiet y James S. Amelang, Accidentes del alma. Las emociones en la Edad Moderna, p. 73. 15 René Wellek y Austin Warren, Teoría literaria, p. 147. Como se sabe, los textos literarios no se consideran documentos que reflejan fielmente “la realidad”, sino como escritos construidos a partir de categorías, esquemas de percepción, modelos discursivos y reglas de funcionamiento, cuya relación con “la realidad” se basa en lo que el mismo texto plantea como tal y que se convierte en referente fuera de sí mismo. Así, las ficciones se estudian a partir de su relación con otros discursos, de sus procedimientos de construcción en donde se unen las obsesiones del autor y las reglas particulares del género trabajado y la forma en que enfoca la realidad dentro de su circunstancia de elaboración y las estrategias de su escritura (cf. Roger Chartier en El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación, pp. 40-41). 14 corazón humano: la ambición, el orgullo, la avaricia, la vanidad.16 De este modo, la novela sentimental en el siglo XVIII, así como la realista y naturalista en el XIX, abordaron el tema de las pasiones, a partir de diferentes perspectivas, la moral, la filosófica o la científica, pero dando cuenta de la búsqueda de explicaciones de la compleja interioridad humana, para lo cual acudieron a ese sistema de ideas en torno a la afectividad. Como se sabe, en su origen, la palabra pasión significa sufrimiento; la definición que ofrece el Diccionario de autoridades considera, en primer lugar, el aspecto sensible o la idea de sensación en relación con el ánimo, por lo que pasión es tanto “el acto de padecer tormentos, penas, muertes y otras cosas sensibles”; como “cualquier perturbación o afecto desordenado del ánimo”. Desde el punto de vista de la medicina, la pasión se definía como “el dolor sensible de alguna parte del cuerpo”. Las ulteriores definiciones se refieren a la “excesiva inclinación hacia una persona” y al “apetito vehemente por una cosa”. Una brevísima historia del término, a partir de lo consignado en los diccionarios académicos del español, da cuenta de la incorporación e integración de las distintas visiones que ofrecieron las áreas que tradicionalmente se habían encargado del estudio de las pasiones, es decir, la religión, la medicina y la filosofía.17 En el siglo XIX la paulatina especialización de las ciencias propició un reajuste y una modificación en la influencia que sus discursos ejercieron en la concepción de las pasiones.18 Muestra de este proceso de desplazamiento cultural, iniciado a partir del siglo XVIII, es el progresivo empleo, y posterior sustitución, de vocablos como afectos, pasiones, perturbaciones y accidentes del alma, por el de emociones, como término de referencia en el estudio científico de la afectividad vinculado con términos como vísceras, nervios, evolución, expresión, psicología, entre otros.19 16 Cf. Madame de Stäel, Ensayo sobre las ficciones, p. 186. Agradezco al Seminario de Literatura Mexicana del siglo XIX por la referencia, así como por los comentarios intercambiados durante la sesión dedicada a este texto. 17 Diccionario de autoridades, s. v., passión. 18 Cf. T. Dixon, From Passions to Emotions, p. 26. 19 Cf. Stanley W. Jackson, Historia de la melancolía y la depresión. Desde los tiempos hipocráticos a la Época Moderna, p. 25 y T. Dixon, op. cit., pp. 1-5. 15 Pese a la indudable influencia del dogma cristiano en la concepción de las pasiones, la visión cientificista de la modernidad va a generar diversas explicaciones de los afectos que en el siglo XIX, de acuerdo con Beebe-Center, pueden resumirse en dos tendencias principales: las que derivaron de las teorías de las sensaciones del siglo XVIII, las cuales enfatizaban el lugar de los órganos de los sentidos y sus funciones, y las que se centraban en los procesos mentales, en relación con el intelecto y la voluntad.20 Las teorías médicas en torno a la función de las pasiones o los movimientos del alma, tanto en los estados de salud como de enfermedad, buscaron develar las leyes físicas y orgánicas a las que respondían y superar las disquisiciones de bases místicas y religiosas.21 Como apunta Luis Montiel, es en este marco donde debe entenderse el intento de comprensión científica de las emociones.22 Así, la fisiología, nombre de antiguo cuño empleado posteriormente para referirse al estudio científico de las funciones del organismo vivo, como los procesos físico-químicos del cuerpo,23 exploró la relación entre las pasiones, las funciones orgánicas y sus alteraciones, vínculo que se convirtió en asunto de la llamada fisiología de las pasiones. 20 Cf. Beebe-Center, apud S. W. Jackson, op. cit., p. 32. Entre las primeras, se señala con especial atención la visión del médico francés Pierre Cabanis (1757-1808), quien consideraba que los afectos eran producto de la excitación periférica de los nervios, los cuales podían ser estimulados tanto por objetos externos como situaciones internas que producían el movimiento de las vísceras (ibidem, p. 33). Cabe apuntar que en la obra Relaciones entre lo físico y lo moral del hombre (1802), Cabanis señalaba que el estudio del alma y sus facultades no se circunscribía a la filosofía, sino que era objeto de examen de una rama independiente a la que más tarde se le conocerá como psicofisiología (cf. Giovanni Reale y Darío Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y científico, p. 237). 21 Enric J. Novella Gaya, “La medicina de las pasiones en la España del siglo XIX”, en Dynamis, vol. 31, núm. 2 (2011), p. 459. En su estudio del alma, Aristóteles definió a las pasiones como “todo lo que va acompañado de placer o dolor” y decía que respondían a un exceso o un defecto. Consideró que las pasiones —la apetencia, la ira, el miedo, el coraje, la envidia, la alegría, el amor, el odio, el deseo, los celos y la compasión— conducían a la acción, de modo que cuando se decía que el alma se entristecía, se alegraba, envalentonaba, encolerizaba o atemorizaba, sentía y discurría, se hacía referencia, fundamentalmente, a movimientos y afecciones (razonamientos, sensaciones, placeres, dolores, etcétera), los cuales se producían ya sea por desplazamiento de los órganos o en virtud de la alteración de los mismos (Acerca del alma, I, I, 408b, 1-18 y Ética eudemia, II, 3, 25). 22 L. Montiel, “La arena y el viento: la medicina en el romanticismo alemán”, en Boletín do Museo de Belas Artes da Coruña. Monográfico arte e emocións, núm. 1 (2015), pp. 127- 139; loc. cit., p. 128. 23 Cf. William Coleman, La biología en el siglo XIX, pp. 199, 240. 16 El estudio médico de las pasiones no se limitó a la descripción de su acción sobre el cuerpo y sus manifestaciones físicas, sino que abordó también el aspecto moral, en un intento de exploración de lo subjetivo. 24 Así pues, si bien hasta antes de 1760 se mantuvo la concepción de la enfermedad en relación con el cuerpo, sin que afectara el alma, posteriormente se desarrolló la noción de ‘mente enferma’, con lo cual surgió la necesidad de generar y aplicar un tratamiento para aquellas enfermedades que no se localizaban en algún órgano específico.25 La reflexión derivada del desarrollo de la filosofía de la naturaleza en Alemania, y de la filosofía romántica en general, hizo de la medicina especulativa un campo fértil para la aparición de disciplinas como la psicología, que encontró en la exploración de la mente y el estudio de los procesos mentales su principal objeto de estudio, o la psiquiatría —o medicina de la psique— término que dio nombre a una nueva área médica encargada del tratamiento de las enfermedades mentales.26 El surgimiento de estas áreas implicó el desarrollo de un nuevo vocabulario médico en torno a lo subjetivo, por lo que comenzaron a utilizarse términos como “lo mental”, “lo psicológico”, “lo psíquico” y “lo moral”, este último entendido como “el conjunto de facultades intelectuales y de las afecciones del alma, considerado como un estado opuesto al estado material o físico”. 27 Con ello, lo moral se empleó para referirse a la parte psíquica y afectiva del ser humano y sobre este concepto se generó el estudio de las enfermedades anímicas, así como su tratamiento, el cual buscará intervenir sobre la mente del paciente y no sobre su cuerpo.28 Desde mediados del siglo XX, el estudio histórico de este campo ha tenido un desarrollo importante, de la mano de las propuestas de la historia cultural y la historia de la vida cotidiana, pero a partir de los años ochenta tuvo un avance acelerado, pues quedó claramente 24 Rafael Huertas, “Locura y subjetividad en el nacimiento del alienismo. Releyendo a Gladys Swain”, Frenia, vol. X (2010), pp. 11-28; loc. cit., p. 13. 25 Ibidem, p. 14. 26 L. Montiel, op. cit., p. 128. 27 Cabanis, apud R. Huertas, op. cit., p. 15. 28 Idem. 17 asentado que las emociones se insertan en el tiempo y en el devenir histórico.29 Así, se han abordado los cambios en su concepción en consonancia con el desarrollo de otras áreas, como la medicina, la psicología y la psiquiatría, la biología y la fisiología. No obstante, el estudio de la literatura en relación con las emociones es de larga tradición, pues las pasiones, los sentimientos y la expresión son apenas separables y se han estudiado desde la retórica y la filosofía.30 Sobre el amor, sentimiento sucintamente caracterizado como la atracción hacia una persona única, a un cuerpo y a un alma, como diría Octavio Paz, ha corrido suficiente tinta. Su historia, más bien la historia de la idea del amor en Occidente, es larga y compleja; hay un cúmulo inabarcable de reflexiones en torno a este concepto, concentradas en lo que Irving Singer considera dos vertientes. La primera es la idealista, basada en la idea de fusión, desde Platón, con su idea del deseo de posesión de lo bueno y lo bello, y la búsqueda o descubrimiento de cómo alcanzarlo, expuesta sobre todo en los diálogos Fedón, El banquete y Fedro, pasando por la concepción cristiana del amor divino, la humanización del sentimiento con el surgimiento del amor cortés durante la Edad Media, hasta el amor romántico, en sus distintas líneas, optimista y pesimista, como vía de conocimiento de las verdades últimas del universo, amén de la idea de unión absoluta. La segunda corresponde a la realista, sustentada en la experiencia sensorial, lo verificable mediante la observación empírica, en la aproximación científica, centrada en los procesos psicobiológicos, y en la visión del beneficio y la satisfacción de necesidades e intereses, individuales y colectivos.31 Amor como pasión y sentimiento, como emoción e idea que, a través del tiempo, la literatura ha registrado mediante un conjunto de imágenes, símbolos y representaciones en torno a un 29 Cf. Katie Barclay et al., Sources for the History of Emotions, A Guide, p. 6. Entre las numerosas historias de las emociones, resultaron de especial interés para este trabajo William M. Reddy, The Navigation of Feelings. A Framework for the History of Emotions (2001) y Rob Boddice, The History of Emotions (Historical Approaches) (2017). 30 Cf. José Antonio Pérez-Rioja, El amor en la literatura, p. 20. 31 Cf. Irving Singer, La naturaleza del amor I. de Platón a Lutero, p. 73 y La naturaleza del amor 2. Cortesano y romántico, pp. 19-20, 319-321. 18 hecho psicológico y biológico, primordial y complejo, que varía en el tiempo y según el lugar.32 En este trabajo remito a la faceta decimonónica de dicha conceptualización, mediante la revisión de la representación mental y literaria de un escritor profundamente intrigado con el tema. Paralelamente, indago en el proyecto de escritura del autor a partir de la revisión de su concepción del amor, las pasiones y la creación literaria, para seguir la manera en que buscó integrarse al sistema literario de su época, aunque fuera de soslayo, pues su profesión minera, si bien en un momento le otorgó cierta notabilidad, posteriormente lo distanció de los grupos y cenáculos de legitimación, lo que derivó en la ausencia de recepción de su última producción. Claro que ello no implicó su total exclusión, pero sí un cambio en la imagen del escritor quien pasó de ser el aclamado autor de Carmen al superado y trasnochado escritor sentimental, según lo vieron jóvenes escritores de la generación modernista y decadentista, como Ciro B. Ceballos y Rubén M. Campos. Con todo, como se sabe y la historiografía lo constata, los ecos de su novela más famosa lo han mantenido en el canon literario mexicano, mediante numerosas reimpresiones, versiones condensadas e ilustradas y dos o tres adaptaciones cinematográficas y radiales.33 Con respecto a su auto posicionamiento como escritor público, algunas veces Castera tomó la palabra para aclarar sus intereses. Cuando se integró al periodismo mediante la práctica espiritista, no dudó en publicar una profesión de fe que le permitiera situarse como seguidor de la doctrina y sirviera para subrayar su labor: “Como médium que soy, las 32 Cf. I. Singer, La naturaleza del amor 2. Cortesano y romántico, p. 18. 33 Por ejemplo, el fotodrama Carmen (1921) de Alejandro Vollrath anunciado como una “súper producción mexicana”, “el éxito nacional” y “lujosa presentación escénica que hace honor al arte nacional”, basado en “la célebre novela del inmortal escritor Pedro Castera”, producida por Germán Camus, quien ya había ofrecido la versión cinematográfica de Santa de Federico Gamboa en 1918; la película Alejandra (1942) del director José Benavides, hijo, con Arturo de Córdova como “Pedro” y Sara García como la madre y la adaptación radiofónica realizada por Radio Educación en 1981, en cuya grabación el título se menciona como “Carmen. Memorias de un amor apasionado” (cf. “La súper producción mexicana Carmen de Pedro Castera” (anuncio), en El Demócrata: Diario Constitucionalista, 13 de septiembre de 1921, p. 5; “Estreno del fotodrama Carmen” (anuncio) en El Informador, 8 de diciembre de 1921, p. 6). 19 comunicaciones que obtenga y que publique irán firmadas, siendo yo el único responsable de las ideas que en ellas viertan los Espíritus”.34 Con el tiempo, Castera fue ganando un espacio en la prensa que le permitió interactuar de manera distinta con sus lectores y lectoras, sobre todo. En las diversas columnas en las que colaboró, algunas de ellas, incluso, anunciadas con bombo y platillo, el periodista estableció juegos y guiños con su público habitual que le permitieron desdoblar un humor que pocas veces se ha comentado en las revisiones de su obra. Al dedicar parte de su creatividad a estudiar a la mujer o a comentar la ciencia, la idea de la palabra fue cobrando mayor fuerza, al grado que la consideró como un atributo fundamental de la que él sería mediador. De ahí que manifestara un vivo interés en comunicar y difundir, mediante la divulgación científica, las muestras del genio humano plasmadas en los avances científicos. Solamente la producción periodística del autor de carácter divulgativo abarca más de 200 artículos publicados entre 1872 y 1891 en periódicos como El Domingo, El Federalista, La República, El Correo de las Doce, El Universal y El Municipio Libre.35 Por supuesto, también probó la escritura de textos de carácter intimista, por no decir autobiográfico, en los que expuso ideas acerca del sentimiento y su expresión. Para Castera, el sentimiento era el rasgo característico de todo creador. El poeta debía ser capaz de vivir, sentir y, sobre todo, de soñar, por lo cual llamó “artista de corazón” tanto al hombre que vivía el amor y la pasión de un modo intenso, ya sea en la vida, en el arte o en la ciencia, como al que estaba en busca de la idea, experimentaba “la sed de infinito” y anhelaba la trascendencia; de ahí que lo distinguiera del hombre común.36 34 P. Castera, “Profesión de fe”, en La Ilustración Espírita, t. I, núm. 21 (15 de diciembre de 1872), p. 178. 35 Sobre el tema, véase María del Pilar Blanco “‘Palabras de la ciencia’: Pedro Castera and Scientific Writing in Mexico’s fin de siècle”, en Science & Education, vol. 23, Issue 3 (March 2014), pp. 541-556 y D. M. Adame González, “Breves apuntes del progreso de un siglo: los artículos de divulgación científica de Pedro Castera (1873, 1881-1882)”, en Bibliographica, vol. 2, núm. 1 (primer semestre 2019), pp. 72-102. 36 Cf. P. Castera, “Una lágrima. Fragmentos de un diario III”, en El Domingo, 4ª época, núm. 42 (28 de septiembre de 1873), pp. 551-553. 20 Con estas nociones, Castera comenzó a probar suerte en la poesía, el género en más alta estima en la república letrada. No le importó tanto la maestría técnica y formal, como la necesidad de comunicar y expresar lo que sucedía en el interior, pues para el escritor no había más lira que el corazón humano.37 Aunque recibió constantes críticas, publicó versos de tema amoroso, en los que cantó, cual trovador, al amor perpetuamente insatisfecho;38 ya lo había dicho Luis Mario Schneider: “versos de continuidad sentimental y autobiografía emotiva en verso”.39 Con todo y sus limitaciones, Castera concibió dos poemarios de evidente influencia becqueriana en los que, junto a la búsqueda del amor y la mujer ideal, también planteó, como todo romántico desbordado, la búsqueda de la expresión justa, la más bella e ideal, proceso que puede leerse como el paso de las sensaciones, el sentimiento y la pasión a la idea plasmada en papel: CXIX La idea nacer en mi cerebro siento, la sangre aglomerarse al corazón, dilatarse mi alma... el pensamiento estallar bajo el cráneo de pasión! Busca voz para hablar, para expresarse y el ardiente latido transcribir; busca idioma distinto para crearse un nombre, una corona, un porvenir.40 En 1875, el mismo año en que publicó Ensueños, su primer poemario, Castera dio a luz otra exploración creativa de sus intereses. Toda su experiencia recorriendo pueblos, criaderos, villas y haciendas mineras lo llevó a concebir un ciclo narrativo para el que vio la necesidad de exponer su visión artística. El texto introductorio a sus cuadros mineros es fundamental para conocer el germen de dichas narraciones, su interés en mostrar la dinámica de las pasiones en ese medio y también las ideas en torno a sus inclinaciones literarias y su 37 Cf. P. Castera, “Armonías”, en El Radical. Edición literaria de los domingos, t. I (1873), pp. 67-68. 38 Cf. D. de Rougemont, Amor y Occidente, p. 77. 39 Cf. L. M. Schneider, “Prólogo” en P. Castera, Impresiones y recuerdos..., p. 23. 40 P. Castera, Ensueños y armonías y otros poemas, pp. 302-303. 21 anhelo de ser distinguido como minero y poeta.41 En estas líneas, Castera mostró la apreciación de su trabajo y lo que artísticamente podía aportar. Si bien empleó el recurso de la captatio benevolentiae para presentarse como un minero que anhela ser poeta, sin dejar de aludir a sus carencias, reconoció su originalidad al ser el primero en abordar literariamente la temática minera: Yo, que me siento orgulloso de ser minero; yo, que he pasado en las minas momentos de suprema angustia y de terrible agonía, puedo suplir a mi falta de imaginación con mis propios recuerdos, para poder así penetrar en ese mundo desconocido para la mayor parte de nuestra sociedad. / Todas esas batallas heroicas e ignoradas, de los mineros mis hermanos, contra todos los elementos reunidos; todas esas luchas sordas y tenaces, esas agonías prolongadas, esos triunfos oscuros, esa vida angustiada, pero sin embargo palpitante, enérgica, poderosa, esa vida realmente de hombre que rebosa de fuerza y de virilidad, necesitaría para ser descrita la fantasía alemana, ayudándola con la imaginación de Hoffman, la pluma de Ana Radcliffe y el fondo inimitable de los cuadros de Rembrandt. ¿Qué puedo hacer yo? ligeros, ligerísimos bosquejos de esa existencia que tiene por horizonte las tinieblas, por piso los peligros y la lucha, la ambición y la duda por todo porvenir.42 Dos años más tarde, en 1877, con la fundación del Círculo Literario Gustavo Adolfo Bécquer, en compañía de Manuel de Olaguíbel, Francisco de P. Urgell, Juan de Dios Peza, Agustín F. Cuenca, Benjamín Bolaños, Agapito Silva, Federico C. Jens, Manuel Caballero, Gerardo M. Silva y un jovencísimo Manuel Gutiérrez Nájera, Castera se lanzó a la palestra para exhortar a los periodistas y a la prensa en general a templar los ánimos y evitar el hostigamiento para no hacer del periódico “el órgano de pasiones poco nobles, el instrumento de venganza de pequeños resentimientos”, y a reconocer su autoimpuesta misión educativa, como guía y maestra del pueblo que cuidaría de sus aspiraciones, sin corromper su conciencia, relajar sus principios de libertad, burlar sus instituciones, falsear sus leyes ni violar sus derechos.43 Manifestación pública de un grupo poético emergente que buscaba 41 P. Castera, “En medio del abismo (histórico)”, en El Federalista. Edición Literaria de los Domingos (5 de diciembre de 1875), pp. 261-264. El texto fue rescatado por Antonio Saborit e incluido en la antología que preparó (cf. “He aquí por lo que ahora escribo” en Pedro Castera, pp. 239-242). 42 Idem. 43 Cf. [Círculo Literario Gustavo Adolfo Bécquer], “Cruzada contra los escritores virulentos”, en La Patria, t. 1, núm. 18 (7 de abril de 1877), p. 2. 22 alzar la voz para dar a conocer su postura ante la agitada situación política, tras la revuelta del Plan de Tuxtepec organizada por Porfirio Díaz. En 1880, cuando se incorporó al periódico La República, fundado y dirigido por el propio Altamirano, Castera adquirió una nueva posición dentro del grupo letrado y periodístico de la época. Dos años más tarde, pasó de ser redactor y gacetillero a convertirse en director del mismo, lo que le permitió dar continuidad a su labor de divulgador de la ciencia y como narrador. Así, dio a conocer su novela Carmen, la novela corta Los maduros, la colección Las minas y los mineros, los relatos de Impresiones y recuerdos, y el volumen de poemas Ensueños y armonías, amén de un nutrido conjunto de textos de divulgación científica que pensó reunir y publicar como libro, aunque esto último sin llevarlo a cabo. Tanto por la cantidad, como por el estilo de sus obras, le llovieron invectivas que lo tacharon de mero imitador de Heine, Bécquer e Isaacs, pero al mismo tiempo tuvo el generoso respaldo de escritores como Guillermo Prieto, José Martí y Manuel Gutiérrez Nájera. Aunque dejó la dirección de La República a mediados de 1882, continuó recopilando sus escritos. En El Correo de las Doce, un modesto y desconocido periódico, a cargo de Pedro J. García, Castera dio a conocer en 1883, unos meses antes de ser internado por lipemanía en el Hospital para Dementes de San Hipólito, un pequeño folletín en el que reunió las divagaciones en torno a la mujer y el amor que había publicado diez años atrás, pero con las que deseaba conformar un libro semejante al del escritor español Severo Catalina, pero “más útil y más serio”.44 Asimismo, en marzo de ese año pagó la inscripción a la Sociedad de Beneficencia Universal, agrupación que donaba dinero a los menesterosos, donde coincidió con Ramón I. Alcaraz, Manuel de Olaguíbel y Rafael Ángel de la Peña, entre otros. El episodio en San Hipólito fue uno de los momentos de mayor exposición pública de Castera; su caso dio pie a la aparición de notas periodísticas, crónicas, informes oficiales y poemas sobre su condición mental, los cuales abonaron a la construcción de su leyenda, 44 Gilliat [Pedro Castera], “La mujer”, en La República. Semana Literaria, año II, t. II, núm. 20 (14 de mayo de 1882), p. 305. 23 alimentada por cambios en la percepción de su estampa y remembranzas no exentas de exageraciones que recluyeron al escritor y minero en la figura del loco, a partir de la cual se ha leído su última producción narrativa, y se ha visto como el elemento definitorio en la construcción de su imagen como escritor.45 En este sentido, su caso, como bien me dio a conocer el doctor José Ricardo Chaves, tiene impresionantes similitudes con el del poeta francés Gérard de Nerval, cuya leyenda como “loco delicioso” alimentada por sus amigos, influyó en el desconocimiento de su obra.46 Como Nerval, Castera también aludió a su propio diagnóstico: “Yo vuelvo a San Hipólito — nos dijo— y no saldré de allí mientras no vea una orden de la autoridad... dicen que estoy loco... adiós...”,47 y, con anterioridad, al descrédito de su obra, llevada a cabo por una parte del campo literario a partir de los temas que trató: Para nuestra sociedad es más soporífero un escritor que sobre estos hechos tratase de filosofar, que el acetato de morfina en cierta dosis. Al que escribe apoyándose en la ciencia lo llaman pedante, loco al pensador profundo, fraseólogo al descriptivo, y a este último se le exige que dibuje no nuestros tipos nacionales, nuestros pobres indígenas vestidos de manta o cuero, a los que no se quiere conceder ni corazón, sino que hable de hombres que por fuerza han de tener los ojos azules y los cabellos rubios, de castillos feudales que sólo hemos visto en sueños y de trajes no descritos por nadie, aun cuando sólo existan en el cerebro enfermo del autor. De otra manera, tiene uno el honor de no aparecer en caricatura sobre las cajetillas de fósforos, único pedestal de la gloria en México.48 Si bien Castera fue consciente de que la locura podía ser el principio del prestigio literario de un escritor, incluso jugó con la idea de ser llevado al manicomio por la práctica 45 Cf. En esta línea hay diversos estudios y comentarios de distintas épocas, con más o menos elementos contextuales y biográficos, que revisan este suceso: Refugio Amada Palacio, “Carmen: salvación del alma humana o locura consciente de Castera”, en La Palabra y el Hombre, núm. 99 (julio-septiembre 1996), pp. 191-207; los comentarios de Óscar Mata en La novela corta (2013) y, recientemente, José Antonio Maya González y Ana Laura Zavala Díaz, “El caso del escritor Pedro Castera: entre la esfera pública, el campo literario y la experiencia manicomial en el México del siglo XIX”, en Asclepio. Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia, 71-2 (julio-diciembre 2019), pp. 1-13. 46 Cf. Albert Béguin, Gérard de Nerval, pp. 7-32. 47 Cf. Agustín F. Cuenca, “Pedro Castera”, en La Prensa, t. I, núm. 29 (3 de febrero de 1884), p. 2 48 P. Castera, Los maduros, pp. 41-42. 24 espiritista,49 rechazó el mecanismo por el que la sociedad o ciertos grupos al interior de ella, por errores de juicio, tildaban de locos a los sabios, a los genios, a los artistas sensibles y a los generadores de nuevas ideas; para el poeta-minero, la llamada locura, en muchos casos, no era sino un estado de profunda abstracción o de honda concentración intelectual y espiritual, al que generalmente, tras un primer momento de atención, seguía el de la completa indiferencia.50 Con todo, tras su estadía en San Hipólito, de mediados de 1883 a octubre de 1884, Castera paulatinamente recobró sus actividades. Si bien de este año a 1888 apenas dio a conocer algunos poemas, en 1885 se integró al Liceo Altamirano, junto a Ángel de Campo, Luis González Obregón y Alberto Michel, por mencionar a algunos, y publicó en El Liceo Mexicano.51 Entre 1887 y 1889, se reimprimieron sus dos colecciones de relatos y Carmen, además de concretarse la traducción de los cuentos mineros al inglés en el periódico The Mining and Scientific Press de San Francisco, California.52 La prensa, incluso, publicó algunos juicios de la obra de Castera y lamentó que fuera difícil conseguir un ejemplar de Carmen, y que la edición de Las minas y los mineros hubiera quedado inconclusa, pese a que la obra estaba terminada.53 Asimismo, quizá apremiado económicamente, Castera solicitó a la Cámara de Diputados que comprara 200 ejemplares de Las minas...54 Tal vez este periodo de renovada atención pública, amén de la búsqueda de financiamiento, lo llevó a considerar la reunión de sus obras, según informó la prensa.55 De 49 Cf. P. Castera, “Ultratumba”, en Impresiones y recuerdos, p. 65. 50 Cf. P. Castera, “El criterio humano”, en El Federalista. Edición Literaria de los Domingos, t. IV, núm. 18 (9 de noviembre de 1873), pp. 247-248. 51 En 1986 Fernando Tola de Habich, en su Museo literario dos, dio cuenta de la interesante historia del texto “Los careyes”, cuyo autor intelectual pudo ser Altamirano, mientras que Castera pudo haber fungido como transcriptor (cf. F. T. H, “Pedro Castera cuenta ‘un cuento’ que contó el maestro Altamirano”, en Museo literario dos, pp. 17-24). 52 Actualmente, ya se prepara una edición comentada de estas traducciones. 53 Cf. “Pedro Castera. [He aquí el juicio que el Liceo Literario hace del señor Castera como novelista]”, en El Partido Liberal, t. IV, núm. 646 (27 de abril de 1887), p. 3. 54 Cf. “Crónica parlamentaria”, en El Siglo Diez y Nueve, novena época, año XLVII, t. 92, núm. 14,924 (25 de noviembre de 1887), p. 3. 55 Cf. “Al vuelo. El conocido escritor”, en La Voz de México, t. XVIII, núm. 36 (15 de febrero de 1887), p. 3. 25 esto también da cuenta la aparición de unos apuntes biográficos del autor en el Diccionario de escritores contemporáneos de los señores López y Godoy, reproducidos en El Partido Liberal en 1888, en donde se exponen los datos más relevantes de su vida, sus obras literarias y sus trabajos mineros. La valoración de sus biógrafos era que el niño desarrapado y vagabundo se había convertido en hombre de estudio, literato, escritor público y minero que había luchado por conquistarse una posición como hombre independiente; su trabajo en las imprentas, ya sea escribiendo, corrigiendo y traduciendo, le permitía ganar el sustento para continuar con la publicación de sus obras.56 En 1889, el escritor regresó al periodismo de divulgación con una columna en El Universal que mantuvo hasta 1891 y que fue reproducida en El Municipio Libre. En esta etapa, Castera aprovechó también para explicar lo que implicaba escribir ese tipo de artículos ante la aparente falta de estilo y corrección que le señalaron los críticos: —¿Mi estilo?, le repliqué. En estas reseñas no puedo tener estilo propio. Cada una de ellas tiene que ser diversa de las otras y aún en una misma, cada párrafo tiene que poseer un estilo adecuado al punto que se toca. Dejemos la forma que procuro en cuanto pueda ser correcta y discutamos el fondo o sea los asuntos. [...] / —Pues esa es la cuestión, contesté, novedad u originalidad son formas que a veces asume la belleza. El asunto dicta o inspira el estilo. El tema es, en estas revistas, todo. Elegir los puntos convenientemente es cuanto deseo. La ciencia es por demás fecunda y ella se encarga de dar interés a todo lo que a la misma se relaciona.57 Todavía se dio espacio para publicar dos novelas: Querens y Dramas en un corazón en 1890 y, un año después, un breve texto dedicado a Emilio Castelar, en el que meditó sobre la función del vate, ese ser misterioso e indefinible, capaz de elevar al hombre común por sobre “el ruido vertiginoso del mundo de la industria” que habita.58 Al fin, aspirante a poeta, Castera expuso su idea del arte como vía de ascensión. En 1892, la prensa informó que el conocido escritor se encontraba dedicado en cuerpo y alma a la minería, pero a la vez, estaba 56 Cf. “Pedro Castera, minero”, en El Partido Liberal, t. VI, núm. 1001 (10 de julio de 1888), pp. 1-2. 57 P. Castera, “Notas diversas. Charlas inútiles...”, en El Universal, t. III, núm. 7 (24 de septiembre de 1889), p. 1. 58 P. Castera, “Emilio Castelar. El poeta”, en El Correo Español, año II, t. II, núm. 415 (27 de septiembre de 1891), p. 1. 26 corrigiendo las pruebas de sus obras, que saldrían completas por la editorial de Filomeno Mata.59 Hasta ahora no se tienen más noticias sobre dicho proyecto; lo que sí se sabe es que, en esta última década del siglo XIX, Castera publicó el texto de carácter histórico “Escenas del abra. Episodio militar”, en el Segundo Almanaque Mexicano de Artes y Letras (1896) de Manuel Caballero y el folleto Beneficio rápido y económico de minerales (1899). Este sucinto repaso biográfico pretende dar cuenta de cómo Pedro Castera fue formando su figura como hombre de letras, sin dejar de lado su curiosidad científica y sus actividades mineras, a las que dedicó sus últimos años de vida, pese a tropiezos materiales y legales, fraudes y problemas económicos, al menos hasta un año antes de su muerte, cuando aún logró obtener un privilegio para producir “champagne nacional”, es decir, pulque,60 o incluso, hasta un mes antes de su fallecimiento, como confirma una carta de José Ives Limantour, a quien Castera invitó al negocio de la mina Nuestra Señora de la Luz, en el mineral de las Aguas, en Querétaro. Su importancia en los rubros mineros y de tecnología la ratifica también una breve nota de pésame remitida por el ministro Limantour el 27 de diciembre de 1906, dos días después del deceso del escritor. Como ha señalado Bourdieu, la elaboración de un proyecto de escritura no es necesariamente un proceso lineal y unívoco, sino que se engarzan distintos elementos, mediante una multitud de relaciones sociales y personales61 que terminan por integrarse en la visión de mundo plasmada en la obra del escritor. En el caso de Castera, se identifica una serie de constantes temáticas y formales que permiten advertir una búsqueda literaria y vital. De ahí que en este estudio me enfoque en el análisis y el comentario de cada una de las 59 Cf. Sin firma, “Obras completas de Pedro Castera”, en La Voz de México, t. XXIII, núm. 294 (30 de diciembre de 1892), p. 3 60 Cf. Sin firma, “Consejo Superior de Salubridad...”, en Diario Oficial de los Estados Unidos Mexicanos (14 de octubre de 1905), pp. 452-453, 597, 645. Sobre los procesos legales en los que estuvo involucrado el autor, María del Carmen Núñez aporta datos importantes a partir de la investigación en el Archivo General de la Nación, amén de una detallada revisión de la imagen del héroe en su narrativa minera (véase, M. del C. Núñez, La heroicidad en Las minas y los mineros de Pedro Castera, 2018). 61 Cf. Pierre Bordieu, Campo de poder, campo intelectual, pp. 24-25. 27 novelas en cuatro capítulos, a fin de exponer la modalidad que adquiere el tratamiento de las pasiones y el amor. De este modo, me centro en los principales tópicos relacionados con la visión del autor, en tanto que, como aclara Aurelio González, las imágenes literarias están condicionadas por una serie de elementos que dependen de códigos de comportamiento externos reales, así como por elementos de representación estéticos y artísticos.62 En este sentido, abordo cuestiones como la concepción del amor como enfermedad, de larga tradición, a partir de la noción del exceso, el amor como vía de salvación, y la relación amor-muerte en el primer capítulo dedicado a la novela Carmen. En seguida, exploro la concepción dualista del amor en Los maduros, muy cercana a la imagen de la llama doble usada por Paz, pero dentro de los márgenes de un escritor mexicano decimonónico espiritista. En el tercer capítulo, dedicado a la novela Querens, doy cuenta de cómo el autor exploró, mediante explicaciones científicas de la época en torno al magnetismo animal y el hipnotismo, el origen y el desarrollo de las facultades afectivas en el ser humano. Finalmente, en el cuarto capítulo analizo Dramas en un corazón, una novela escasamente comentada y, menos aún, estudiada, en la que reviso los mecanismos de construcción del mundo interior de los personajes, una de las cualidades de esta obra, y la influencia de las pasiones en el ámbito social. Si bien es cierto que algunas vertientes de estudio en torno a las emociones desde la perspectiva de las ciencias sociales y la historia cultural han hecho sobresalientes aportaciones para el estudio de los afectos en el contexto mexicano del siglo XIX,63 mi enfoque busca resaltar las particularidades que toma el campo de los afectos en las obras de 62 Cf. A. González Pérez, “El amor en la literatura medieval. La dama y el caballero”, en Pilar Gonzalbo Aizpuru, Amor e historia. La expresión de los afectos en el mundo de ayer, pp. 27-40; loc. cit., p. 31. 63 Por supuesto acudo a trabajos como los de Oliva López, La pérdida del paraíso. El lugar de las emociones en la sociedad mexicana entre los siglos XIX y XX (2011), los de Luis Felipe Estrada, Laura Edith Bonilla y Adriana Pineda Soto y Francesc-Andreu Martínez Gallego, coordinadores de Las pasiones en la prensa mexicana (siglos XIX-XXI) (2019) o más recientemente, José Antonio Maya, Las ficciones psicopatológicas. Prensa, locura y literatura en México (1882-1903) (2023), en los que se revisan los procesos de patologización y medicalización de las pasiones, la formulación de políticas o proyectos de control y difusión de emociones mediante la prensa y la literatura de la época, 28 Castera para, al final, ahondar en la reflexión del autor sobre la creación artística, como uno de los cauces que toman las emociones, a partir del cual busco colegir los elementos que complementen lo que ya se ha dicho sobre su proyecto de escritura. 29 CAPÍTULO I CARMEN: DEL AMOR COMO ENFERMEDAD A VÍA DE ASCENSIÓN 1. Una novela para el corazón En febrero de 1880, Ignacio Manuel Altamirano, tras dejar sus labores como magistrado, fundó La República. Periódico Político y Literario, con el propósito de apoyar la candidatura de Manuel González a la presidencia, pero sin dejar de lado un espacio para las bellas letras. Posteriormente, dicha sección se amplió y se convirtió en el suplemento La República Semana Literaria, bastión de la literatura romántica que continuaba siendo referente para algunos escritores. En diciembre del siguiente año, Altamirano anunció su salida a fin de descansar y recobrar la salud, por lo que cedió la dirección a Pedro Castera e Hilario S. Gabilondo, quienes anunciaron importantes mejoras, entre ellas, la publicación de un folletín en el que incluirían las novelas científicas de Julio Verne, así como algunas producciones de distintos escritores mexicanos.1 Tras la conclusión del segundo tomo de la obra de Verne, el 25 de febrero apareció Carmen. Memorias de un corazón, novela original de Pedro Castera, a la sazón director del diario, anunciado como “un libro escrito para las personas que aún guardan la ternura en el fondo de su corazón”.2 1 Cf. I. M. Altamirano, “Despedida”, en La República, año II, t. II, núm. 228 (31 de diciembre de 1881), p. 1). 2 Sin firma, “Nuestro folletín”, en La República, año III, vol. 3, núm. 45 (24 de febrero de 1882), p. 2. Las citas de la novela provienen de la edición Carmen (Memorias de un corazón). Prólogo de Vicente Riva Palacio. México, Tipografía de La República, 1882. La edición más accesible es la de editorial Porrúa, con prólogo de Carlos González Peña, publicada en la Colección de Escritores Mexicanos en 1954 y que continúa reimprimiéndose, aun con erratas en la capitulación. 30 La historia inmediatamente acaparó la atención de los lectores, pese a que su argumento insinuaba un posible incesto entre los personajes principales, lo que probablemente contribuyó a su atractivo, dado el morbo inherente a la condición humana. A lo largo de treinta y seis capítulos, un narrador en primera persona refiere su trágica historia de amor con Carmen, una huérfana a la que adopta y educa. Dado que el personaje principal no tiene nombre y que la narración se desarrolla en primera persona, hubo quien supuso que Castera era el protagonista del desventurado relato. De inmediato el poeta minero respondió que la historia le había sido referida por un amigo y que la había dado a la imprenta como un recuerdo de aquella confidencia.3 Quizá debido a esta identificación, difundida desde la aparición de las primeras entregas de la novela, Castera haya variado el plan de la obra e introducido al transcriptor del capítulo XXVII, a fin de establecer distancia con la primera persona del personaje principal. Todavía en 1893, el periodista y librero Ángel Pola volvió al asunto de la historia subyacente en la novela para decir que el argumento surgió de dos experiencias cercanas al autor: la primera, los encuentros ocultos sostenidos en 1876 con una dama de la que no volvió a tener noticias; la segunda, el infausto relato de una joven (interés amoroso de uno de sus amigos), deshonrada por su propio padre. De acuerdo con la versión de Pola, con estas ideas, Castera había proyectado que el protagonista partiera a Europa en busca del olvido, pero manteniendo una relación epistolar con Carmen, quien, a su vez, le informaría de su restablecimiento.4 Castera presentó la idea de su novela a Altamirano, Peza y Riva Palacio, quienes la aprobaron por tratarse de un asunto original. No obstante, publicadas las dos terceras partes de la novela habría decidido modificar aquel esbozo de desenlace a la forma en que, finalmente, se dio a conocer. Sin embargo, la equiparación del protagonista con el autor se 3 Cf. P. Castera, “El señor don Francisco J. Carrasco”, en La República, año III, vol. 3, núm. 64 (18 de marzo de 1882), p. 2. 4 Cf. Á. Pola, “Cómo Pedro Castera escribió Carmen”, en El Partido Liberal, t. xv, núm. 2 343 (1º de enero de 1893), p. 2. 31 mantuvo mucho tiempo; incluso en la adaptación radiofónica de la novela, elaborada en 1981 por Radio Educación, el personaje principal es llamado Pedro. Más allá de estas minucias anecdóticas, el desarrollo de una historia de amor con un desenlace trágico, así como las expresiones romántico-sentimentales, ocasionaron que la obra fuera comparada con María (1867) de Jorge Isaacs (1837-1895), que gozaba de notable éxito en nuestro país. Como se sabe, la novela del escritor colombiano se publicó en México, por primera vez, en 1869, en el folletín de El Monitor Republicano, y si bien al principio no recibió comentarios en la prensa, a partir de 1871, autores como Manuel Peredo, Guillermo Prieto, Justo Sierra e Ignacio M. Altamirano comenzaron su valorización. Este último, incluso, escribió el prólogo de la sexta edición mexicana de la obra, que apareció en 1881, lo que da cuenta del enorme éxito comercial que tuvo la novela del escritor colombiano. No obstante, para 1882, algunos escritores, como Manuel Gutiérrez Nájera, la consideraron parte del pasado literario.5 Desde la circulación de las primeras entregas de Carmen, la obra recibió comentarios elogiosos que la consideraron como una novela sentimental, al estilo de Pablo y Virginia (1788) de Jacques-Henri Bernardin de Saint-Pierre, Atala (1801) de François René de Chateaubriand y Graziella (1857) de Lamartine. Se dijo que, pese a estar escrita con sencillez, en ella se develaba un profundo conocimiento de los misterios del corazón humano 5 Sobre la recepción de María en México, vid. Gustavo Adolfo Bedoya Sánchez, “María (1867) de Jorge Isaacs (1837-1895) y el proyecto cultural de nación mexicana. El caso de Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893)”, en La Palabra, núm. 25 (julio-diciembre de 2014), pp. 17-29. Cabe señalar que Donald Gray Shambling, al hablar del argumento de Carmen, menciona como posible influencia de Castera, además de María, el poema Idilio (1877) de Gaspar Núñez de Arce, en el que se refiere la historia de Juan, quien se enamora de una huérfana adoptada por su familia. Los jóvenes confiesan su mutuo amor, pero la madre les impone una separación para que él concluya sus estudios; tras un tiempo, Juan regresa a su pueblo, pero sólo encuentra a su madre enlutada a causa de la muerte de su amada (cf. D. Gray Shambling, Pedro Castera. Romántico y realista, pp. 25-26). Pese a ciertas similitudes con Carmen, la historia del poema se acerca más a la de María de Isaacs (cf. Arturo Torres Rioseco, “¿Se inspiró Núñez de Arce en María de Isaacs al escribir su Idilio?”, en The Modern Language Journal, vol. 11, núm. 2, 1926, pp. 99-101). Aunque no hay certeza de la influencia del poema de Núñez de Arce en Carmen, Castera fue lector del poeta español, pues lo cita e imita en uno de sus poemas (cf. D. Gray Shambling, op. cit., pp. 44-45, y P. Castera, Ensueños y armonías y otros poemas, pp. 106-107). 32 y un afortunado tratamiento de los sentimientos, al grado de provocar el llanto de sus lectores.6 Otros juicios exaltaron tanto el interés del tema, como la caracterización de los personajes y el efecto de identificación con las emociones plasmadas,7 amén de otros que la tomaron como estandarte en la defensa del idealismo frente al materialismo de la época, tal como lo muestra Vicente Riva Palacio en su prólogo a la novela, en el que alude a dicho debate y se decanta por una visión idealista, que permitiría al hombre elevarse sobre su condición, a fin de perfeccionarse aun en medio de duras pruebas y dolores.8 Esta breve introducción permite al prologuista dejar clara la dirección de su comentario acerca de la novela: resaltar las cualidades de Carmen en un momento marcado por el materialismo y el cientificismo. En este sentido, Riva Palacio encuentra dos virtudes principales en la obra de Castera: una literaria, pues presenta personajes con individualidad, que no son conducidos fatalmente por una deidad, sino que, mediante el ejercicio de su inteligencia, buscan perfeccionarse aun en medio de duras pruebas y dolores; y otra moral, en consonancia con la visión de la época, por la presencia de sentimientos que “conservan el fuego del hogar y la virtud” y que influyen positivamente en la formación de las mujeres, las principales lectoras de esta clase de novelas.9 Esta última idea de Riva Palacio se aviene bien con la idea de construcción del estado liberal, el cual fundaba sus fortalezas no sólo en el desarrollo económico y tecnológico, sino 6 Cf. Sin firma, “Carmen”, en El Telégrafo, 1ª época, año 2, t. II, núm. 229 (3 de marzo de 1882), p. 3 y “Carmen”, en La Patria, año VI, núm. 1440 (5 de marzo de 1882), p. 3. 7 Cf. Pedro J. García, “El Correo de las doce”, en La República, año III, vol. 3, núm. 65 (20 de marzo de 1882), p. 3 y Sin firma, “Gracias” [Al Correo de las Señoras], en La República, año III, vol. 3, núm. 101 (2 de mayo de 1882), p. 2. 8 V. Riva Palacio, “Prólogo” a P. Castera, Carmen, p. III. Dado que el tema de la recepción rebasa el propósito de este capítulo, remito a mi artículo “Cambio generacional y literatura en México (1880-1882): La República. Periódico Político y Literario”, en Lilia Vieyra Sánchez y Edwin Alcántara (coords.), El gobierno de Manuel González: relecturas desde la prensa (1880-1884), pp. 625-646, en donde se comenta parte del recibimiento de la obra. 9 Idem. 33 también en la conformación de una ciudadanía capaz de conducirse mediante un código de conducta que exaltaba la responsabilidad, el manejo de las pasiones y el amor.10 Dado este horizonte de lecturas y clima de época, no es casual que Carmen haya sido vista como una novela sentimental, pues compartía con ellas algunas características: el empleo del nombre del personaje femenino en el título de la novela; la idealización del ser amado; la presencia del elemento epistolar; el empleo de la metáfora amorosa floral; una teleología amorosa negativa (imposibilidad del amor); un panerotismo o proyección de los sentimientos en todo lo que le rodea, así como la presencia de la patología amorosa, el fetichismo y la configuración de una metaerótica, es decir, una reflexión sobre el amor.11 Si bien la novela de Castera parte de los supuestos literarios y morales de su época, plasma algunas de sus propias tesis sobre las pasiones y, en concreto, sobre el amor, con todos sus claroscuros. En este sentido, Carmen da cuenta del genuino interés del autor sobre el funcionamiento de los estados afectivos, tanto en sus aspectos fisiológicos, como psicológicos. De lo anterior se desprende como una de las proposiciones que guía su desarrollo la del amor como la fusión perfecta de elementos aparentemente contradictorios, como el anhelo espiritual y el deseo físico. Para Castera, el verdadero amor implicaba la correspondencia, la consonancia de gustos y anhelos, la reciprocidad y la conexión de ideas. Pese a la visión totalizadora del amor y el avasallamiento del sentimiento, supone que éste debía ser, si no controlado, al menos, sí encauzado hacia un fin moral y espiritual, incluso estético; de ahí que recurra a ciertos mitos y tópicos para cimentar su exploración, como se verá en el siguiente apartado. 10 Cf. Luz del Carmen Martínez Rivera, Las discusiones en torno a la moral en las élites letradas de la Ciudad de México a finales del siglo XIX: una mirada a través de la novela Carmen de Pedro Castera, p. 10. 11 Cf. Ramiro Esteban Zó, “Funciones de la novela sentimental hispanoamericana en el siglo XIX”, en CILHA, año 8, núm. 9 (2007), pp. 79- 97. 34 2. La búsqueda del ideal Una constante en la obra casteriana es la configuración de los personajes principales a partir del mito de Pigmalión. Esta relación, señalada por estudiosos como Antonio Saborit, Ana Chouciño Fernández y Adriana Sandoval, funciona en diversos niveles, pero es evidente que toma elementos de dos de las reelaboraciones más significativas que tuvo el mito en el siglo XIX, a saber, la relación entre el artista y su obra de arte y la creación de la mujer ideal.12 La historia literaria nos dice que Jean Jacques Rousseau empleó por primera vez el nombre de Galatea para referirse a la estatua en la obra Pigmalión. Escena lírica (1762; 1770); en ella establece con gran claridad la relación entre el artista y su obra de arte. Los autores del siglo XVIII se acercaron al mito desde diferentes perspectivas y ofrecieron diversas reelaboraciones y lecturas de acuerdo con el elemento al que dedicaron mayor atención, ya sea la mujer, la belleza o la materia. Teniendo esto en cuenta, es posible ver que algunas obras dieron relevancia al tema de la galantería, al amor y al aspecto sensual; otros dejaron de lado el aspecto mágico y la intervención divina y se centraron en la naturaleza de la transformación, indagando con ello en la relación mente-materia a partir de explicaciones con base científica y filosófica, como, por ejemplo, la generación de sensaciones e ideas en el ser humano, a partir de los postulados de los filósofos empiristas.13 En este periodo, Pigmalión se presentó como el artista modelo, como el creador movido por el amor y dotado del favor divino, un creador que transforma su deseo en arte y su arte en vida. Para Irene Gómez Arellano, el mito personifica la exitosa fusión de mesura y 12 Cf. Antonio Saborit, “Prólogo”, a Pedro Castera, pp. 38, 40. Incluso, Saborit señala la semejanza del argumento de Carmen con el de la novela Watch and Ward de Henry James, publicada en 1871 en The Atlantic Monthly. En esta obra, Roger Lawrence adopta a Nora Lambert, una niña de 12 años, que acababa de quedar huérfana. Nora crece al lado de su padre adoptivo y se transforma en una bella y talentosa mujer que tiene varios pretendientes; con el paso del tiempo, y después de algunas vicisitudes, éste decide casarse con ella. Véase, además, A. Chouciño Fernández, “Apuntes para una revisión de la narrativa sentimental hispanoamericana”, pp. 552-555, y A. Sandoval, “La Carmen de Pedro Castera”, en Literatura Mexicana, vol. XVI, núm. 1 (2005), pp. 7-26, loc. cit., p. 17. 13 Cf. J. L. Carr, “Pygmalion and the Philosophes. The Animated Statue in Eighteenth- Century France”, en Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, vol. 23, núms. 3-4 (julio-diciembre de 1960), p. 253. 35 emoción, arte y deseo, característica del Siglo de las Luces. Pero además, habrá que añadir que las versiones dieciochescas introducen la idea de la transformación como un proceso; en otras palabras, a diferencia de la versión ovidiana, en que nada se dice sobre la estatua más allá de su belleza y perfección, en éstas, se va a poner atención no sólo en la visión del artista, sino también en la configuración de la estatua como un ser viviente, lo que dará paso a una de las vertientes más trabajadas en los siglos posteriores: modelar y moldear –instruir– a la mujer ideal.14 A partir del Romanticismo, el mito de Pigmalión se reinterpretó y se asoció estrechamente con la visión de la creación artística y el papel del creador. A través de él, los escritores románticos dieron forma a su búsqueda estética y espiritual: el anhelo de absoluto y la realización del ideal. De igual manera, mediante la figura del escultor, se configuró la imagen del artista como un pequeño dios capaz de insuflar vida a través de la inspiración y el genio. En este sentido, Galatea se concibió como la materialización del ideal artístico del poeta romántico y también, ya con el cruce del mito de Narciso, como reflejo de su ser.15 Los escritores y artistas se mostraron fascinados con la idea de la belleza perfecta, pero no fue suficiente tener el ideal hecho carne, sino que debían construir a la mujer completa, por lo que se consagraron a su educación, a modelar sus emociones y sus pensamientos, por lo que las figuras de Pigmalión y Galatea se entrecruzaron con las del educador, generalmente, un hombre maduro, de sociedad y culto, y la de la educanda o aprendiz, una joven mujer de extrema belleza, en ocasiones de escasos recursos, que es instruida y formada por su protector, esposo o amante.16 14 Cf. Irene Gómez Arellano, “El deseo de Pigmalión produce arte: Galatea o la ilusión del canto en Meléndez Valdés”, en Dieciocho: Hispanic Enlightment, vol. 31, núm. 2 (2008), pp. 305-324, loc. cit., p. 307. 15 Así, “le Pygmalion du XIXe siécle devient seul père de son ouvre. Pygmalion définit ainsi le Poète romantique, unissant l’ambition à la passion, affirmant son individualité et revendiquent contre Dieu son estatut de créatur” (Anne Gersler-Szmulewicz citada por M. F. Melmoux-Montaubien, “Littérature et mythe”, en Romantisme, núm. 109, 2000, p. 121). 16 Cf. Ana Rueda, Pigmalión y Galatea. Refracciones modernas de un mito, p. 186. 36 Ambas situaciones se encuentra en Carmen como la elaboración narrativa de un tema que había preocupado al autor desde los inicios de su carrera como escritor, pues si bien concibe que en la mujer el sentimiento es innato y su principal talento radica en amar, pese a que se le juzgue exagerada en sus pasiones y en sus ideas, atribuye al hombre la responsabilidad de su educación y de la conducción de sus emociones.17 De ahí que el proceso de formación de Carmen sea un elemento nuclear en el desarrollo de la trama; así, pese a que al momento de encontrar a la recién nacida, el narrador protagonista —en ese momento, un joven calavera, vicioso y mujeriego—, se refiere a ella como “un trozo de carne fresca” o materia sin forma bien definida (I, 7), conforme crece es descrita como un ser de gran belleza, “de piel blanquísima, brillante y transparente; cabello rubio; boca pequeña; nariz recta y fina; frente amplia y despejada; ojos negros y expresivos que revelaban el talento” (II, 11-12). La niña es educada tanto por el narrador protagonista como por su madre: él le había ayudado a dar sus primeros pasos y la había instruido en religión, gramática, geografía e historia, mientras que la madre le había enseñado a rezar, a leer y a realizar labores consideradas como propias de las mujeres: costura, bordado y tejido. Además, le habían procurado maestras de canto, piano, lenguas y dibujo. La educación de Carmen es comparada con el trabajo del artista, pues la joven “era el cuadro tocado diariamente, era la estatua cincelada instante por instante, era el ensueño cobrando forma, y forma correctísima, cuya hermosura brillaba deslumbradora, rica en curvas admirables, y en delicadísimos perfiles, en ideas virginales y profundas, en gracia y simpatía, en elegancia y gusto...” (II, 15). Aunque no es el enfoque de este trabajo, una lectura con perspectiva de género, incluso feminista, apuntaría esta situación como una configuración de la imagen femenina desde el pensamiento masculino con el propósito de defender y sostener un modelo ejemplar de mujer y, desde 17Cf. P. Castera, “La mujer”, en El Domingo, 4ª época, núm. 3 (29 de diciembre de 1872), pp. 38-40 y “La mujer XII. La educación (concluye)”, en El Radical, t. I. núm. 137 (22 de abril 1874), pp. 2-3. 37 luego, la visión patriarcal.18 Desde esta perspectiva, el proceso creación de la mujer ideal podría considerarse, retomando las palabras de Marcela Lagarde, uno más de los cautiverios a los que ha sido sometido el género femenino, pues “la condición de las mujeres es opresiva por la dependencia vital, la sujeción, la subalternidad y la servidumbre voluntaria de las mujeres en relación con el mundo (las otros, las instituciones, la sociedad, el Estado, las fuerzas ocultas, esotéricas y tangibles)”.19 Así, la crianza de Carmen no sólo contempló la instrucción intelectual, sino también la moral y sentimental a manos de la madre del protagonista, ya que, según los preceptos de la época, a las madres correspondía enseñar las virtudes morales y formar los corazones de los hijos, de cuya eficacia dependería su porvenir.20 La joven se educa en casa, y no en la escuela, donde, al decir de algunos, sólo se formaban cabezas, pero no corazones, reprimiendo y anulando las pasiones, pero fomentando el fingimiento y la hipocresía.21 En un ambiente aislado, lejos del trato social, sin amigas de colegio “que tanto malo enseñan” y sin haber conocido más hombres que no fueran el jardinero y el narrador protagonista, había logrado conservar “la pureza y la virginidad de su cuerpo, de sus sentidos y de su alma” y llegar a ser “una mujer bella, instruida, inteligente y apasionada sin perder por ello sus gracias infantiles, sus inocencias de niña y sus exquisitos candores” (X, 66-67). El cuadro costumbrista de la vida doméstica de estos personajes realza la importancia del contexto de formación de Carmen, y da cuenta de su condición social: una familia burguesa y católica que vive en el centro de la ciudad, cuyas horas de recreo transcurren entre las plácidas tardes de conversación y música en casa y la asistencia a la iglesia y al teatro. 18 Cf. Alba H. González Reyes, “Cultura visual y representaciones del cuerpo femenino: literatura, prensa y artes gráficas (ciudad de México, 1897-1927)”, en Dimensión Antropológica, año 18, vol. 53 (septiembre/diciembre, 2011), p. 94. 19 Marcela Lagarde, Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas, p. 35. 20 Cf. M. Galí Boadella, Historias del bello sexo, pp. 151-152. El tema recorre todo el siglo XIX y fue abordado por los escritores mexicanos con profusión; ejemplo de ello es José Tomás de Cuéllar, quien en diversas novelas habló de la relevancia de la mujer en la formación de buenos o malos ciudadanos, como en Historia de Chucho el Ninfo (1871). 21 Cf. M. Galí Boadella, op. cit., pp. 152-153. 38 A la edad de doce años, la transformación de la niña en una joven empieza a hacerse evidente, pero hasta ese momento, el narrador protagonista sólo se había encargado de su educación y, a pesar de notar su belleza y su nobleza, no la había considerado como un ser capaz de sentir alguna pasión. Tras un distanciamiento de dos años, la concepción de Carmen como una simple estatua se modifica cuando se sospecha de un posible enamoramiento, que revelaba en ella un corazón capaz de sentir por sí mismo, ya sin la conducción de la madre y el padre adoptivos. Este hecho va a provocar celos inusitados en el narrador protagonista, quien incluso manifiesta cierto odio por la estatua que al fin cobraba vida. El hecho de que la estatua o la joven mujer sea capaz de sentir por sí misma será algo que también se plantea en las novelas Dramas en un corazón y en Querens, pero es de resaltar que en todas se torna en una circunstancia problemática, pues al mismo tiempo que los personajes masculinos buscan el desarrollo de las emociones y las pasiones en las figuras femeninas, temen que no resulte en concordancia con sus propias expectativas. La relación entre el formador y la aprendiz es asumida por Carmen y lo manifiesta así en la correspondencia privada que establece con su padre adoptivo: “Soy una pobre huérfana sin nombre, sin fortuna, sin posibilidad de volver el bien recibido. Nada de lo que yo poseo es mío, todo se me ha dado; pero tengo algo que me pertenece… la gratitud. Ella es y será siempre en mí, inmensa para con ustedes. Vida, educación, sentimientos, ideas, todo lo debo, y sólo puedo pagarlo… con amor” (V, 32). Por su parte, el narrador protagonista reconoce su propio papel como preceptor de Carmen, a quien: “había recogido y adoptado como una hija, procurando darle educación, sentimientos, moralidad e ideas. Yo había formado una alma noble, generosa y buena, que era para mí, toda reconocimiento” (X, 66). En esta identificación, el narrador protagonista hace patente su función de Pigmalión al señalar que amaba a Carmen como a una obra de arte a la que se consagra la vida: “Hija no de mi naturaleza, pero sí de mi cerebro y de mi corazón, yo la amaba como mía” (X, 67), con lo que asienta su triple función como padre, amante y creador. 39 El vínculo creador-obra de arte que se establece entre ambos también es señalada por el médico que atiende a Carmen, quien evidencia la relación especular, al decirle al narrador protagonista que la belleza de la joven era “la viva encarnación” de sus ideas estéticas (XV, 101) y que, al amarla, amaba el reflejo de su propio espíritu. En este paraje, el mito de Pigmalión se cruza con el de Narciso, pues la mujer se concibe como el reflejo de los deseos masculinos, ya sea el deseo carnal, el de idealidad, el estético o el intelectual.22 La modalidad pigmaliónica en Carmen tiene una extensión del proceso de transformación, pues el narrador protagonista va a evolucionar de un ser vicioso a un ser virtuoso, capaz de amar el alma. Asimismo, conforme avanza la historia, Carmen, pasa de ser una “estatua animada” a tornarse cada vez más ideal y elevar su condición, a la de guía y salvadora; de modo que este esquema inicial se supera para derivar en una búsqueda de unidad y totalidad, capaz de trascender la materialidad, lo que está en consonancia con la idea de perfeccionamiento moral y espiritual que sostuvo el autor, sustentada, en buena medida, en la doctrina espiritista que profesó. No obstante, para ello, los personajes deberán afrontar los escollos generados por sus propias pasiones. 3. La fuerza de la pasión amorosa Como bien ha observado Ana Chouciño, un rasgo fundamental en Carmen es el “modo del exceso”, cuya expresión, incluso, llega a tener relevancia estructural al constituir el eje de ciertos pasajes, no sólo en la descripción de las emociones, sensaciones y sentimientos de los personajes, sino también en su forma de actuar.23 Esta condición no resulta del todo extraña si atendemos a la importancia que tuvo esta idea en la concepción estética del propio Castera, quien en varias de sus obras se refiere a los efectos que produce el exceso de imaginación, 22 Sobre la intersección del mito de Pigmalión y Narciso en la literatura, véase Martin A. Danahay, “Mirrors of Masculine Desire: Narcisus and Pygmalion in Victorian Representation”, en Victorian Poetry, vol. 32, núm. 1 (Spring, 1994), pp. 35-54. 23 Cf. A. Chouciño Fernández, La imagen masculina en la novela de sensibilidad hispanoamericana, pp. 143-144. 40 de impresionabilidad, de sensibilidad, de trabajo mental, de concentración, etcétera, y que puede conducir a la muerte, tal como se afirma constantemente en Carmen: “El amor reprimido mata, pero también su exceso puede traer la muerte” (XV, 105), idea que también había expresado en unos primerizos artículos sobre la mujer en los que apuntaba que en ese tiempo el amor era considerado “un caso patológico del corazón”.24 En la novela, los excesos pasionales, sin mediación o control de la razón, atañen a los personajes más importantes y son juzgados en función de las consecuencias que tienen en el plano individual y colectivo, ya sea por la trasgresión de normas sociales o por no estar alineados con aquello considerado saludable o normal; de ahí que las acciones y los comportamientos vinculados con la flaqueza sean sancionados en distintas formas. En este sentido, la idea del exceso implica una visión moralizadora, que estaría relacionada con la religión y la medicina.25 El carácter retrospectivo y autobiográfico de la historia permite al narrador protagonista mostrar su propio esquema emocional en distintas etapas. Al hablar de sí mismo, comienza por describirse como un “calavera” de veinte años que gustaba de las pasiones sensuales, y cuya intensidad o exageración en ocasiones lo llevaron a actuar de manera violenta, convirtiéndolo en una amenaza para otros, casi en una bestia humana: “Yo amaba. Amaba como yo he amado. Con energía y con ardimiento salvaje. En mis pasiones he sido fiera: león para mis amores, tigre para mis odios. Me he sentido capaz de matar a una mujer, cuando yo la he amado, para evitar que otro la posea, y mis rencores, mis venganzas y mis odios han pasado más allá de la tumba. Corazón negro, exclamarán algunos. Aceptado” (X, 68). Como puede observarse, en este autorretrato, el narrador se presenta como un cínico, que no parece tener ningún remordimiento por su conducta previa. 24 P. Castera “La mujer II. El amor”, en El Radical. Edición Literaria de los Domingos, t. I, núm. 112 (21 de marzo de 1874), p. 2. En algunos de sus textos y poemas, el autor señala que “el exceso de vida produce también la muerte”. Así en el poema LXXXVII de Armonías y en “Los ojos garzos” de Impresiones y recuerdos. Volverá a esa idea en Querens. 25 José A. Marina y Marisa López Penas señalan que, en la idea de exceso, relacionada con el campo semántico de algunos sentimientos, existe una valoración moral implícita (cf. J. A. Marina y M. López Penas, Diccionario de los sentimientos, p. 81). 41 Esta descripción del carácter del protagonista recuerda la forma en que Jean Jacques Rousseau describió las dos clases de intimidad que había experimentado con diversas mujeres: la del trovador, enfermo de amor y devoto, y la del celoso y salvaje como un tigre.26 El tópico de la bestia humana, desarrollado por Émile Zola en la obra del mismo título, publicada en 1890, aparecerá también en Dramas en un corazón y en otros textos narrativos de la época en los que el instinto se impone a la razón, no sólo en relación con el amor, tal como sucede en el cuento “La bestia humana” de Vicente Riva Palacio (1893), donde papá Ramón, un hombre rutinario, afable y de buenas maneras, tras una provocación, es desbordado por la ira contenida durante un largo tiempo hasta conducirlo al crimen. En relación con los excesos juveniles del protagonista, se encuentra la historia de Lola, quien también por una pasión desproporcionada se entregó al calavera, pasando por alto su honor y la moral de la época, que castigaba severamente el embarazo fuera del matrimonio, el amor libre y el abandono o regalo de los recién nacidos.27 Lola es descrita como una coqueta, pero no vulgar, sino de un carácter especial, natural, instintivo, poseedora de una belleza que en un tiempo hizo sentir una “pasión salvaje” al protagonista. No obstante, estas mismas cualidades la condujeron a la caída, aunque sin determinar bien a bien si fue por causa de la ignorancia, por el influjo del clima o por el delirio amoroso.28 Cuando el narrador protagonista se reencuentra con Lola, éste muestra cierta empatía con ella, por haber sido objeto del juicio y la condena social —que, como señala Briseño, era más temida que la legal—, sin que se tomara en cuenta que él había sido el victimario.29 Con todo, 26 I. Singer, La naturaleza del amor, 2. Cortesano y romántico, p. 347. 27 Cf. Lillian Briseño Senosiain, “La moral en acción. Teoría y práctica durante el Porfiriato”, en HMEX, vol. LV, núm. 2 (2005), pp. 419-460; loc. cit., p. 451. 28 Apunta Castera: “La coqueta es una mujer que carece de corazón, a quien es una necedad el sentimiento y para la cual la sensibilidad radica en las rocas. Está formada con egoísmo, vanidad, ataques nerviosos, jaquecas, desmayos, voluptuosidades caprichos y mentiras” y la coloca debajo de las prostitutas, aunque a ambas las cree el hombre, porque las primeras venden sus caricias para comprar pan, mientras que las coquetas trafican con los sentimientos” (P. Castera, “La mujer VI. La coqueta”, en El Radical, t. I, núm. 120, 31 de marzo de 1874, pp. 2-3). 29 L. Briseño Senosiain, op. cit., p. 451. La autora señala que, pese a las campañas moralizadoras emprendidas en el Porfiriato, que, entre otras cosas, buscaban la formación de mujeres virtuosas, obedientes, vírgenes, sumisas, abnegadas, hábiles en la conducción del 42 bajo el influjo del dolor que le producía la separación de Carmen y la enfermedad de ésta, el narrador protagonista critica duramente a Lola por considerarla insensible al padecimiento de su hija, de ahí que la considere una madre infame, un alma vil. No obstante, todas las acciones de Lola son producto de una pasión exacerbada: primero, el loco amor por el protagonista y, después, el amor de madre la lleva a maquinar una historia para proteger a su hija de un posible reclamo paterno. Por esa razón adopta a una niña huérfana para entregarla en lugar de la suya. Si bien esta resolución sobre el origen del Carmen puede parecer un tanto artificiosa o enrevesada, establece la mentira de Lola y sus excesos —este último, quizá legítimo— en la base del conflicto de la novela.30 Tanto el comportamiento arrebatado de Lola como el del protagonista son censurados por la madre, quien asume el papel de máxima autoridad en la novela, acorde con la visión de la época, que concedía a la progenitora el papel de guía moral y rectificadora de conducta por ser, en palabras del autor, “la representación del amor sacrosanto de la Divinidad”.31 No obstante, al enterarse de las pretensiones de casamiento de su hijo con Carmen, la madre tiene un momento en el que, dominada por otra clase de pasiones, la indignación, el espanto y la angustia, se dirige con furia a él, como si fuera una loca. Tras el impacto, la madre recobra hogar, la realidad era que abundaban las madres solteras y los hijos ilegítimos (ibidem, p. 446). 30 En relación con esto, Amy Robinson señala que “el abrumador sentido de secrecía desarrollado en la novela impide definir los roles de cada uno de los personajes, que se mueven en una constante ambigüedad, al representar diversos papeles. Por un lado, la madre del narrador protagonista es también madre y abuela de Carmen, mientras que ésta y el protagonista son, al mismo tiempo, padre e hija y hermanos. Para la estudiosa, la percepción de que el amor familiar y el amor romántico están involuntariamente entrelazados advierte sobre los riesgos de vivir en una sociedad que prefiere las apariencias sobre la verdad” (A. Robinson, “Illegitimacy, Incest and Insanity. An Analysis of Secrecy in Cecilia Valdes, Cuba, 1882, and Carmen, México, 1882”, en Yvonne Fuentes y Margaret R. Parker (eds.), Leading Ladies. Mujeres en la literatura hispana y en las artes, p. 55). También en esta dirección, Chouciño y Algaba hablan de las lecturas superficiales y profundas de los personajes de la novela “Existe cierta confusión en torno a la relación entre Carmen y el narrador, de tal modo que la trama se complica, por una cuestión de identidad, pues no está claro el parentesco que une a los dos protagonistas” (cf. A. Chouciño Fernández y L. Algaba, op. cit., p. 100). De igual forma, Adriana Sandoval apunta que “todo es una gran confusión en lo que se refiere a los papeles familiares de este nuevo grupo: cada uno de ellos funciona en más de un plano y con más de un papel” (A. Sandoval, op. cit., p. 11). 31 P. Castera, “La mujer VII. La madre”, en El Radical, t. I, núm. 121 (1º de abril 1874), pp. 2-3. 43 la calma y lo amonesta para que obre con rectitud, apegándose al deber por sobre sus pasiones y conminándolo a transformar la pasión maldita en un amor filial. La separación inmediata es el recurso para salvar a los hijos del pecado. Con respecto a Carmen, el exceso pasional se va a insinuar desde la infancia, pues se apunta que cuando su padre hacía algún cariño a otra niña, ésta se ruborizaba y su gesto se tornaba severo y triste, mostrando desdén, despecho y enojo. La sorpresa del narrador protagonista, como consecuencia de esta conducta, puede entenderse a partir de la concepción médica y social de dicha emoción durante el siglo XIX, pues los celos de naturaleza romántica se asociaban con los adultos, mientras que a los niños se les adjudicaban otro tipo de motivos para experimentar celos: durante el primer año, por el instinto de conservación, que los impulsaba a sentirlos cuando se les quitaba el pecho para dárselo a otro niño o por la rivalidad con los hermanos;32 de cinco a siete años, los celos podían provenir tanto de la necesidad de afección como de la nutrición y, en tal periodo, la pasión podía avanzar silenciosamente, revistiendo ya un carácter crónico, llevando a los infantes a volverse tristes y aborrecer los juegos de su edad.33 Si bien, por su edad, Carmen experimenta esta clase de celos, el narrador los interpreta en función de su propio relato retrospectivo, pues para él, en esos momentos Carmen “parecía más una pequeña amante que una hija” (II, 16). Además, su tendencia celosa se presume vinculada con algún padecimiento nervioso, pues “las tormentas de aquel corazón niño se disolvían en lágrimas” (II, 16), en una asociación del amor con cierta clase de neurosis.34 La personalidad contrastante de Carmen en ocasiones confunde al narrador protagonista. Por un lado, era una joven amorosa, tierna, noble y sensible, pero, por otro, manifestaba un 32 Cf. Javier Moscoso, “Celos románticos. Celos mórbidos. Un capítulo en la historia de la patologización de las pasiones”, en Iberic@l, núm 6 (19 de junio de 2014), pp. 13-22; loc. cit., p. 14. 33 Cf. J. B. F., Descuret, La medicina de las pasiones, p. 21. 34 Aunque, ciertamente, los médicos distinguían entre estados pasajeros que no requerían atención médica y estados de mayor duración que generalmente se presentaban con notable frecuencia en las mujeres (cf. Julio David, “El amor considerado como neurosis. I. Definición y pruebas”, en El Estudio. Semanario de Ciencias Médicas, t. II, núm. 17, 28 de abril de 1890, pp. 258-261). 44 apasionamiento excesivo, caprichos, enojos y “un celo terrible, se revelaba a veces en ella independientemente de su voluntad” (II, 15). No obstante, los rasgos inexplicables de su carácter, como el celo y el amor intenso hacia su padre adoptivo, pueden leerse en el momento en más de una dirección. Por una parte, Carmen se encontraba en la pubertad, periodo en el que, de acuerdo con los manuales médicos de la época, las pasiones extremadas en la mujer eran más delirantes, debido a que vivía más bajo la influencia del sistema ganglionar, es decir, bajo el predominio del sentimiento, dominada, sobre todo, por el amor.35 Por otra, como indicio de la probable paternidad biológica del narrador protagonista, quien habría transmitido su carácter apasionado a la hija, pues, de acuerdo con los tratados fisiológicos, las pasiones, las enfermedades y la muerte formaban una triple herencia que los padres transmitían a los hijos. Por esa razón, se afirmaba que éstos estaban predispuestos a la misma clase de pasiones que sus progenitores y era, precisamente, la transmisión hereditaria de los celos, junto con la cólera, el miedo, la envidia, la lujuria, la gula y la embriaguez, la que se había observado con mayor frecuencia, situación que en la línea de las ambigüedades que maneja el texto contribuye a reforzar la idea del posible incesto.36 Otro elemento que alimenta esta suposición es que Carmen padece la misma enfermedad del padre del protagonista. De igual forma, en algún momento, el narrador siente celos de Carmen por el cariño que recibe por parte de la madre. Aunque se confirma que no tienen vínculo sanguíneo, la teoría de la trasmisión hereditaria de las pasiones se mantiene por la vía de Lola, cuya pasión amorosa hacia el protagonista había sido excesiva. Por último, en relación con el espiritismo, que explicaría este hecho, de acuerdo con Flores Monroy, a partir de la creencia de que el amor de Carmen y el narrador protagonista existía desde antes, en el mundo de los espíritus que bajan a la Tierra para reencontrarse.37 35 Cf. J. B. F., Descuret, op. cit., p. 24. 36 Ibidem, pp. 29-30. 37 Cf. M. Flores Monroy, Pedro Castera: Tres propuestas literarias, p. 56. 45 El temperamento extremadamente sensible de Carmen es considerado como uno de los factores que pueden causarle la muerte, idea que se refuerza con el símil floral que establece la madre al llamarla sensitiva, “ese vegetal siempre enfermo que parece llevar en su misma organización un germen de muerte que la consume; planta que sufre y se entristece con los días de niebla, que se inclina abatida y melancólica a la tierra bajo el simple contacto del ave que al amainar su vuelo, posó un instante entre sus ramas”, tal como la describiría Juan Díaz Covarrubias en su boceto de novela que lleva este mismo nombre.38 En este sentido, Castera construye a su personaje a partir de lo que en la época se sabía sobre la concepción médica de la mujer, lo que incluía brindarle una atención especial, pues al ser más sensible, daba a las cosas más baladíes un gran significado; los médicos, entonces, debían hacerse el debido cargo de la viveza de su imaginación, de su gran susceptibilidad, tener siempre presente los diversos estados de virginidad, embarazo, puerperio y lactancia, pues cada uno de ellos exigían cuidados diferentes, y poner en práctica con el bello sexo, la persuasión, la dulzura, y una condescendencia racional.39 Dado el interés del autor en las manifestaciones de la pasión, en Carmen es posible observar el tratamiento de las pasiones tanto en sus componentes orgánicos o fisiológicos, como en sus aspectos cognitivos, entendiendo con ello, conceptos, creencias e interpretaciones de un objeto o situación;40 es decir, Castera ofrece una caracterización moderna de las pasiones a partir de lo que la investigación médica y psicológica desarrollaba en aquel momento. Con todo, habría que señalar la presencia en la novela de la fisionomía, como bien lo han hecho notar Ana Chouciño Fernández y Leticia Algaba, quienes llaman la atención sobre los 38 J. Díaz Covarrubias, “La sensitiva”, en Cuentos románticos, p. 214. 39 Cf. Germán Ochoa Tapia, Ligeras consideraciones sobre la influencia que tiene la moral en las enfermedades principalmente bajo el punto de vista etiológico y terapéutico, p. 23. 40 Cf. Cheshire Calhoun y Robert C. Salomon, ¿Qué es una emoción?, pp. 8-30. Ambos componentes se encuentran a lo largo de la historia del estudio de las emociones, aunque con desarrollos distintos, dando en cada época mayor relevancia a uno u otro (cf. Th. Ribot, La psicología de los sentimientos, pp. IV-VIII). 46 numerosos pasajes en los cuales los personajes leen la fisonomía de los demás, lo que conduce a la elaboración de dos tipos de lecturas, una superficial y una profunda,41 que revelan, ya sea rasgos de carácter o manifestaciones físicas de las pasiones. En la descripción de las reacciones provocadas por el amor, en el hombre, se habla de respuestas violentas, asociadas con el vigor, como la aceleración de la circulación de la sangre, intensas palpitaciones y fiebre, dificultad para emitir la voz y confusión mental. Mientras que, en Carmen, el amor se manifiesta con miradas intensas, profundas y ardorosas, estremecimientos, rubores, agitación del pecho y llanto. Asimismo, en la línea de las explicaciones proporcionadas por la medicina de las pasiones, en la que se sostenía que éstas podían modificar los órganos y producir los estados morbosos, son frecuentes en la novela imágenes asociadas con la alteración física de los órganos encargados de sentir y pensar, como consecuencia de experimentar alguna intensa emoción, ya sea la cabeza: “Yo sentí como si mi cerebro hubiera sido partido en dos por un hachazo” (XXVI, 243) o el corazón: “Al verla así, al comprender que el corazón de mi madre podía romperse por el exceso de aquel dolor” (XXVI, 248) o “el corazón se me hinchaba de ira” (XXIX, 299), etcétera. El amor hacia Carmen lleva al protagonista a experimentar una gama diferente de emociones; sin negar el deseo sensual ni la pasión violenta que le inspira la joven, trata de matizar y darle cada vez mayor peso al amor casto e ideal. Aunado a esto, el amor lo provee de una sensibilidad especial que lo lleva a disfrutar del paisaje y a buscar correspondencias entre el universo, la naturaleza y el arte, así como de una inspiración que lo vuelve propenso a la expresión poética: “No se necesitaba allí de la elocuencia, y la tuvo, no mi pensamiento pero sí mi corazón, que latía entusiasta, precipitado, fogoso, creando imágenes que no volveré nunca a crear e ideas que jamás volveré a concebir, porque yo amaba, y el amar tiene, como Dios, el verbo que crea” (XVII, 122).42 41 Cf. A. Chouciño Fernández y L. Algaba, op. cit., pp. 98-100. 42 Esta misma idea se encuentra en algunos de sus poemas, donde se establece una estrecha relación entre el acto creativo, el amor y Dios, por lo que encontramos expresiones como 47 Como símbolo de esa transformación se recurre al tópico del llanto y las lágrimas como una forma de redención, pues el narrador protagonista señala que llora por primera vez en su vida, situación altamente valorada por el autor, pues consideraba que el llanto era la manifestación de todos los sentimientos generosos, nobles y elevados, por lo que el hombre que afirmaba nunca haber llorado era como una piedra, incapaz de todo sentimiento.43 Es en este punto donde Chouciño identifica el elemento que vincula a Carmen no sólo con la novela sentimental, sino con la de sensibilidad y las novelas de artista, pues la historia de amor conduce al protagonista a “un autoconocimiento personal que lo confirme como un hombre sensible, y en último término como un artista cuya creación más sublime es la propia Carmen, en quien él se mira, y por quien se transforma”44 Por todo ello, entre el narrador protagonista y Carmen se establece un estrecho vínculo que rebasa lo familiar; ambos son uno. Dado que él le ha transmitido su intelecto y su sentimiento, las dos almas se identificaban con los mismos recuerdos, las mismas acciones, los mismos sentimientos y las mismas ideas, hasta llegar a formar una especie de ser andrógino en el que ella constituía el corazón y él, el cerebro (XI, 77), dualidad que es una constante en la narrativa casteriana, que, por otra parte, no sale de las coordenadas de la época, pues la identificación de la mujer con el corazón y el hombre con el cerebro respondía a la asociación de lo emocional con lo femenino y lo racional con lo masculino, relaciones que tenían como fundamento la biología de los sexos, pues por las características y funciones del cuerpo femenino, como la de la procreación, la mujer estaba más próxima a la naturaleza, de ahí que desarrollara el instinto maternal y el sentimiento de la ternura.45 “querer es crear”; “Amar es la creación”, etcétera. También en el texto “Relámpagos de pasión” se vuelve a esta idea: “El amor es el gran poema de la creación: los astros cantan sus estrofas, Dios lo anima y cuando ve dos almas que tratan de imitarlo, debe siempre sonreír” (P. Castera, Impresiones y recuerdos, p. 141). Por otro lado, en su obra resulta constante la presencia del tópico del artista de corazón, capaz de crear o expresar artísticamente debido a la intensidad del sentimiento, a la sensibilidad. 43 Cf. “La mujer IX. El llanto”, en El Radical, t. I. núm. 131 (15 de abril 1874), pp. 2-3. 44 A. Chouciño Fernández, Apuntes para una revisión de la narrativa sentimental hispanoamericana, p. 551). 45 La diferenciación sexual, al decir de Rousseau, tenía influencia en lo moral. Posteriormente, los estudios de Darwin reforzaron la superioridad masculina al señalar que 48 Como se mencionó, la presencia del mito pigmaliónico en Carmen es el esquema sobre el que se configuran los personajes y se plantea la íntima relación entre la sensibilidad artística y las pasiones. Al tratarse de dos almas sensibles, de seres que experimentaban del mismo modo la pasión amorosa, el arte se convierte en una forma de comunicación. A través de la interpretación musical en el piano, Carmen transmite todas sus emociones y sus sentimientos, por lo que no es casual que recurra al aria del delirio de Lucía de Lammermoor de Donizetti, a las variaciones de la Sonámbula de Bellini, a El último pensamiento de Weber, o a las improvisaciones, que no sólo hacían de ella una musa y una artista de inspiración, sino poesía misma. También la lectura sirve como un medio para conectar las almas de los personajes, pues acostumbraban leer en el jardín composiciones poéticas de sus autores favoritos, con las cuales Carmen se estremecía “por las electricidades de la inspiración”. Durante las lecturas, el narrador protagonista formaba “estrofas con sus miradas” y al cerrar el libro, “ya impregnados de idealidad, de poesía y de genio”, sus almas, conmovidas, “continuaban comentando su eterno poema, balbuciendo frases que sólo deben oírse en esas alturas en que brillan los astros, y completando con nuestros ojos, los diálogos incoherentes de la pasión” (XXI, 182). La sensibilidad de Carmen es tal, que manifiesta en ciertas expresiones la consciencia de las correspondencias entre naturaleza, universo y Dios, con lo que el autor hace evidente el sustrato plenamente romántico de su visión del amor, en tanto búsqueda de fusión. El aspecto feliz de la pasión excesiva en la novela se vincula con la intensidad de las emociones, su capacidad creadora, la sensibilidad y el apego a ciertas normas o virtudes. Es sobre todo en la línea de la visión romántica donde la intensidad de la pasión pone en contacto a los personajes con lo absoluto, con la divinidad, según lo expresa el narrador protagonista era un ser más evolucionado, más activo, con mayor energía y más perseverancia en conseguir lo que se proponía (cf. Oliva López Sánchez, “Los fundamentos filosóficos y científicos de la denominada naturaleza emocional femenina, entre 1880-1920”, en Revista Electrónica de Psicología Iztacala, vol. 16, núm. 4, 2013, pp. 1339-1360, soporte electrónico: [consultado el 24 de mayo de 2020]). 49 al apuntar que vivían absortos y conmovidos hasta lo más íntimo, ofreciendo a Dios sus pensamientos y su amor como una plegaria: “Toda la inmensidad del cielo descendía a nuestras almas o éstas se dilataban abarcando sus esplendores. Contemplábamos la mecánica infinita, el centelleo lejano y la iluminación universal, y estremecidos, extasiados, anhelantes, parecíamos inclinarnos sobre aquella eternidad con el vértigo de la ascensión en nuestras almas y como sintiéndonos levantar por el santísimo, por el supremo, por el indefinible hálito de Dios” (XXI, 183-184). El éxtasis místico se vincula así con una concepción romántica que daba preeminencia a la relación directa del hombre con Dios a través de la naturaleza, el amor y el conocimiento, en esa búsqueda constante de la infinitud.46 Por último, en relación con lo moral y con la configuración del personaje de sensibilidad artística, las pasiones tendrán también una evolución, pues del deseo se pasa al anhelo de la concreción de un amor socialmente aceptable, mediante el matrimonio; después, a un amor espiritualizado e ideal y, finalmente, a una búsqueda incesante del conocimiento, el estudio, otra de las formas de amor celebradas por Castera. Así, en la novela la pasión irá modificando su esfera de acción hacia la inteligencia, a un plano superior, tal como lo señalaban los fisiólogos de la pasión,47 quienes consideraban como necesidades superiores o intelectuales las vinculadas con el conocimiento en general. De este modo, el protagonista se aísla y termina convirtiéndose en un ser extravagante, que, en la concepción del autor, correspondía a un ser inmerso en la abstracción.48 Pese a que Carmen y el narrador protagonista viven un amor correspondido, en torno a él se cierne la sombra de la enfermedad, tanto física como emocional. El celo aparentemente 46 Cf. Esteban Tollinchi, Romanticismo y Modernidad. Ideas fundamentales de la cultura del siglo XIX, p. 293. 47 Cf. Francisco Devay, De la fisiología humana, p. 18 y F. Magendie, Compendio elemental de fisiología, p. 163. 48 P. Castera, “Revista científica. El Cronógrafo. Una anécdota. El cerebro de los criminales. Una nueva prisión. El azúcar de hilachas. Cajas de electricidad. Mortalidad de México. La muerte del fotófono. Los brillantes)”, en La República, año II, vol. II, núm. 232 (27 de octubre de 1881), pp. 1-2. 50 innato de Carmen “es progresivo” y se exacerba cuando en una visita al teatro, ella y su padre encuentran a Lola, quien los mira insistentemente. En ese momento, el narrador protagonista confirma la transformación de la niña en mujer: “aquella que yo había juzgado como una niña, amaba ya con toda la vehemencia de una mujer. Era la Eva… blanca, pura, inmaculada, pero la Eva; sencilla e infantil, pero tentadora y terrible” (XIX, 158). A partir de esta coincidencia, el malestar emocional de Carmen se intensifica manifestándose en un supuesto padecimiento físico causado por la persistencia de ideas fijas sobre el pasado del protagonista —una especie de monomanía, originada por causas morales,49— y por la influencia de los celos que, si bien se ven como manifestación de un gran amor, son causa también de la muerte: “¡Lucha terrible que era preciso extinguir antes de que en ella sucumbiera aquel ángel, víctima inocente de la fuerza y de la exageración de sus sentimientos!” (XXII, 189). Con todo, en Carmen persisten las ideas sobre el pasado del narrador protagonista que la llevan a momentos de crisis, desarrollados en un tono melodramático mediante la descripción de gestos y el empleo de expresiones hiperbólicas con los cuales, como señala Peter Brooks, se representa el conflicto ético del personaje, la intensidad del reclamo moral que afecta su conciencia y la polarización e hiperdramatización de las fuerzas en conflicto, sin que necesariamente haya tras de sí ningún sistema de creencias trascendental.50 —¡Lo ves! ¡Lo ves! ¡Ya estás pensando en algo que no quiero que pienses! —¡Esas son locuras! –constestábale, tomando sus manos entre las mías—, ¡no seas tan celosa! —¿Y qué quieres que haga, si yo soy así? —Dominarte. ¿No estamos siempre juntos? ¿De qué te encelas? […] —¡Aunque! ¡Aunque! –exclamaba interrumpiéndome con arrebato, como si esa fuera una razón—. ¡Tengo celos de entonces, de aquel pasado, de lo que yo no vi, de lo que me han dicho, 49 El término de monomanía fue empleado por el psiquiatra francés Jean Étienne Esquirol a partir de 1814. Esquirol caracterizó las formas generales de la locura como lipemanía, o melancolía de los antiguos, delirio sobre uno o un pequeño número de objetos, con predominio de una pasión depresiva o triste; monomanía, delirio limitado a uno o un pequeño número de objetos con excitación y predominio de una pasión alegre y expansiva; manía, delirio acompañado de excitación referente a un número mayor o menor de objetos; demencia, inhabilitación de los órganos del pensamiento, con pérdida de la energía y fuerza necesaria para el cumplimiento de sus funciones; imbecilidad o idiotismo, mala conformación innata de los órganos del pensamiento, por consiguiente, privación del raciocinio justo (cf. E. Esquirol, Tratado completo de las enagenaciones mentales, p. 10). 50 Cf. P. Brooks, The Melodramatic Imagination, pp. VIII, XIII. 51 de lo que sospecho, de tus recuerdos, de tus pensamientos y de todo… de todo! ¡Tengo celos! ¿Lo entiendes? ¿Qué he de hacer cuando yo soy así y siento así? (XXI, 178-179). El celo natural comienza a convertirse en un estado mórbido que agudiza la hipertrofia de Carmen. En algunos tratados médicos del siglo XIX, los celos mórbidos se describían como la concentración de grandes cantidades de sangre en el centro del cuerpo, que, al ser procesada en el hígado, se transformaba en bilis amarilla, produciendo trastornos en la digestión y una disminución importante de las fuerzas. Con el tiempo, la irritación intestinal se transmitía al cerebro, lo que explicaba la presencia de pensamientos tristes y tumultuosos, el amor a la soledad y a la oscuridad, así como la presencia de insomnios crueles que conducía a una forma de melancolía o de hipocondría, en los casos menos serios, o al suicidio y la muerte, en los casos más graves.51 Desde el punto de vista de la conducta observada, la forma patológica de la enfermedad tampoco afectaba por igual a hombres y mujeres. Si el celoso era un varón, podía abusar de su autoridad, atormentar, amenazar, indignarse, juzgar, martirizar, herir y lastimar, llegando, a veces, al crimen. Si era una mujer la afectada, tendía a llorar y gritar, transformándolo todo en violencia, cansancio y fastidio.52 En este sentido, de acuerdo con los médicos decimonónicos, el amor no era la enfermedad en sí, sino la causa principal y, en ocasiones, la única, del estado morboso.53 Las descripciones de la época de esta condición coinciden con el estado del personaje: [cuando] una persona experimenta un cambio involuntario en su carácter y costumbres; cuando a su pesar es arrastrada esa misma persona a pensamientos, deseos y actos revestidos de evidente ligereza; cuando la atención se enerva y adormece para todo menos para una pasión; cuando la memoria se debilita y la imaginación se exalta hasta el delirio; cuando a estos cambios psíquicos se vienen a añadir trastornos fisiológicos en funciones notables e importantes, y a consecuencia de ellos se pierde el apetito para los alimentos, se tiene la lengua amarga, la piel pálida, las conjuntivas ligeramente amarillentas y aun algún estado neuropático 51 J. Moscoso, op. cit., p. 16 52 Idem. 53 Cf. Oliva López Sánchez, “La experiencia de la sin razón: el papel de las emociones en la etiología de la histeria y las neurosis en los siglos XIX y XX, en O. L. Sánchez, La pérdida del paraíso..., pp. 149-171; loc. cit., p. 168. 52 parecido al nerviosismo; fuerza es convenir en que el individuo que resiente todo esto está enfermo.54 Si bien el narrador protagonista da cuenta detallada de las manifestaciones de la pasión exacerbada y de los celos tanto en él como en Carmen, es el personaje del médico el que se encarga de hacer el diagnóstico más claro y equilibrado. En primer lugar, Manuel era un especialista en las enfermedades del corazón, al que decepciones de la vida lo habían orillado a consagrarse al estudio, al amor a la ciencia y a la humanidad. Tal como es descrito, Manuel era galeno por vocación y no por un interés material, pues era rico por herencia, además de gozar de prestigio entre sus colegas. Se trataba de un filántropo que buscaba el bienestar de su enfermo y que practicaba dos de los tres modos cardinales de la asistencia médica: la hospitalaria y la del “médico de cabecera”, la primera vinculada a las clases pobres, y la segunda a la clase burguesa o con ciertas posibilidades económicas.55 A su vez, Manuel tenía un amigo especialista en las enfermedades del cerebro, con quien, pese a las diferencias en su campo de estudio, mantenía una buena amistad basada en la admiración mutua de sus inteligencias. Ambos personajes se confrontan una vez al discutir el tratamiento más adecuado para el delirio del narrador protagonista, pues Manuel señalaba que su padecimiento era una enfermedad del alma, mientras que su amigo pensaba en una enfermedad de los nervios. Una valoración de esta diferencia se encuentra en voz de Lola, la joven que acompañó al narrador protagonista durante su crisis, para quien Manuel era bueno, pero el otro: “¡Jesús me valgaǃ, ¡no cree en nadaǃ” (XXVIII, 289). Como es característico de los esquemas actorales de Castera, el facultativo es la síntesis de lo mejor de cada tendencia o práctica médica; por un lado, es un “hombre a quien atrae o 54 Julio David, “El amor considerado como neurosis. I. Definición y pruebas”, en El Estudio. Semanario de Ciencias Médicas, t. II, núm. 17 (28 de abril de 1890), pp. 258-261. Cabe señalar que la enfermedad de amor está descrita en la medicina antigua sobre todo en relación con el aegrituo amoris, o amor no correspondido; sus causas fisiológicas se emparentaban con las de la ira, sobre todo, en lo referente a la circulación de sangre caliente alrededor del corazón (cf. Eukene Lacarra Lanz, “El ‘amor que dicen hereos’ o aegritudo amoris”, en Cahiers d’études hispaniques médiévales, 2015/1, núm. 38, pp. 29-44, soporte electrónico: [consultado el 19 de mayo de 2020]). 55 Cf. Pedro Laín Entralgo, La relación médico-enfermo. Historia y teoría, p. 205. 53 entusiasma el conocimiento objetivo y científico de la realidad sensible”56 y, por otro, posee rasgos del tipo médico que ve al paciente no sólo como objeto, sino como persona, como “la suma de un objeto científicamente cognoscible y una persona compasible”,57 o como una totalidad conformada por cuerpo, intelecto y moralidad, concepción que será característica en el tránsito de la modernidad de finales del siglo XVIII y principios del XIX.58 Manuel procede conforme al método clínico, que, de acuerdo con Ana Cecilia Rodríguez, consistiría en el razonamiento lógico para llegar a un diagnóstico; el buen clínico “[t]iene una idea a priori (conocimiento médico adquirido previamente), observa a su paciente y recuerda a otros (establece una hipótesis), marca un ‘criterium experimental’ (elabora un plan mental para abordar a su enfermo y su enfermedad) y llegará a un diagnóstico, ‘determinismo’ o causa (próxima o inmediata del padecimiento). Este diagnóstico puede ser presuncional o modificarse después, pues no existen verdades absolutas”. 59 En este sentido, Manuel, en su primera visita a Carmen, indaga sobre su manera de vivir, “sobre sus costumbres, carácter, sentimiento e ideas y practica un reconocimiento detenido y concienzudo, retirándose después de recetar un régimen” (XIV, 91). En una inspección posterior, el médico profundiza aún más en el tipo de relación entre el protagonista y la joven. Con la historia completa, identifica el papel de Carmen en la vida de su amigo y puede confirmar “real y positivamente” la hipertrofia, por lo que prescribe un tratamiento que busca aprovechar elementos propios de la juventud de Carmen, tales como su vigor y su sensibilidad, para combatir la enfermedad; además recomienda cambios de hábitos sociales: mayor divagación, paseos, lecturas amenas, etcétera, y aconseja calmar sus inquietudes a través del amor, “pero no mucho amor” (XV, 105), y sin celos que pudieran afectar la salud de la enferma, pues, de acuerdo con cierta literatura médica de la primera mitad del XIX, la 56 Ibidem, p. 207. 57 Ibid., p. 209. 58 Cf. E. J. Novella Gaya, op. cit., p. 454. 59 A. C. Rodríguez de Romo, “Claudio Bernard en la medicina del siglo XIX: clínica y experimentación”, en Laura Cházaro G., Medicina, ciencia y sociedad en México, siglo XIX, pp. 65- 84; loc. cit., p. 71. 54 hipertrofia tenía entre sus causas las pasiones, principalmente las que aumentaban las contracciones y los latidos del órgano.60 Así, el diagnóstico de Manuel hace referencia al amor como enfermedad, pues advierte que los sueños y las abstracciones fomentadas podían llegar a convertirse en verdaderos delirios, debido al exceso de concentración y trabajo mental, con el consecuente debilitamiento de la sangre. La imaginación, componente esencial del amor, se vicia también en la contemplación del ideal, de ahí que recomiende no tanto amor, “porque su exceso mata” (XIX, 146-147). Dadas estas condiciones, Manuel busca atender tanto al órgano enfermo de Carmen como el alma sufriente del narrador protagonista o, en otras palabras, tanto el corazón físico como el corazón anímico. El médico también receta diferentes drogas, pero esta recomendación se recibe con cierta desconfianza por parte del protagonista, situación no muy alejada del contexto médico de la época, en que frecuentemente se dudaba de la efectividad del medio farmacéutico para el tratamiento de enfermedades nerviosas y mentales.61 Con todo, Manuel recurre a un tratamiento tripartito: moral, higiénico y farmacéutico para la cura de Carmen, pues el primero podía influir favorablemente en el órgano dañado, esto a partir de la concepción de la dualidad psico-física del ser humano, en la que cuerpo y alma se influían recíprocamente.62 Si bien para el momento en que se publica la novela, la medicina de las pasiones había dado importantes pasos para la concepción de éstas como fenómenos naturales frente a la concepción tradicional de las pasiones como eventos anímicos o espirituales, ninguna se sobrepuso y permanecieron en convivencia durante algún tiempo.63 Incluso, se advertía que 60 Cf. L. C. Roche y Louis Joseph Sanson, Nuevos elementos de patología médico- quirúrgica o compendio teórico y práctico de medicina y cirugía, pp. 311-312. 61 Cf. F. J. Morales Ramírez, op. cit., pp. 55, 84-87, 104. 62 Ibidem, pp. 206, 214. 63 Novella señala que un desplazamiento epistémico y cultural de tal envergadura apunta a un proceso histórico de larga duración, cuyos márgenes cronológicos resulta difícil establecer por la existencia de todo tipo de antecedentes, resistencias o posiciones intermedias (E. J. Novella Gaya, op. cit., p. 460). El autor menciona como ejemplo del caso español en el ámbito literario la novela Memorias de Ultrafrenia (1890) de Juan Giné y Partagás, quien seguía describiendo la excitación afectiva como la principal puerta de entrada a la enfermedad mental. 55 el tratamiento moral debía ser considerado como uno de los grandes recursos de la medicina, pues una gran cantidad de enfermedades habían desaparecido por influencia de lo moral.64 En consonancia con el debate filosófico y médico en torno a la dualidad cuerpo-alma, entre somaticismo y psicologismo, y pese a la fuerte presencia de la tendencia positivista que rechazaba los fenómenos subjetivos y metafísicos, el tratamiento moral busco conciliar los dos aspectos que conformaban a esa unidad llamada ser humano. Como señala Sergio López Ramos, bajo el positivismo se llevó a cabo una fragmentación y atomización del cuerpo que eliminó todo vestigio de subjetividad en el diagnóstico y curación de la enfermedad,65 por lo que, pese a la relevancia del discurso médico centrado en el cuerpo y la enorme confianza en el poder curativo de la ciencia, en la novela, sus recursos no son suficientes para sanar a Carmen. Esta visión se resume en el diálogo que entablan el protagonista y su madre, a quien pregunta si existe alguna esperanza. Ésta responde que sólo Dios, y ante la insistencia del hijo en la ciencia, los médicos y la naturaleza, la madre argumenta: “—La ciencia se confiesa impotente, los médicos callan y la naturaleza se extingue, poco a poco, lenta, muy lentamente, como una lámpara a la cual le falta aceite. Carmen tiene que morir pronto...” (XXXIV, 359). La madre, al final, asume también el papel de médico al dar su propio diagnóstico y tratamiento: “Los médicos han sido vencidos. Busquemos remedios morales. Si el alma está enferma... ¿para qué curar el cuerpo? El espíritu es el soberano de la materia. Si es tiempo aún y si se ha verificado una crisis, como lo creo, bastará para curarla ese remedio: su matrimonio contigo” (XXXVI, 405).66 Esta situación, más que ser un cuestionamiento o negación del avance científico, responde a una visión propia de la época en la que se hace patente el hecho de que existía un ámbito que la ciencia aún no alcanzaba a explicar del todo y preguntas a las que todavía no se hallaba respuesta, tal como lo señalaban los propios médicos, quienes reconocían que la medicina no 64 Cf. G. Ochoa Tapia, op. cit., p. 31. 65 Cf. S. López Ramos, Prensa, cuerpo y salud en el siglo XIX mexicano, p. 31. 66 El resaltado es mío. 56 era omnipotente y que, muchas veces, sus facultades sólo permitían disminuir los sufrimientos o prolongar la vida sólo por unos cuantos días más.67 Es por ello que en la novela se recurre al cambio de residencia para menguar los malestares de Carmen. Por su parte, cuando el narrador protagonista se ve obligado a separarse de su amada, la pasión obstaculizada, el dolor, el odio y la lucha entre el amor y el deber lo conducen a un estado de delirio, lo que vuelve a vincular el exceso con lo patológico.68 Para el caso de los celos, la otra gran pasión presente en la novela, el autor resuelve de excelente manera la representación de las reacciones, acaloramiento, ruborización, falta de aire, latidos rápidos, mirada violenta, mediante símiles metalúrgicos, que aluden a la intensidad del efecto de éstos sobre el cuerpo, tales como un puñal calentado al rojo blanco, como un chorro de bronce fundido, como incandescente lava, etcétera, figuraciones que recuerdan las empleadas en el cuento “Flor de llama”, de trágico y violento desenlace ocasionado por la pasión amorosa y la decepción. Pese a que el narrador protagonista va recobrando paulatinamente la salud física, el combate permanece en el interior, en lo moral, “batalla sombría entre el cerebro y el corazón; cuyo término no era fácil prever, pero que, en último resultado, pudiera producirme la locura” (XXIX, 300), delirio que se manifiesta en la novela en un monólogo interior que busca dar cuenta de esa lucha entre el deseo y el deber: La razón se me extraviaba y el cerebro continuaba pensando, y en mi conciencia contestándole: —¡Yo la amo! —¡Es tu hija! —No debo amarla, pero pienso en ella con amor. —¡Deja de pensar! —¡Recuerdo tanto! —¡Ahoga tu memoria! —Vive ella en mi corazón y arde como una llama. —Bórrala y que circule nieve por tus venas — Morir entonces. —¡Seguirás amándola! —Pero viviendo, es imposible no amarla. — ¡Olvídala! —La adoro. —Crimen es tu adoración. —¿Qué hacer? —No amarla. — 67 Cf. Claudia Agostini, “Práctica médica en la Ciudad de México durante el Porfiriato. Entre la ilegalidad y la ilegalidad”, en Laura Cházaro G., Medicina, ciencia y sociedad en México, siglo XIX, pp. 163-184; loc. cit., p. 180. 68 “La calentura me abrasaba, mis pies y mis manos estaban fríos, mi frente ardiendo, mis ojos como si me reventasen y el cerebro profundamente adolorido. Lastimábame la luz, y en mi costado derecho había un dolor constante. Las ideas más inconexas cruzaban por mi mente, y sin quererlo, se me escapaban frases que me sorprendía pronunciar. La fiebre iba tomando incremento y comenzaba el delirio” (XXVIII, 278). 57 ¿Cómo? —Con la voluntad. Y mi cerebro rompíase por tan encontradas ideas (XXIX, 297). Hasta aquí, se afianza la visión retrospectiva que se viene desarrollando, lo que significa que el lector ya sabe que el narrador protagonista se ha salvado; porque si se hubiera hundido en la locura o sufrido la muerte, el relato no existiría. Este recurso es empleado con plena conciencia del autor para dar cuenta de la lucha interna del personaje, así éste señala que: “Pensaba sin cesar, discutiendo conmigo mismo o con otro yo que parecía contestarme en mi propio interior. Dualidad aparente de almas que se disputaba con encarnizamiento los pedazos de mi corazón ya seco” (XXIX, 301). Ante la desesperación, el protagonista se pregunta si existía una forma de acabar con un sentimiento que se superponía a la distancia física y a los obstáculos morales, de dejar de sentir sin morir, sin llegar al suicidio, condenable desde todos los puntos de vista, social, moral y religioso, y que él mismo rechazaba por una convicción que puede asociarse con el espiritismo, pues dicha doctrina, tanto como el cristianismo o el catolicismo, consideraba que el suicidio atentaba contra la Providencia y que era un pecado mortal. De igual forma, este acto era condenable por ir en contra de la idea de una sociedad en progreso, cuya propia salud era reflejo de la salud de sus individuos. Se asociaba a la falta de creencias religiosas, a la educación laica, a la pervivencia de ideas románticas fomentadas por cierto tipo de novelas, a la prevalencia de una visión materialista, etcétera.69 Así, el protagonista reflexiona que, aunque su cuerpo desapareciera, reintegrándose a la Naturaleza, “el alma continúa viviendo con la vida ignorada por nosotros” (XXIX, 295), pues el alma inmaterial no está sujeta a las leyes químicas y no obedece a las físicas. Suicidarse sólo impondría más abismos entre Carmen y él, y el sufrimiento sería mayor debido a que las facultades del alma no morirían. Buscaba, en todo caso, una forma de suspender la acción de las facultades superiores y los 69 Véase Alejandra Reynoso, “Una patología social hereditaria: el suicidio en la Ciudad de México, 1876-1910”, en Signos Históricos, vol. XIX, núm. 37 (enero-junio, 2017), pp. 96- 125. 58 impulsos vitales, anular la voluntad para dejar de ser, pues “No amar era, como he dicho antes, morir” (XXIX, 295). No obstante, cuando se entera de que existe un pretendiente de Carmen que quiere solicitar su mano, el infierno de los celos aparece con una intensidad que le es imposible describir: “unos celos horribles y odiosos, unos celos que no pueden explicarse, porque no hay para ello imágenes ni ideas, unos celos que en un instante la hubieran despedazado a ella y a él, y a mi amigo y a mí mismo…” (XXX, 309). En este nuevo arranque pasional, los celos trastornan la mente del narrador protagonista llevándolo a pensar en el crimen, en un planteamiento que, si bien es apenas esbozado en Carmen, volveremos a encontrar posteriormente, tanto en Los maduros como en Dramas en un corazón. Sin embargo, estos mismos celos lo mueven a la acción y a dejar su aislamiento para reencontrarse con Lola y descubrir la verdad sobre Carmen. Aunque los amantes se reencuentran, el efecto de las pasiones en la salud de la joven no tiene marcha atrás. La propia Carmen interpreta su hipertrofia como resultado de un inmenso amor: “Usted no sabe mamita, que estoy muy mala de amor. El amor es una enfermedad. El corazón está muy hinchado de tanto como lo quiero. Lo siento como si quisiera reventarse… (XXXIV, 364). Aún en el lecho de muerte, la joven acepta que no desea morir por el temor de dejar solo al protagonista y que éste se case con otra. Carmen muere víctima, sí, de una condición física, pero también víctima de sus pasiones. 4. Comentarios finales. La trascendencia del amor y el propósito de las pasiones La historia de amor entre Carmen y el narrador protagonista, si bien frustrada por la muerte, no necesariamente implica una visión pesimista, pues persiste la esperanza en la reunión de las almas en el mundo espiritual. El narrador protagonista comenzó a transformarse en un ser sensible y, en cierto sentido, religioso, en vida de Carmen, y con su muerte opta por seguir el camino de perfeccionamiento de su alma que lo lleve a trascender el plano material, aun 59 permaneciendo en la tierra. En la figura de Carmen, Castera da forma a una de las ideas que en torno a la mujer había ensayado años atrás, al decir que ésta era capaz de despertar las creencias perdidas, por lo que, desde su punto de vista, debía ser caracterizada y definida, antes que todo, por el lado del sentimiento.70 La misma Carmen también sufre una última transformación, pues si bien sus celos la condujeron a la muerte, en su agonía manifiesta una confianza imperturbable en la vida futura, una resignación inspirada por el amor a Dios, el amor infinito y eterno, por lo que se despide momentáneamente de su amado, bajo el supuesto de que la muerte sólo separa los cuerpos, pero no aleja las almas. Amor más allá de la muerte. Con este desenlace, el narrador externo critica la facilidad con la que se juzga a quienes viven guiados por una pasión, considerándolos seres extraños, extravagantes o raros, sin conocer las verdaderas causas de su actual condición: “Pero ¿qué sabemos del drama desarrollado en aquel corazón y de la tragedia representada en aquel cerebro? ¿Qué sabemos de las borrascas de su vida y de las grandiosas tempestades habidas en los océanos de aquella alma? ¿Qué sobre sus luchas y de sus dolores, de sus derrotas y de sus triunfos, de sus sentimientos y de sus actos?” (XXVII, 272). A diferencia de esa mayoría, el narrador externo que pronuncia estas palabras tiene un vivo interés en dar a conocer la historia de un ser apasionado, cuyo caso resultaría ejemplar en un momento en que la vida por el corazón y el amor, en otras palabras, la vida del sentimiento y el ideal, podía considerarse casi un mito, en medio del avasallamiento de la visión materialista y positivista; de ahí que, en la diégesis, la propia narración tenga un propósito moral, estrategia o recurso empleado por el autor en otros textos con el fin de marcar una diferencia entre la ficción y la reflexión, entre la narración y el acto de la enunciación.71 70 Cf. P. Castera, “La mujer I”, en El Radical, t. I, núm. 110 (19 de marzo de 1874), p. 2. 71 En algunos artículos periodísticos y en ciertas narraciones, es recurrente que Castera anuncie el final del texto después de un comentario sobre el acto de escritura. De otra forma, en el capítulo V de la segunda parte de Dramas en un corazón, el autor se introduce para hacer una reflexión sobre los sentimientos y las pasiones, que termina en una curiosa remembranza de sus convivios con Ignacio Cumplido y Altamirano. No obstante, un antecedente más directo de este recurso empleado en Carmen puede hallarse en la serie Fragmentos de un diario, conformada por tres partes publicadas en 1873, en la que se refiere una historia de amor y donde, en un aparte, se señala que se trata de la copia fiel de unas 60 ¿Acaso se trata de una crítica a la visión materialista y positivista que buscaba normar y clasificar entre lo sano y lo enfermo? No resultaría extraño, dado el contexto de publicación de la novela, donde el debate ya había tenido varios episodios. Castera no está en contra de la razón ni del avance científico, pero en diversas ocasiones manifestó que si bien era magnífico pensar, era aún más grande sentir y, todavía más, poder expresar lo que se sentía, idea que repetirá en distintas ocasiones como lema estético y filosófico.72 La muerte de Carmen, además de hacer patente esa realidad, responde también a una necesidad estructural y, en este sentido, concuerdo con la opinión de Ana Chouciño, pues el verdadero propósito de la narración se encuentra en la “caracterización de un personaje masculino sensible”, más allá de la construcción de una trama amorosa.73 Por esta razón, y en consonancia con la importancia que tuvo para Castera la parte sensible y no sólo la racional y científica, el arte, en este caso, la literatura, podía dar cuenta de esa interacción, mediante el análisis de la pasión tanto en su dimensión fisiológica como espiritual; de ahí que considere oportuno hacer explícita su reflexión sobre el papel de las pasiones, como elementos constitutivos de la ficción para reflexionar sobre la vida cotidiana: “Una pasión viviendo por la idea; un amor que se alimentaba de sí mismo: eso me parece grande hasta pensarlo. Creo que es posible y que puede existir; pero nunca lo he encontrado en la vida, sino sólo descrito en las novelas (XXVII, 275). Pese a que el narrador externo que se introduce en este capítulo ha sido visto como un descuido, como una inconsistencia narrativa o como una exigencia del medio de publicación, recordemos, como señala Chouciño a partir del estudio de Janet Todd, que las novelas de sensibilidad se caracterizan por cierta fragmentación, por un funcionamiento a partir de una páginas que le habían sido remitidas a un narrador en tercera persona, Castera, y que publica “porque en los latidos de un corazón transcritos a un papel, es donde se debe juzgar imparcialmente de la rectitud y bondad de un alma y de la sinceridad de una pasión” (P. Castera, “Una sonrisa. Fragmento de un diario II”, en El Domingo, 4ª época, núm. 28, 22 de junio de 1873, pp. 386-388). Los textos fueron recopilados por Antonio Saborit en Pedro Castera, pp. 447-463). 72 Cf. P. Castera, “La mujer I”, en El Radical, t. I, núm. 110 (19 de marzo de 1874), p. 2. 73 Cf. A. Chouciño Fernández, La imagen masculina en la novela de sensibilidad hispanoamericana, p. 31. 61 trama de cambios repentinos, cuyos argumentos dan la sensación de moverse por impulsos o divagaciones. Además, el capítulo delimita el momento de la revelación de la posible paternidad biológica del narrador y el posterior descubrimiento de la verdad sobre el origen de Carmen; por otro, interrumpe la narración para introducir a un “narrador externo” que da cuenta de la vida del protagonista después de la muerte de la joven y que, además, elabora un discurso reflexivo, metatextual o metafictivo, entendido como “la reflexión o comentario sobre su propio procedimiento discursivo o constructivo, la identidad del relato o del autor o, de forma genérica, sobre la literatura misma”. 74 Esta meditación toma relevancia al relacionarla con el subtítulo de la novela, “Memorias de un corazón”, pues, aunque algunos estudiosos lo consideran inexacto, debido a que en un principio parecería otorgar preeminencia sólo al aspecto sentimental, pese a que el aspecto sensual tenga igual importancia,75 considero que hay una clara lección moral al señalar todo lo que implican las pasiones. Por ello, el narrador-personaje, al referirse al deseo sensual que le despierta su amada, lamenta que el alma humana esté llena “de esas miserias y de esas contradicciones que aún no pueden explicarse ni definirse” (V, 28). Así, desde la perspectiva del autor, el corazón humano es capaz de experimentar tanto sentimientos sublimes como vulgares y su afán consiste en mostrar el proceso de conformación de esa gama sentimental. Las ideas sobre la pasión y la razón, la influencia de una idea para generar ciertas emociones, la alusión al mecanismo de la pasión, en específico de los celos, se observan en la actuación de los personajes a través de un esquema muy marcado. La relación cerebro y corazón no se presenta sólo como una oposición, sino que ideas y pasiones se integran en una concepción general del corazón o, en otras palabras, del alma. Si bien hay una perspectiva cientificista sobre las pasiones y sus mecanismos en relación con una visión patologizante, 74 Cf. Francisco G. Orejas, La metaficción en la novela española contemporánea, p. 30. 75 Cf. A. Sandoval, op. cit, p. 8. Para Magda Díaz no hay contradicción, pues el cuerpo y el contacto físico adquieren relevancia en el discurso erótico de la novela, mezcla de romanticismo y modernismo (cf. M. Díaz y Morales, “Carmen. El discurso erótico del romanticismo”, en Serafín González y Lilian von der Walde (coords.), Palabra Crítica. Estudios en homenaje a José Amezcua, pp. 331-338. 62 se apela a su encauzamiento hacia un fin moral y estético. Asimismo, puede hablarse de una visión trascendente del amor que descansa sobre distintos postulados de la filosofía idealista, la religión y el espiritismo. Aunque se censura el arrebato y el exceso por las consecuencias perjudiciales en el plano moral y social, se enaltece su manifestación como detonante de la creación artística. De ahí que, dado el interés del autor por indagar las causas, tanto sociales como subjetivas, por las que surgen los caracteres extraños, y aún más, por el nacimiento y desarrollo de las pasiones, incluya un discurso de carácter reflexivo de forma independiente, como una especie de guía de lectura del sentido de la novela, así como una exposición, de propia voz, de su ideario ético y estético, recurso que también estará presente en el resto de sus novelas, como intentaré demostrar en los siguientes capítulos. 63 CAPÍTULO II LOS MADUROS O LA DUALIDAD DEL AMOR 1. Un idilio en medio de las rocas En enero del año de 1882, el periódico La República anunció la próxima aparición en su folletín de Las minas y los mineros, obra de Pedro Castera, con un prólogo de Ignacio Manuel Altamirano.1 No obstante, conforme pasaban los días y pese a que el 16 de febrero se publicó el referido prólogo en el suplemento literario del periódico, el estreno siguió retrasándose. En su lugar, comenzó a publicarse la novela Carmen.2 1 “Las minas y los mineros. Descripciones de la vida de las minas; relatos de las tradiciones y cuentos de los mineros; detalles sobre usos y costumbres de los trabajadores de las minas, las pasiones y crímenes de estos, sus virtudes y cualidades, trajes, su terminología especial; accidentes; desgracias y emociones. Títulos de los cuentos que contiene el primer tomo de esta curiosísima obra: ‘En la montaña’. ‘Una noche entre lobos’. ‘En plena sombra. ‘La Guapa’. ‘El pegador’. ‘En medio del abismo’. ‘El Tildío’. ‘Los maduros’. ‘Un combate’. ‘¡Sin novedad!’. La publicación que anunciamos hoy, llena de originalidad, novedad e interés, es el primer libro de su género que aparece en México; es el primer tomo de la serie de cuentos mineros que verán la luz pública, escritos por su autor en los ratos de ocio que le procuraban sus excursiones a las minas, en las que tomó sus apuntes aun en medio de los más rudos trabajos, les dio todo ese sello peculiar, ese sabor local de las comarcas que describe, y los habitantes que las pueblan. Se publicará por entregas de 32 páginas en 4o. menor; a un real cada una, elegantemente impresas en un buen papel. El costo de la entrega fuera de México, es de uno y medio reales” (Sin firma, “Las minas y los mineros por Pedro Castera”, en La República, t. III, año III, núm. [19], 23 de enero de 1882, p. 4). // Las referencias de la novela corresponden a P. Castera, Los maduros. Edición de La República. México, Tipografía de La República, 1882, 120 pp. 2 “La República va a publicar en su folletín una novela original de nuestro querido amigo Pedro Castera ¿Y los cuentos mineros?” (Sin firma, “La República”, en El Diario del Hogar, t. 1, núm. 14, 25 de febrero de 1882, p. 3). Carmen apareció durante los meses de febrero, marzo y abril. Las citas de la novela se toman de la primera edición: Los maduros. México, Tipografía de La República, 1882. 120 pp. Esta novela corta se incluyó como el volumen número 16 en la Colección La Matraca de Premia Editora en 1982; en la antología sobre el autor en Editorial Patria de 1986; en la edición de Conaculta/Planeta en 2002 y la Colección Licenciado Vidriera de la UNAM en 2013. La versión más accesible se encuentra en formato epub en Mexicana Cultura. 64 La circulación de la serie minera estuvo antecedida por el formidable impulso de Altamirano, quien no escatimó los elogios hacia Castera, al señalar que había logrado recrear en sus leyendas la fisonomía patria, con tal fuerza y originalidad, que suscitaba el interés en sus lectores sin recurrir a la fábula amorosa.3 Para Altamirano, en estos relatos se concentraba la unidad de la emoción minera, provocada por el vértigo, el miedo, la oscuridad y la lucha del hombre contra la naturaleza. Sin duda, la apreciación del Maestro daba luz a las cavernas literarias dibujadas por Castera y orientó con sus comentarios la lectura de los textos hacia su concepción nacionalista de la literatura. No obstante, puede decirse que, en un principio, el trasfondo amoroso sí estuvo en la mente del autor al momento de concebir el ciclo de cuentos mineros, pues, entre ellos, se había propuesto la inserción de “Los maduros”, un relato de mayor extensión, que se dio a conocer, a partir del 13 de mayo y hasta el 15 de junio de 1882, separado del resto de los cuentos gambusinos.4 La historia que cuenta la novela se ubica en una época de bonanza del mineral La Luz, en el estado de Guanajuato. El narrador representa con minuciosidad la laboriosa vida cotidiana en la mina, su jerarquización y organización por actividades, la distribución inequitativa de la riqueza y los riesgos a los que estaban expuestos los trabajadores, entre otros aspectos. Además de los elementos costumbristas empleados, como la descripción de la convivencia cotidiana de los mineros, sus expresiones y formas de hablar, aquí, Castera ofrece una 3 Cf. Ignacio Manuel Altamirano, “Prólogo a Las minas y los mineros de Pedro Castera”, en La República. Semana Literaria, 16 de febrero de 1882, p. 124. El texto lo recuperó L. M. Schneider y lo incluyó en la antología Las minas y los mineros / Querens (UNAM, 1986), pp. 33-43. 4 “El inteligente y espiritual autor de Carmen ha comenzado a publicar en el folletín del diario La República que tan acertada y hábilmente dirige, un cuento minero llamado “Los maduros” que, [sic] como parte de la preciosa colección que, con el título de Las minas y los mineros, va a publicarse próximamente. / Deseamos que esta colección obtenga el mismo éxito que la Carmen tan combatida por La Libertad y tan elogiada por todo el resto de la prensa. / Nuestros plácemes al señor Castera (Sin firma, “Pedro Castera”, en El Telégrafo, año 2, t. II, época 1, núm. 261, 17 de mayo de 1882, p. 3). La novela comenzó a aparecer el 13 de mayo; el 24 de ese mismo mes salió el capítulo X, pero la publicación se interrumpió algunos días y se intercaló una biografía de Melchor Ocampo a cargo de Eduardo Ruiz. Se retomó a partir del 10 de junio con los capítulos XI, XII y XIII; el 14 de junio vieron la luz el XIV y XV, y el 15, los capítulos XVI y XVII. Un día antes de finalizar, vio la luz en el folletín la reunión de sus poemarios Ensueños y armonías. 65 magnífica reconstrucción de la atmósfera minera mediante sonidos, ruidos y voces, que configuran una sinfonía que da cuenta de la conjunción de lo natural con lo artificial, de lo humano y lo tecnológico, de lo tradicional y lo moderno. La larga cita se justifica por ser uno de los momentos estilísticos mejor logrados en toda la narración: El cerro temblaba continuamente, viendo extraer sus entrañas pedazo a pedazo; las detonaciones de los barrenos se sucedían sin interrupción, tres o cuatro mil cañonazos se disparaban durante el día repercutiendo su eco en todos los laboríos y cañones de la mina, tres o cuatro mil bombas explosivas que, al estallar, desgajaban enormes monolitos de cuarzo rasgando los intestinos de la montaña. Agréguese a estas explosiones casi no interrumpidas, el canto fatigoso y triste de los barreteros, el ruido de los martillos, los gritos de los mandones, el tumultuoso desorden de la faena que acarreaba los metales, el rechinar constante de los malacates de extracción y desagüe, los silbidos de los morrongos y los crujidos de la piedra rota y pulverizada por la mano del hombre… y apenas se tendrá una idea pálida y débil de aquel estruendo formidable, que como la Marsellesa cantada por la idea en las tinieblas, ascendía con magnificencia de las profundidades de los tiros. / En el patio de la mina el cacarear de dos mil pepenadoras, sus gritos, sus martillazos y sus cantos; cien o doscientos quebradores golpeando y despedazando los trozos de cuarzo, el ruido de las fraguas y de los fuelles, los muchachos saliendo de la mina con los fierros muertos y volviendo a entrar con los aguzados nuevamente, los ademadores escogiendo su madera, los romaneros pesando el sebo, la jarcia, la pólvora, etc., etc., el ¡arrea! de los cajoneros en los despachos de los tiros, los relinchos de la mulada moviendo los diversos malacates y ese murmullo incesante que tiene toda aglomeración de gente, en medio del cual y destacándose con vigor se oía algunas veces: ¡Sin novedad! ¡Sin novedad! (V, 33-34). Asimismo, las expresiones hiperbólicas que emplea el autor para describir la riqueza que experimenta el lugar, crean un notable efecto de contraste con el drama que vive la clase minera y las crisis que debe sortear, como la llegada del cólera. En particular, se enfoca en un grupo conocido como los maduros, quienes desarrollaban una enfermedad de la sangre como consecuencia de trabajar en las zonas más profundas del yacimiento. Uno de ellos se convierte en el punto central de la narración: Luis el Grande, quien se enamora de Josefa, una joven conocida como la Huilota; ambos tienen que sortear la pobreza, la orfandad, la enfermedad y la muerte para concretar su unión. La mina, entonces, es el escenario en el que los amantes son puestos a prueba. La novela no difiere, en términos generales, de lo que se encuentra en el resto de los cuentos mineros; sin embargo, el autor muestra un interés particular en desarrollar el mundo 66 interior del personaje principal, aspecto que ya había notado Ralph Warner, quien, por este título, calificó al escritor como precursor de la novela realista de análisis psicológico.5 También Donald Gray Shambling comentó que, aunque en la novelita se revelaba el conflicto de vida de dos clases sociales (ricos y pobres, hacendados y mineros), y abundaban los escenarios realistas, tenían cabida el sentimentalismo y las expresiones románticas de una forma tan bien lograda que no derivaban en los defectos frecuentes en Castera, tales como el rebuscamiento y la excesiva adjetivación.6 Por su parte, María Guadalupe García Barragán apuntó que la intención social era decidida y evidente en Los maduros al exponer la miseria de los protagonistas.7 No obstante, José Ricardo Chaves ha señalado que, sin dejar de lado la importancia del aspecto social, en esta obra toma especial relevancia la expresión de los sentimientos del personaje masculino, lo que la colocaría en la línea de la narrativa sentimental o de sensibilidad, heredera de las novelas de Jean Jacques Rousseau y René de Chateaubriand, y como antecedente de la novela de artista que desarrollaron los modernistas; esta lectura amplía los alcances de la obra y la mueve del lugar en el que tradicionalmente se había colocado.8 En la novela de Castera, aunque la trama no se sitúa en el ambiente burgués ni el personaje es citadino, se emplean algunos recursos que se encuentran en la narrativa modernista, como la reducción de la trama y la focalización en el conflicto entre el sistema de valores del protagonista y la sociedad, un constante ir y venir entre lo interior y exterior que busca representar la profundidad de los actores, mediante el empleo del estilo indirecto libre.9 Estos 5 Cf. R. Warner, Historia de la novela mexicana en el siglo XIX, p. 81. 6 Cf. D. Gray Shambling, Pedro Castera: romántico y realista, p. 51. 7 Cf. M. G. García Barragán, El naturalismo literario en México, p. 22. 8 Cf. J. R. Chaves, “Castera o los abismos del éxtasis”, en México heterodoxo. Diversidad religiosa en las letras del siglo XIX y comienzos del XX, pp. 76-77. 9 Cf. Klaus Meyer-Minnemann, “Novela modernista y literatura europea”, en Nueva Revista de Filología Hispánica, vol. XXIII, núm. 2 (julio de 1984), pp. 431-445; loc. cit., p. 439. 67 rasgos dan cuenta del interés del autor en el desarrollo psicológico de sus personajes y en la amplitud de su visión estética, que no se restringe a una determinada corriente literaria. El análisis que propongo ahonda en estas consideraciones para mostrar el tratamiento que Pedro Castera hace de las pasiones, a partir del desarrollo del sentimiento amoroso de los personajes. Mediante esta relación, el minero poeta postula la dualidad que entraña el amor, consistente en el debate entre la idealidad y el instinto, así como en la lucha que se establece entre dejarse llevar por el deseo o guiarse por el deber. En este planteamiento, el autor incluye una reflexión en torno a la dimensión moral y social de las pasiones, así como también, sobre la manera de reconstruir artísticamente los procesos mentales y emocionales de los personajes. 2. De la cristalización a la correspondencia: acerca del amor En Los maduros, los personajes principales se presentan como muestras de un colectivo, pero que, al mismo tiempo, destacan por sus cualidades. Acertadamente, antes de profundizar en la personalidad y el carácter de los protagonistas, el narrador refiere con detalle sus circunstancias de vida, lo que logra un mayor efecto de identificación o simpatía con ellos por el fuerte contraste que existe entre lo externo y lo interno. Luis el Grande es descrito como un joven de elevada estatura, cuyo cuerpo atlético le permitía trabajar durante 12 horas continuas como quebrador, es decir, como encargado de romper las piedras grandes extraídas del tiro de la mina, proeza que sólo él podía alcanzar. Asimismo, su historia de vida resultaba ejemplar, pues, al morir su padre, había asumido la cabeza de la familia, constituida por su madre y siete hermanos menores, quienes, pese al esfuerzo del minero, vivían en extrema pobreza, en un pequeño chiribitil, apenas comiendo 68 lo necesario para sobrevivir.10 Debido a ello, el narrador apunta que Luis vivía martirizado por el trabajo y triturado por la miseria. Además de su fuerza y su belleza escultórica,11 Luis se caracteriza por sus modales nobles y una forma de hablar sencilla y sin afectación —tal vez producto de la mediana educación que había recibido—, atributos que le granjeaban la simpatía general del real; en otras palabras, se trataba de un minero en quien se reconocía adelanto moral y espiritual. Esta condición no resulta extraña, pues cabe recordar que el oficio minero abarcaba desde los peones hasta los técnicos mineros y que, por lo tanto, poseían distintos grados de conocimiento e instrucción. Mientras que los primeros eran equiparables a cualquier trabajador manual, los segundos debían poseer un saber casi universal que incluía, entre otras materias, la geometría, la aritmética, la filosofía y la astronomía.12 En medio de estas circunstancias, comienza a cernirse sobre el minero un nuevo suplicio —el amor—, que no sólo lo confronta con su condición de vida material, sino que, al ser un sentimiento nunca antes experimentado, lo conduce a una vorágine mental y espiritual. La emoción que comienza a experimentar es un elemento más que lo distingue del resto, pues “era de aquella clase que se vive como una expiación o como un premio” y “deciden del porvenir y de la felicidad de una existencia” (III, 10). Dicho afecto es inspirado por un espíritu generoso, encarnado en el cuerpo de una joven risueña de dieciséis años, de formas encantadoras y mórbidas, del tipo indígena, “todavía virgen” y “casi niña”, de nombre Josefa, pero también llamada Pepa o la Huilota. Además de 10 Incluso el empleo reiterado del vocablo ‘chiribitil’, españolismo empleado para referirse a un cuarto muy pequeño, refuerza la precariedad de la vivienda de Luis el Grande y su familia. 11 En general, los mineros son descritos como rocas, estatuas de bronce o resistentes bloques de piedra, capaces de conmoverse y de sentir: “Los barreteros, esos hombres que están impuestos como los titanes a despedazar y a desgajar los montes, se limpiaban con sus lágrimas el color negro de la pólvora que acentuaba su fisonomía. [...] —No es uno de peña —decía un barretero enjugándose sus lágrimas. / —Es verdad, no es uno de cuarzo — exclamaba otro imitándolo” (XVI, 117). 12 Cf. Julio Sánchez Gómez, “Magia, astrología y ocultismo entre los mineros del siglo XVI”, en Historia Moderna, vol. VI (1988), pp.339-350; loc. cit., p. 341. En el cuento “El Tildío” queda expuesta con mayor claridad esta distinción entre los trabajadores mineros. 69 sus particularidades físicas —estatura mediana, piel morena, de facciones finas y estilizadas—, la joven es descrita como poseedora de un corazón fogoso, perceptible a través de sus intensas palpitaciones y su permanente rubor, acentuado por el constante asedio del que era objeto, pues debido a su hermosura, era cortejada por varios hombres de la mina. Además, se le atribuye inocencia y pudor, cualidades que la mantienen en la línea de la mujer socialmente aceptable, pese a la fuerza sexual que proyectaba y que, por momentos, la convertían en un “verdugo delicioso y divino” (IV, 18). Si bien durante el siglo XIX algunos estudios en torno al carácter del hombre indígena destacaban su intrínseca naturaleza inferior, así como su modo grave, taciturno, melancólico y su temperamento flemático, que lo hacían frío en sus pasiones y lento en sus trabajos, existen pocas alusiones a una caracterización específica de las mujeres. No debe extrañar esta posición, pues ante el problema que representaba el indígena, durante la segunda mitad del siglo, se exaltó la figura del mestizo y se buscó su homogeneización.13 En este sentido, se explica que Castera haga referencia, en diversas ocasiones, a la mujer mestiza o criolla, perteneciente a la clase popular, a la que atribuye formas mórbidas, vivacidad y sensualidad innata, como puede verse en personajes como la Guapa en el cuento del mismo nombre de Las minas y los mineros y Antonia en “Sobre el mar” de Impresiones y recuerdos. En este último cuento, el determinismo geográfico y el clima son factores relevantes para caracterizar al personaje femenino: una criolla, del tipo tropical, incitante, mórbida y coqueta, cuyas miradas incendiarias, sus sonrisas zalameras y sus modales un poco libres eran vistos como consecuencia del clima guerrerense.14 Cabe recordar que se tenía como indudable la influencia del clima sobre el carácter y las pasiones, en la constitución física y moral de los pueblos, aunque nunca imposible de modificar mediante la educación.15 13 Cf. Oliva López Sánchez, Enfermas, mentirosas y temperamentales. La concepción médica del cuerpo femenino en la segunda mitad del siglo XIX, p. 69. 14 Cf. P. Castera, “Sobre el mar”, en Impresiones y recuerdos, pp. 116-127; loc. cit., p. 118. 15 Cf. J. B. F. Descuret, La medicina de las pasiones, p. 26. 70 La Huilota no era, propiamente hablando, una trabajadora de la mina, como el personaje de la Guapa; más bien, desempeñaba labores domésticas al ser la encargada de llevar la comida a su padre. Pese a su condición de mujer humilde, cumplía con todas las pautas de la época que marcaban como obligación de las jóvenes la conservación del candor y el control del impulso amoroso, en tanto que debían tener presente que no estaban llamadas sólo a la satisfacción de los placeres. Incluso, los preceptos médicos señalaban que, durante la pubertad, la mujer era susceptible de padecer el llamado furor uterino, asociado con el deseo sexual, de ahí que se considerara necesario poner mayor atención en el manejo de las emociones para evitar que se cometieran excesos que resultaran censurables por toda persona recatada.16 En este sentido, el personaje de la Huilota destaca por la naturalidad con la que vive su enamoramiento, llegando al límite de lo moralmente aceptable. Pese a sus circunstancias y su medio, ambos personajes poseen las cualidades para desarrollar un sentimiento que los conduce a los límites de su existencia, de modo que entre ellos surge un amor que se mueve entre lo ideal y lo instintivo, pero sin nunca rebasar lo permisible. La clave del desarrollo narrativo del enamoramiento la ofrece el propio narrador al aludir a la cristalización stendhaliana (III, 22) “aquella operación del espíritu que en todo suceso y en toda circunstancia descubre nuevas perfecciones del objeto amado”,17 teoría desarrollada en su célebre ensayo Del’ Amour (1822), que no es más que la descripción detallada de todas las fases de aquella “enfermedad del alma”,18 a saber, 1)la admiración, 2) el deleite, 3) la esperanza, 4) el nacimiento del amor, 5) la primera cristalización, 6) la incertidumbre o duda y 7) la segunda cristalización, y en el que también ofrece una tipología 16 Cf. M. Galí Boadella, op. cit., p. 211. 17 Stendhal, Del amor, p. 101. El ensayo Del’ Amour se publicó en 1822, pero tuvo escasa repercusión; en 1833 apareció una segunda edición; tras la muerte de su autor en 1842, el texto se reimprimió con profusión durante el resto del siglo XIX. La primera traducción al español apareció en 1835 (cf. Inmaculada Ballano, “Lectura y éxito editorial de Del’Amour de Stendhal, en España”, en María Luisa Donaire y Francisco Lafarga, eds., Traducción y adaptación cultural: España-Francia, pp. 319-327). 18 Cf. Stendhal, op. cit, p. 83. 71 de dicho sentimiento, como amor pasión, amor placer o galantería, amor físico y el amor de vanidad.19 Las ideas amorosas de Stendhal corrían diseminadas en las páginas de la prensa. Es posible encontrar notas, comentarios y alusiones a alguno de los modos del amor descrito por el autor de Rojo y negro, o a alguna de sus ideas en torno al efecto que puede provocar la contemplación de una obra de arte. No se puede decir con certeza que Castera haya conocido directamente la famosa obra del francés, pero sus ideas formaban parte del ambiente de la época. Considero que en Los maduros puede encontrarse un desarrollo similar a las etapas propuestas en Sobre el amor, sobre todo, las cristalizaciones, metáfora que en la novela del mexicano se refuerza al presentarse en un medio cruzado por las astillas de cuarzo que brotan del rompimiento de la piedra al interior de la mina. Como se sabe, Stendhal fraguó esta idea tomando como referencia la formación de cristales alrededor de una rama depositada en las profundidades de las minas de sal de Salzburgo. Después de unos meses, la rama salía embellecida, cubierta de cristales brillantes.20 La secuencia del nacimiento del amor entre Luis y Josefa, aunque sin ahondar demasiado y dando mayor relevancia, en un principio, a cómo lo experimenta la joven, pasa por distintas etapas, descritas de forma similar a las siete etapas del enamoramiento descritas por Stendhal. Cada una de ellas está conformada por determinados procesos psicológicos y comportamientos característicos. Aunque aclara que existen diferencias entre el nacimiento del amor en uno y otro sexo, sostiene que todos los amores, en general, nacen, viven y mueren o se elevan a la inmortalidad siguiendo las mismas leyes.21 La psicología del amor de Stendhal enfatiza el componente cognitivo, si bien el sentimiento inicia mediante la percepción de los sentidos. Así, la primera etapa a la que se 19 Ibidem, p. 205. 20 Ibidem, p. 101. 21 Cf. Stendhal, op. cit., p. 100. Asimismo, como señala Irving Singer, muchos de los ejemplos del amor pasión que ofrece Stendhal en su ensayo se refieren a mujeres que idealizan a los hombres y buscan una felicidad similar a la que ellos experimentan (cf. I. Singer, La naturaleza del amor II. Cortesano y romántico, p. 281). 72 refiere es la admiración, en la que la percepción visual es el primer contacto con el ser amado, idea que, por supuesto, ya habían planteado los griegos con Platón. Pero este efecto de admiración se presenta en unas condiciones específicas, pues es secundada por una necesidad de amor y por una especie de melancolía, característica en la juventud, que es una inquietud y una sed de amar. De ahí que no se pongan demasiadas exigencias al objeto de amor y que el “flechazo” se presente debido a que no existe desconfianza. En el caso de las mujeres, éstas abandonan toda precaución y se entregan a la dicha de amar. En Los maduros, en primer lugar, se presenta la admiración a distancia, pues Josefa tenía oportunidad de ver a Luis cada vez que iba a la mina a llevar comida para su progenitor, de ahí que pasara “dos o tres meses fijando sus grandes ojos negros, mientras el padre almorzaba, en el infatigable trabajador, quien, ensimismado en su trabajo, no advertía la muda contemplación de que era objeto” (III, 12). Aunque Stendhal no da muchos detalles, puede decirse que la segunda etapa es también una especie de admiración en la que entra en juego la imaginación que alimenta la posibilidad de acercarse e, incluso, tocar al objeto de amor, situación que genera el mayor placer al enamorado. Entre la primera y la segunda etapa, dice, podía transcurrir hasta un año. En ella el amante fantasea: “¡Qué placer darle y recibir besos!”,22 transición que es descrita en la novela de Castera con las imaginaciones de Josefa. La contemplación del cuerpo escultural del minero y la manifestación de toda su virilidad provocaban en Josefa indescriptibles estremecimientos —atribuibles, además, a la vivacidad de la sangre indígena de la joven—, a tal grado que se imaginaba siendo desbaratada por el abrazo de aquel hombre (III, 13); de ahí, los constantes insomnios llenos de fantasías y el deseo de aproximarse cada vez más a Luis, pese al peligro que representaba estar en la zona de rompimiento de piedra. Tras estos primeros momentos, el enamorado estudia las perfecciones del otro y es cuando la pasión es más fuerte y se experimenta un placer vivo, evidente en señales como la animación de los ojos. El objeto de amor no pone mucho de su parte, pues las primeras 22 Stendhal, op. cit., pp. 100, 119. 73 impresiones van acompañadas de la esperanza con la que el amante engrandece aún más la imagen del amado.23 En Los maduros, Josefa enaltece a Luis no sólo por las cualidades que imagina, sino también por las que todos en la mina le atribuyen.24 Para este punto, puede decirse que la Huilota ya se encuentra enamorada, pero, pese a la mirada insistente que mantenía en cada visita a la mina, no lograba obtener la atención del quebrador, situación que la contrariaba y hacía crecer en ella las dudas, una faceta más del proceso de enamoramiento stendhaliano. Para Stendhal, amar es sentir placer en ver, tocar, percibir con todos los sentidos y lo más cerca posible al objeto amado y que ama.25 Es el momento en que nace el amor. En Los maduros, un suceso frecuente en la mina es el detonante del encuentro cara a cara de los jóvenes: una piedra suelta hiere a la Huilota y al escuchar el leve quejido, Luis se acerca para revisar su brazo y ver cómo se encuentra. Una acción común, sin premeditación, es la causa del surgimiento de nuevas e intensas sensaciones en Josefa, pues el quebrador, “aplicando sobre la herida sus labios, sorbió con fuerza alguna sangre, y con ella, la piedra; después fue vendándole el brazo, [...] La niña lo dejaba hacer, pero sus mejillas habían pasado de la palidez al color escarlata. ¿Por dolor? No; por deleite. Aquella naturaleza vigorosa gustaba de semejantes impresiones” (III, 14), un cuadro de erotismo femenino pocas veces visto en la narrativa mexicana decimonónica anterior a la modernista, pues, como señala Lucrecia Infante, “cualquier manifestación de la sexualidad femenina (en términos de placer o goce sensual) era sancionada como una excitación grosera de los sentidos y se le consideraba 23 Ibidem, pp. 100-101. 24 Como en las novelas del propio Stendhal, la teoría de la cristalización no siempre se aplica a cabalidad ni en el orden expuesto; incluso, como señalan algunos estudiosos de su obra, hay muy poca cristalización, pues, en general, sus personajes poseen intrínsecamente las perfecciones que pudiera inventar el amante (cf. Julián Marías, “Stendhal: teoría y novela”, conferencia pronunciada el 3 de diciembre de 1991, Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2014, soporte electrónico [consultado el 8 de enero de 2021]), por lo que no responden sólo a la imaginación, tal como sucede en Los maduros. 25 Cf. Stendhal, op. cit., p. 100. 74 opuesta a la misión natural-espiritual que el cuerpo femenino debía cumplir en su labor por ennoblecer las pasiones masculinas”.26 La actuación de la Huilota contrasta notablemente con la imagen que sobre la mujer mexicana se difundía en periódicos y revistas, en los que se decía, por ejemplo, que era púdica en el amor y no brillaba en ella la chispa de la voluptuosidad, sino que era casta como paloma, pura cual azucena, inmaculada como el armiño y poética como un rayo de luna. En las caricias de la mujer mexicana no se encontraban el deleite del placer, sino la dulzura del amor, ni afectos tumultuosos ni desbordados, o afectos volcánicos, pese a su tipo tropical.27 Pero la Huilota, sin perder su candor e inocencia, manifiesta deseo, goce, y busca con insistencia el contacto físico con su amado. Como señala Chaves: dentro de la problemática erótica, la sexualidad femenina fue uno de los temas en discusión, desde los que la negaban acérrimamente, al menos en una mujer sana y decente, limitándola tan sólo a la maternidad, hasta los que hacían sinónimos sexualidad, naturaleza, mujer y bestialidad. De una forma u otra, por angelización o por demonización, la mujer se constituye como punto clave de la alteridad sexual, de ser mero reflejo del hombre se torna en una otredad amenazante desde lo cotidiano, desde el ámbito doméstico, desde el lecho amoroso, es decir, se vuelve siniestra, en sentido freudiano.28 En Castera, los personajes femeninos nunca se consolidan como mujeres fatales, sino que se mantienen en la órbita de las mujeres frágiles, que viven dentro del hogar, son delicadas, enfermizas, pasivas, en comunión con elementos florales y la naturaleza cultivada del jardín,29 aunque con momentos de debilidad que las llevan a convertirse en cortesanas, coquetas o en mujeres sumamente apasionadas, aunque sin maldad, como ya se vio en los 26 Lucrecia Infante Vargas, Mujeres y amor en las revistas femeninas de la Ciudad de México (1883-1907), p. 95. 27 Concepción Jimeno de Flaquer, “La mujer mexicana”, en El Álbum de la Mujer, junio de 1885; citado por L. Infante Vargas, en op. cit., pp. 93-94. 28 J. R. Chaves, “Vampirismo y sexualidad en el siglo XIX”, en Anuario de Letras Modernas, vol. 9, 1998-1999, pp. 27-32; loc. cit., p. 29. 29 Bram Dijkstra, Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo, p. 15. Sobre la acuñación del concepto por Ariane Tomalla, véase Hans Hinterhäuser, Fin de siglo. Figuras y mitos (1997). Acerca de su presencia en la literatura latinoamericana de fin de siglo, véase José Ricardo Chaves, Los hijos de Cibeles. Cultura y sexualidad en la literatura de fin del siglo XIX (1997). 75 personajes de Carmen y Lola y como se verá también en Rosa de Dramas en un corazón y en la magnetizada que aparece en Querens.30 La denominada primera cristalización corresponde al momento en que el amante descubre todas las perfecciones posibles del amado y se entrega a su deliciosa divinización. Esta cristalización no consiste en un autoengaño, como suele creerse, sino en reafirmar con la imaginación las perfecciones que el enamorado realmente puede ver en ese momento.31 La teoría de Stendhal contempla dos fases más del enamoramiento: la duda y la segunda cristalización, las cuales consisten, básicamente, en que un poco de incertidumbre acerca de la obtención del amor lo alimenta y aviva, lo que provoca un segunda estado de cristalización en que se confirma la existencia del amor recíproco.32 Si bien en Los maduros se pone mayor atención en el proceso de Josefa, cuyo punto climático es el placer que experimenta en el primer contacto con Luis, éste también prueba el efecto “cristalizante” mediante el “flechazo”, lo que Stendhal define como el momento que decide el destino del héroe y de su amada, un movimiento del alma que se origina de la imposibilidad de una maniobra defensiva.33 De este modo, la indiferencia del minero desaparece al contemplar la conmoción de la joven y beber el veneno, no de la sangre, sino de “sus hermosos ojos que lo habían mirado quién sabe cómo” (IV; 15). A partir de entonces, el paisaje de la mina se transforma para el quebrador, pues ahora percibe las nubes “muy blancas, los cielos más azules, el sol más tibio”, “a sus hermanitos como ángeles” y es capaz de notar toda la hermosura que lo rodeaba, gracias a esa especie de “operación de catarata” realizada por el amor, que había abierto “la pupila de su espíritu”. En este caso, tras el breve contacto con Luis, Josefa experimentó la tristeza por primera vez en su vida y se volvió tímida y reservada. No obstante, logra establecerse entre ellos una 30 Quizá el modelo de la mujer frágil en Castera se observa con mayor claridad en el cuento “Flor de llama”. En otros personajes femeninos, como Antonia, la propia fogosidad y el engaño masculino la llevan a convertirse en mujer conocida en la Ciudad de México, mientras que la Guapa es una mujer que destaca por su actividad, laboriosidad, valentía y decisión. 31 Cf. Stendhal, op. cit., p. 105. 32 Ibidem, 102-103. 33 Ibid., p.102. 76 comunicación visual que les permite hacer la confesión mutua de sus sentimientos, por lo que, desde ese instante, “las dos almas entraron en comunión de ideas” (IV, 15). Se trata, en pocas palabras, de un amor correspondido, por lo que va más allá de la pasión que despierta el deseo y que muchas veces nubla la razón. El narrador aclara, quizá para remarcar el tipo de amor que nace entre los personajes, que “La correspondencia transforma la pasión en amor y las dos almas reunidas o ligadas así se ciernen como las águilas en nuestra atmósfera, en una vida azul como el firmamento, como él lleno de estrellas” (III, 18). Así, se establece la distinción entre la pasión, entendida como mero deseo físico, que no necesariamente exige la correspondencia, y que, por el contrario, muchas veces trae consigo el rechazo, y aquella capaz de transformarse y sublimarse, pese a la presencia del deseo.34 Aquí hay una diferencia con el modelo, pues para Stendhal el amor es en sí mismo una pasión. Claro que no puede exigírsele a los autores un alto grado de precisión en la definición y distinción entre amor, pasión y sentimiento. Muchas veces se emplean libremente como elementos de un mismo campo semántico. No obstante, en Castera la aparición de esta clase de emociones está en correspondencia directa con el carácter que lo inspira; así señala que existen mujeres que exaltan los deseos y que sólo el mirarlas produce deleites; otras, despiertan la idealidad y la inspiración; y unas pocas son capaces de producir ambos fenómenos a la vez y sacudir los nervios como un rayo y las almas como las ideas (III, 10). De esta circunstancia se desprende una de las tesis de Castera sobre el amor, al decir que, sin los deleites, el amor sólo es sueño y sin la idealidad, sólo instinto; “doble atracción que lo forma todo” (III, 10), proposición que está en consonancia con la idea del amor desarrollado por el romanticismo en el que se buscaba la totalidad, pero que en el poeta-minero, como en algunos otros escritores románticos, va a ubicarse dentro de los límites sociales y religiosos de su época, pues cabe recordar que si 34 Como se mencionó, Stendhal distinguía entre cuatro clases de amor: el amor-pasión, el amor-placer, el amor físico y el amor-vanidad. En sus términos, el amor físico es propio de la naturaleza, conocido por todo el mundo, pero el de menor categoría, rechazado por las almas tiernas y verdaderamente apasionadas (ibidem, pp. 98-99). 77 bien la visión del amor romántico más difundida es su visión antisocial y destructiva de la institución matrimonial, hay otra vertiente que explora el deseo de encontrar el amor dentro del matrimonio, dirigida hacia el logro de una unión estable y permanente.35 El desarrollo del amor entre los jóvenes se encuentra libre de obstáculos, pues no existe la presencia de un tercero o alguna sospecha que nuble sus corazones y, por el contrario, Luis tiene el permiso del padre de Josefa para cortejarla. Más que las dudas de los amantes, son las desgracias las que generan incertidumbre en el futuro de la relación. La muerte del progenitor de la joven en un accidente al interior de la mina propicia una situación en que los papeles de los amantes se trastocan, pero que va a permitir la cristalización definitiva y la confirmación del afecto. Al quedar huérfana, Josefa se integra a la familia de Luis, no como esposa todavía, sino que “el novio aumentó de grado, convirtiéndose además en el hermano de la Huilota” (IV, 27). Con este cambio, la dinámica que se suscita en el hogar es ambigua y conflictiva. Con una boca más que alimentar con el mismo sueldo, la comida escasea y el hambre se torna endémica, por lo que la madre obligaba a los niños a dormir temprano para que el sueño ocultara el hambre, mientras que Pepa debía ceder sus raciones. La miseria, entonces, se hace evidente en la palidez y en el enflaquecimiento de la joven, quien, no obstante, se mantiene firme, junto a su nueva madre y a su amado. Pese a que habitan la misma casa y conviven como hermanos, Luis y Pepa experimentan un intenso deseo físico el uno por el otro, quizá más acentuado —o menos reprimido—, en Pepa, quien buscaba el contacto de un beso, a través de la coquetería, justificada sutilmente por el narrador.36 Por su parte, Luis comienza a sentir los estragos del deseo natural que nace 35 Cf. I. Singer, La naturaleza del amor 2. Cortesano y romántico, p. 335. Añade el autor que “el carácter subversivo del amor romántico es con frecuencia un ataque contra los matrimonios convencionales o forzados que seguían siendo comunes en el siglo XIX, casamientos arreglados por otras razones, no por amor” (idem). 36 Numerosos escritores del siglo XIX censuraron la coquetería por ser la muestra de la superficialidad y frivolidad del género femenino, lo que contravenía el modelo de la mujer abnegada y dedicada a los asuntos del hogar; de ahí que abundará la descripción de este tipo social en novelas y cuadros de costumbres. Castera también participó de esta tendencia y elaboró su propia clasificación de la coqueta, a la que consideró producto de las acciones de 78 entre los dos seres que se atraen y se aman, por lo que “padecía exaltaciones, delirios, insomnios, variedades de la misma fiebre que sirve en los seres de una fuerza atrayente” (IV, 18), una sintomatología que acerca al amor con la enfermedad y que se desarrolla a la par del verdadero padecimiento físico del minero: la maduración, referida mediante la descripción de una figura espectral que emerge de las profundidades de la tierra: Un maduro, repetían. Pero eso ¿qué es? Un enfermo, siñor [...] El calor, la fatiga y la humedad, el aire ya viciado, viciándose aún más por las emanaciones del sudor, por el carbono suministrado por las mechas y por las respiraciones, por los gases sulfurosos y arsenicales desprendidos del rosicler con la violenta combustión de la pólvora en los barrenos, iba envenenando la sangre de aquellos hombres, que por vigorosos que fuesen, no podían resistir más que dos o tres meses de aquel trabajo. Se ponían pálidos, débiles, enfermizos, y con aquel veneno aspirado lentamente bajo diversas formas, la muerte celebraba opíparos festines. Por la semejanza que el color de los semblantes presentaba con el color de un perón cuando dicen vulgarmente que está acitronado, los barreteros designaban aquella enfermedad con el nombre de maduración y aquel cañón con el de la labor de los maduros (V, 36-37). Así, pues, la situación de la familia obliga a Luis el Grande a buscar una forma de aumentar su salario, por lo que se incorpora a la labor de los maduros, en la que labora tres noches por semana, además de su trabajo diario en otros planes de la mina. Con ello, logra mejorar las condiciones de su casa, pero el desgaste físico y, sobre todo, el envenenamiento de la sangre, comienzan a empalidecerlo y a debilitarlo. Pese a que vive un amor correspondido y, por tanto, feliz, sus expresiones contrastan con la apabullante realidad que se cierne sobre él: la orfandad, el trabajo mal pagado, la miseria, la enfermedad y la muerte, condiciones que ponen a prueba la resistencia física y moral de los personajes. Por estas circunstancias, tanto Luis como Josefa adquieren un carácter heroico al momento de enfrentar la desgracia y sobrellevar los embates del destino. Sus papeles sociales se modifican de modo que, en el punto más alto de la desdicha, en el que todos los los hombres, tal como sucedía con las prostitutas. Aunque consideraba que había varias clases de coquetas, en general, coincidían en que su principal ocupación era estudiar posturas provocativas, miradas y adornos que aumentaran sus encantos. En este sentido, todas las mujeres tenían algo de presumidas. La censura llegaba para aquellas mujeres insensibles, vanidosas y egoístas, sólo preocupadas por sí mismas (cf. P. Castera, “La mujer VI. La coqueta”, en El Radical, t. I. núm. 120, 31 de marzo 1874, pp. 1-2). 79 actores son vistos como personajes de las tragedias griegas, Josefa se adjudica el papel de madre, hermana, esposa y querida del minero en desgracia. Como explica Irving Singer, este tipo de amor no tiene como base la búsqueda de la satisfacción de necesidades orgánicas —sexuales, fundamentalmente—, sino de carácter moral. En este sentido, no hay una asociación con conductas perversas, como el incesto, sino como una búsqueda de totalidad y unidad. Para algunos pensadores, como Hegel, al interior de la unidad familiar, la relación entre hermano y hermana era el tipo de amor más elevado, pues al pertenecer a sexos distintos, representaban facetas diferentes de la humanidad37 De este modo, la joven manifiesta su amor en todas sus formas, incluido el sacrificio. La Huilota es retratada con rasgos entre lo divino y lo erótico, con una mezcla de voluptuosidad y sufrimiento que la hacen aún más atractiva y admirable. No obstante, el conflicto en las distintas facetas del amor está aún más detalladamente plasmado en el debate interno de Luis el Grande, quien, por un lado, experimenta el deleite de la pasión amorosa, del deseo, pero, por otro, debe responder a las graves circunstancias en las que se encuentra inmerso. Se trata, como se verá, del análisis del desarrollo de la pasión en un ser civilizado, capaz de experimentar todas las aristas del amor-pasión. 3. “¡Cuánto tardaba en amanecer”: la lucha entre las pasiones y el deber En esta novela corta Castera muestra especial interés en abordar los diferentes aspectos que conforman el amor; de ahí que, en la construcción del sentimiento en el personaje de Luis el Grande, ahonde tanto en el componente fisiológico como en el mental, mediante la exploración de los efectos de la imaginación, el sueño y el pensamiento. Como lo mencioné, si bien el eje es la cristalización, el desenvolvimiento del amor en el personaje masculino presenta algunas diferencias con respecto a lo planteado para el femenino, aunque se mantienen los tres aspectos señalados. Así, tras enterarse, por su madre y la propia Josefa, de 37 Cf. I. Singer, La naturaleza del amor 2. Cortesano y romántico, pp. 429, 450. 80 que la honra de su novia se encontraba en entredicho por vivir con él sin haberse casado, los jóvenes acuerdan el matrimonio y se besan por primera vez, lo que provoca el desmayo de la Huilota. Cuando Luis se va a descansar, su imaginación exaltada le impide conciliar el sueño y le provoca diversas alucinaciones, en las que la figura de su prometida se presenta de muy diversas formas, ya como “ángel”, ya como “mujer”, por lo que veía a Josefa de un modo confuso, vago e indescriptible, como una especie de mujer de humo, impalpable, pero llena de vida: “La veía hermosa, palpitante, apasionada; con el cabello en desorden, la camisa entreabierta dejando ver el nacimiento del cuello, con el resto del traje ondulado voluptuosamente, y con los purpúreos labios separados [...]. Parecía que trataba de besarlo y sentía sobre su frente la respiración fogosa de la criolla. Su aliento era un soplo de fuego” (VII). Castera empleó este recurso en diversas ocasiones. En Ensueños y armonías (1882) se incluyen varios love-dream lyrics, en donde el anhelo de unión espiritual va de la mano con la recompensa material del beso de la amada, como en los poemas XXX “Hay noches que he sentido”; XL “Algunas veces sueño que te veo”, XLII “¡Ay!, cuando duermo sueño que tus ojos”, de Ensueños, y XXXIX “Yo te miro intangible y vagarosa” de Armonías, por mencionar sólo algunos.38 La narrativa decadente se solazará con este tipo de representaciones oníricas, como puede verse en el caso de la novela corta El enemigo (1900), de Efrén Rebolledo, cuyo personaje principal, Gabriel Montero, se veía envuelto en un “hervidero de pesadillas sensuales” en las que aparecían algunas mujeres desnudas y otras cubiertas con velos, indolentes, provocativas, con los cabellos desatados y bocas incitantes; fantasías eróticas que alimentaban su lascivia. En este caso, el personaje es incapaz de controlar el deseo, por lo que busca materializarlo en su realidad, lo que lo conducirá a buscar la posesión de la indefensa Clara. La recreación del sueño erótico o, mejor dicho, de la fantasía o la ensoñación erótica, es uno de los grandes aciertos de la novela de Castera, pues a cada nueva aparición de la imagen 38 Cf. P. Castera, Ensueños y armonías y otros poemas, pp. 211, 216, 266. 81 de la mujer se intercala un intento del personaje por borrar de su mente los cuadros voluptuosos que se suceden uno tras otro, con mayor vivacidad cada vez, al estar alimentados por el recuerdo del beso previamente experimentado. Así, Luis trata de ocultar su cabeza entre sus brazos, cambiar de posición corporal y oprimir su pecho para acallar el latido del corazón, pero tras la imagen, viene el efecto del recuerdo de la voz, lo que provoca nuevas sensaciones, pues “le dirigía palabras tiernas y tristes, [...] y que se cambiaba[n] después en frases vigorosas, en palabras que por ardientes se evaporarían al transcribirlas, acentuadas, convulsas, palpitantes y murmuradas con ese acento entrecortado y chispeante que tiene la pasión” (VII). La “pesadilla sublime”, entonces, hacía latir sus sienes y arterias de tal modo que parecían romperse; la consternación producida le hacía temblar y oprimir su cabeza con fuerza, pues sentía que el cerebro se dilataba a punto de explotar. La fantasía se anima con la posibilidad de desnudar a la mujer, retirándole el calzado y desanudando de su cuello mórbido una gargantilla de corales, imagen que provoca la sublevación del pudor del minero, pero también la lucha consigo mismo, contra su enérgica naturaleza. Este duelo agota sus energías, haciéndolo gozar y sufrir. El “combate primitivo” plasmado por Castera es de una audacia poco vista en la narrativa del periodo, pues recrea el deseo del personaje con un conjunto de imágenes dinámicas y de gran fuerza expresiva, pero siempre en los límites de lo aceptable, para lo cual sirve perfectamente el recurso de lo onírico, donde se realiza lo que no se puede hacer en la realidad, lo prohibido, y en el que la imaginación determina la composición de la trama.39 Al concluir este estado de semisueño, Luis el Grande despierta y proyecta su fantasía erótica sobre la naturaleza, pues las nubes se trasmutan en mujeres perseguidas por sátiros, y 39 Cf. Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, p. 30. Otra imagen empleada por Castera para describir esta lucha, este descenso a los infiernos interiores, corresponde a un episodio en el último círculo del Infierno de la Divina Comedia: “Luchaba, luchaba consigo mismo y era tal su mudo esfuerzo, que el sudor brotaba de todo su cuerpo. Ruggieri, roído su cráneo por las mandíbulas irritadas del conde Ugolino, no sufría como aquel desventurado corazón” (VII, 52). 82 se establece no sólo la correspondencia romántica, pues, como él, aquella desfallecía de voluptuosidad y de amor, sino también la idea de continuidad espiritual, según la cual las mismas pasiones nacidas durante el sueño podían persistir en la vida diurna.40 No obstante, a diferencia de otros escritores románticos o, incluso, de otros personajes del propio Castera, aquí, Luis el Grande se contiene y no rebasa el límite: no hay confusión entre el sueño y la realidad. Tras el sueño erótico, se da paso a las actividades conscientes, propias de la vigilia, en las que el deseo cede su lugar a la reflexión, y a otra forma de imaginación. Así, Luis el Grande analiza su propia pasión y lo que ella implica: por un lado, un amor que se mueve entre el deseo y el respeto, entre el ideal y el instinto; por otro, un amor que linda con lo enfermizo y criminal asociado con los celos. La lucha moral entablada en su interior lo conduce a asumir posiciones contradictorias; al mismo tiempo, ve a la joven tanto como una estrella inalcanzable, como una posesión, una obra de arte o una reliquia que se contempla extáticamente, sin tocar jamás, o como algo susceptible de ser asesinado, cambios explicados a partir de la tesis ya planteada al inicio de la obra, consistente en “la antítesis profunda y dualidad forzosa que tienen los verdaderos amores de la vida” (VIII). El amor experimentado por Luis, el Grande, lo conduce a un estado de abstracción en el que persiste un único pensamiento —su amor por la Huilota— y en el que su cuerpo sólo responde a la fuerza que dicho sentimiento ejercía sobre él, tal como la fuerza de gravitación lo hacía sobre los astros. Todo el debate en torno al sentimiento que experimenta Luis parece seguir el enfoque dualista rousseauniano del amor —visión que, en palabras de Singer, contribuyó a crear el mundo moderno— en tanto que plantea la existencia de dos experiencias amorosas en pugna: “el sometimiento emocional que coloca [al amante] en la posición de un trovador estereotípico, enfermo de amor, devoto y hasta reverente, pero sin un marcado impulso libidinal [...] y el de las fuertes pasiones sexuales que lo vuelven celoso como un turco y salvaje como un tigre [...] dos clases distintas de amor, ambas reales pero prácticamente sin 40 Ibidem, p. 31. 83 nada en común, excepto que son violentas en extremo y diferentes en todo de un simple afecto amistoso”.41 El punto de suprema felicidad se encuentra en el periodo en que se fusionan ambas clases de amor. No obstante, otra fuerza igual de poderosa retorna a Luis a su presente para abandonar las ensoñaciones; se trata del deber, pues tenía el compromiso de casarse con Josefa para salvaguardar su honra, reforzado por la orden materna y la de su propia conciencia. Luis advierte todos los desafíos que tornan imposible el cumplimiento del compromiso. Ante todo, su resistencia física se encontraba al límite y no viviría mucho tiempo, pues como se señaló, padecía las consecuencias de su trabajo como “maduro”. Su condición le hace dudar en desposar a Josefa, pues contraer matrimonio en su estado conllevaba dejarla virgen y viuda; pero no casarse, implicaba colocarla en una posición aún más comprometedora que podía derivar en la caída de la muchacha. Ésta se vería obligada, en el mejor de los casos, a trabajar para sustentar a la madre y hermanos de Luis, y, en el peor, a mendigar o a ceder sus favores para calmar el hambre de su familia adoptiva. En caso contrario, como viuda, Pepa podría encontrar algún apoyo, incluso, podría volver a casarse. Pese a la gravedad de la situación, Luis se martiriza pensando en la realización de alguna de estas posibilidades, lo que despierta sus celos, celos nacidos de la impotencia, que le rompían el cerebro, le taladraban las sienes, le despedazaban las entrañas y lo hacían hipar de cólera; su corazón habíase convertido “en nido de emponzoñadas víboras” y “una especie de rugido feroz salía por su boca jadeante y entreabierta” (VIII). En otras palabras, apunta el narrador, aquel soplo furioso de las pasiones hinchaba su corazón. Como se observa, Castera plantea con claridad la relevancia del componente cognitivo de las pasiones, pues las ideas obsesionantes alimentan el malestar de Luis el Grande. Todo, absolutamente todo, ocurre en su cabeza. Los celos son un componente necesario del amor; sin embargo, llevados al extremo pueden derivar en ideas obsesivas y con ello desatar las pasiones (que por ende son destructivas), y que, incluso, pueden conducir a la maquinación 41 Cf. I. Singer, La naturaleza del amor, 2. Cortesano y romántico, p. 245. 84 de los crímenes más atroces. Este es el momento en que interviene la conciencia, como voz de la razón, una porción de esencia divina presente en los hombres: “¿Qué culpa tenía la inocente? ¿Qué falta había cometido? ¿Cuál afrenta había que lavar? ¿Vengarse? ¿Pero de qué? ¿Tenía derecho para quitar la vida cuando no podía darla? [...] ¿Pues qué, el amor, la ternura, la abnegación se premian con la muerte? ¿Y matar a una mujer no es lo mismo que matar a un niño? [...] ¿Y por qué, por qué? ¿Dónde estaba la razón para ello? ¿Cuál era la causa? ¿Cuál el motivo? (IX). La lucha interna continúa y plantea diversos problemas: el amor hacia Josefa, la enfermedad que lo conduce rápidamente a la muerte, la pérdida de su reputación como hombre pobre, pero honrado y laborioso; nuevamente, la idea del matrimonio, la posibilidad de convertirse en ladrón para poder solventarlo, etcétera. Luis pensaba de manera automática —inconsciente, dice el autor—, recorriendo una y otra vez el mismo camino, con las manos entrelazadas en su espalda, en ocasiones, sonriendo para sí mismo, si se trataba de una idea dulce, y mirando sin mirar.42 En estos momentos, el minero es un ser abstraído en su propio debate interno. Este análisis exhaustivo al que se somete el personaje expone las distintas etapas por las que atraviesa el hombre abatido por las condiciones de vida a las que se enfrenta y la influencia que ejercen sobre él sus propios pensamientos y emociones. De ahí que se le vea transitar, en una misma secuencia, de pensamientos lógicos a otros irracionales, y viceversa, alimentados por la desesperación; muestra de ello es la concatenación de ideas tiernas y violentas cuando Luis revisa la situación en la que dejará a sus hermanos: Aquellos niños, que eran como sus hijos, por su abandono serían arrojados de todas partes por temor de que robasen; [...] ¡Pero si aquellos niños tenían toda la culpa! Cada una de sus boquitas era como un chupador. Eran las sanguijuelas de su vida. Devoraban su trabajo como lobos hambrientos. No los veía como antes, cual si fuesen ángeles, 42 Aquí el autor emplea el término “inconsciente” como una especie de conciencia pasiva, involuntaria, región interior a la que van imágenes e ideas aparentemente olvidadas, pero de donde emergen los actos y las inspiraciones, según el sentido que se le atribuía antes de que los románticos y, posteriormente, Freud, lo hicieran parte fundamental de sus teorías (cf. A. Béguin, op. cit., p. 110). 85 sino como canes hidrófobos. Sin ellos hubiera podido casarse y no habría tenido necesidad de trabajar con los maduros. [...] Querubes de inocencia que se transformaban en maliciosas sierpes. ¡Infames, malvados, miserables! Era necesario huir [...] donde no los viese ni oyera su voz, ni supiera nada de ellos, porque los odiaba (IX, 41). No obstante, el minero se contiene y cambia el tono de su reflexión recordando que los niños lo veían como a un padre y a la Huilota como a una segunda madre, que le ofrecían momentos de alegría y cariño sin interés, por lo que censura sus anteriores pensamientos y experimenta el remordimiento de haber mostrado ingratitud, “la más cobarde de las infamias”, “la causa de que Satán hubiera sido precipitado al abismo”. Surgen, entonces, las ideas religiosas y en su “Yo confieso”, se reconoce como un criminal, en pensamiento, y como un loco. Su acto de contrición lo devuelve a la senda del deber y del sacrificio, con lo que acepta seguir cuidando a sus hermanos y velar por la Huilota, aunque en ello se le vaya la vida. Puede decirse que la construcción de este conflicto en la mente del protagonista es muestra de una virtud literaria del autor, pues logra alejar al personaje de una simple posición maniqueísta, donde simplemente sería bueno. Si bien hasta este momento se ha escuchado la voz del personaje mediante el discurso indirecto libre, propio del monólogo, al final del capítulo IX entra la voz del narrador, que difícilmente puede separarse de la voz autoral, para plantear una serie de observaciones sobre el combate interno del personaje, que apuntan, a su vez, hacia una reflexión filosófica y, también, hacia una de carácter sociológico. En este derrotero, el narrador sostiene que el fluir de la conciencia tiene resultados diversos según el carácter y la educación de las personas; es decir, la lucha interior de un ser ilustrado tiende a ser mucho más intensa, pero con mejores resultados, en tanto que responde con mayor eficacia a la idea del deber. Por esta razón, el autor pugna por la instrucción y el estudio, pues “instruyéndose aumenta la vista inmaterial del espíritu” y “se perfecciona su audición”, de tal suerte que es posible aprender a escuchar a la conciencia, comprenderla mejor y actuar en consecuencia, idea similar a la que expresaron románticos como Coleridge, al decir que “sólo un hombre de 86 sentimientos profundos puede llegar al pensamiento profundo”.43 Castera entiende este proceso a partir de la integración de la parte racional y la afectiva, pues señala que la conciencia puede ser vista a través de dos lentes: el corazón o la inteligencia, los sentimientos o los pensamientos, ya que a través del “sentir o pensar mucho” nacen la virtud o la sabiduría. En este lugar, busca colocar a su personaje, para lo cual resulta necesario seguir, en la medida de lo posible, la evolución y el encadenamiento de las ideas, labor complicada por pretender asir lo inmaterial. Por supuesto que el caso de Luis el Grande es el de aquel ser cuya alma se encuentra inmersa en la batalla entre los deseos, las pasiones y los deberes, combate entre titanes y leones. Él mismo no sabe si saldrá victorioso, pues no cuenta con la energía suficiente para afrontarlo debido al padecimiento del cuerpo, ocasionado por el exceso de trabajo físico, la desnutrición, la falta de oxígeno y de luz, y el desgaste producido por la actividad cerebral. Ambos esfuerzos, el físico y el mental, constituyen dos maneras de vivir que, paradójicamente, conducen a la muerte; ambas son una forma de suicidio, a la que Luis se resiste, pero que finalmente asume. Si bien Luis el Grande medita en la idea del suicidio, lo descarta por considerarlo un pecado; no obstante, su condición como maduro representa en sí mismo un proceso de muerte paulatina, pues seguir trabajando en detrimento de su salud significa optar por el cumplimiento del deber, decisión que es valorada por el narrador como un rasgo sublime de abnegación, propio de los genios y los santos. Este gesto es representado por Castera en varios cuentos mineros y aparece en el momento en el que los personajes se enfrentan con su conciencia e interpelan a Dios para tomar su decisión final, que, generalmente, confronta el interés propio con el colectivo: salvarse a sí mismo o salvar la vida de los demás, como sucede en “El Tildío” o en “Sin novedad”, relatos de la serie minera. Estas situaciones tienen ecos del pasaje bíblico en el que, tras una breve lucha, Jesús acepta la voluntad de su padre 43 Irving Singer, La naturaleza del amor 2, p. 320. 87 y decide sacrificarse (Mt. 26, 39). Es, en todo caso, la puesta en práctica de la virtud, mediante el ejercicio del discernimiento y el juicio recto. Como paraje final del proceso reflexivo del personaje, Castera alude a una construcción habitual en su imaginario, en la cual el arribo del día anuncia también la claridad de la mente, escena que es una alegoría del interior del personaje, asociación que se encuentra en el núcleo del pensamiento romántico y que, sin ser novedosa, sí puede considerarse fundamental para el autor.44 En repetidas ocasiones, Castera señaló los efectos que producían la luz y la sombra en la mente, pues con la primera, los hombres podían sentirse ángeles, mientras que, con la segunda, topos. Aunque ambas se encuentran en un mismo ser, no hay nada más siniestro que la invasión de las sombras en una conciencia.45 En este sentido, el final venturoso que da el autor a su novela responde a lo que fue planteando desde el inicio de la narración, pues es una recompensa al personaje moralmente fuerte, quien sale vencedor en la batalla entre los deseos y las pasiones, y que se eleva desde las profundidades hacia la luz. Aunque, ciertamente, en el desenlace, la sucesión de eventos afortunados —la recuperación de la vista y el descubrimiento del dinero reunido por los compañeros del minero— constituyen una especie de deus ex machina que resta potencia a los pasajes dramáticos que acababan de ocurrir, la escena del matrimonio viene a reforzar la búsqueda de la claridad y de la unidad amorosa, por lo que en ella se observa la conjunción de todos los elementos cósmicos y naturales: La noche estaba tibia, serena, resplandeciente; el aire impregnado por los aromas salvajes de la sierra y por melancólicos, dulcísimos e indefinibles rumores. La Naturaleza hablaba con imperiosa elocuencia a aquellos dos seres, que ya habían confundido sus dos almas en una para toda la eternidad. / La puerta de la humilde choza se cerró tras de los desposados, y los barreteros y las pepenadoras que los acompañaban improvisaron un fandango. / Los ángeles se sonreían entre la sombra, y las estrellas como que se aproximaban para mirar el dulce himeneo de la fuerza con la belleza, el pudor y la gracia de la ardiente criolla americana (XVII, 120). 44 Cf. A. Béguin, op. cit., p. 110. 45 Cf. P. Castera, “Una noche entre los lobos”, en Las minas y los mineros, p. 56. 88 Es, de algún modo, la realización del sueño de amor de ambos personajes. Llama la atención la construcción de esta escena, pues presenta grandes similitudes con algunas imágenes del cuento “En la montaña”, en el que, pese a un trágico final, una boda representa la imagen de la mayor felicidad, al dar cuenta de la abstracción de una pareja que, en sí misma, conforma un universo. En este ejercicio narrativo, coetáneo a Carmen, al resto de los cuentos mineros y a los de Impresiones y recuerdos, Castera puntualiza varios aspectos en torno a su escritura que veremos abordados en el resto de las obras que aquí se analizan. Pese a la brevedad de Los maduros, el autor hace evidente su interés, más allá de recrear la vida de las minas y sus tragedias, en seguir el mundo interior del quebrador, una mina quizá más profunda que las que lo circundan físicamente. De ahí que el ritmo de la narración esté señalado por la acumulación de diversos momentos climáticos que mantienen la tensión. Ante cada nueva claridad, una sombra más oscura. Este encadenamiento sirve para probar la fortaleza y la integridad, tanto física, como mental de Luis, a quien, pese a los desfallecimientos, nada parece vencerlo. Tras la decisión de seguir trabajando, dos nuevas calamidades —un accidente que lo deja ciego y la muerte de su madre y la mayoría de sus hermanos a causa del cólera—, colocan al quebrador en una situación extrema que lo vuelven a confrontar consigo mismo. La inverosimilitud que resulta del encadenamiento de desgracias del personaje (debida al efecto de la hipérbole fatídica que tiene efecto sobre Luis), la ataja el autor introduciéndose en la narración para señalar que no se trata de fantasías ni de invenciones, sino de realidad profunda, copiada del natural. Esto le permite como narrador explorar y hacer hipótesis sobre lo que acontece en el interior de los seres ante el ataque constante del destino. Sugiere que, en muchos casos, cuando se trata de naturalezas débiles, la enajenación mental puede ser provocada por los dolores reprimidos, tal como sucede con el propio Luis, quien al tocar el cadáver de uno de sus hermanos parece perder la lucidez. En cuanto a la locura, el autor también establece que 89 una impresión fuerte causada por la contemplación de alguna imagen terrible puede causar la enfermedad, pues la vista “es de todos los sentidos, el que obra más poderosamente sobre el cerebro” (XIII, 60). En este sentido, la ceguera de Luis cumple otra función, no sólo como elemento trágico, sino para reforzar su talante estoico, cristiano e idealista que lo lleva a estar cerca del mundo de las ideas, de lo inmaterial o no visible, y purificar su alma a través del sufrimiento, pues el narrador advierte que cuando se trata de caracteres fuertes, los padecimientos morales pueden ser transformados en poesía. De alguna manera, en estos juicios también colindan ideas popularizadas acerca de la mente genial y una perspectiva estética, ambas permeadas de nociones de filosofía romántica. 4. Comentarios finales. Razón y sentimiento: la unidad del ser En Los maduros, Castera manifiesta con claridad su interés en el funcionamiento de la conciencia, la mente y el cerebro, así como en el desarrollo del pensamiento y las pasiones. Si bien reconoce que el estudio de la mente está estrechamente vinculado con la noción de espíritu y sus facultades, apunta, quizás con la visión entusiasta en torno a la ciencia que caracteriza esta etapa de su vida y su obra, que aquella es susceptible de ser analizada como la gota de agua, como el cielo, como las fuerzas y los fenómenos físicos y químicos. Cree que llegará un día en que la vista del genio será capaz de explicar dicho misterio; mientras tanto, a los hombres, como a su personaje, no les quedará más que seguir sondeando el mar profundo de la conciencia y de las pasiones, y librar por sí mismos sus tempestades. En esta novela corta, el autor enfatiza el aspecto imaginativo de la pasión amorosa, apoyándose en un primer momento en la teoría de la cristalización stendhaliana, para después, volcar su reflexión hacia una perspectiva cientificista, mediante alusiones a la fisiología de las pasiones y a los procesos psicológicos o mentales, el delirio y la imaginación, sin dejar de lado el aspecto moral, asociado con la idea del deber. Aunque en la primera parte 90 puede observarse mayor atención al proceso amoroso de los personajes, el autor no los aísla en la historia de amor, sino que los confronta con su medio y su realidad; se trata de una obra que busca mostrar el complejo desarrollo del individuo, entre lo interno y lo externo. No es que se deje de lado la pasión amorosa, sino que se plantea como una etapa del personaje virtuoso que, al final, tiene su recompensa en la concreción de un amor feliz y colmado, como diría Denis de Rougemont, aunque para el pensador suizo, dicho desenlace no sería lo suficientemente novelesco, dada la exaltación y glorificación de la pasión mortal en la cultura occidental, como un poder que transfigura, que permite conocer mediante el dolor y está más allá de la felicidad.46 Sin embargo, cabría reconsiderar la conclusión dichosa, no sólo como elemento propio de una narración maravillosa o de una exacerbación de la sensiblería, sino como un rasgo no excluyente de la tragedia misma, pues ya Aristóteles había señalado que el cambio de fortuna en las tragedias podía dirigirse tanto hacia el infortunio como a la dicha, aunque a ésta sólo se llegara mediante el sufrimiento y una serie de acontecimientos capaces de despertar compasión y terror, en un orden ascendente de menor a mayor efecto trágico,47 como sucede en Los maduros. En este sentido, llaman la atención dos formulaciones distintas de la relación amor y matrimonio en las narraciones casterianas, pues a diferencia de lo que sucede en esta novela corta, en el cuento “En la montaña”, dos jóvenes esposos, que logran la unión religiosa y sexual, ven truncada su unión por un fatal accidente. Con todo, en Los maduros subyace la idea del control de la pasión en aras de la construcción de un individuo útil a la sociedad, como es el personaje de Luis el Grande. Castera continuará la exploración de las distintas dimensiones del sentimiento amoroso en el resto de sus novelas, en donde confluyen la visión científica, estética e, incluso, la religiosa y ocultista, como quedará expuesto en los sucesivos capítulos de este trabajo. 46 Cf. D. de Rougemont, El amor y Occidente, p. 16. 47 Cf. Amelia García-Valdecasas, “La tragedia de final feliz: Guillen de Castro”, en Manuel García Martín (coord.), Estado actual de los estudios sobre el Siglo de Oro: actas del II Congreso Internacional de Hispanistas del Siglo de Oro, p. 435. 91 CAPÍTULO III QUERENS: LA CREACIÓN DEL ALMA 1. “Un cuento, una novela o como usted quiera llamarla” Querens es una de las últimas novelas que dio a conocer Pedro Castera. Se publicó en enero de 1890 en el folletín del periódico El Universal de Rafael Reyes Spíndola. En el anuncio de su puesta en venta, se detalló que la obra había sido escrita exclusivamente para el diario capitalino. Pese a tratarse de un nuevo título “del aplaudidísimo autor de Carmen”, quien, además, era uno de los columnistas que nutría las páginas del periódico con artículos de divulgación científica, no suscitó ningún comentario en la prensa.48 Ni siquiera Ángel de Campo, compañero de Castera en El Liceo Mexicano, la incluyó en su examen de la producción novelística que, con motivo de la aparición de La Calandria de Rafael Delgado, “verdadero acontecimiento en las letras nacionales”, publicó en octubre de ese año. Para el cronista, de lo impreso en los últimos meses, sólo valía la pena mencionar las novelas de José Tomás de Cuéllar y Emilio Rabasa.49 El propio De Campo publicaría La Rumba, entre septiembre de 1890 y principios de 1891. 48 Cf. Sin firma, “Querens”, en El Universal. Diario de la Mañana, t. III, núm. 78 (19 de diciembre de 1889), p. 3. Las citas de la novela proceden de Querens. México, Imprenta Escalerillas núm. 11, 1890 que es posible consultar en línea en la página de la Biblioteca Digital de la Universidad de Nuevo León. Además de la edición incluida en la antología de Luis Mario Schneider para la Biblioteca del Estudiante Universitario de la UNAM en 1986, en 2020 apareció una edición crítica, preparada por quien esto escribe, en esta misma casa de estudios. 49 Cf. Micrós [Ángel de Campo], “La Calandria”, en El Partido Liberal, t. x, núm. 1699 (4 de octubre de 1890), p. 2. 92 Quizá frente a estas obras de rasgos realistas, Querens, cuyo título explicaré más adelante, haya parecido al público un texto ajeno al contexto nacional por tener como argumento un caso de magnetismo, en el que dos personajes intentan que una mujer en estado de idiotismo, piense y sienta por ella misma. Este silencio no impidió que algunos años después, el periodista Silvestre Terrazas, mediante intervención de su colega y amigo, el periodista Ángel Pola, se acordara de la novela corta de Castera y la reprodujera en La Patria. Diario Mexicano, de El Paso Texas, en 1923. Aunque tampoco hubo comentarios al respecto de su inclusión en un periódico que buscaba difundir la cultura mexicana en el vecino país, y que ya había publicado títulos como Memorias de un impostor de Vicente Riva Palacio o Los bandidos de Río Frío de Manuel Payno,50 llama la atención que Gonzalo Peña y Troncoso conociera esta edición e indagara qué escritores la habían leído, aunque sólo pudiera confirmar que era completamente desconocida.51 Gracias a la labor de rescate llevada a cabo por Luis Mario Schneider, Querens volvió a ver la luz en 1987, tras una larga permanencia en el limbo bibliohemerográfico. Para su reintegración a la historia literaria mexicana, Schneider la presentó como la más extraña de todas las novelas de Castera, en la que había una rara combinación entre idealismo y materialismo, entre el misterio hipnótico y la ciencia reveladora, la cual, pese a su excesiva descripción y numerosos defectos de composición, se salvaba por su novedad temática, al ser una de las primeras novelas latinoamericanas en la que el hipnotismo y la energía esotérica daban motivo y fundamento a la creación artística.52 De entonces hasta ahora, la investigación literaria ha permitido aclarar que Castera no fue ni el primero ni el único en explorar el tema. Con anterioridad, el magnetismo y el hipnotismo fueron abordados por otros escritores latinoamericanos y mexicanos, ya sea que lo retomaran 50 Cf. Blanca Rodríguez, “Fronteras y literatura: El periódico La Patria (El Paso, Texas, 1919-1925)”, en Mexican Studies / Estudios Mexicanos, vol. 19, no. 1 (Winter 2003), pp. 107-125; loc. cit., pp. 120-121. 51 Cf. G. Peña y Troncoso, “Pedro Castera. Autor de la novela Carmen”, en Revista de Oriente, núm. 11 (abril de 1934), pp. 5, 30-31; loc. cit., p. 31. 52 Cf. L. M. Schneider, “Prólogo. Un delirante del XIX”, en Pedro Castera, Impresiones y recuerdos..., p. 7. 93 como elemento incidental, aspecto sobrenatural o fantástico, científico o motivo de posicionamientos filosóficos. En obras como El fistol del diablo (1845-1846, 1859-1860, 1871, 1887) de Payno, la narración “Observaciones patológicas” de Juan Díaz Covarrubias, incluido en Impresiones y sentimientos (1859), en la novela inconclusa La zahorí (1868) de Nicolás Pizarro, en la novela corta “X. A Lácryma, muerta en el mar”, posteriormente, llamado “Incógnita” de Justo Sierra (1871, 1896), en Flor del dolor (1869, 1871), de Santiago Sierra, y en el relato “El sueño de la magnetizada” (1876) de Francisco Sosa también se recurre a los trances magnéticos, a los fenómenos de la catalepsia, la sugestión, el sonambulismo, el espiritismo y la ciencia. No obstante, puede decirse que la obra de Castera presenta una formulación un poco más compleja, que rebasa la mera curiosidad por el hecho magnético para dar espacio al interés del autor en los aspectos inmateriales, espirituales o metafísicos que conforman al ser humano. De ahí que Querens sea un intento de explicación acerca del funcionamiento de facultades humanas como el pensamiento, la voluntad y la imaginación, y una especulación en torno a cómo nacen y se desarrollan no sólo las ideas, sino también los sentimientos y las pasiones. Para ello, el autor puso en juego diversas piezas: los conocimientos científicos de su época acerca del tema, su acervo literario, su profesión espiritista y los valores morales de su medio, por lo que en la novela se observa la vinculación de la reflexión científica con la dimensión moral y artística. El cientificismo que caracterizó al siglo XIX, sustentado en el desarrollo que tuvieron las ciencias y la tecnología, el empleo del método experimental, la diseminación de la filosofía positivista y el papel de la prensa, repercutió en la gestación de un imaginario en torno a “lo científico”, categoría en la que, si bien se dio preeminencia a aquello que pudiera ser comprobable o verificable mediante hechos o experimentos, también dejó espacio a ciertos saberes marginales, que se encontraban en los lindes de lo real y lo posible.53 53 Cf. Soledad Quereilhac, La imaginación científica. Ciencias ocultas y literatura fantástica, p. 11. 94 Así, pues, en el ámbito de lo científico decimonónico entraban en convivencia tanto las novedades científicas, los estudios y términos gestados en las academias, universidades y asociaciones, como los asuntos relacionados con las ciencias ocultas, como el espiritismo, el magnetismo, el sonambulismo, la hipnosis, etcétera,54 difundidos en las páginas de periódicos, ya sea de contenido general o especializado, pero también, mediante la literatura, en la que se especulaba y debatía en torno a los conflictos que planteaba la secularización, y la fascinación, a la vez que temor, provocados por “las maravillas de la ciencia”. En este sentido, se reconocen como ficciones cientificistas tanto las novelas de Julio Verne y Mary Shelley como algunos relatos de E. T. A. Hoffmann y Edgar Allan Poe, entre otros autores, en los que las aplicaciones de la electricidad y el vapor, el invento de aparatos y máquinas, la exploración de lugares desconocidos, los viajes a otras latitudes, el descubrimiento de sustancias, materiales y especies raras, así como el funcionamiento de órganos, por mencionar algunos asuntos, se integran a tramas en las que los personajes experimentan y discuten sobre ideas e hipótesis del momento. Si bien esta clase de relatos nació y se desarrolló en países con un importante trabajo científico y tecnológico, así también, en los lugares en que éste se encontraba a la zaga, como México, España y Argentina, se produjeron narraciones en las que “se duda de los límites de lo real y lo cognoscible, de la ética y el poder científicos y del progreso anunciado por las élites liberales de fines del siglo XIX y plantean, de algún modo u otro, posibles respuestas a su propia pregunta sobre cómo vivir”.55 Se trata de las llamadas fantasías científicas o ficciones científicas fantásticas, un modo de lo fantástico decimonónico que, escritas con recursos de las memorias científicas o de textos de divulgación, presentan una visión crítica sobre los procesos sociales, vinculados con el avance de las ciencias y el ocultismo, en tanto que, como apunta Rafael Olea Franco, “si bien el modelo racional y causal de la realidad respecto del cual se construye lo fantástico es único, puede asumir modalidades específicas en cada 54 Ibidem. 55 Sandra Gasparini, La ficción fantástica en la Argentina del siglo XIX, p. 15. 95 período o incluso región”.56 En ellas los autores articulan sus propuestas estéticas con hipótesis científicas contemporáneas a sus narraciones, en las que los argumentos del racionalismo científico resultan insuficientes ante ciertos fenómenos.57 Como parte del amplio espectro de esta clase de literatura, se encuentran las ficciones mesméricas o hipnóticas, en las que se hace eco de la importancia que tuvo el tema del mesmerismo o magnetismo animal, hipótesis sobre la composición del cuerpo humano y la enfermedad elaborada por el médico suizo Franz Anton Mesmer (1734-1805) en 1766 —de ahí una de las denominaciones—, quien postuló la existencia de un fluido sutil distribuido universalmente, así como la influencia recíproca entre los cuerpos celestes, la tierra y los animales; la capacidad de los cuerpos para experimentar los efectos del fluido universal, la presencia de propiedades similares a las del imán en el cuerpo humano, y la posibilidad de curar diversos padecimientos.58 De estas ficciones, los estudiosos derivan un tipo particular al que se refieren como novelas filosófico-magnéticas, en las que, más allá de la parafernalia y el espectáculo asociado con los fenómenos magnéticos, se favorece el idilio amoroso y el intercambio de ideas, aspectos que se encuentran en Querens.59 El rescate de Schneider logró poner la obra en circulación y en el radar de los críticos, quienes comenzaron a acercarse a ella desde diversas perspectivas. Así, José Ricardo Chaves la sitúa en la exploración fantástica del autor y, sobre todo, refuerza el planteamiento de Schneider al concederle un lugar en la tradición literaria de tema mesmérico y sonambúlico, asuntos que desarrolló ampliamente el siglo XIX en la pluma de autores como E. T. A. 56 R. Olea Franco, En el reino fantástico de los aparecidos, p. 59. 57 Cf. S. Quereilhac, op. cit., p. 11 y Sergio Hernández Roura, Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922), p. 161. 58 Cf. Robert Darnton, Mesmerism and the End of the Enlightenment in France, pp. 3, 177. 59 Cf. François Azouvi, “Présentation”, en Charles de Villiers, Le magnétiseur amoreoux, p. 12. La novela de De Villiers se publicó en 1787, pocos años después de la llegada de Mesmer a París; para Dolores Martín en esta obra se representa el paso de la visión galénica de las pasiones a la interpretación cerebral de las mismas (cf. D. Martín Moruno, “Quand la médecine nous prend par les sentiments: Le magnétiseur amoureux de Charles de Villers”, en Gesnerus 72/1, 2015, pp. 117–134), planteamiento que muestra la relación existente entre el desarrollo del mesmerismo, el hipnotismo, incluso, el espiritismo, con las investigaciones psicológicas en torno a las pasiones. 96 Hoffmann, Edgar Allan Poe, Alejandro Dumas y Théophile Gautier.60 Para Chaves, en la novela impera un impulso visionario que le imprime un sello más argumentativo que narrativo, lo que le permite explorar la conexión poético-esotérica que tendrá un mayor desarrollo en el modernismo en autores como Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Clemente Palma y Amado Nervo.61 Sin duda, la identificación de la veta fantástica del autor de los cuentos mineros ha provocado que en los últimos años se hayan multiplicado las alusiones a la novela como uno de los referentes pioneros en el desarrollo de la literatura fantástica y la ciencia ficción en México, al dar cuenta del conflicto entre el pensamiento científico y los saberes no legitimados académicamente, como lo han mencionado Gabriel Trujillo Muñoz, M. A. Fernández Delgado, Rachel Haywood, Alberto Chimal, Luis C. Cano, entre otros. Así, esta fantasía científica de Castera, denominación que prefiero sobre la de ciencia ficción, dado que este último término se gestó ya en el siglo XX, no sólo incorpora los intereses del autor en la ciencia, hecho constatable además en los numerosos textos de divulgación científica que escribió a lo largo de su vida, sino que muestra una búsqueda estética, a veces soslayada, en la que, como señala María del Pilar Blanco, se plantea una noción de creación, tanto desde el punto de vista científico como estético.62 En este sentido, la idea de búsqueda resulta clave para la comprensión del texto casteriano, pues al emplearla en el título mediante el participio presente querens, traducido como “el que busca o el que indaga en vano”, y también “el que desea”,63 no sólo se alude a la condición de los personajes —autodidactas, estudiosos, investigadores, científicos— sino que engloba la concepción autoral de la ciencia, del conocimiento y del amor. De ahí que también se haya leído en 60 Cf. J. R. Chaves, “La ronda de los magnetizadores (Hoffmann, Poe, Gautier, Castera)”, en Jornadas Filológicas 1997. Memorias, pp. 403-411; loc. cit., p. 409. 61 Cf. J. R. Chaves, “Castera o los abismos del éxtasis”, en México heterodoxo, pp. 84-85. 62 Cf. M. P. Blanco, “‘Palabras de la ciencia’: Pedro Castera and Scientific Writing in Mexico’s fin de siècle”, en Science & Education, vol. 23, 3 (March 2014), pp. 541-556. 63 Cf. Santiago Segura, Diccionario por raíces del latín y de las voces derivadas, s. v. quaerō. 97 relación con la célebre frase de San Agustín “Fides quaerens intellectum” (“La fe busca el entendimiento”).64 Como señaló de forma pionera Rachel Haywood, el título también puede ser un guiño a la novela Lumen (1872), incluida en el volumen Relatos del infinito, junto con los títulos Historia de un cometa y En el infinito, del astrónomo francés Camille Flammarion. En dicha obra, un personaje de nombre Quærens es instruido en diversas materias por el alma de un antiguo amigo, que, tras abandonar su envoltura material, se presenta ante él con el nombre de Lumen (o Luz, en español) para contarle lo que ha visto en esa otra vida. De este modo, a través de cinco conversaciones, a la manera de los diálogos platónicos, Quærens y Lumen examinan categorías como la relatividad del tiempo y del espacio, a partir del concepto de años luz empleado en astronomía, la idea del pasado y el presente, así como los de la vida y la muerte, mediante un viaje del espíritu en el tiempo, que lo conduce a la época de la revolución francesa (1789-1799) y al momento del nacimiento del personaje, es decir, a setenta y dos años atrás (1792). La amplitud, complejidad y variedad de los temas generan un efecto de vértigo, como el propio autor señaló desde las páginas introductorias de la obra.65 La novela se dio a conocer en México el mismo año de su aparición en francés, mediante la traducción del escritor, periodista y médium Santiago Sierra.66 La relación intertextual entre Flammarion y la obra de Castera se presenta desde sus primeros relatos de contenido espiritista, como “Un viaje celeste”, donde se retoma la teoría de la pluralidad de los mundos habitados, y en “Ultratumba”, que, al decir de Adolfo Duclós Salinas, prologuista de la colección Impresiones y recuerdos (1882) donde se incluyó, era “un eco de la máquina del [sic] Querens y Lumen”.67 Tiempo después, el propio Castera aludiría al argumento de esta 64 Cf. M. A. Fernández Delgado, “Pedro Castera” en Darrell B. Lockhart, Latin American Science Fiction Writers, p. 51. 65 Cf. C. Flammarion, “Lumen”, en Narraciones, p. 149. 66 Cf. Sin firma, “Relatos del infinito. Lumen. Historia de un cometa. En el infinito”, en El Siglo Diez y Nueve, 7ª época, año XXXIII, t. 55, núm. 10 503 (10 de octubre de 1873), p. 4. 67 A. Duclós Salinas, “Prólogo”, en P. Castera, Impresiones y recuerdos, p. VI. 98 “preciosa novela científica” al comentar que en ella se describía “la historia de la Tierra observada en un rayo luminoso fundándose en la velocidad de la luz”.68 A partir de este apunte, podemos ver que en Querens se sigue un esquema similar, al plantearse un tránsito de la perspectiva macrocósmica al orden microcósmico, que va de la contemplación del Universo al análisis de la mente, mediante el desarrollo de un diálogo filosófico-científico, cuyo marco es una narración retrospectiva de carácter costumbrista. No obstante, el verdadero peso de la novela recae en la parte argumentativa, donde se generan las especulaciones, se confrontan las opiniones y se expone todo un sistema de ideas en torno a aspectos clave del marco filosófico, literario y científico de la época en la que se inscribe la obra, tanto en los diálogos que establecen los dos personajes principales como en la “discusión interna” de los mismos, estrategia que adquiere las características de un monólogo interior, a partir del cual es posible reconstruir la visión del autor en torno a las pasiones, el amor y el trabajo artístico. La articulación de tan variados elementos en una novela breve, pero que parece infinita por su pretensión de abarcar las honduras y cimas de lo humano, genera un efecto de caos que ha hecho pensar a algunos críticos en la falta de lucidez del autor, opinión que se ha repetido constantemente, pero con diversas alteraciones, ya sea de los datos verificables de su internamiento en San Hipólito o bien con lecturas tergiversadas del argumento de la novela, destacando la confusión de los discursos del narrador y los personajes y las atribuciones del nombre Querens al personaje femenino. Aunque la estancia en el hospital para dementes pudo haber influido en la visión plasmada en su última etapa como escritor, no me parece que sea el único y principal motivo de su interés en la exploración sobre las repercusiones de las pasiones exacerbadas y los procesos mentales, pues algunos puntos ya los había tratado en artículos, poemas, y en Carmen y Los maduros, títulos previos a su internamiento, y en los que expresó su visión en torno a la 68 P. Castera, “Notas diversas. Una mujer de piedra…”, en El Universal, t. III, núm. 19 (8 de octubre de 1889), p. 1. 99 locura. No obstante, sí puede decirse que en Querens la confusión resulta expresiva, aunque no carente de descuidos en su composición o falta de pericia en el manejo de los cambios de narrador. Para examinar estos recovecos, intentaré ofrecer una propuesta de lectura a partir del análisis de ciertos puntos y conceptos clave, a saber, el esquema de personajes, la cuestión de las fuerzas invisibles, la concepción de ciencia y la idea de creación. 2. La triada magnética En Querens la prevalencia del modo argumentativo contiene diversos comentarios en torno a la idea de narración que presenta el autor. De algún modo, si extrapolamos las palabras de uno de los personajes, la novela pretende ir más allá de los desarrollos narrativos en que el “magnetismo hace un papel tan lastimoso”, como sucedía en las tramas con personajes malvados, crímenes y posesiones, para dirigir su atención al problema que representaba el desarrollo de un conocimiento teórico y práctico en torno al magnetismo, el sonambulismo y la hipnosis —tan en boga en esos momentos—, y cuya aplicación tenía repercusiones reales en la vida de los hombres del siglo XIX, según se informaba en los diarios, para vincularlo con su interés en el funcionamiento del cerebro, el mundo interior y la sensibilidad. Castera ubica la historia de esta exploración cientificista en las afueras de la ciudad, en la pintoresca población de Tlalpan, un lugar propicio para el recogimiento, la reflexión y la abstracción. Un personaje recién llegado al pueblo es el encargado de referir una escena de la vida cotidiana de un pequeño grupo que se reúne y departe acerca de distintos asuntos. Al cenáculo, conformado por un juez, un sacerdote y un boticario —personajes-tipo que encuentran su modelo en los del Quijote—, se integra el advenedizo, quien cede la palabra a los miembros del club para que refieran algún suceso extraordinario que logre agitar la monotonía en la que se encuentran enfrascados. A partir de este punto se da paso a la narración del boticario, quien refiere sus experiencias con un extraño personaje del mismo caserío: un científico. 100 Fuera del ruido de la urbe, los personajes están aislados en un microuniverso conformado por dos grupos que se encuentran en niveles diegéticos distintos. El primero, ubicado en el presente de la narración, corresponde a los personajes-tipo mencionados más el personaje- narrador que llega a Tlalpan; los tres primeros representan coordenadas de la sociedad: la ley, la religión, el arte. Sus intervenciones se dirigen a defender sus respectivas posiciones ante el problema que se les plantea; se trata de caracteres atemporales, vivos en la provincia, con una visión realista y práctica de la existencia, que establecen un contraste con los personajes del segundo grupo: el científico, la mujer y el propio boticario. Sólo el personaje- narrador, o primer narrador, se desprende un poco de este conjunto por su condición hipocondriaca, enfermedad que en la época se asociaba con un temperamento nervioso, excesivamente preocupado, propio de los hombres de letras, quienes se encontraban en perpetua tensión espiritual, debido a que llevaban una vida física sedentaria, pero, al mismo tiempo, una vida mental muy activa, que alteraba sus ritmos de sueño y vigilia.69 Es el tipo de narrador que también se encuentra en Dramas en un corazón, personificación de la voz autoral, cuya condición melancólica e idealista es evidente desde su primera intervención, en la que ofrece una visión del cielo nocturno, característica del ethos romántico, en la que unidad y organicismo se entrelazan: Las estrellas brillaban silenciosas como vistas al través de inmensa lente. Hubiérase dicho el relampaguear de los soles en los senos profundos de la extensión. Se veían también imaginariamente las órbitas de los astros, como si estuviesen formadas de cristal luminoso. Elevábase el alma a confundirse con aquellas radiaciones lejanas, y el espíritu quería desprenderse para enseñorearse de la Creación. Algo de ese pensamiento infinito que la anima se imponía, majestuosa y tranquilamente, al ser que al contemplar meditaba en aquellos mudos e indefinibles esplendores (I, 3-4). Esta recreación permite al narrador entrar en un estado propicio para el recuerdo y la meditación, por lo que inicia la rememoración de un episodio de su vida en que se ve obligado a trasladarse al campo como parte del tratamiento recomendado por el médico que lo atendía 69 Cf. Ana Laura Zavala Díaz, En cuerpo y alma: ficciones somáticas en la narrativa mexicana de las últimas décadas del siglo XIX, pp. 67-68. 101 y que era el generalmente usado en estos casos: una alimentación regularizada, una vida tranquila con sueño suficiente, sin ninguna clase de excitantes, el trabajo mental moderado alternado con ejercicio físico, aire y mucho campo.70 Durante su estancia en el lugar, pese a su claro propósito de seguir al pie de la letra la prescripción, los rasgos de su temperamento se siguen manifestando, por lo que, a la actividad vigorosa, seguían el aburrimiento y el fastidio. Pese a que muestra cierto entusiasmo al entablar amistad con el juez, el cura y el boticario del pueblo, su intervención en las pláticas sucesivas se hace cada vez más lacónica, apenas para apuntar algún detalle. Esta intermitencia anímica lo predispone con sus comensales, a quienes describe con cierto desdén, incluso, burla, dada su condición de fuereño urbano, para quien lo que sucede en el pueblo resulta candoroso, por no decir, atrasado. Así, al iniciar la conversación sobre lo que es notable en el pueblo, apunta: “—¡Un hombre notable! –suspiré con la satisfacción de un hombre gastrónomo que saborea una trufa. Pues el asunto promete, doctor (este título agrada a los boticarios) –dije dirigiéndome al curandero y restregándome las manos con júbilo” (III). No obstante, la actitud de este narrador-personaje va a cambiar conforme el boticario refiere su relato, de modo que, además de reconocer la elocuencia, la sencillez y expresividad en el discurso del orador, pasa de llamarlo boticario a dirigirse a él como farmacéutico, lo que, dado el periodo, implicaba reconocerle las facultades asociadas a este gremio, como la conjunción de ciencia y arte, ya que el licenciado en farmacia requería los conocimientos que daba la ciencia y la habilidad que proporcionaba el arte, síntesis característica del imaginario 70 Cabe señalar que existió una estrecha relación entre la melancolía y la hipocondría, siendo esta última una de las tres formas de melancolía identificada por Galeno. De este modo, la melancolía hipocondríaca o hipocondría se diferencia como un padecimiento diferente, a partir de la segunda mitad del siglo XVII; durante el siglo XVIII, se consideró como desorden nervioso; en la siguiente centuria, como un desorden no demente, pero como un grado inferior inmediato al de la melancolía, que sí se pensaba como padecimiento mental. Así, su etiología fue del sistema gastrointestinal al mental, de ahí que el tratamiento considerara tanto la alimentación como actividades que tranquilizaran al paciente (cf. Stanley W. Jackson, Historia de la melancolía y la depresión, pp. 255-286). 102 casteriano.71 En consonancia con estas cualidades, a lo largo de su narración, el farmacéutico se muestra como un hombre culto y sensible, conocedor de la ciencia, el arte y la literatura, lo que lo convierte en excelente prospecto para encarnar a una de las figuras distintivas de las narraciones de tema científico: el colaborador, ayudante, aprendiz o subalterno, “portador de una mirada entre bisoña y desconfiada de las prácticas y el saber de esos sabios o ‘profesores’: será su contraparte y hasta su rival en algunas ocasiones. Con las armas de la ironía y el disfraz de inocuo observador o servidor del científico consagrado, al final del relato habrá hecho su propia bildungsroman, metamorfosis de la que saldrá enriquecido, aunque también decepcionado de las elecciones éticas de sus ‘superiores’”.72 Pese a que el boticario dice conocer la teoría y la práctica magnéticas, manifiesta incredulidad y resistencia al entusiasmo pueril que dichos experimentos provocaban en la mayoría. Asimismo, admite que, por la época en que se llevaban a cabo las tentativas del científico, se encontraba en un período de desaliento, consecuencia de hechos ocurridos en su juventud, cuando en su búsqueda constante del amor, su pasión había sido acallada por constantes decepciones. Como personaje-narrador, el farmacéutico combina las perspectivas de un narrador reminiscente que da cuenta de su estado emocional al momento de conocer al científico, condición que, de alguna manera, recuerda a los mediadores de algunos textos de Impresiones y recuerdos y al de Carmen. Los narradores reminiscentes de estas obras establecen su estado emocional en dos niveles: el del presente de la enunciación, generalmente, asociado con la desilusión, y el del pasado, en el que se enfatiza la vivacidad de las pasiones, pero también, la fuerza del golpe con la realidad, relación que bien puede resumirse con una frase del relato “Sin nombre”: “El dolor une en mi corazón al pasado y al presente”:73 71 Cf. N. Hinke, “Entre arte y ciencia: la farmacia en México a finales del siglo XIX”, en Relaciones. Revista de El Colegio de Michoacán, vol. 22, número 88 (otoño de 2001), pp. 49-78; loc. cit., p. 55. 72 S. Gasparini, op. cit., p. 41. 73 Cf. P. Castera, “Sin nombre”, en Impresiones y recuerdos, p. 108. 103 Parecíame como que había retrocedido en mi vida y vuelto a los años juveniles, años en los cuales creía y sentía el corazón movérseme agitado y convulso por las pasiones. La vista material de mi ser trataba de penetrar en aquella alma y mis ojos recorrían sus riquezas de formas, recreándome y acariciándolas. Una timidez incomprensible habíase apoderado de mí y una sensación extraña, ya otras veces experimentada, me invadía. El temblor de sus sedosos párpados se me comunicaba y, en mi interior, una angustia, a cada instante creciente, parecía comprimirme con fuerza el corazón. Las caricias que, pensaba, hubiera querido prodigárselas con multiplicidad extraña y casi febril. No me saciaba de contemplarla como no me cansaba de pensar en ella, y el deseo provocado y producido por aquel minucioso examen se cambiaba lentamente en una sensación no definida y antes no experimentada que, a pesar mío, me infundía respeto. El asunto que allí me llevaba habíaseme olvidado y todos mis recuerdos se me confundían (XIII, 90- 91). Como otros personajes casterianos, idealistas y enamorados, el boticario revive el sentimiento amoroso que creía muerto en él, pero cae en la desilusión debido al autoengaño, a una cierta incapacidad de ver la realidad. Por lo que respecta al científico, estamos ante la aparición de un arquetipo literario inmerso en un contexto de secularización y de prevalencia del cientificismo. Se trata de un ser profundamente racional, pero al mismo tiempo apasionado, “capaz de transgredir determinadas normas éticas, aquél que siente la ciencia como pasión arrolladora que le hace prescindir de sus propias necesidades humanas, del contacto con los demás, del amor, del gozo de los sentidos, de todo aquello que no sea su obsesivo trabajo, aquel capaz de correr riesgos extremos y de enfrentarse al posible horror de sus inventos”,74 pero sobre todo, se trata de un personaje entrañable para el autor: el hombre de ciencia con sus diversos rostros, ya sea el del estudioso autodidacta, el filósofo de la naturaleza o el médico, y que tiene como característica, además de un hondo interés por el conocimiento, un perenne anhelo de conciliación de planos aparentemente separados, como la ciencia y la religión, la ciencia y el arte, la razón y el sentimiento, que lo conduce a emprender la búsqueda de un medio de integrarlos. Así, en la caracterización del científico vuelve a encontrarse el procedimiento estructural de la novela, pero esta vez en voz del boticario, quien va de las generalizaciones, de un 74 Beatriz Villacañas, “De doctores y monstruos: la ciencia como transgresión en Dr. Faustus, Frankenstein y Dr. Jekyll and Mr. Hyde”, en Asclepio, vol. LIII, núm. 1 (2001), pp. 197-211; loc. cit., p. 199. 104 conocimiento desde lejos, alimentado por los rumores, hacia una comprensión más profunda. Nuevamente, se va del presente del personaje hacia su pasado, de modo que la primera referencia al científico es la de un ser extravagante, un solitario, un sonámbulo que camina vacilante por las calles de la población, que busca el aislamiento y evita el contacto humano; un hombre de aspecto descuidado, del que sólo se sabe que practicaba la alquimia, cultivaba plantas y preparaba drogas. Esta descripción tiene grandes similitudes con la que aparece en el capítulo XXVII de Carmen (1882), empleada para configurar personajes que pasan por un estado emocional alterado, ya sea por la búsqueda del amor o del conocimiento, lo que también es posible observar en algunos pasajes de la serie Fragmentos de un diario (1873), donde se describen personajes dedicados al estudio, de vida humilde o verdaderamente empobrecidos, pero iluminados por la aureola del conocimiento y la inspiración, capaces de transformar los dolores en nuevas energías (véase el CAPÍTULO I. CARMEN: DEL AMOR COMO ENFERMEDAD A VÍA DE ASCENSIÓN).75 Esta forma de vida lleva al boticario a cuestionarse: “¿Qué tempestades habrán agitado los mares de esa existencia? ¿Qué sacudimientos nerviosos habrán conmovido ese cerebro? ¡Cuántos dolores reprimidos, deseos sofocados y aspiraciones no satisfechas se necesitarán para producir el más sencillo de los efectos en la expresión de una fisonomía!” (V). El propio relato del farmacéutico irá dando las respuestas, pues a la vez que refiere los hechos, deja oír la voz del científico, quien se describe a sí mismo como un estudioso de la naturaleza, escéptico ante la idea del espíritu, pero sin negarla del todo, convencido de la existencia de fuerzas superiores como el pensamiento y la voluntad. Contrario a lo que pudiera esperarse de un personaje de finales del siglo XIX vinculado con la ciencia, en él no prevalece una visión positivista, sino que mezcla en su exposición diferentes perspectivas. Como un paralelo de la descripción de su gabinete de estudio hecha 75 Cf. P. Castera, “Una lágrima. Fragmentos de un diario III”, en El Domingo, 4ª época, núm. 42 (28 de septiembre de 1873) pp. 551-553; loc. cit., p. 552. 105 por el boticario, donde señala que domina el desorden y la acumulación de distintos objetos, libros y materiales, las intervenciones del científico son caóticas, reúnen diversos asuntos con el fin de dar cuenta de los alcances del saber, sin excluir a Dios ni al arte; va de la idea de fuerza y acción a la de movimiento; del mundo vegetal al animal y mineral; de las leyes humanas a las leyes naturales, de las emociones a los pensamientos, el cerebro, el estudio, las ideas, la creación artística, etcétera. En el científico se unen el filósofo y el experimentador. Si bien señala que no se consagra a un estudio en particular, en dos ocasiones menciona que llevaba treinta años —más o menos, los mismos que dedicó Allan Kardec al estudio del sonambulismo—76 consagrado a la observación de los fenómenos magnéticos, lo que, aunado a la presentación del caso de la sonámbula, lo convierten en un magnetizador, denominación que utiliza el farmacéutico hacia el final del relato. Aunque en la novela se hace referencia a la imagen negativa que tenían los magnetizadores, a quienes se consideraba charlatanes debido a la proliferación de los espectáculos públicos, el de Querens no es un ser maligno, ambicioso ni amoral, como se presenta en otras obras de tema mesmérico, sino que se trata de un buscador de razones para aquello que parece inexplicable. En cierto sentido, este magnetizador sería similar en algunos aspectos al mesmerizador del cuento “La verdad sobre el caso del señor Valdemar” (1845) de Edgar Allan Poe, “un hombre de ciencia, racional con buenas intenciones (el avance de la ciencia)”.77 No obstante, en opinión de José Ricardo Chaves, “en Castera, como en Hoffmann, lo que se ventila no es tanto la búsqueda del conocimiento en una dirección fáustica, aunque es un elemento que sí está presente en la trama, en segundo plano, sino más bien una pasión amorosa que plantea el dominio total del hombre sobre la mujer, esto en la búsqueda del amor ideal”.78 Ciertamente, este aspecto de la novela está filtrado por el mito pigmaliónico, 76 Cf. A. Kardec, El libro de los espíritus, p. 38. 77 Cf. J. M. Bonet Safont, “La imagen del magnetismo animal en la literatura de ficción: los casos de Poe, Doyle y Du Marier”, en Dynamis, vol. 34, núm. 2 (2014), pp. 403-423; loc. cit., p. 404. 78 J. R. Chaves, “La ronda de los magnetizadores”, p. 410. 106 presente, como ya se expuso, en el resto de los títulos aquí estudiados, pero el intento fallido de control hacia el final de la obra, parecería llevar la reflexión más allá del género y estar más en consonancia con la opinión del autor sobre los riesgos y peligros de los usos del magnetismo y del hipnotismo, en general: ¿Creen en que una individualidad o una persona cualquiera puede llegar a ejercer en otra la fascinación primero, la subyugación después y la posesión moral y física, a seguida? ¿Creen en que produciendo la fatiga nerviosa por medio del cansancio o de la exaltación constante de uno o varios de los sentidos, pueda una personalidad dominar a otra y hacerla ejecutar actos contrarios a su voluntad, producirla pasiones, ideas, imágenes, vicios, alucinaciones, etcétera, etcétera? ¿Creen en que pueda uno obedecer contra su gusto, sentir contra su corazón, pensar sin su voluntad y ser mandado como se manda a un esclavo o movido como se mueve un autómata? Pues todo eso y aún más puede obtenerse por medio del hipnotismo según algunos partidarios de su estudio y aplicación.79 En los artículos de divulgación dedicados al tema, Castera rechazó los empleos perversos del hipnotismo dirigidos a manipular a las personas y suprimir su voluntad, y concluyó que algo grave debía haber en el fondo para que, lo que había sido considerado como procedimiento médico, se viera ya como un absurdo punible. De este modo, la ficción novelesca le permitió explorar las posibilidades del hipnotismo y el sonambulismo. Finalmente, la joven objeto de estudio es una especie de autómata que sólo en el sueño sonambúlico es capaz de moverse, hablar y reproducir ideas. No obstante, su belleza física y las cualidades sonoras de su voz logran cautivar al boticario, quien en su descripción señala que se trata del tipo de criolla americana, casi indígena, aunque las características enumeradas, alta, airosa, mórbida y gallarda, poco tengan que ver con el fenotipo nacional y correspondan más a los modelos europeos mencionados en seguida, es decir, con los tipos dibujados por Da Vinci, Correggio, Giotto y, principalmente, con la Fornarina de Rafael, el ideal seguido por los románticos, quienes vieron en dicho pintor la encarnación de Pigmalión, 79 P. Castera, “El mundo científico. La historia, las tradiciones, leyendas e idiomas indígenas conservados en el fonógrafo...”, en El Universal, t. IV, núm. 24 (4 de junio de 1890), pp. 1- 2. 107 al lograr trasladar al lienzo “la belleza abstracta, la más pura de la forma humana” a la que dotaba de alma, mediante la unión del estilo con la expresión moral.80 Co Bajo esta perspectiva es como el boticario describe a la sonámbula como arte encarnado, pero espiritualizado: “El tono encendido de la carne dejase sospechar y se descubre velándose pudorosamente. La vida parece comunicarse y animar al lienzo. La dureza de la forma se pierde desvaneciéndose entre rosadas transparencias” (IX). En su apasionamiento, el farmacéutico ve en los ojos expresivos de la mujer un talento que se desprendía de la forma y la rebasaba, pero esta condición es aparente, pues aquello que el boticario le atribuye sólo es resultado del proceso de magnetización a la que es sometida. Este engaño de los sentidos es un tópico en Castera, pues como también sucede en “Los ojos garzos” de Impresiones y recuerdos, los ojos, si bien comunicaban pasión e inteligencia, eran incapaces de ver o intercambiar miradas, acto fundamental en el proceso amoroso. En contraste, el científico ofrece una caracterización que pretende ser más objetiva al revelar que, en realidad, la moza se encuentra en permanente estado de idiotismo, condición que médicos alienistas del siglo XIX, como Philippe Pinel, usaron para referirse a la ausencia completa (natural o accidental) del entendimiento. Jean E. Dominique Esquirol llamó a este padecimiento “idiocia” y tendría dos derivaciones, dependiendo del grado de deficiencia intelectual: la imbecilidad, en donde la inteligencia tenía un desarrollo muy bajo, y la idiocia propiamente dicha, en la que la inteligencia no llegaba a manifestarse. Algunos médicos relacionaron estas afecciones con las formaciones cerebrales y la forma del cráneo, lo que derivó en el desarrollo de teorías que vinculaban de forma directa a estos trastornos con la forma del cerebro:81 80 Sin firma, “La hermosa Fornarina”, en El Repertorio de Literatura y Variedades, t. I (1841), pp. 212-214; op. cit., p. 212. 81 Cf. Ana Conseglieri y Olga Villasante, “Un regicida frustrado: la imbecilidad de Otero, según Esquerdo”, en José Martínez Pérez, Juan Estévez, Mercedes del Cura, Luis Víctor Blas, coordinadores, La gestión de la locura: conocimientos, prácticas, y escenarios: España, siglos XIX y XX, pp. 294-296. 108 Esa mujer no obedece a las leyes físicas más que de un modo automático; sus fuerzas, meramente mecánicas, son una resultante de las mías; las reacciones químicas no se verifican en ella más que de una manera incompleta; el cerebro no funciona más que doblegado por el mío; su sistema nervioso roba mi vida para nutrirse; en una palabra: es la carne, los nervios, los huesos, la médula, la sangre, los músculos animados por la fuerza de la vida y esa vida es una vida vegetativa. Faltan las pasiones (XIV, 122). En resumen, para el científico se trata de una Galatea de carne y hueso sin alma. En términos literarios, estamos ante un subtipo de la mujer frágil, pasiva, sin un nombre propio y sin desarrollo psicológico que, a diferencia de otras mujeres frágiles que se espiritualizan conforme se desarrollan las narraciones —por ejemplo, la propia Carmen—, se va materializando cada vez más, de ahí que el boticario se refiera a la mujer, primero, como ángel, ideal, estatua, obra de arte, pero después aluda a ella como bestia, máquina y momia, lo que, de alguna manera, formaliza la degradación simbólica del ideal encarnado. Aunque en Castera hubo intentos por reivindicar a la mujer mediante el reconocimiento de su papel en la historia, en la literatura, la ciencia y el arte, y aunque en una de sus narraciones mineras el personaje de la Guapa adquiera el carácter de verdadera heroína, por su valentía, libertad y capacidad de acción, ello no impidió que por momentos cayera en una visión reduccionista del género femenino, al dividirlo en dos grupos: las mujeres ardientes, pero tontas, y las mujeres frías, pero con talento, a las que dice preferir, pues son delicadas, elocuentes, expresivas, tiernas, pero apasionadas, capaces de sentir un amor espiritual y lleno de inteligencia, magnífico medio para llegar al éxtasis celestial.82 Esta preferencia fue planteada de diferentes maneras. Así, en un artículo de 1881 se refirió de forma humorística a la creación del hombre eléctrico a partir de la reciente invención de una pila de gran capacidad de almacenamiento. Castera anotó que se trataría del humunculus goetheano que, en poco tiempo, poblaría el mundo en sustitución del hombre natural, y dirigiendo su especulación hacia su mayor tema de interés, se preguntó cómo sería la versión femenina: “Una mujer que no come, que se viste y se nutre de la electricidad atmosférica, que carece de celos y, sobre todo, que no disputa, porque se obligará a callar con sólo 82 Cf. P. Castera, “La mujer III [V]. El talento”, en El Radical, t. 1. núm 115 (25 de marzo de 1874), pp. 2-3. 109 interrumpir la corriente eléctrica!¡Pero señor, una mujer así no tendría precio!”,83 pensamientos discriminatorios completamente fuera de lugar en la actualidad. Como se observa, hay cierta predisposición a dirigir la búsqueda de la mujer ideal hacia el ser pasivo y sensible, a la mujer autómata que debe responder a las expectativas amorosas del varón, lo que vemos desarrollado en Querens, en donde, como apunta Chaves, hay un evidente prejuicio misógino, propio de la época, en la configuración del personaje femenino; de ahí que éste no trascienda en la novela, pues en su modalidad de hipnotizada, va a estar a disposición del narrador para “iluminar sobre las reacciones y conflictos del personaje masculino”.84 En este sentido, en Querens está presente la relación triangular característica de las ficciones mesméricas: el magnetizador, el ayudante y el paciente, generalmente, una mujer, dada la prevalencia de la concepción de su mayor sensibilidad, que la hacía más susceptible de caer en trance profundo.85 No obstante, la relación que establecen ambos personajes masculinos con la hipnotizada presenta diversas aristas; por un lado, recrean el mito pigmaliónico por partida doble al intentar la creación y la modelación de la mujer ideal, mediante “procedimientos científicos y artísticos”. A partir de la demostración del caso, el boticario se suma al proceso de moldear o esculpir a la mujer, de trabajar a la Galatea de carne para crear a la mujer ideal;86 de este modo, cada 83 P. Castera, “Revista científica”, en La República, año II, vol. II, núm. 232 (27 de octubre de 1881), pp. 1-2. 84 Cf. J. R. Chaves, Los hijos de Cibeles, p. 47. En otra situación se encuentran los personajes masculinos que padecen la misma condición del personaje femenino de Querens; por ejemplo, en Incógnita de Sierra se dice que el médico Rafael Montero había logrado curar a su sobrino del idiotismo con el que había nacido, un evidente logro del magnetismo si se tiene en cuenta que dicho padecimiento se consideraba incurable. 85 Cf. Luis Montiel, “Magnetismo romántico: el paciente. La mujer. La república”, en Dynamis, núm. 26, 2006, pp. 125-150; loc. cit., p. 130. 86 Otra búsqueda de la mujer ideal, semejante y cercana a la emprendida en Querens, se encuentra en La Eva futura (1874, 1886) de Matías de Villiers de L’Isle-Adam, donde un Edison ficcionalizado busca dotar de alma a una de sus muñecas mecánicas En esta obra, el personaje del científico intenta transferir un alma noble a una autómata que tendrá el aspecto físico de una joven hermosa, pero que en vida poseía un carácter frío y veleidoso (cf. Matías Villiers de L’Isle-Adam, La Eva futura, p. 78). Agradezco al doctor José Ricardo Chaves la referencia a esta obra. 110 uno de ellos atenderá un aspecto, el pensamiento y el sentimiento, la mente y el corazón. Si bien el proceso de creación va de los personajes masculinos al femenino, de alguna manera, en parte por la relación especular entre los creadores y su Galatea, éstos viven a través de ella: “—Yo todo la debo –decía conmoviéndose–. Ella ha sido la inspiración que en sus momentos de éxtasis me ha enseñado y revelado arcanos de la ciencia que yo no conocía. Yo he educado su cerebro y ella ha formado mi pensamiento y ha creado mis ideas. La debo todo lo que sé, como la debo todo lo que pienso. Sin ella es posible que yo dejase de pensar” (XVI). Pero al mismo tiempo, el interés en la generación de las ideas y de las emociones en este ser lleva al científico y al boticario a la autodestrucción, a ceder parte de su fuerza vital al proyecto creador. La relación entre los creadores y su obra no es feliz, tal como sucede en Frankenstein de Mary Shelley, sino que se problematiza debido a sus temores y sus crisis, que los llevan a perder el control sobre su propia creación. Como señala Ana Rueda, las historias de finales de siglo que retoman el mito de Pigmalión plantean conflictos entre la mente y la materia, el espíritu y el cuerpo, el arte y la vida, la luz y la oscuridad, entre el interior y el exterior que van a desembocar en una desilusión vital. Los autores exploran a los autómatas, a las muñecas con vida propia capaces de adquirir cierta autonomía y que, de alguna manera, van en contra de la ilusión de unidad de los artistas. Asimismo, atienden el motivo de la creación de vida artificial o la transmisión de vida a través de fenómenos como la hipnosis, el magnetismo, la telepatía, y de estados mentales como el sueño, los delirios y las alucinaciones. La duda sobre la animación de la materia y sus poderes se manifiestan a través de narradores-personajes en crisis, que articulan un discurso discontinuo, centrado en sus ideas y emociones, que tratan de dar orden y estructura a lo sobrenatural, por lo que también se desarrollan reflexiones sobre la expresión y el lenguaje, como sucede en obras como The Sandman de E T. A. 111 Hoffmann; The Oval Portrait de Edgar Allan Poe y El beso de Gustavo Adolfo Bécquer, donde también podría incluirse Querens de Castera.87 Una de las direcciones que toma el vínculo de la obra de arte y su creador es la que se entrecruza con la crisis de la modernidad y el mal de siglo, en la que dicho vínculo entra en conflicto debido a la imposibilidad de alcanzar el ideal; se trata de historias de fracaso, de sublimación del deseo sexual, de procesos de transformación inversos al del mito original, en los que los artistas buscan transformar a la mujer en obra de arte.88 Para el caso de la ficción casteriana, la confrontación de ambos creadores con la realidad y con la imposibilidad de llevar a cabo su anhelo los conduce a la desesperación, a la aniquilación de toda esperanza y, por un momento, a desear la destrucción de la estatua: “Y el corazón se consumía adorando. Se consumía adorando la carne, cuando buscaba el alma, las formas, cuando anhelaba las ideas, la mujer, pero la mujer insensible, estúpida y fría, cuando anhelaba el alma. Dios mismo hubiera destruido su creación” (XV). Durante el proceso de animación de la estatua humana, los dos creadores no salen indemnes del experimento, sino que también sufren una transformación. Todo este proceso evidencia las similitudes y las diferencias entre ellos, pues ambos son hombres maduros que se alejaron del trato cotidiano con la gente, uno por su interés en la ciencia y el otro por su desencanto con respecto al amor; son seres aislados del mundo y que no aman o han dejado de amar, situación que define la posición que cada uno asume en el diálogo científico-filosófico que emprenden con miras a estudiar una cuestión que va más allá de la experimentación con el magnetismo, con la fuerza y la materia, y que es, más bien, una pretendida búsqueda científica y estética del alma. 87 Cf. Ana Rueda, Pigmalión y Galatea: Refracciones modernas de un mito, pp. 99-152, y José Ricardo Chaves, “La ronda de los magnetizadores”, en Jornadas Filológicas 1997, Memorias, pp. 403-411. 88 Cf. A. Rueda, op. cit., p. 106. 112 3. Las fuerzas invisibles y el arcano alma La indagación que se plantea en Querens inicia en voz del personaje-narrador reminiscente con una síntesis acumulativa de las actividades del alma, en la que se mezclan distintas nociones acerca de las facultades intelectuales y también las sensibles: “lo que se percibe”, “lo que se siente”, “lo que se imagina” y “lo que se piensa”, desde la concepción aristotélica hasta la romántica y espiritista: La meditación es el esfuerzo del alma para analizar y profundizar las ideas. Las ideas se producen en el cerebro por sensaciones externas o internas. Los cuadros de la naturaleza, vistos o contemplados, se reproducen en la memoria, se perfilan, se dibujan y se acentúan con mayor o menor riqueza de colorido según la fuerza de la imaginación que los ha copiado. La voluntad, por medio de la memoria, evoca las sensaciones y éstas engendran las ideas. Pensar es, de todos los actos, el más grandioso de la voluntad humana. La razón sirve para comparar, elegir y valorizar las ideas, pero éstas no pueden producirse en el cerebro sino pasando antes, como dijo Aristóteles, por el dominio de los sentidos. Las ideas innatas, es decir, el pensamiento increado, coetáneo del espíritu, es la facultad del genio. El genio crea hasta inconscientemente. El estado de inspiración es un trabajo del cerebro con independencia absoluta de la voluntad (I, 5-6). Por supuesto que al autor no le interesaba tanto la precisión terminológica, sino el vínculo filosófico y poético de aquello que conformaba al ser humano completo, por lo que esta exposición no es más que un proemio a la serie de disquisiciones emprendida por el boticario y el científico acerca de las diversas facultades del hombre y que, desde mi punto de vista, cumplen con distintas funciones en la novela: por una parte, preparan al lector para acercarse al caso de estudio que se presentará y, por otra, permiten establecer una comparación de los elementos que conforman al ser humano integral con la condición de la magnetizada. Los diálogos que establecen los personajes son el procedimiento mediante el cual se exponen las ideas que sobre el magnetismo y el sonambulismo poseía el autor, amén de su visión sobre las facultades intelectuales y sensibles del ser humano, la ciencia y el arte. Si bien el boticario refiere que hubo varias entrevistas con el magnetizador, son seis las que tienen mayor desarrollo. Así, vamos a encontrar pequeños cuadros expositivos sobre cada una de las facultades intelectuales y sensitivas. 113 El primer diálogo gira en torno a la idea de fuerza, principio eje de la concepción romántica de la Naturaleza. Hasta mediados del siglo XIX, el objetivo de los físicos consistió en describir todo fenómeno en términos de fuerzas ‒calor, electricidad, magnetismo, cohesión y combinación química‒, concebidas a semejanza de la fuerza de la atracción universal de los cuerpos formulada por Newton.89 Por otra parte, Gottfied Wilhelm Leibniz, concibió la fuerza como una potencia activa (vis activa), como la facultad de producir un acto y la equiparó con la voluntad.90 Así, tanto el pensamiento como la voluntad fueron vistas como fuerzas capaces de producir actos, idea que prevalece en Castera, quien veía la fuerza como un agente transformador en potencia presente en la materia, en tanto movimiento, y como idea en el espíritu, tal como ejemplificó con el nido de una golondrina: Hasta ahora la materia ha dormido; yace en el fondo del cenagoso barranco; en el lejano rastrojo del campo abandonado; entre los cañaverales del cristalino arroyuelo, o en los nevados vellones que la oveja dejó prendidos en la espinosa zarza. Hasta ahora todo el mundo de la materia, en sus átomos simples y en sus átomos compuestos, yace en el quietismo más absoluto; en nada presiente la necesidad de aquellas aves enamoradas, y en vez de llevarse a sí misma hasta los toscos nudos de la añeja viga, duerme el sueño de la ignorancia, sin que baste para lanzarla en el camino de las transformaciones, la presencia continua del ave constructora que busca ansiosa sus átomos indispensables… ¡El ave!... He aquí la fuerza; la fuerza poderosa organizada por el espíritu en los senos cerebrales del pájaro.91 Las fuerzas visibles, como la mecánica, la electromagnética, por ejemplo, se materializaban en los avances tecnológicos y en las creaciones artísticas, pero se acompañaban de las fuerzas invisibles intelectuales, como el pensamiento, la voluntad y la imaginación, las que daban impulso a la idea. Además, consideraba otra clase de fuerzas invisibles e impalpables, a las que llamaba fuerzas morales, que se producían en la conciencia y que podemos vincular con el aspecto espiritual y psicológico, donde se encontraban las pasiones y los sentimientos. 89 Cf. Sophie Roux, “Fuerza”, en D. Lecort, op. cit., pp. 534-536. 90 Cf. N. Abbagnano, Diccionario de filosofía, pp. 513-515. 91 P. Castera, “Fuerza y materia. El nido de una golondrina”, en La República. Semana Literaria, año II, t. II, núm. 7 (12 de febrero de 1882), p. 98. 114 En el diálogo novelesco, el científico lleva la batuta al exponer sus reflexiones en torno a su concepción del pensamiento como la principal de las fuerzas impalpables, susceptible de materializarse en las invenciones de la ciencia y en las creaciones artísticas, ya sea en forma de libro, máquina de vapor, escultura, pintura, etcétera. Esto lo lleva a sostener que la plasmación de las ideas es constatable en el progreso humano. Llama la atención que sea este personaje el primero en exponer la relación entre el pensamiento y las emociones; en estos planteamientos hay una oscilación entre el grado de influencia que se les atribuye, así como en su preminencia al proponer que las ideas son el motor de las pasiones o que éstas son las generadoras de las ideas. De este modo, aunque la razón y el pensamiento se elevan sobre cualquier otra facultad, la pasión se concibe como la “fuerza motriz del ser pensante”: Un ser sin pasiones es un ser muerto. Suprimid los deseos y suprimid los ímpetus. Suprimid las discusiones que se producen en nuestro interior por los razonamientos y se suprime la inteligencia; en este caso, obtendréis al cretino que nada quiere; dominado por la pasión, al demente. En los dos, es el resultado: en uno, de la supresión de las pasiones y en otro, de la exaltación de las mismas (VII, 35). En este sentido, el autor recupera la antigua concepción de las pasiones como movimientos del alma y vincula su exceso con el aspecto patológico. Sin esta fuerza, el ser humano sería incapaz de querer y desear, lo que, en su opinión, daba origen a los cretinos, categoría que, según la medicina de la época, obedecía a una particular construcción del retraso mental y se incluía en ella a personas con notorias dificultades motoras y, sobre todo, con falta de expresión lingüística, de aseo y de respeto en general por las costumbres y la moral.92 Por el contrario, el exceso de las pasiones, o el completo dominio de éstas sobre la razón, generaba 92 Uno de los primeros en distinguir esta condición fue E. F. Foderé en su Traité du goitre et du cretinisme (1791); posteriormente Jean Étienne Esquirol, en su libro Les maladies mentales (1838), clasificó a los cretinos como una variación de la idiocia. De acuerdo con la antropología criminal, este padecimiento formaba parte de un conjunto de anomalías características de los criminales. En la búsqueda de una diferenciación, se aseguraba que éstos eran idiotas que, además de la deficiencia de su organización, traían un vicio de conformación cerebral, lo que los constituía en una degradación física mayor (cf. María Silvia Di Liscia, “Relaciones peligrosas: sobre bocio, cretinismo e inferioridad, Argentina, 1870- 1920”, en Claudia Agostoni y Elisa Speckman Guerra, editoras, Enfermedad y crimen en América latina, pp. 21-54; loc. cit., p. 34). 115 a los dementes, idea en consonancia con cierta visión de la época que veía en las emociones síntomas de enfermedad mental, como lo postularon en su momento, Philippe Pinel en Traité médico-philosophique sur l’aliénation mentale (1800) y el propio Esquirol en su tesis Des Passions Considérées comme Cause, Symptôme, et Moyen de la Maladie Mentale (1805) y que fue la visión psiquiátrica predominante en el siglo XIX.93 En la vehemente exposición del científico, salen a relucir ideas sobre la Naturaleza como un todo y como el modelo para la ciencia y el arte. Esta concatenación de pensamientos sin aparente ilación desemboca en planteamientos sobre otras facultades, como la voluntad y la memoria, y en la concepción del espíritu, aspecto que, al principio, el científico había preferido omitir. Todo ello encamina la discusión hacia la acción y el efecto de la voluntad, “fuerza de las fuerzas, reina absoluta de todas ellas, a la dominación imperiosa hasta de la razón, a esa diosa creadora de los genios, maravilla de las propias ideas” (VII). En la segunda conversación, los interlocutores van a retomar y a desenvolver la cuestión de la voluntad. En esta sección, que abarca de los capítulos VIII a X, el científico expone la teoría básica en torno al magnetismo mediante alusiones a los autores más sobresalientes, así como una breve historia del fenómeno, desde la India, pasando por los griegos y hebreos, la Edad Media, hasta sus manifestaciones modernas, con nombres como Armand J. de Chastenet, marqués de Puységur (1751-1825), quien se refirió a la existencia de un estado semejante al sueño natural, al que denominó sonambulismo provocado; Jean Philipe Deleuze (1753-1835), quien amplió las ideas planteadas por Mesmer y Puységur acerca de la influencia de la voluntad en la transmisión del fluido, planteamiento que implicó no sólo el tratamiento de cuestiones físicas, sino también el abordaje de cuestiones éticas.94 93Cf. Oliva López Sánchez y Félix Velasco Alva, “De las pasiones del alma a la locura del cuerpo: el control médico del cuerpo y las emociones en la transición de las representaciones médico psiquiátricas en México 1890-1930”, en Acta Científica, núm. XXIX, 2013, pp. 1-14, loc. cit., p. 2, en soporte electrónico, [consultado el 8 de abril de 2017]. 94 Cf. Leopoldo García-Ramón, El magnetismo, sonambulismo y espiritismo. Estudios curiosos y filosóficos, pp. 34-36 y José María López Piñero, Del hipnotismo a Freud: orígenes históricos de la psicoterapia, pp. 40-41. 116 Como planteó Robert Darnton, los hombres ilustrados del siglo XVIII vieron en el magnetismo una explicación veraz y racional acerca de la Naturaleza y sus sorprendentes fuerzas invisibles.95 Con el tiempo, el llamado magnetismo animal pasó de ser una hipótesis sobre la composición del cuerpo humano y la enfermedad a constituirse como una corriente intelectual de relevancia durante el siglo decimonono, que iba de la mano con el romanticismo.96 Si bien algunos de los fenómenos con él asociados, como los movimientos automáticos, la telepatía, la adivinación incluso, los viajes astrales, se habían registrado en prácticas de diversas culturas antiguas, su manifestación moderna, a partir de la teoría postulada por Mesmer, estuvo conformada por un conjunto de hitos que ilustraron las diversas formas en que se concibió, tanto en el espacio de la ciencia institucionalizada, como en el ámbito de lo popular, y en relación también con ciertas corrientes de pensamiento ocultista, como el espiritismo, con el que coincidió en la creencia de la existencia de un fluido universal, fuente de vida animal, de naturaleza eléctrica o magnética que actuaba sobre la materia.97 Poco a poco, siempre en los límites entre la ciencia positiva, la pseudociencia y la creencia sobrenatural, el hipnotismo fue ganando espacio en el ámbito médico y comenzó a tomar mayor fuerza el estudio de los efectos del sueño nervioso sobre ciertas funciones orgánicas, por lo que en dicha práctica se consideró la posibilidad de aplicar el control de la mente para el tratamiento de ciertos desórdenes funcionales.98 Ejemplo de ello es el médico francés Jean Martin Charcot, quien utilizó el hipnotismo para ampliar sus estudios en torno a ciertas turbaciones nerviosas, como la histeria, y lo concibió como una especie de neurosis provocada, en la que se podían reproducir las tres etapas bien diferenciadas del gran ataque histérico: la letargia, la catalepsia y el sonambulismo. Sus estudios se hicieron célebres 95 Cf. R. Darnton, Mesmerism and the End of the Enlightenment in France, p. VII. 96 Cf. J. R. Chaves, Eros y ocultismo en la literatura romántica, p. 129. 97 Cf. Yvonne Castellan, El espiritismo, p. 19 y José Mariano Leyva Pérez Gay, La Ilustración Espírita (1872-1893) y el espiritismo en México, pp. 56-57. 98 Ibid., p. 55. 117 debido a que hacía demostraciones abiertas en las llamadas clases de los martes, las cuales eran dadas a conocer en la prensa.99 Si bien hacia finales del XIX la teoría del magnetismo animal de Mesmer fue desplazada por el hipnotismo, algunos de sus elementos se mantuvieron en convivencia, por lo que la novedad dio paso a la incredulidad y al cuestionamiento de sus postulados. En opinión de Mauro Vallejo, las tres últimas décadas de dicho siglo constituyen la edad de oro del hipnotismo, en la que no sólo alcanzó gran visibilidad en el ámbito de la medicina científica, sino que se convirtió en objeto de reflexión en otras áreas, como la literatura, la filosofía y la criminología, debido a que los fenómenos con él vinculados cuestionaron ciertos paradigmas sobre la racionalidad del ser humano.100 Además de las discusiones legales en torno al grado de responsabilidad que pudiera tener una persona en caso de cometer un delito en estado de sonambulismo, ya sea natural o provocado, las críticas por parte de los sectores religiosos, que consideraban dichos fenómenos como acciones del Diablo, y la exploración de las posibilidades del control sobre las muchedumbres, el magnetismo y el hipnotismo dieron pábulo a la imaginación literaria, pues puede decirse que, como señala Sandra Gasparini, “la connivencia de saberes, la contigüidad del dominio psíquico con lo paranormal tiende a conferir un carácter fantástico y a la vez positivo a los hechos ‘aberrantes’ [o extraños], de modo que, los escritores de literatura fantástica van a buscar una forma moderna de lo sobrenatural”.101 El desarrollo del magnetismo y su derivación hacia el hipnotismo fue seguido en México desde muy temprano. En la prensa de la época se observa un gran interés en la difusión del 99 Cf. Héctor Pérez Rincón, El teatro de la histéricas, pp. 20-21. Castera hace una alusión a Charcot y su estudio del ataque histérico en el artículo “Revistas científicas. Sumario: Tratamiento del coritza por medio del eucaliptus globulus...”, en El Correo de las Doce, t. II, núm. 200 (26 de septiembre de 1882), p. 2. 100 Mauro Sebastián Vallejo, “Magnetizadores, ilusionistas y médicos. Una aproximación a la historia del hipnotismo en México, 1880-1900”, en Trashumante. Revista Americana de Historia Social, núm. 5 (enero-junio de 2015), pp. 200-219; loc. cit., p. 202, en soporte electrónico [consultado el 27 de marzo de 2015]. 101 Cf. S. Gasparini, op. cit., p. 54. 118 tema. Los periodistas intentaron explicar fenómenos que resultaban a todas luces extraños y buscaron fijar una postura, de ahí que hayan sido tratados desde diferentes perspectivas: religiosa, médica y ocultista. Las primeras notas acerca del tema que publicó la Gazeta de México (1784-1785) informaron sobre la recepción del magnetismo animal en las academias francesas. En otros casos, las notas en torno al fenómeno se presentaron con cierto tono de escepticismo y más bien como curiosidad. A partir de 1850, tanto en periódicos científicos como literarios, y sin dejar de hablar del magnetismo animal, comenzó a tratarse el tema del hipnotismo a partir de las hipótesis del médico escocés James Braid y sus aplicaciones en medicina; se reportaron experimentos y se detalló su desarrollo histórico, con el propósito de diferenciarlo del mesmerismo. Se difundió la creencia de que el hipnotismo daría explicación de todos los milagros pasados, presentes y futuros, incluso, de la resurrección de los muertos, la cura instantánea de las enfermedades y otros hechos sobrenaturales.102 Entre 1864 y 1910, en la Ciudad de México, hubo una proliferación de espectáculos, con mayor auge a partir de 1880, cuando arribaron una gran cantidad de compañías norteamericanas de nigromancia, prestidigitación e hipnotismo que se presentaban en los principales teatros de la capital con actos que combinaban la adivinación, el hipnotismo, las mesas parlantes, los juegos de cartas y la ventriloquia. En estos espectáculos lo mismo había actos fraudulentos que demostraciones científicas de los fenómenos asociados con el magnetismo y el hipnotismo.103 Asimismo, entre 1881 y 1900, apareció más de un centenar de artículos sobre el hipnotismo en los principales periódicos de la capital, tales como El Diario del Hogar, El Imparcial, El Siglo Diez y Nueve, El Universal y La Voz de México.104 Como en Europa, en México, el magnetismo fue vinculado con el espiritismo, doctrina que se había hecho presente en el país desde la década de 1850, pero cuya sistematización se 102 J. Chantrel, “Ciencias” (tomado de El Correo de Ultramar), en La Sociedad, 2ª época, t. V, núm. 866 (18 de mayo de 1860), p. 2. 103 Cf. Chester Urbina Gaitán, “Nigromancia, prestidigitación e hipnotismo en la Ciudad de México, 1864-1910”, en Revista de Ciencias Sociales, vol. III, núm. 145, 2014, pp. 173- 179; loc. cit., pp. 175, 177. 104 Cf. Alicia Sandoval Rocha, La hipnosis: entre la ciencia médica y la novedad periodística, pp. 59-60. 119 llevó a cabo a partir de 1872 con la fundación del Círculo Espiritista Central y La Ilustración Espírita, su órgano de difusión, en el que se publicaron artículos sobre experimentos que involucraban el magnetismo, la electricidad, la homeopatía, la psicología y las comunicaciones mediúmnicas.105 Estas conexiones fueron duramente atacadas por el sector católico, que emprendió una lucha abierta en contra del espiritismo y todos los fenómenos con él asociados. Por su parte, las academias científicas crearon comisiones especiales para investigar los fenómenos, de las que derivaron posiciones diversas, pues mientras unas los rechazaron, otros, como el naturalista Alfred Rusell Wallace y el físico William Crookes los aceptaron como reales y verificables. Castera había rondado estos asuntos desde tiempo atrás, en un movimiento constante entre el ocultismo y la ciencia, ya mediante la exploración de la interioridad en conexión con el espiritismo, en sus comunicaciones y narraciones espiritistas,106 ya en su relación con los estudios del sistema nervioso, el avance de la psicología y los desarrollos tecnológicos de la época, en algunos de sus artículos de divulgación científica, en los que se encuentran varios guiños a lo que desarrolla en Querens. Durante la década de 1880, el poeta minero habló acerca de la infinidad de fibras que componían la sustancia gris del cerebro y los nervios, sobre las que actuaba la llamada fuerza nerviosa, un agente dotado de acción (energía) mecánica, calorífica y química capaz de intervenir sobre los órganos y también sobre el carácter intelectual y moral, lo que hablaría de un alto grado de interconexión entre la entidad psíquica y la estructura de los órganos materiales.107 Comentó el asunto en un artículo dedicado a los estudios del fisiólogo y neurólogo Charlton Bastián, donde se exponían con claridad las distintas funciones de los hemisferios cerebrales, aunque, en esa ocasión, lamentó que no se proporcionara mayor explicación 105 J. M. Leyva López Gay, op. cit., p. 38. 106 Aunque con tonos y estilos muy distintos entre sí, se aproxima al tema del alma en “El suicida” (1872), “Memorias de un suspiro” (1874) y “Ultratumba” (1874); en el primero, en forma de diatriba en contra del suicidio y, los dos siguientes, como una exploración humorística del viaje espiritual y el abandono del alma. 107 P. Castera, “Revista científica”, en La República. Semana Literaria, año II, t. II, núm. 5 (29 de enero de 1882), pp. 66-68. 120 acerca de cómo trabajaban en conjunto durante los fenómenos de la percepción o durante la actividad de las altas funciones mentales. De ahí que, para Castera, un fenómeno como la palabra o el habla, en el que intervenían un concepto intelectual, un acto volitivo y la conjunción de múltiples movimientos conscientes e inconscientes, se convirtiera en un verdadero arcano, pues se preguntaba cuántos centros nerviosos entraban en juego para precisar diversas ideas, persuadir, interrogar, explicar o desarrollar una tesis: “¿Cuáles son las relaciones instantáneas de esos centros nerviosos? ¿Cómo actúan entre uno y otro? ¿Qué parte corresponde al cerebro? ¿Cuál a los centros inferiores de la vida animal e instintiva? ¿Dónde está la separación entre el hombre y el bruto?”.108 Dadas estas inquietudes, no resulta extraño que en octubre de 1889, Castera informara a sus lectores de la próxima celebración del Primer Congreso de Fisiología Psicológica, cuyo programa incluía varias “cuestiones palpitantes” del momento, como el estudio de las alucinaciones; los apetitos o deseos en los idiotas y en los imbéciles; la existencia de impulsos motrices independientes de las imágenes y de las ideas en los enajenados; la herencia de las particularidades de algunos fenómenos, como la percepción, la memoria y de aptitudes especiales, ya fueran técnicas, artísticas o científicas, así como las causas de los errores en los fenómenos de la sugestión hipnótica, los movimientos inconscientes, la escritura automática, etcétera.109 108 P. Castera, “El cerebro y el pensamiento”, en La República, año II, t. II, núm. 9 (26 de febrero de 1882), pp. 127-128. 109 El Primer Congreso Internacional de Psicología Fisiológica se celebró en París del 6 al 10 de agosto de 1889. Su programa estuvo formado por 10 secciones: 1. “El papel de los movimientos en la formación de imágenes”, 2. “El estudio de las alucinaciones”, 3. “La atención ¿está siempre determinada por los estados afectivos?”, 4. “¿Existen en los alienados impulsos motrices independientes de las imágenes o ideas?”, 5. “Los venenos psíquicos”; 6. “La herencia” y 7. “El hipnotismo”, este último con varios subtemas, como “Casos de errores en la observación de fenómenos de sugestión hipnótica”, “El sueño normal y el sueño hipnótico”, “El poder motor de las imágenes en los sujetos hipnotizados y los movimientos inconscientes”, “El desdoblamiento de la personalidad en el hipnotismo y la alienación mental” y “Ensayos de una terminología precisa en las cuestiones de hipnotismo”. Aunque no se trataron todos los temas, el encuentro da cuenta de la relevancia que tenía la hipnosis para ese momento (cf. P. Castera, “Notas diversas. Una convivialidad nunca vista...”, en El Universal, t. III, núm. 13, 1º de octubre de 1889, p. 1). 121 Como puede verse, las preguntas del autor estaban en sintonía con las del gremio médico y psicológico internacional y, también, con la percepción popular, pero intentó darles un espacio donde lo viable y lo imposible en torno a dichos asuntos pudiera confrontarse tomando en cuenta sus diferentes facetas. De alguna manera, en Querens, Castera da cuenta del proceso de conformación de los paradigmas científicos, como diría Thomas Kuhn, pues sobrepone distintas teorías, hipótesis y especulaciones que en un momento se admitieron como científicas, pero que, posteriormente, se descartaron como tales.110 Esta zona de intersección es el detonante de una serie de cuestionamientos que permiten al autor exponer su propia búsqueda. Es así que Castera plantea una visión integral del hombre, en tanto que representa un microcosmos, constituido e influido por distintas fuerzas morales, intelectuales y espirituales, a semejanza de la materia sobre la que actuaban la fuerza de gravitación, la mecánica y la electromagnética, por mencionar algunas, pero por supuesto, esta visión va más allá de la concepción mecanicista del ser humano. De ello se desprende que la discusión que subyace en la obra gira en torno al alma, mejor dicho, a su búsqueda o su creación, ya sea que ésta habitara en el corazón, como en la antigua concepción, o en el cerebro, como se pensó posteriormente. En esta dirección se confrontan y, a la vez, integran, la visión idealista del boticario, quien dirige sus cuestionamientos hacia la idea del espíritu, y la materialista del científico, quien, por el contrario, dirige su interés a la noción de fuerza, pero ambos pensando en aquello que permite la vida más allá de las funciones orgánicas, es decir, lo que deriva de los pensamientos y las emociones. En este sentido, las preguntas que formula el científico muestran su afán por estudiar aquello que no se observa a simple vista, de la misma forma en que se estudiaban los fenómenos físicos, es decir, a la manera como se analizaba la naturaleza y la materia, en general, como ya lo había esbozado en Los maduros, al centrarse en la introspección del personaje Luis el Grande (véase el CAPÍTULO II. LOS MADUROS O LA DUALIDAD DEL AMOR). 110 T. S. Kuhn, Estructura de las revoluciones científicas, p. 146. 122 Así, se encadena una serie de cuestionamientos en torno al funcionamiento del cerebro y la mente, sobre la formación de los pensamientos y las ideas, su desenvolvimiento, la forma en que se producen naturalmente, cómo se transmiten y acerca de la posibilidad de crearlos artificialmente. En su disquisición, el científico ahonda en el cuestionamiento acerca de los factores, tanto fisiológicos como morales, que podrían influir en la generación del pensamiento y de los sentimientos y pone sobre la mesa la perenne discusión en torno a las relaciones entre el espíritu y la materia: “¿Los obstáculos, que son el más poderoso de los incentivos para las pasiones en la vida física, causan igual efecto en la vida intelectual? ¿Somos entonces los esclavos de nuestros defectos, caprichos y sentidos? ¿La vida se multiplica por las sensaciones? ¿El alma reina sobre la materia o ésta domina al alma?” (VII, ). A esta última cuestión se ligan otras que nuevamente vinculan el estado físico con lo inmaterial, de modo que se pregunta qué sucede con el alma en las condiciones catalépticas o de suspensión de la actividad motora e intelectual, y, aún más, si es posible intervenir sobre ella, mediante la aplicación de fuerzas como la electricidad o el magnetismo, a fin de lograr que aquellos que padecieran de idiocia pudieran pensar, pero ¿cómo lograrlo? ¿Acaso el pensamiento puede transmitirse como se transmite el calor y la electricidad? De este modo se propone el estudio de la transmisión del pensamiento y la influencia de la voluntad, no ya sólo desde la actividad especulativa y teórica, es decir, mediante el puro razonamiento, sino desde la experimentación y la observación: —Aquí tiene usted un caso de magnetismo producido por mi voluntad –dijo dirigiéndoseme–. Esta mujer duerme, duerme profundamente. El sueño magnético es completo. […] En su estado normal carece absolutamente de inteligencia, no piensa, no siente, no quiere, no recuerda, es una idiota. Una mujer que tal vez juzgaréis hermosa, pero imbécil. Solamente en el sueño magnético funciona en ella la vida con sus sensaciones. Cuando termina el estado sonambúlico, los ojos pierden su brillo; la voz, su expresión; el cerebro, el recuerdo y el cuerpo una parte de sus movimientos y de sus funciones. Despierta nada comprende. Es un ser que no puede vivir o que no vive más que en ese estado. No ha existido en ella la inteligencia y por lo mismo no puede producírsela, despertársela o cultivársela. He aquí el caso que estudio. Durante el sueño sonambúlico, el estado de percepción para las ideas es bastante poderoso y 123 aun tiene también días de una profunda y admirable lucidez. Cuando hago que éste termine, no me encuentro más que con un cadáver. ¿Conocíais algo semejante? (X, 38). La presentación de la joven genera nuevos cuestionamientos y sensaciones en el farmacéutico, que es lo que condicionará su comportamiento en los encuentros restantes, en los que prevalece la descripción de las reacciones emotivas provocadas por la voz de la mujer y su figura. En la tercera conversación, ante una pregunta del farmacéutico, interviene la sonámbula, quien expone la influencia de la bilis en la formación del pensamiento. Sus participaciones giran en torno a la inspiración, que es explicada en términos fisiológicos, y en la generación del pensamiento o formación de una idea, punto de mayor interés para el científico. La exposición en voz de la sonámbula conduce a los colaboradores a comentar diversos problemas sobre el alcance de la investigación científica, de modo que se establece una analogía entre la forma en que se estudia la vida orgánica, plantas y minerales, y el modo en que podría estudiarse el desarrollo de las ideas. Como apunté, Pedro Castera manifestó un especial interés en la fisiología del cerebro. Así, pues, no es casual que en Querens el autor haya recurrido al magnetismo para abordar literariamente aspectos vinculados con procesos y facultades mentales y con el espíritu. Por eso, en voz de los personajes, señaló que si bien las distintas ciencias habían investigado y construido monumentos a la razón humana al descomponer el aire, volatilizar el mineral, transformar las sales en cristales, controlar el rayo, calcular matemáticamente la precisión de ciertos acontecimientos, combinar los gases, reconstruir razas extintas y establecer las leyes de la transformación de la materia, el hombre aún no había podido descubrir el principio vital que le permitiera crear un ser vivo, aspiración que, aunque pareciera un absurdo o un imposible, debía ser objeto de estudio de todo pensador. Asimismo, advirtió que, así como la ciencia había descubierto el medio por el cual se transfería el calor, el sonido, la luz y la electricidad, también debía preocupar tanto la forma en que se crea el pensamiento y las ideas, como la forma en que se transmiten. El autor hizo 124 breves alusiones a los estudios físicos y químicos de la época, al referirse a las teorías del movimiento ondulatorio y a las teorías fluídicas, las cuales, más que contraponerse, en conjunto, daban cuenta de las diversas explicaciones dadas a los fenómenos físicos, por lo que algunas fueron adoptadas por las corrientes ocultistas. Pero dado que las ciencias físicas no eran suficientes, se debía recurrir a los estudios magnéticos como vía para el tratamiento de un fenómeno psíquico o, en otras palabras, espiritual. Así pues, la ciencia debería poder extender su ámbito de acción más allá del orden físico y procurar respuestas a planteamientos de carácter intelectual, moral y espiritual. En esta misma entrevista, la sonámbula, tal como se explicaba en las descripciones de los fenómenos mesméricos e hipnóticos, es capaz de ver la situación de los involucrados en el experimento y diserta sobre sus condiciones: —¿Qué es un ser sin pasiones? ¿Qué es un ser con los instintos vivos y con las pasiones gastadas o muertas? ¿Qué son las ideas que no estén animadas por los movimientos del corazón? ¿Qué es la inteligencia en un ser que carece de sentimientos? ¿Qué son los pensamientos sugeridos por sólo la reflexión y en los que no brilla la llama del deseo, el ímpetu de la ira, la abnegación del amor y el entusiasmo y la grandeza de una pasión? (XIII). Aún más, aborda el tema de la representación literaria de las emociones a partir de dos referentes: Dante y Goethe, ejemplos de cómo la expresión poética es capaz de transmitir sensaciones y de comunicar ideas vastas sobre el ser: “Uno crea el poema de las pasiones, y el otro, el poema de las ideas. El primero anima a la Naturaleza con el corazón, y el segundo, con el cerebro” (XIII), posiciones semejantes a las asumidas por el boticario y el científico. La cuarta y quinta entrevistas (capítulos XIV y XVI) tienen un mayor desarrollo narrativo, debido a que se centran en la “historia de amor” imaginada por el boticario. Están antecedidas por la introspección del personaje, quien revisa su estado emocional, asume su enamoramiento y hace su propuesta de matrimonio. Su idealismo romántico se evidencia en la búsqueda de la unidad y la fusión amorosa: “mezclar nuestras dos existencias para convertirlas en una caricia eterna” (XIV), mientras que el científico sigue empeñado en 125 resolver el problema científico, pero cede ante el ofrecimiento, más por la posibilidad de aumentar los recursos humanos para alcanzar su objetivo, que porque honestamente lo considere viable: Una sonrisa irónica se dibujó en los labios de mi amigo al contestarme a ellas. —Yo no tengo inconveniente alguno y, por el contrario, no desearía otra cosa más que verla a ella y a usted felices. Asociémonos para curarla y cuando esto sea un hecho, el corazón creado por usted natural es que le pertenezca. Ya le he dicho que fuera del estado sonambúlico esa mujer es una idiota. Es preciso que la vea en ese estado. Estoy seguro de que sólo su compasión despertará (XIV). El experimentador modifica sus métodos y su objetivo. Si bien había probado con el magnetismo, la electricidad y el ejercicio, es decir, con recursos de la Naturaleza para animar la inteligencia, ahora implementará un elemento del ámbito moral o espiritual: la estimulación del corazón anímico: “Es un cerebro que no puede concebir hasta que el corazón ame. Amando, aun cuando no sea a mí, habré creado un ser. Hágala usted que ame. He ahí la inteligencia creada, la mirada con pasión, la sonrisa luminosa, la voz expresiva, el movimiento y las ideas; casi el ser... Pero, ¿y el corazón y los sentimientos, cómo, cómo crearlos..?” (XIV). Así, la creación de las pasiones se emprenderá por vía de la palabra, en una especie de tratamiento por sugestión, pues el científico le pide al boticario que exprese sus emociones de modo que las haga surgir en la sonámbula: “Háblele usted. ¡Hágala sentir! ¡Hágala amar!” (XVI). Pese a la elocuencia que caracteriza al boticario, éste se ve impedido a exteriorizar, por medio del lenguaje, todo el sentimiento por él experimentado: “Las palabras como que se rompían antes de atravesar mis labios, y las frases que lograba pronunciar eran vagas, indecisas, frías y nada podían expresar de los movimientos convulsivos que parecían despedazar por su violencia el corazón. ¡Y era que el sentimiento así habla, y era que la pasión así se expresa!” (XVI). La sexta y última entrevista (capítulo XVI) se concentra en la conclusión del experimento, en la que se da fin al sueño magnético o sonambúlico para regresar a la mujer a su estado 126 natural, es decir, al estado de inercia. Con ello vienen dos posicionamientos: la decepción del boticario, y la impasibilidad del científico que continúa su búsqueda. Aunque por caminos diferentes, tanto el científico como el boticario intentan ir más allá de la visión mecanicista del ser humano y del automatismo, de la vida vegetal que consistiría sólo en la realización de las funciones fisiológicas básicas, pero sin el impulso y la fuerza que hace del hombre un ser de ideas, de pasiones y de acción. Tal como lo venía planteando la filosofía –que identificaba tres estadios en la conformación del ser humano: sensibilidad, inteligencia y voluntad–, el científico y el boticario buscan conformar al ser humano completo, por lo que los largos monólogos que pudieran parecer digresiones que retardan la narración, en realidad son la exposición del mapa de las facultades humanas, desde los sentidos y las pasiones, hasta la razón, las ideas, la conciencia, el pensamiento, la memoria, la inspiración, la meditación, la imaginación y la voluntad, en una especie de modalidad ensayística, mucho más presente aquí que en el resto de las novelas, y que se impone al modo narrativo. 4. Comentarios finales: Las pasiones como problema científico y estético Mediante dos personajes, opuestos complementarios, Pedro Castera explora en Querens distintas visiones de las pasiones y del amor; la principal consiste en su concepción como fuerza motriz de la vida. De este modo, el planteamiento del argumento a partir de los postulados del magnetismo y el hipnotismo, tomados como fundamentos científicos para la exploración, fue la vía para acercarse a las intrincadas relaciones entre espíritu y materia, asunto que exploró en toda su obra de diversas maneras, ya sea por su filiación espiritista o por su interés científico. Aunque el final de la novela plantea una bifurcación en el sentido y alcance de la ciencia, el arte y el amor, para algunos críticos, un evidente fracaso, considero que, más que un cierre definitivo o una conclusión, Castera desarrolla narrativamente sus dudas en torno a ciertos planteamientos científicos y ocultistas que se discutían en el momento y sobre cuáles serían sus consecuencias en la vida de los seres humanos. De este 127 modo, en esta novela corta, se encuentran planteadas muchas de las inquietudes del autor, pero llevadas al límite de una forma artística más cercana al ensayo que a una novela. En esta narración no se trata sólo de crear a la mujer ideal, asunto poético por excelencia y uno de los temas fundamentales en la obra casteriana, sino de abordar el misterio de la generación de las ideas y de las pasiones, de la creación de la vida, no en el mero sentido biológico o material, sino espiritual, aquella que no se limita a los procesos fisiológicos, sino la que infunden las pasiones, la voluntad y la imaginación. Llevada esta reflexión al ámbito estético, el autor insistió en que para que el arte cobrara vida debía ser capaz de comunicar, de transmitir emociones, de expresar, pues la expresión era equiparable al alma de los seres humanos; sin pasiones, no hay expresión; sin expresión, no hay arte y no hay vida posible. Si bien no se tienen noticias certeras sobre el momento de escritura de la obra, y aunque apareció meses antes que Dramas en un corazón, propongo Querens como la culminación o el punto de mayor exploración del proyecto escritural del autor que coincide con el final del siglo y la incorporación de nuevos paradigmas científicos y estéticos en el ámbito nacional. Aunque para algunos estudiosos resulte difícil integrar la obra a un proyecto unificado del escritor, por la temática y los recursos estilísticos y narrativos empleados, mezcla de costumbrismo, romanticismo y modernismo, en Querens, Castera ofrece el tratamiento de diferentes temas vinculados con su visión de mundo, una visión que, planteada en términos de dicotomías y oposiciones que parecieran irreconciliables, busca siempre un punto medio. Abundan en la novela disquisiciones y monólogos en los que se abordan, de forma muy imbricada y por momentos confusa, elementos clave de su pensamiento, tales como las relaciones entre el cuerpo y el espíritu, la razón y el sentimiento, el cerebro y el corazón, la ciencia y el arte, el individuo y la sociedad, entre otros. Este entramado de ideas en realidad corresponde a una búsqueda autoral que en la novela se plantea como el estudio de un fenómeno de la naturaleza desde dos tipos de conciencia o dos puntos de vista: uno racional y científico, y otro idealista, asociado con el arte y con la parte sensible del hombre. Como el propio título de la novela sugiere, Pedro Castera se 128 configura mediante Querens como un eterno buscador de razones y explicaciones para el impenetrable misterio del amor, del que logra plasmar dos de las modalidades que más le atrajeron: el amor a la mujer y el amor por la ciencia y el conocimiento, aspectos fundamentales de su poética. No obstante, aún queda por revisar otra de las formas que tomaron sus reflexiones, asunto del siguiente capítulo. 129 CAPÍTULO IV DRAMAS EN UN CORAZÓN O LOS EXTRAVÍOS DE LA MENTE 1. Una novela psicológica poco conocida Dramas en un corazón es la última novela que Pedro Castera dio a la imprenta. Apareció pocos meses después de Querens, según lo refieren algunas notas periodísticas que anunciaron su puesta en venta a partir de marzo de 1890, así como la concesión de la propiedad literaria a su autor.1 La Tipografía de Eduardo Dublán y Compañía fue la encargada de la impresión y se vendió en las oficinas de El Universal al precio de 75 centavos; no obstante, al igual que Querens, nada se dijo sobre ella.2 Algunos años después, en 1900, El Universal la incluyó como parte de una curiosa lista de obras que proporcionaba a sus lectores mediante cupones, entre las que se encontraban Mi primer crimen de Macé, Amor criminal y Grandes crímenes de Gorón, La duquesa azul de Paul Bourget, Amores trágicos de Soto Hall, Sueños constelados de Flammarion y Lourdes de Zola.3 1 “El elegante escritor que tan popular se ha hecho con su poética novela Carmen y con sus pintorescos cuentos mineros ha escrito y publicará próximamente una hermosa novela superior a las obras citadas a la que puso el interesante nombre de Dramas en un corazón. / Los amantes a las bellas letras no necesitan que se les recomiende el autor ni la obra, por eso sólo les anunciamos que pronto estará a la venta” (Sin firma, “Dramas en un corazón”, en El Diario del Hogar, año IX, núm. 153, 12 de marzo de 1890, p. 3). Sobre la propiedad literaria, véase Sin firma, “About towns”, en The Two Republics, vol. XXX, núm. 112, 24 de mayo de 1890, p. 4; Sin firma, “Dramas en un corazón” [anuncio], en El Universal, t. v, núm. 24, 4 de junio de 1890, p. 2 y Sin firma, “Diario Oficial. Secretaría de Justicia. Propiedad literaria”, en El Siglo Diez y Nueve, 9ª época, año 49, t. 97, núm. 15 722, 27 de junio de 1890, p. 1. 2 Todas las citas de la novela corresponden a esta edición: Pedro Castera, Dramas en un corazón, México, Tipografía de E. Dublán y Comp., Calle del Refugio, núm. 15 (entresuelo), 1890, 207 pp. En 1986, Luis Mario Schneider la incluyó en su antología para Editorial Patria. A diferencia del resto de las novelas de Castera, ésta no cuenta con nuevas ediciones. 3 Cf. “Obsequio de El Universal a sus lectores”, en El Universal, 5ª época, t. I, núm. 2 (3 de octubre de 1900), p. 3. 130 Es poco lo que se ha dicho sobre Dramas desde que vio la luz. En 1907, Luis Castillo Ledón, director de la célebre Savia Moderna, consideró que era una novela psicológica a la manera de Paul Bourget, aunque “por desgracia poco conocida”.4 Mucho tiempo después, en 1957, Donald Gray Shambling destacó el detallado estudio del desarrollo de las pasiones en los personajes y el auto análisis que éstos hacían de sus problemas, especialmente, el enfocado al proceso pasional, por lo que la consideró antecedente del método objetivo de los realistas, aunque confunde la datación de la novela, al ubicarla en 1882.5 Treinta años después, Luis Mario Schneider la incluyó en su célebre antología dedicada a Castera y apuntó que la novela reunía en dos historias “la repetición de un mismo drama de amores, celos, muerte, venganza y justicia”.6 Por su parte, Óscar Mata señaló que las dos partes que la componían podían ser leídas de forma independiente, como dos novelas cortas, la primera de las cuales, en su opinión, era un texto de indudable “vanguardismo” para su época, si bien el término resulta anacrónico.7 Recientemente, José Antonio Maya incluyó la novela en un grupo de narraciones psicopatológicas publicadas a finales del siglo XIX en México, en las que los excesos pasionales de los protagonistas los conducen a la locura.8 4 L. Castillo Ledón, “La novela y La Chiquilla de González Peña (1897)”, en La Patria, año XXXI, núm. 9259 (2 de noviembre de 1907), pp. 2-3. El novelista y crítico francés Paul Bourget (1852-1935) es considerado uno de los principales teóricos de la llamada novela de análisis o nueva novela psicológica, de gran éxito en las últimas décadas del siglo XIX en Francia, en un momento en que la psicología se emancipó de la fisiología y, al mismo tiempo, adoptó el método positivista de estudio, sobre todo, mediante los estudios en torno a la patología del genio y del criminal de los trabajos de Lombroso y su escuela (cf. Joan Oleza, “El movimiento espiritualista y la novela finisecular”, edición digital a partir de Romero Tobar, L., ed., El siglo XIX, vol. II, y en V. García de la Concha, dir., Historia de la literatura española, pp. 776-794). En su obra, tanto de ficción como de crítica, Bourget abordó diversas problemáticas relacionadas con la modernidad, como puede verse en Un crime d’amour (1886) y Le disciple (1889), así como en sus ensayos, Essais de psychologie contemporaine (1881), Nouveaux essais de psychologie contemporaine (1886) y Physiologie de l'amour moderne (1891), en los cuales Bourget materializa sus ideas en torno a que el estudio psicológico debía fundamentarse en el análisis de todo dato accesible acerca de una personalidad, pero yendo más allá de los factores deterministas (cf. Christian Sperling, La narrativa modernista de México: sensibilidad finisecular y el discurso científico sobre la conciencia humana, p. 89). 5 Cf. D. Gray Shambling, Pedro Castera: romántico-realista, p. 47. 6 L. M. Schneider, “Prólogo”, en Pedro Castera, Impresiones y recuerdos. Las minas y los mineros. Dramas en un corazón. Querens, pp., 7-30; loc. cit., p. 17. 7 Cf. Ó. Mata, La novela corta mexicana en el siglo XIX, p. 80. 8 Cf. J. A. Maya, Ficciones psicopatológicas, pp. 103, 118, 122, 127. 131 Pese a su exigua recepción crítica, es evidente que la obra posee características que plantean cuestionamientos interesantes y que aún no han sido objeto de discusión, tales como su cercanía con la novela psicológica o las narraciones modernistas, caracterizadas estas últimas por la subjetivización, el empleo de narradores en primera persona, la introspección en la mente de los personajes, y el uso del monólogo interior,9 soluciones ya propuestas por el Romanticismo, pero que en la literatura de fin de siglo se retoman y se vinculan con la tendencia patologizante de las explicaciones científicas en torno al mundo interior, dando como resultado la exploración discursiva de los estados alterados.10 La novela de Castera aborda varios de estos elementos unos años antes de que los decadentistas mexicanos comenzaran con la vivisección y la autopsia de los estados del alma, como dijera Bourget. No obstante, su actitud se aleja de la “típica pose decadentista” que buscaba asustar al burgués mediante el tratamiento de asuntos escandalosos y, al mismo tiempo, llamar la atención sobre un “nuevo proyecto estético”,11 pues, pese a inscribirse en el contexto finisecular y desarrollar la cuestión del tedio vital, su acercamiento tiene un cauce diferente. En este sentido, resulta oportuno estudiar las coordenadas sobre las cuales el autor construyó su texto, entre las que cabe mencionar elementos afines a el Realismo y el Naturalismo, que había ejercido años atrás, cuando dio a conocer sus narraciones mineras, así como rasgos pertenecientes al Romanticismo y a su profesión espiritista.12 En vista de 9 Cabe señalar que el recurso del monólogo interior ya se encuentra en la novela Por donde se sube al cielo de Manuel Gutiérrez Nájera, incluso, como se explicó, también en Carmen, publicadas ambas en 1882. 10 Cf. Christian Sperling, op. cit., p. 11. Al respecto, véase también Ana Laura Zavala Díaz, De Asfódelos y otras flores del mal mexicanas. Reflexiones sobre el cuento modernista de tendencia decadente (1893-1903). 11 Cf. Ch. Sperling, op. cit., p. 10. 12 Con respecto al naturalismo de Castera, María Guadalupe García Barragán expresó que los cuentos mineros constituían las primeras páginas naturalistas en Iberoamérica, tanto por el método documental empleado, consistente en tomar notas directamente del medio, técnica propia de la narración experimental, como por sus descripciones de un intenso realismo, a veces “brutal”, que reproducían con fidelidad tipos y ambientes verdaderos, y recalcó el hecho de que las narraciones mineras habían aparecido diez años antes de Germinal (1885) de Zola (cf. M. G. García Barragán, El naturalismo literario en México, pp. 17-22). Como parte del eclecticismo de la literatura mexicana de fin de siglo, Alberto Leduc fue otro de los escritores que en su gama de registros exploró, al decir de Zavala, “los linderos de un realismo sombrío próximo al naturalismo, hasta expresiones más cercanas al romanticismo macabro 132 ello, en los siguientes apartados expongo el análisis de la obra, partiendo de algunas consideraciones acerca de su estructura narrativa, para posteriormente, examinar el tratamiento que da al tema de las pasiones tanto en la configuración del mundo interior del personaje central, como en su relación con algunos aspectos sociales, mediante la intercalación del discurso argumentativo en el desarrollo de la acción narrativa. 2. La construcción de un drama Aunque se desconoce la génesis del texto, dada su estructura, planteo como hipótesis para posteriores indagaciones sobre su historia, la posibilidad de que una parte de la novela haya sido escrita mucho antes de 1890 y que el autor la recuperara y le hiciera añadidos. Por la escasa información que se tiene, sabemos que la novela se publicó y vendió completa, pero algunos de sus rasgos recuerdan textos que dio a conocer en la década de 1870. En este sentido, llama la atención que el tiempo que existe entre la aparición de los primeros cuentos mineros y Dramas coincide con el apunte que hace uno de los personajes, sobre un lapso de quince años entre dos hechos claves de la novela. ¿Será posible que parte de Dramas en un corazón sea el texto “Un combate” que —se dice— apareció en Cuentos mineros. Un combate en 1881, pero que se excluyó de las ediciones posteriores de Las minas y los mineros? Aunque hasta el momento no me ha sido posible constatar la existencia de esa edición, alimenta mi especulación el hecho de que, en algún momento, Castera exploró el género teatral, así como el postulado principal de la novela en torno al combate entre las pasiones y las ideas de los personajes. Así, pues, Dramas en un corazón está formada por dos partes, cada una de las cuales desarrolla una faceta distinta del conflicto de un mismo personaje, aunque con diferente tono. La “anécdota sentimental” gira alrededor del amor no correspondido; un caso de agritudo de Edgar Allan Poe” (A. L. Zavala Díaz, op. cit., p. 92), así como aspectos relacionados con el espiritismo, del que también fue seguidor. Sobre Leduc, véase Libertad Estrada Rubio, “Estudio preliminar”, en Edición crítica de En torno de una muerta de Alberto Leduc (2015). 133 amoris que deriva en un amor hereos o enfermedad de amor, como dirían los médicos antiguos y medievales.13 Su estructura corresponde al modo característico empleado en la novela realista —y de algunas obras naturalistas— para el desarrollo de las tramas, pero al mismo tiempo, recupera elementos de construcción de la tragedia. 14 La primera parte de la novela, que lleva por título “El boceto de un cuadro”, es de carácter presentativo o descriptivo, en el sentido que le da José Ortega y Gasset, donde “lo que complace no es tanto el destino o la aventura de los personajes, sino la presencia de éstos. Nos complace verlos directamente, penetrar en su interior, entenderlos, sentirnos inmersos en su mundo o atmósfera”,15 cualidad vinculada al desarrollo de la novela psicológica y que Baquero Goyanes explica como una construcción que no alude al tiempo ni al espacio, sino más bien, a “poner hábilmente ante los ojos del lector hechos, ambientes y personajes en su momento más expresivo, en el que menos recargo descriptivo necesitan”.16 Así, está sección conformada por catorce episodios, en los que un narrador en tercera persona refiere la historia 13 Según la concepción antigua, el amor no correspondido era patológico debido a que causaba un desequilibrio en los humores. En estos casos, la alteración de la bilis negra, origen del humor melancólico, provocaba perturbaciones en el cerebro —asiento de los afectos— que repercutían en el corazón, el cual, a causa de la acción simpática con el cerebro y por las venas que lo circundaban, sentía el dolor y sufría una violenta convulsión espasmódica. Debido a los estados mentales producidos por la melancolía y a los síntomas somáticos que producía, tales como palpitaciones, vista nublada, temblores, etcétera, asociados con la locura, surgió la relación del deseo erótico insatisfecho con la demencia (cf. E. Lacarra Lenz, op. cit., pp. 29-44). 14 Recuérdese, por ejemplo, La incógnita y La realidad (ambas de 1889) de Benito Pérez Galdós, “formas literarias distintas de una misma materia argumental”, como diría Gonzalo Sobejano, que pueden ser leídas como partes de la misma historia –en la que se refiere un crimen de época–: la primera novela ordena una serie de sucesos a través de la subjetividad de un personaje mediante el recurso de la escritura epistolar, mientras que en la segunda se desarrolla la intriga a través de la acción dialogada (cf. G. Sobejano, “Forma literaria y sensibilidad social en La incógnita y Realidad de Galdós”, Revista Hispánica Moderna, año 30, núm. 2, abril, 1964, soporte electrónico: [consultado el 1º de junio de 2020]). También, téngase en cuenta La Regenta de Leopoldo Alas Clarín, donde se habla de una primera parte de carácter presentativo, “en la que apenas sucede nada”, pues se plantea la situación problemática de Ana Ozores y se define la personalidad del magistral, y una segunda de carácter activo, en la que el autor se concentra en el hilo narrativo, sin necesidad de abundar en el excurso ambiental o retrospectivo (cf. Juan Oleza, “Introducción”, a La Regenta, pp. 72-73). 15 Ortega y Gasset, Ideas sobre la novela, p. 157. 16 Mariano Baquero Goyanes, “Sobre un posible retorno a la novela de acción”. Edición digital a partir de Arbor núm.86 (febrero 1953), pp. 149-163. 134 del arrendatario de una mina ubicada en Guerrero, que siente un amor obsesivo por una joven que rechaza sus proposiciones amorosas. Movido por los celos, ya que la mujer se casará con otro minero, el arrendatario busca venganza. En este segmento se alterna la acción narrativa con el discurso argumentativo; cada nimio suceso va acompañado de alguna reflexión generada a partir de una serie de presupuestos o tesis sobre las pasiones y sus efectos en el comportamiento de las personas, con base en la interrelación de la triada percepción – pensamiento – acción. Antes de iniciar el relato, el narrador ofrece una breve justificación del asunto de la obra, al modo de Edgar Allan Poe en “El entierro prematuro”,17 al decir que se trata de un estudio de los “profundos abismos del corazón” y del “claroscuro de un alma”, en el que, sólo por requerimientos estéticos, se ve obligado a abordar problemas que pueden ser considerados enfermedades de la mente o deformidades morales. Para él, el “arte sólo puede existir en la descripción de lo horrible, nunca en su esencia” (I, 6). El narrador agrega que penetra en el corazón humano —ese mundo lleno de sombras y ensueños—, con el objetivo de estudiarlo y lograr, por medio del contraste y la antítesis, la depuración de la conciencia y el ennoblecimiento de las facultades humanas, anhelo al que debían dirigirse todos los esfuerzos del pensamiento (I, 6). El caso que refiere no se sitúa en la gran ciudad ni en el ambiente burgués, espacios característicos de otras narraciones en las que, mediante el juego de las pasiones, se recrean escenas fantásticas, tal como, en opinión del autor, lo hicieron también de E. T. A. Hoffmann, y Ann Radcliffe, lecturas frecuentes de Castera, quien ya había apuntado, en la declaración de principios que antecedió la publicación de sus escenas mineras, dada a conocer en 1875, 17 Señala el narrador en el cuento de Poe: “Hay ciertos temas cuyo interés es atrapante, pero que son demasiado horribles para los propósitos de la ficción legítima. El simple romántico debe desecharlos si no desea ofender o disgustar. Éstos son manejados con propiedad solamente cuando la severidad y majestad de la verdad los santifica y sostiene” (E. A. Poe, “El entierro prematuro”, en E. A. P., Cuentos completos y Las aventuras de Arthur Gordon Pym, pp. 195-205). Sobre la influencia de Poe en la literatura mexicana del siglo XIX y su influencia en Pedro Castera, véase Sergio Armando Hernández Roura, Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922) (2020). 135 que la vida sombría de las minas sólo podía ser descrita por esta clase de “imaginaciones enfermas”.18 Por el contrario, su historia se sitúa en uno de los diversos minerales del estado de Guerrero, en un paisaje agreste y solitario, bellamente recreado por el autor, en el que prevalecen los ruidos salvajes de las fieras y el estampido de las rocas que se desgajan; espacio en el que, como diría en Las minas y los mineros, suceden “crímenes sombríos y ciertos lances, que sólo la casualidad o el destino hacen presenciar”.19 En medio de este clima hostil, la nota discordante la proporciona una joven, cuya provocadora belleza despierta en el arrendatario de una mina “una de esas pasiones que no retroceden ante los obstáculos y que no tienen otra aspiración más que la de poseer” (IV, 12). El arrendatario se enamora de la joven y comienza a cortejarla, pero es rechazado en numerosas ocasiones, lo que genera en él una especie de obsesión que lo lleva a idear un plan para raptar a la mujer y evitar su casamiento con otro minero. El suceso que cierra la primera parte de la novela es una de las mejores elaboraciones literarias del autor, al recurrir a la imagen del descenso a las profundidades para acentuar el conflicto del personaje central, recuperando con ello los rasgos más sobresalientes de sus narraciones mineras, mezcladas con el modo gótico de Radclife, para cerrar esta sección con una descripción realista perturbadora y una atmósfera tenebrosa bastante bien logradas: Tan luego como quedó la joven abandonada en el fondo del pozo, las ratas que antes se habían ocultado de la claridad de la tea, en considerable número se precipitaron hambrientas y devoradoras sobre aquel cuerpo humano e inerte, cuyas formas estaban 18 Cf. P. Castera, “He aquí por lo que ahora escribo”, en P. Castera, Las minas y los mineros, p. 206. En la época, Radcliffe se había convertido en referencia obligada para aludir a la narrativa de misterio y horror. Sobre ella se decía que “tenía el terror en su corazón y en su entendimiento, y en efecto cuando escribe parece como si su imaginación estuviese poseída de un delirio y despreciase las leyes de un arte en el que debe el autor hacer estudio de agradar; pero ha formado un género de estilo en el que nadie la ha excedido” (Diccionario histórico o biografía universal compendiada, t. 11, Barcelona, 1834, p. 37). También fue común en el periodo aludir a la “literatura malsana” en gran medida debido a la influencia que tuvieron los avances médicos en los siglos XVIII y XIX, que permitieron establecer una distinción entre lo sano y lo enfermo. La popularización de esta terminología alcanzó diversos ámbitos, de modo que la crítica literaria también la empleó, sumada a la ya tradicional oposición moral / inmoral, provista por la religión y el estado. 19 P. Castera, “He aquí por lo que ahora escribo”, en P. Castera, Las minas y los mineros, p. 206. 136 veladas por la seda. Los asquerosos y repugnantes roedores atacaron con encarnizamiento aquellas morbideces llenas de inocencia y de incomparables virginidades y blancuras. A la luz vacilante que iluminaba el fondo del pozo, vióse desaparecer el brillo y la claridad del género, bajo una masa oscura y negra, movediza, sombra carnosa que parecía trémula, tiniebla en que se envolvía la vida, ondulación informe que tenía en sus agitaciones algo de apocalíptica creación. Con las heridas causadas por las mordeduras de aquellas pequeñas y numerosas bocas, la joven volvió instantáneamente de su letargo, y al verse en aquella situación, el peligro y el horror la hicieron lanzar agudos gritos, quejas en las que hablaban su martirio, así como el espanto que le produjo al despertar verse entregada a aquellos hambrientos roedores. / Minutos después, cesaron sus débiles quejas, y entre las tinieblas densas y profundas sólo se oía un estertor convulso, el agudo chillido de alguna rata o el roce crispante que producían sus colmillos contra los alambres que la sujetaban, o tal vez contra los huesos. A lo lejos se escuchaban también unos pasos ensordecidos por la distancia, que se alejaban entre la sombra (XIII, 66). La segunda parte, “Rosas y fresas”, consta de dieciséis capítulos en los que se desarrolla un suceso acaecido quince años después del relatado en la primera, referido por un narrador testigo. Un rico hacendado llamado Saúl y su joven esposa, de nombre Rosa, viven en una hacienda de beneficio en Coyuca, Guerrero, a donde llegan dos visitantes: el narrador testigo y su amigo Franz; ambos quedan prendados de la belleza de la mujer y de las riquezas de la hacienda, por lo que deciden quedarse y entablar amistad con los propietarios.20 Durante su estancia, Franz seduce a la esposa, lo que provoca la cólera del marido, quien buscará vengarse a toda costa. Destacan en esta sección las descripciones espaciales, tanto de la zona montañosa guerrerense, a las que Castera imprime un tono grandilocuente romántico, como del ambiente de la hacienda minera, en las que recrea cronométricamente el trabajo de fundición y en las que toman relevancia la técnica, la ciencia, el cálculo y el orden, manifestaciones, todas, de la modernidad. Además, la incorporación de cuadros costumbristas, notas y datos provenientes de los artículos de divulgación científica del autor dan cuenta de la reutilización de sus propios materiales. Asimismo, resaltan algunas digresiones que, más allá de romper el hilo de la narración principal, permiten introducir la voz del autor ficcionalizado para 20 Este esquema situacional se encuentra también en textos como “Sobre el mar” de Impresiones y recuerdos (1882) y “Flor de llama” de Las minas y los mineros (1887), donde dos jóvenes provenientes de la capital se detienen en haciendas mineras o de fundición, en las que conocen a una bella mujer que enamoran; ambas historias tienen un trágico fin con móviles distintos: en la primera, la venganza, en la segunda, el desamor. 137 ironizar sobre algunos aspectos del amor, es decir, para integrar un punto de vista humorístico en contraste con el tono dramático general de la narración. Así, en los capítulos V, VI y VII, en los que se incorpora, primero, una reflexión sobre la relación entre el clima y las sensaciones y, después, la verdadera digresión que consiste en la mención de algunos pasajes autobiográficos en los que el autor refiere, a propósito de sus ideas sobre el avance en el conocimiento científico y las necesidades humanas, como la alimentación, una relación de época en la que cuenta sus reuniones con personalidades como Ignacio Manuel Altamirano, Ramón Alcaraz, Ignacio Cumplido y Manuel de Olaguíbel. Aunque el efecto que produce esta inserción es de discontinuidad, cabe señalar que Castera empleó este recurso en varias ocasiones. Así, en sus narraciones, ficcionalizó o hizo alusiones a algunos de sus amigos y colegas, entre ellos, Santiago Sierra (en “Ultratumba”, 1872), Manuel de Olaguíbel (en “Un viaje celeste”, 1872) y Francisco Sosa (en “Fragmentos de un diario”, 1873), como una forma de acercar la narración a los lectores y como una manera de integrarse al mundo letrado de la época, en el que él suele ubicarse como aprendiz, según refiere en “Los careyes”, donde explica su posición en la redacción de La República, al lado de Altamirano y Riva Palacio. No obstante, estas presencias no logran integrarse de la mejor manera y no pasan de ser meras alusiones, salvo, quizá, por el caso de Franz Cosmes en esta novela. Dada la forma en que se estructura la obra, puede notarse un claro seguimiento de la poética aristotélica.21 Cuando el narrador menciona que Dramas en un corazón es una especie de “novela dramática” alude a que hay imitación de personas que obran, lo que sucede fundamentalmente en la segunda parte. De este modo, las dos partes de la novela se vinculan 21 Según la poética de Aristóteles, la tragedia era la imitación, no de personas, sino de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, mediante la actuación de los personajes — y no sólo con el relato—, a fin de producir compasión y temor. En este sentido, el núcleo de la tragedia lo constituían los hechos y la fábula (cf. Poética, 6, 1449b, 25; 1450, 25). Sobre la estructuración de los hechos, Aristóteles advertía que debía tener principio, medio y fin, amén de unidad. Si bien señalaba que existían fábulas simples y complejas, éstas se caracterizaban porque el cambio de fortuna se acompañaba de peripecia, agnición y lance patético (cf. Poética, 10, 5), es decir, de cambios repentinos debido a sucesos imprevistos, reconocimiento de identidades o reencuentro de personajes, y eventos como muertes, tormentas o heridas que cambian el sentido de la acción principal. 138 no sólo temáticamente, sino también por una serie de recursos estructurales que permiten establecer la relación que media entre ambas. Uno de ellos consiste en la reiteración, en más de una ocasión, de la anécdota principal planteada en “El boceto de un cuadro”, en la parte “Rosas y fresas”, lo cual constituye una construcción en abismo. Castera hace uso de este recurso con mayor o menor fortuna. En principio, el narrador- testigo —ficcionalización del autor— pone en juego el recurso del dato oculto para crear tensión narrativa, la cual también se alimenta por varios indicios que va dejando, ya sea en forma de recuerdos o de suposiciones, puesto que la perspectiva desde la que narra no le permite conocer toda la información. Aunque es el encargado de referir el drama en el que se ven envueltos los tres personajes, desconoce los antecedentes del arrendatario expuestos en la primera parte y que sí conoce el lector. No obstante, conforme se establece la relación entre los visitantes y los propietarios de la hacienda, el narrador-testigo advierte un comportamiento extraño entre el dueño y su amigo: Y Franz siempre silencioso. A cada momento observaba en él una preocupación mayor, y advertía, por más que él tratase de disimularlo, que se fijaba en el marido más que en aquella preciosa mujer. [....] Franz y el esposo habían hecho recuerdos, y parece que también no era la primera vez que se encontraban en la vida; antes de aquélla habían tenido algunos negocios por medio de los cuales sus relaciones se habían estrechado; por las frases corteses que se cambiaban, parecía que volvían a tratar de relacionarse o intimarse. Yo notaba algo oculto en el fondo de aquella plática; la intención de ciertas frases, el acento que se les daba, las miradas con las cuales las acentuaban aún más; miradas-relámpagos cruzadas entre Rosa y Franz, tal vez sorprendidas por su esposo (VII, 110). Por esta misma razón, el narrador-testigo siembra pistas que dirigen la trama hacia la identidad de la mujer, a quien reconoce como la vendedora de fresas y rosas que había visto tiempo atrás. Posteriormente, la atención se dirige al esposo, en cuyo reconocimiento interviene Franz, quien es el que proporciona nuevos datos al referir, de forma sucinta, la trama de la primera parte, con lo que confirma haberlo conocido en el pasado. A continuación, en medio de una cena en la que se reúnen los cuatro personajes, Franz cuenta 139 una historia “espeluznante” que, en esencia, describe lo sucedido en “El esbozo de un cuadro”: Iba a referir una anécdota, que tal vez no venga al caso, pero que no sé por qué causa vino a mi recuerdo. [...] / —Esperamos la historia; supongo que la anécdota será histórica —prosiguió nuestro elegante huésped, comenzando a escanciarnos aromático Rhin. [...] / —Histórica no lo sé; yo la oí referir como la refiero. / —Como vas a referirla —rectifiqué. / —A mi esposo agrádanle mucho las anécdotas. Suelen divagarlo de sus cálculos. Su amigo de usted —dijo a su turno Rosa dirigiéndoseme— es una anécdota viviente, una anécdota constante. Se ve su talento de invención. [...] / —Había en el mineral una joven —comenzó él con narrativa dicción—, que se veía cortejada por varios. Esto nada tiene de extraño. Las mujeres hermosas encuéntranse con frecuencia en igual caso. Entre ellos, contábase un rico arrendatario de una hacienda de beneficio. Rechazábale ella y obstinábase él. Las atenciones con las que lo trataba interpretábalas como coqueterías. Sería largo enumerar la vida y el desarrollo de aquella pasión. El hecho es que el arrendatario, verdadera fiera en sus pasiones, llegó a no poder vivir sin la posesión de aquella mujer. / La mirada de Franz pasaba alternativamente de Rosa a su esposo; nada más natural en toda conversación, los ojos parecen como que apoyan las frases [...] / —El arrendatario, furiosamente apasionado de la joven, tuvo una de esas luchas del sentimiento que a veces engrandecen el corazón. Pasó por todos los tintes, tonos y matices, que describen los novelistas filosóficos bastante soporíferos para mi gusto, vivió algún tiempo delirando, tuvo accesos febriles, quiso acudir al suicidio, y un día... / —¡Espelúznense ustedes! Es seguro que el asunto va a terminar en drama— interrumpí nuevamente. / —Un día supo que la joven a quien adoraba con tanta ceguedad iba a casarse con otro que no era él, y resolvió evitarlo, aun cuando fuese a costa de un crimen. / —Describe usted que no hay que decir —dijo Rosa riéndose—, ya vemos el desenlace. / Su esposo estaba ligeramente pálido y serio. Observaba a Franz fría, y podríamos decir desdeñosamente [...] (XI, 148-151). Estas reiteraciones generan un efecto de suspenso y son empleadas para desenmascarar a los personajes y revelar sus secretos, a la manera de las tragedias. También, como se observa en la cita, en la construcción en abismo se introduce un comentario para ironizar acerca de la propia temática de la novela y su desarrollo, que es considerado propio de “escritores soporíferos”. Tanto Franz como Saúl asumen diversos papeles: el primero, ya no sólo es uno de los visitantes, sino que es narrador —aparentemente, en tercera persona— y personaje del relato referido (aunque en ese momento, pese a la sospecha derivada de la actitud de ambos, ni los oyentes ni los lectores tengan mayor información), mientras que el segundo es oyente- espectador y también personaje principal del relato contado por Franz. Sólo en una intervención posterior, Franz ofrece nueva información, tanto al narrador-testigo como al lector, que permite el pleno reconocimiento de los actores del drama: 140 —¿Qué te dio en la mesa por referir semejante dramón? —le interrogué tan luego como estuvimos solos—. Creí que ibas a hacer la evocación de Banquo en la tragedia de Macbeth. —Y tendrías razón —replicó en voz muy baja y algo emocionada—, tendrías razón: el hombre asesinado, el amante y el marido ultrajado, soy yo. Y abriendo bruscamente los géneros que lo cubrían, enseñó su pecho desnudo, en el cual vi las cicatrices producidas por varias puñaladas. ¿Y él, él, el esposo de Rosa, es...? —¡Calla! —exclamó con voz conmovida—, calla, ciertas frases parece como que el aire las escucha, y ciertos actos, como que la luz los mira. ¡Calla, hay cosas que se piensan, pero que nunca se dicen! (XI, 156). Aunque dicha anagnórisis es muy efectista, en términos aristotélicos, sería la menos artística, debido a que se lleva a cabo por señales, pero, sobre todo, por ser el mismo personaje quien muestra sus cicatrices, sin ningún tipo de peripecia de por medio.22 Con todo, contribuye a generar el suspenso y la expectativa necesarios en el lector. 3. Las ruedas de engrane de la máquina social En esta intriga amorosa, el esquema de los personajes consiste en tres actores que conforman un triángulo amoroso: la mujer, objeto de amor y deseo, el esposo o pareja legítima y el pretendiente u oponente, con la mediación, en la segunda parte, de un personaje que se vuelve narrador testigo. En términos generales, cada uno de ellos presenta un conflicto derivado de sus pasiones —el amor correspondido, el amor contrariado, el deseo, el odio, la venganza, la ambición— que en algún momento de la historia se entrelaza al de los demás. Todos son presentados mediante su descripción física y su construcción moral y psicológica, el planteamiento de su problemática, su desenvolvimiento en el “gran teatro del mundo” y el desenlace al que son conducidos. No obstante, el proceso de configuración de los actores no es el mismo; el de los personajes masculinos es más complejo, sobre todo, el de uno de ellos, el arrendatario Saúl, quien aparece en ambas partes, por lo que lo veremos desarrollado en dos momentos distintos. Dada su complejidad, pues mediante él se expone la tesis central de 22 Cf. Aristóteles, Poética, 16, 20-35. 141 la novela en torno a las pasiones, a él dedicaré mayor espacio, pero primero comentaré la situación de las figuras femeninas. En “Boceto de un cuadro” el personaje femenino es descrito como una mujer de piel blanca abrillantada y cuerpo gallardo y mórbido, que parecía trasmutar la riqueza y el vigor de la vegetación tropical, con los mismos ritmos y formas que exaltaban los sentidos. El narrador no escatima los detalles en la relación de las cualidades físicas de esa belleza femenil de tipo escultural, cuyo nombre ni siquiera se menciona, pero a la que dota de una capacidad expresiva especial mediante unos ojos negrísimos, en los que se veía la lucha de las pasiones. La larga y cuidadosa descripción logra reforzar la idea del poder avasallador de su belleza, causa del conflicto, pues “despertaba en la mayor parte de los que la veían, esa fiebre de deseos y esa exaltación de los sentidos, que en determinados casos puede llegar a producir un delirio enfermizo y, a veces, hasta el crimen” (IV, 13). La descripción física de la mujer en la primera historia no ofrece mayor novedad con respecto a la de otros personajes femeninos del autor, como la Guapa, del cuento del mismo nombre, o Antonia de “Sobre el mar”. Si bien se resalta su sensualidad, también se reconoce su inteligencia y firmeza de carácter, pues, aunque era consciente de su belleza y los efectos que producía, no buscaba alentarlos; por el contrario, rehusaba las proposiciones que la ofendían, con delicadeza y tacto. No obstante, pese a sus esfuerzos, sólo conseguía generar el efecto contrario: avivar un deseo impuro. A razón de esta extraña condición, el narrador augura un destino trágico para aquellas mujeres que, como la de su narración, sólo despiertan deseos innobles, incluso, en contra de ellas mismas: “¿Qué hace una mujer cuando viéndose amada, con fanatismo si se quiere, pero tan solo por causa de su belleza física, manifiesta con los medios de los cuales puede disponer, que rechaza al que así la considera?” (V, 18). Mediante esta situación el narrador plantea los elementos que concurren en la configuración del infortunio del personaje, que se materializa en su trágico final, en el que se emplean recursos muy similares 142 a los que se ven en el cuento “La Guapa” de Las minas y los mineros, como el rapto de una joven mujer al interior oscuro de la mina, pero con elementos de las narraciones góticas. En “Rosas y fresas”, un narrador en tercera persona hace la presentación de una humilde vendedora de flores y frutas a quien veía trabajar todos los días en una estación de ferrocarril. La describe con una mirada de voyeur, que se deleita en mirar desde lejos los detalles de un cuerpo, a todas luces, bello y provocativo. Aunque su belleza es comparada con la de las obras de Da Vinci y, fundamentalmente, de Murillo, quien, al decir del narrador, “pudo trasladar algo de la vida sensibilizada en la carne al color movilizado por el soplo creador de su genio” (II, 73), los modelos artísticos eran insuficientes para dar cuenta de la magnificencia de la obra de arte encarnada. Pese a la rusticidad del traje, exalta una figura femenina levemente acentuada —se trataba de una joven de quince años— de cutis moreno y “ojos no imaginados, [ni] pensados por nadie”, dotados de “irresistible poder magnético” que traslucían la candidez de una niña, pero también el ansia de placer de una mujer (I, 72). No se trataba de una mirada que transmitiera “el brillo de la inteligencia” o “la luz misteriosa de la inspiración”, sino sólo de una mirada fogosa y ardiente, expresiva en un solo sentido: el del llamamiento de la carne. Aunque le atribuye ciertas cualidades artísticas idealizadas, la ve como la “encarnación exuberante del deleite”, debido a su gracia provocativa y su coquetería natural, propias de toda mujer de pueblo, cuya ignorancia e inocencia la colocaban en inminente peligro de ser una más de las jóvenes que intercambiaban corazones por flores. El narrador no censura la coquetería, pero advierte que “La educación corrige a la coqueta, pero también debe enseñar la coquetería. En las mujeres del pueblo, la coquetería existe, con el doble peligro de la ignorancia y de la inocencia” (II, 74). Esta caracterización lo lleva a concluir que no se trata de una mujer-ángel, sino del tipo que Castera denomina “virgen criolla americana”, “llena de fogosidades y deseos reprimidos” (II, 75). La alusión al intercambio de corazones por flores liga al personaje con lo que se desarrollará en los siguientes capítulos, donde vemos a la joven —que ahora sabemos se 143 llama Rosa—, transformada en la esposa de un millonario de nombre Saúl. Para este momento, el personaje ha pasado por una transformación que se llevó a cabo gracias al marido, a quien todo le debía: su cambio de condición de vendedora de flores a esposa de rico hacendado; de mujer inculta y semisalvaje a mujer instruida. Ahora, era “la misma frescura, pero conservada y cultivada por el tocador; la misma coquetería, pero ya no inconsciente y llena de adorables sencilleces, sino provocativa, incitante, fascinadora” (VII, 105). Su esposo le había despertado las pasiones y también las había educado y había creado su inteligencia (XII, 165). Si bien no se profundiza en el proceso, sí se describen y alaban los resultados: “Desplegaba la mujer todos sus encantos y sus provocaciones. Su finura revelaba lo esmerado de su educación. Cinco años habían bastado para transformarla; cinco años habían sido suficientes para tallar aquel diamante” (XI, 145). Como se observa, vuelve a encontrarse un motivo recurrente en las novelas de Castera que remite al mito de Pigmalión, pero en la modalidad consistente en la transformación de una mujer de bajos orígenes en alguien capaz de pasar por una persona instruida o de alta sociedad.23 Pese a su favorable condición, el conflicto del personaje consiste en que había contraído matrimonio por agradecimiento. Si bien Rosa estaba casada con el acaudalado Saúl, no parecía amarlo, pues “amar el deber es bello, y es más que bello, grande; pero amar el deber, no es amar” (XII, 163). Aquí, encontramos otra de las constantes en la obra de Castera: mujeres que, pese a estar en el mundo, no han experimentado el amor, de modo que son vírgenes en sentimiento, aunque sumamente apasionadas. Aunque no pareciera demostrarlo, Rosa era “uno de esos espíritus luminosos y terribles, que destruyen o crean seres con las pasiones que les inspiran y que no pueden vivir aislados y solitarios, con la presencia formidable de su propio espíritu. Era un alma que necesitaba, para alimentarse y no consumirse, de la combustión perpetua de otras almas (XII, 167). A Rosa, el cambio de vida le había proporcionado una educación apta para lucir en los escenarios de las grandes ciudades. No obstante, se encontraba aislada y sin amistades, 23 Cf. A. Rueda, op. cit., p. 186. 144 rodeada por el lujo, el arte y el ruido de la maquinaria que producía la riqueza, pero viviendo sin amor; por esa misma razón, padecía “anemia del alma” y “consunción espiritual” (XII, 162). El proceso de transformación de Rosa incide en las acciones posteriores, pues, aunque el cónyuge había hecho de su esposa una mujer de talento, al consagrarse sólo a la instrucción y enfocarse en los negocios, había descuidado la parte de los sentimientos, orillándola a buscar el amor en otro hombre. En una de las escenas, mientras que Saúl y el narrador hablan de negocios y de cálculos, de pruebas irrefutables y enunciados lógicos, Rosa y Franz charlan de distintos temas y se acercan a una mesa en la que había varias figuras de autómatas “verdadera maravilla de la mecánica”, “verdaderas alhajas de la ciencia”, imágenes que refuerzan la posición de los personajes, ya que, por momentos, Saúl parece un autómata al hablar de negocios y Rosa, una autómata en sentimientos. Así, su conflicto se presenta como un cuestionamiento a la idea del deber, pues Rosa lo había asumido como un absoluto, como una concepción producto de su carácter apasionado, que idealizó el compromiso y el agradecimiento, pero el desequilibrio entre las ideas y los sentimientos no podía tener otra solución más que la fatalidad. Como se advirtió al inicio de este capítulo, Castera concibió su novela como el esbozo de un cuadro en el que pretende representar los oscuros abismos de un corazón dominado por la pasión erótica, no aceptada ni correspondida, lo que, a su vez, tiene como resultado el acrecentamiento del deseo. El tópico había sido abordado por el autor en varias de sus obras y lo retoma en Dramas con un desarrollo mayor, plasmado de reminiscencias platónicas24 y 24 Entre éstas cabe mencionar la idea del enamoramiento como resultado de la acción del flujo o emanación de la belleza que entra a través de los ojos; la exacerbación del deseo causada por la separación o alejamiento del objeto amado que provoca furia e, incluso, el enloquecimiento, y la unión de las almas en el más allá. Ya en el Fedro de Platón, Sócrates señalaba que, si bien el amor era un deseo, no siempre el anhelo de las cosas bellas era amor. De este modo, podían distinguirse dos principios: el deseo natural de gozo y la opinión adquirida, que tiende a lo mejor; según predominara una, podía amarse con sensatez o con desenfreno (Banquete, 204d y Fedro, 237e). No obstante, consideraba que sólo el que se guiaba por la sensatez, podía experimentar lo más cercano al verdadero amor, es decir, el amor a la sabiduría. Asimismo, apuntaba que una inclinación enfermiza encuentra su placer 145 nociones de época sobre los males mentales; de ahí que explore a detalle las posibles razones del grado de alteración al que puede conducir tal clase de sentimiento, ya sea el rechazo, el miedo o la insatisfacción de los deseos: “Hay filósofos que sostienen que las pasiones se exaltan por causa de su contradicción. Ocúrresenos una pregunta: Si las contradicciones exaltan, ¿cuál es el resultado obtenido cuando aquéllas se satisfacen? (IV, 13). El narrador expone las distintas etapas del desarrollo de una pasión mediante el combate interno del personaje, en el que entran en juego un conjunto de dicotomías, tales como la razón frente a la pasión, el cuerpo frente al alma y lo material frente a lo espiritual, dualidades que no son más que el núcleo del conflicto vital y poético del autor. Al inicio de la primera parte se presenta al arrendatario apenas con algunos datos: es un minero, encargado de arrendar una pequeña hacienda de beneficio, que rescataba y compraba metales en piedra, a los que extraía los metales en su estado de pureza. Su tiempo libre lo empleaba en cortejar a una joven de la que se enamora perdidamente. Con el enamoramiento, el arrendatario entra en “la faz tempestuosa de su vida” en la que “[t]odo lo que había de malo en su alma” comenzó a agitarse, a oscurecerse sus ideas y a perturbarse su razón. Más adelante, se dirá que se trata de un temperamento linfático que deviene en nervioso a fuerza de imaginar y pensar. Aunque durante el siglo XIX, se siguió empleando la terminología asociada con los temperamentos, se consideraba que su empleo en el lenguaje médico era innecesario y que era preferible hablar de constituciones en relación con el predominio de los grandes aparatos: sistema nervioso, sistema sanguíneo-vascular, sistema digestivo y sistema linfático, de modo que se hablaba de la existencia de cuatro temperamentos o constituciones principales en función de su pureza: el nervioso, el sanguíneo-vascular, el digestivo y el linfático. 25 De acuerdo con los tratados y manuales médicos y de higiene de la época, dicho temperamento, en un entero abandono a sus caprichos, mientras que todo lo que la vence o la contradice le es insoportable (Fedro, 237d-238a). 25 Cf. Pedro Felipe Monlau, Elementos de higiene privada o Arte de conservar la salud del individuo, p. 496 y J. B. P. Descuret, La medicina de las pasiones, p. 33. 146 también conocido como pituitoso, flemático, atónico, celular o adiposo, se caracterizaba por el predominio del sistema linfático y el tejido celular, lo que provocaba languidez, cutis pálido, facciones poco expresivas, labios gruesos, gordura, abotagamiento, tendencia a la pereza u ociosidad y sueños largos y profundos.26 En el orden intelectual y moral, se consideraba a los linfáticos como desmemoriados, obtusos, con cierta inercia, aunque dotados de cierta rectitud de juicio, sin gran afición ni a las ciencias ni las letras ni a las artes, insensibles al estímulo del amor y de la gloria, con gusto a la soledad, dificultad para encolerizarse y facilidad para templarse; sin mayores muestras de entusiasmo ni desesperación e incapaces a un tiempo tanto de grandes vicios como de altas virtudes.27 Aunque se consideraba un temperamento nativo, también podía ser adquirido, pero en ambos casos, era “no pocas veces morboso”.28 De acuerdo con Esquirol, pese a que raras veces se encontraba un temperamento simple o puro en la práctica, cada uno de ellos disponía un mal: el nervioso la manía y la monomanía, mientras que el linfático, la demencia.29 Más que un diagnóstico en estos términos, el narrador refiere minuciosamente el desarrollo de los pensamientos del personaje en cada etapa, desde el enamoramiento hasta 26 Durante la Edad Media hubo una confusión entre la noción de melancolía y flema como consecuencia de la visión cristiana que asoció la melancolía con el pecado de la acedia o pereza del corazón: “Con respecto al melancólico hay dos cuestiones: primera, que con el paso del tiempo su humor “terroso”, que para Galeno era la fuente de la firmeza y la constancia, se fue cargando cada vez más de propiedades desfavorables, y segunda, que sus características empezaron a fundirse con las del flemático; al final serían intercambiables, de modo que en las ilustraciones de los siglos XV y XVI es frecuente que la efigie del melancólico cambie de sitio con la del flemático (…) Se ve que las ideas de “flemático” y “melancólico” se entremezclaron, y que esta confusión fue rebajando el status de la disposición melancólica hasta que ya apenas quedó nada bueno que decir de ella. [...] Fue tan radical la hibridación entre melancolía y acedia que, así como se intentó convertir al melancólico en flemático, manteniendo el nombre atrabiliario, así también se convirtió la acedia en melancólica, aunque fuese evidentemente flemática” (Juan Horacio de Freitas, “Melancolía y Flema. Consideraciones humoralistas en torno a la noción de melancolía en ‘El origen del Trauerspiel alemán’ de Walter Benjamin”, Tópicos, núm. 45, diciembre 2013, pp. 197-234; loc. cit., p. 228). Por esta confusión, el elemento de excitación que tenía la melancolía en la descripción hipocrática y galénica se fue perdiendo, para dar mayor peso a la languidez y pereza del flemático o linfático, aunque mantuvo su vínculo con la inteligencia, lo que desterró la asociación del flemático con la estupidez o el adormecimiento mental (ibidem, p. 220). 27 Cf. P. F. Monlau, op. cit., p. 509. 28 Idem. 29 E. Esquirol, Tratado completo de las enagenaciones mentales, pp. 16-17. 147 la concepción del crimen, con sus periodos de delirio y cambios bruscos de ánimo, así como los síntomas físicos experimentados en cada una de ellas. La primera fase corresponde al enamoramiento a través de los sentidos, en este caso, de la vista, pues desde la primera vez que ve a la joven, experimenta diversas sensaciones. Aunque en principio el autor parece remitir nuevamente a la cristalización stendhaliana, como en Los maduros, esta vez lo encauza hacia lo patológico. Así, el narrador discurre que la hermosura puede provocar reacciones contradictorias, según se le dé mayor importancia a los aspectos sensuales y materiales o a las cualidades espirituales del ser deseado: “En ciertas mujeres, la forma, por su belleza, nos domina con absoluta soberanía. Se desprecia la gracia, se ven con indiferencia los atractivos, se aparta la fascinación que pueden despertar las cualidades y la parte espiritual de aquel ser, para no apreciar más que la belleza en la más brusca de sus manifestaciones. La hermosura del alma desaparece o se pierde ante el encanto múltiple y provocativo de la forma” (IV, 13). Si se imponen los primeros, generalmente las ideas recursivas sobre la perfección exterior dan origen a un sentimiento que rebasa los límites impuestos por la moral, el deber y el verdadero amor, por lo que lo único que importa es la consecución del cuerpo que se desea poseer. En estos casos, la razón se extravía o desaparece, de modo que se está ante la presencia de una enfermedad del espíritu, objeto de estudio de la llamada fisiología de las pasiones. Pese a que el narrador declara que él sólo se limita a referir un caso y deja a los filósofos moralistas el análisis de todas las variables que intervienen en el extravío de una conciencia, hace una descripción acerca de cómo se desarrolla ese tipo de emociones: “Un leve capricho al principio, una idea intermitente primero, fija después, tenaz, pero terriblemente tenaz en seguida, fueron haciendo crecer en su cerebro el deseo de apoderarse por la fuerza de lo que le negaban de buen grado. Era como si dijéramos la obsesión de una sola idea y la subyugación absoluta por un solo pensamiento. Quería vivir, pero para poseer. Esta posesión soñada enardecía cada vez más su imaginación” (V, 19). Puede decirse que, en 148 esta novela, a diferencia de Carmen, por ejemplo, tiene mayor presencia el cerebro como punto de localización y desarrollo de la pasión. Tras el rechazo de la mujer y la noticia de que ésta contraería matrimonio con otro minero, por cierto, amigo de infancia del arrendatario, éste entra en un nuevo estado derivado de la confrontación con la realidad. Las ideas obsesionantes crecen al grado de que ya no sólo alimentan el enamoramiento, sino que provocan nuevas sensaciones y suscitan una emoción distinta: los celos, mezcla de gozo y sufrimiento, producto de un pensamiento que desvirtuaba la realidad. Habíase acostumbrado a pensar, y a pensar acariciándola, atrayéndola y absorbiendo la esencia de su alma, para llenar su existencia antes vacía. A su recuerdo, su corazón aceleraba sus latidos y cobraba nueva fuerza para su vida, vida congojosa cuyas sensaciones no podían traducirse, pero que en su mismo sufrimiento engendraban el goce. Comprimióse esa entraña enviando oleadas de sangre candente sobre su martirizado cerebro, y los dolores engendraron ideas, ideas sombrías como la pasión que las produjera” (V, 20). Aunque Castera se refiere a la fisiología de las pasiones, no se reduce al análisis de las funciones orgánicas, sino que otorga relevancia a la parte cognitiva, de ahí su interés en seguir el encadenamiento de las ideas. Ya Bourget había señalado que Es el alma lo que la ciencia se llevará... Esta palabra contiene en germen todo el trabajo intentado por Taine. [...] Al admitir que los pequeños hechos que constituyen el yo pueden ser estudiados por los procedimientos del método experimental y, en consecuencia, que la psicología es una ciencia, Taine se separa de la escuela materialista, que reduce la parte exacta del estudio a un capítulo de fisiología. Taine vio profundamente que un fenómeno de la conciencia, una idea, por ejemplo, es la causa de una serie de otros fenómenos de la conciencia.30 En su argumentación, el narrador plantea que las pasiones pueden ejercer diversos efectos sobre el corazón, ya sea dilatándolo, acción que asocia con los sentimientos nobles, o contrayéndolo, cuando se trata de sentimientos sombríos. Pese a reconocer que los celos son también una forma de vivir intensamente, insiste en que se trata de una de las pasiones más enérgicas, mezquinas y devastadoras que se pueden experimentar, capaces de despertar a la 30 P. Bourget, apud Christian Sperling, op. cit., p. 89. 149 fiera que habita en cada hombre, tópico que como mencioné, había sido también tratado por Zola en La bestia humana, donde uno de los personajes sentencia que, pese al progreso, “las fieras salvajes siguen siendo fieras salvajes, y por más que se inventen máquinas mejores, siempre habrá fieras salvajes”, en alusión, sobre todo, a hombres que ejercen violencia, ya sea por dinero, celos o deseo sexual.31 Castera, a través del narrador, abunda en la naturaleza de los celos al decir que en los seres humanos existe una tendencia autodestructiva, semejante al movimiento instintivo de las fieras que las conduce a destruir, ya sea por placer o para satisfacer sus necesidades (VIII, 30). De este modo, tanto en Zola como en Castera, se desarrolla literariamente la premisa planteada en los estudios biológicos de la época en torno a que la sensación bruta, meramente instintiva, se encontraba en todo el género humano. Charles Darwin había expuesto que el hombre y los animales superiores tenían algunos instintos comunes y que experimentaban pasiones parecidas, afecciones y emociones tan complejas como los celos, la sospecha, la emulación, la gratitud y la generosidad, y que, además, practicaban el engaño y la venganza; al mismo tiempo, poseían las facultades de imitación, atención, deliberación, elección, memoria, imaginación, asociación de ideas y razón aunque en grados muy diferentes.32 Con todo, sostenía que la conciencia o el sentido moral era lo que separaba el espíritu del ser humano más bajo del animal más elevado. No obstante, la apabullante realidad criminal de la época parecía poner en duda esta supuesta superioridad moral. De ahí que las causas de la criminalidad y la violencia fueran asunto de estudio para médicos, moralistas, científicos, políticos y literatos, al punto de generarse teorías sobre el criminal nato, como la que desarrolló Cesare Lombroso con base en doctrinas médicas, psiquiátricas y sociológicas, con las cuales asentó que el criminal era un salvaje incrustado en la sociedad, en el que influían las leyes de la herencia y el medio. 31 E. Zola, La bestia humana, p. 59. 32 Cf. Ch. Darwin, La expresión de las emociones en el hombre y en los animales, p. 20. 150 La relación entre celos, violencia y crimen se fue delimitando cada vez más a partir de los avances de la psiquiatría, pues si bien los celos se concibieron como una pasión natural, su morbilidad se asoció con el grado de intensidad, de modo que su exceso los volvía patológicos,33 y se estableció su relación con la monomanía, al presentarse una idea obsesionante y la manifestación de alucinaciones y delirios.34 Estos aspectos fueron abordados literariamente por diversos autores del periodo, en cuyas narraciones es constante la concepción de la pasión de los celos compuesta por estados de furia y delirio, y estados pasajeros de irracionalidad que, al decir del médico y literato Porfirio Parra, hacían perder la regularidad del proceso psíquico, generando actos irreflexivos e involuntarios.35 En su novela, Castera da cuenta con gran detalle del proceso de consolidación de los celos, en los que tiene un lugar preponderante la acción del pensamiento y la imaginación: ¡Cómo! ¿Y aquella mujer por él adorada iba a pertenecer a otro? ¡El ideal de su espíritu iba a verse torpemente profanado! ¿Iban a robarle las caricias que eran suyas? ¿El amor, el amor profundo que era su única creencia, iba a arrebatársele para saciar impuras necesidades? ¡Y cuando así pensaba, no veía los goces espirituales de aquellos dos seres, veía tan solo a aquella mujer que se entregaba a otro cuando llevaba ya largo tiempo de ser suya! / ¡Extraña perversión del sentimiento! Él que hubiera deseado que todos la admirasen, habría querido también que nadie la poseyese. Encelábase hasta de la oración. ¿En qué tiene que pensar esa mujer que no sea yo?, murmuraba su espíritu egoísta, y quería vivir en el interior de aquel cerebro para vigilar hasta la más pequeña y la más insignificante de sus ideas. ¿Qué le pedía a Dios aquella alma?, preguntábase a veces. En la más absoluta soledad, aquella mujer pensaba o podía pensar, y sus pensamientos, todos sus pensamientos, deberían ser suyos. La plegaria es una exhalación del alma y aquella le pertenecía. El tiempo que le consagraba a Dios era un tiempo que le robaba a su pasión. Él todo lo había olvidado por ella. ¿Por qué entonces ella no comprendía la abstracción arrebatadora de su espíritu? (X, 47). A diferencia de la descripción de los celos retrospectivos de Carmen, aquí el personaje no sólo idealiza a la joven, sino también sus propios sentimientos; construye en su mente una 33 Moreau de Tours clasificó los celos en débiles, fuertes, violentos, excesivos y los indignados, cada uno de ellos con sus respectivas consecuencias: pequeños problemas intelectuales, peleas, ideas violentas, incluyendo la del homicidio y el suicidio, y, finalmente, la materialización de algunas de esas ideas en el asesinato del objeto de la pasión y el posterior suicido del celoso (cf. Javier Moscoso, “Celos románticos. Celos mórbidos. Un capítulo en la historia de la patologización de las pasiones”, p. 16). 34 Ibidem, pp. 14, 16. 35 Cf. J. A. Maya García, Ficciones psicopatológicas, pp. 125-126. 151 cadena de causas y consecuencias no compatibles con la realidad: “comprender que tenéis en vuestra alma inagotables fuentes de sentimientos, de ternuras, de fogosidades por nadie sospechadas; sentir que el exceso de vida os aniquila y que el vigor y la energía de una pasión os matan; imaginar que el alma se os desborda en frases que se convertirían en caricias y en ideas que pocos podrían comprender por su exaltación y ardimiento” (VI, 22). La naturaleza imaginaria de los celos, como diría Octavio Paz, tiene célebres muestras en la literatura occidental y muchas de ellas, desde las más antiguas a las más modernas, dan cuenta de esa cualidad y de su poderosa realidad psicológica al expresar el poder de una pasión que se filtra poco a poco en la conciencia hasta paralizar la voluntad,36 tal como se observa en la novela de Castera. A finales del siglo XIX, este fenómeno se explicaba en términos de la “intelectualización de las sensaciones”, o como Carlos Díaz Dufoo explicaría “el placer de un supremo artista, pero también como el lento y persistente suicidio de un espíritu enfermo”, ya bajo una perspectiva plenamente patologizante del fenómeno.37 En Dramas, la creación mental del personaje admite su caracterización como una ensoñación erótica, de la que el autor también hizo uso en Los maduros (1882). “La pesadilla sublime” permite a los personajes librar las barreras que impone la sociedad, el pudor o el rechazo y, al mismo tiempo, potenciar las sensaciones: Cuando él imaginaba a aquella mujer atrayendo a su amante, cuando la soñaba con la mirada lánguida y humedecida, evaporando su alma en sentimientos o deseos, multiplicando sus halagos, provocándole con caprichosas voluptuosidades, fascinándole y enloqueciéndole, sofocándole a caricias, cegándole a besos; cuando consideraba que las horas futuras de aquella doble existencia iban a cambiarse en la vida febril por él imaginada; que el sentimiento y el amor, por ambos compartido, se multiplicaría por el mismo goce; que esa fuente de placeres nunca saciada no serviría más que para acrecentar los deseos; cuando su pensamiento se detenía examinando los delicados detalles de aquella belleza que debería pertenecerle, su pudor instintivo, su juventud ardiente, sus inocencias llenas de caprichos, sus ignoradas y múltiples sensualidades y su virginidad, casta aún, y sin embargo, y por eso mismo, vigorosa, ardiente, irresistible, en poderosos atractivos; cuando él creaba en su mente enferma por la exaltación delirante de multiplicados deseos, serie inagotable de escenas tiernas y tristes, llenas de emociones vivaces y profundas, y cuando las ideas trazadas en las 36 O. Paz, La llama doble. Amor y erotismo, p. 45. 37 Cf. C. Díaz Dufóo, “Fragmento”, en Revista Azul, t. II, núm. 8 (23 de diciembre de 1894), pp. 117-118. 152 líneas anteriores engendraban en él nuevas y fecundas sensaciones, sufría lo que no es comprensible para esas imaginaciones débiles, para esas inteligencias mezquinas y para esos seres que apenas sienten y dejan exhalarse sus dolores en quejas (IX, 37). El arrendatario se debate entre lo corporal y lo espiritual, pues si bien desea la posesión material, el rechazo y la posibilidad de perder al objeto de su amor para siempre lo conducen a desarrollar una especie de miedo a una soledad metafísica, planteada en una prospección psicológica del personaje que coincide con la forma en que lo encontraremos en la segunda parte: “Ver vuestra propia alma, sola, aislada, errante, viuda eterna en los ilimitados espacios, sin el alma compañera de la vuestra, con todas sus aspiraciones muertas, viviendo únicamente del desencanto, saciada de todo y ya sin goces, sin sufrimientos y con la eternidad llena para siempre con el hastío…” (VI, 22). En esta idea se implican varias consideraciones de la doctrina espiritista, como la pervivencia de los afectos terrenales en el mundo de los espíritus, por lo que el personaje vive como una verdadera tragedia mantener la misma condición terrenal en el mundo de los espíritus, negando con ello la posibilidad de su perfeccionamiento, una visión totalmente opuesta a la planteada en Carmen, en donde aún se cree en el progreso espiritual y en el reencuentro de las almas (véase el CAPÍTULO I. CARMEN: DEL AMOR COMO ENFERMEDAD A VÍA DE ASCENSIÓN).38 El espiritismo postulaba la supervivencia del espíritu más allá de la muerte con todas las percepciones y afecciones que tenían sobre la tierra, por lo que admitía que una persona que había amado a otra en la vida terrestre lo hiciera también en el mundo invisible o mundo de los espíritus, donde encontraba a todos los que había conocido anteriormente, de ahí que se hablara de la posibilidad del encuentro de las almas. No obstante, el momento de la unión espiritual podía posponerse o dilatarse dependiendo de su mayor o menor apego a lo material y, en general, del proceso de perfeccionamiento moral e intelectual de cada alma en sus sucesivas existencias. Con todo, el fin último de dicho proceso era alcanzar la unidad cósmica, la unidad con Dios. 38 Cf. Allan Kardec, ¿Qué es el espiritismo?, pp. 104-105. 153 La pasión amorosa del arrendatario absorbe otros sentimientos y trastoca el lugar ordinario de las cosas, al grado de convertirse en herejía y colocar a la mujer en el lugar de Dios, pero con el rechazo y el consecuente alejamiento, hay una pérdida de la divinidad personal, tras la cual nace y crece la sensación del vacío perpetuo: “Esto implica la idea de la nada, idea cuya concepción es imposible en esencia y en forma, y que subsiste a pesar vuestro, como una de esas fases perceptibles de la duda, producidas por la desesperación” (VI, 23-24). En su discurrir, el pensamiento se dirige a dudas cada vez más profundas que socavaban su conciencia: ¿Debería creerse en un Dios cuyo deleite supremo fuese el martirio de sus hijos y la destrucción de sus propias obras? ¿Y si el hombre está hecho a su imagen y semejanza, copia la misericordia infinita nuestros defectos, vicios, ruindades y pasiones? ¿Es la conciencia su reflejo en el alma? ¿Es un destello suyo la razón? ¿Dios vive en nuestras inteligencias y se manifiesta en nuestros sentimientos? ¿Cuál forma cobra la divinidad y cómo se hace sensible en la conciencia cuando en nuestro interior nace, crece, germina, fermenta y se desarrolla el odio? (X, 42-43). El reconocimiento de estas circunstancias conduce al arrendatario a renunciar a sus creencias religiosas y sus deberes con la familia, la madre y la patria, en una clara elección por el nihilismo, en tanto negación de la existencia de cualquier realidad trascendente, con la única intención de justificar su propio comportamiento,39 de ahí que considere como opciones el suicidio, “ese crimen hijo de la debilidad moral, del extravío de la mente y del cansancio de la vida” (VII, 25), y el asesinato, como un medio de cobrar el agravio recibido. La búsqueda de la nada y el no ser, es decir, la autodestrucción del personaje, permiten al autor emprender una diatriba en contra del materialismo de la época, de la decadencia, el escepticismo, el desaliento, la decepción, y hacer referencia a la crisis característica del fin de siglo, en la que, como señala Matei Calinescu, “las contradicciones de la tradición judeo- 39 En términos generales, puede entenderse el nihilismo como la desmitificación de los valores prestigiosos de su tiempo, de ahí que tenga diversas manifestaciones a lo largo de la historia (cf. Jesús G. Maestro, “El personaje nihilista en la Celestina”, en J. G. M., Crítica de la razón literaria, II, pp. 1371-1394, loc. cit., p. 1381 y 1384). 154 cristiana se plantean simultáneamente para perturbar todo tipo de certeza y conducir a una desesperación y angustia existencial”.40 Así, para Castera: Los principios de la escuela materialista encuentran en la duda bien dispuesto terreno para su germinación. Nuestras miserables pasiones combaten cobardemente el espíritu refugiado en el sentimiento. Las miserias, las envidias, las ambiciones, los desencantos, los rencores, los odios y otras inmundas manifestaciones de la materia, rodean al espíritu de artificial atmósfera encendida por los deseos. La lucha con esas pequeñas pasiones empequeñece también el alma. Víciase o extravíase la fuerza moral y esto perturba nuestra razón debilitada por el esfuerzo constante en busca de la verdad. Gástase la fuerza nerviosa y el ser vive entonces una existencia enfermiza, acostumbrándose a contemplar la nada, ya sin el horror que antes le despertó el revelador instinto (VII, 26). El espiritismo rechazaba la idea de la nada y condenaba el nihilismo, pues no concebía la completa disolución del hombre, al implicar la anulación de toda responsabilidad moral ulterior, y la consideraba “un fácil excitante del mal”.41 En diversas ocasiones, el narrador se refiere al discurrir mental del personaje como la intervención de diversas voces internas (presentimientos, remordimientos, inspiraciones, luchas internas de la razón, etcétera), que dan cuenta de las distintas posiciones en pugna: ideas del bien, del mal, la predestinación, Dios, etcétera. Para este desarrollo, el autor recurre a la acumulación de diversas nociones que permiten crear el efecto de delirio, de un pensamiento febril, en una relación donde por momentos se asimilan el discurso del narrador y el del arrendatario: La plegaria y la imprecación brotan alternativamente de un espíritu y sólo producen la profunda indiferencia del cielo. ¡Dios!, canta el alma admirando las múltiples bellezas de la naturaleza. ¡Dios era ella para mí!, murmura el corazón contrayéndose y agonizando. La nada entonces, exclama el espíritu en sus arranques desesperados. ¿Eso es la eternidad sin ese amor?, contesta esa voz interna a la cual se llama conciencia. Y el pensamiento, náufrago antes en sus propias borrascas, cobra nueva vida porque adquiere nueva esperanza y se refugia luchando heroicamente en las fecundas inspiraciones del sentimiento (VI, 23). Dicho procedimiento fue empleado por Castera en diversas ocasiones, quizás no siempre con fortuna, como puede observarse en Querens, pero sin duda, fue un recurso que le resultó 40 M. Calinescu, Cinco caras de la modernidad, p. 75. 41 Cf. Allan Kardec, El evangelio según el espiritismo, p. 31. 155 atractivo para explorar el interior de sus personajes en la reconstrucción de momentos dramáticos, como se observa en Carmen y Los maduros. Como señala Juan Oleza, “el estilo indirecto libre define así una relación ambigua entre personaje y narrador, que permite a éste asumir la voz de aquél, pero sin perder la propia, y corresponde a una etapa histórica en que la novela ha descubierto ya la conciencia del personaje, pero no renuncia ni a la visión panorámica ni a la voz todopoderosa del narrador”.42 Mediante la recreación del combate íntimo, el narrador especifica aún más el tipo de relato que lleva a cabo. No se trata solamente de dar a conocer la lucha interna producida por un amor incomprendido, rechazado o no logrado, con el que es posible sobrevivir, aun en constante agonía, mediante la pervivencia de una idea o del recuerdo —tal como sucede en Carmen—, sino de develar los procesos de formación de una idea y el avance de una pasión en una mente que se ve afectada por la continua recreación de escenas imaginarias que alimentan distintas emociones (el amor, los celos, el odio y la venganza). Así, cualquier evocación, deseo o recuerdo se transforma en martirio. La resolución del crimen conlleva una nueva serie de preguntas debido a que no sólo se busca eliminar el obstáculo que lo separa de la mujer deseada, sino extinguir el sentimiento que los había unido. Con todo, tras un mes de vivir pensando, tiempo en el cual desarrolla el temperamento nervioso “que todo lo exageraba, dotando con proporciones que en sí no tenían los actos y las cualidades por él examinadas”, concluye que la verdadera culpable es la mujer, por lo que decide destruir a los causantes de su infortunio, aquellos egoístas que, sin misericordia, gozarían de su amor frente a él. No obstante, en su elucubración, el arrendatario se da cuenta de que, pese a la aniquilación de los amantes, sería imposible evitar la comunión de sus almas en el más allá —en una clara, visión espiritista— por lo que el odio inunda su cuerpo y su ser como una enfermedad: El corazón latía entonces convulsivamente. Contraíase y la contracción aceleraba su vida. Se le hubiera oído golpear con fuerza contra las paredes membranosas que lo 42 J. Oleza, “Introducción”, en La Regenta, I, p. 95. 156 envolvían. La concentración debilitaba el organismo. Exaltábase más y más la vida nerviosa. El exceso de bilis había producido en la córnea de los ojos un color amarillento y en el cutis una opacidad terrosa; efectos de lo que podría llamarse las livideces del odio. El odio es una pasión, pero una pasión que enferma. Una vez que se la ha permitido la entrada en nuestro ser es difícil extirparlo. ¿Podrá el odio, como el amor, llenar la eternidad? A veces el cáncer no cede con las amputaciones, y el odio podría definirse como algo semejante a la gangrena en el alma (XI, 51). Tras el dictamen final, el arrendatario cae en una nueva fase, donde el amor, el deseo de posesión y, principalmente, la conciencia del sentido recto, han sido superados por el odio y el rencor, los cuales logran producir en su mente pensamientos fúnebres, escenas de torturas y suplicios que le generan nuevos goces. Con las tinieblas de la conciencia, una nueva imprecación a Dios, culpable ulterior de toda la maldad, y, aún más, un deseo herético: “el poder divino para destruir en lo absoluto y para siempre aquellas almas, ser Dios por un segundo, pero no para crear, para sentir en ese solo instante lo infinito en sí mismo, pero lo infinito por el odio” (XII, 54). Después del delirio provocado por el resentimiento, el arrendatario experimenta una calma sombría que sólo espera el momento de actuar; para ese instante, señala el narrador, ese hombre era un poseído, irresponsable de sus actos; en otras palabras, se había concluido la incubación del criminal. Aunque no es el núcleo de la reflexión, Castera plantea que en cada individuo existen dos tendencias que son compensatorias una de otra: una disposición a la destrucción (ya sea por placer o necesidad) y una necesidad de supervivencia; ambas orientaciones también existen a nivel de sociedad, representadas por cierta clase de hombres: “Esos seres a los cuales la sociedad califica unas veces como idiotas y otras como criminales, dos enfermedades de la mente; esos seres a los cuales se conforma con castigar, sin ver que no tienen derecho para hacerlo, supuesto que no los ha educado”. En la argumentación se hace responsable a la misma sociedad de la formación de los criminales (VIII, 30) y cuestiona si no sería mejor más que castigarlos, mediante la reducción de sus potencias y el ostracismo, reeducarlos y volverlos útiles. En otras palabras, se plantea un tratamiento y un marco legal diferente que no esté por sobre la ley natural. No obstante, el narrador aclara que el caso que refiere no es el del nacimiento de un criminal por odio a la sociedad, sino por influencia de sus pasiones. 157 La crisis emocional y espiritual por la que atraviesa el personaje es el marco en el que Castera vierte sus inquietudes en torno a la conciencia, el cerebro y los procesos mentales, pues si bien otorga la primacía a las facultades de la razón, no dejan de desconcertarle, por un lado, los diferentes estados del pensar, es decir, el pensamiento sano y el enfermo43 y, por otro, el estrecho vínculo que existe entre las acciones de querer, sentir y pensar, uno de los misterios humanos a los que considera necesario aplicar el criterio científico, el único posible, para estudiar el mundo de las pasiones que aún permanecía desconocido: ¿El razonamiento viciado no tiene la luz del sentimiento, más poderoso en ciertos casos que la luz de la inteligencia para sanearlo? ¿Está todo reducido a pensar? ¿Las energías vivificantes y creadoras no tienen su origen en las pasiones? ¿Nada significa sentir? ¿Qué es la voluntad sin el sentimiento? ¿Qué el recuerdo sin el amor? ¿La memoria no es el reflejo de una impresión? ¿La discusión que se entabla en nosotros mismos, entre los derechos y los deberes, no son otra forma de la eterna lucha entre la conciencia y la razón o entre lo verdadero y lo bueno? ¿El eclecticismo no nace de esa constante discusión? ¿No es una de las fases más hermosas de nuestra existencia el comprobar diariamente con nosotros mismos, con nuestro foro interno, con nuestra vida íntima esa duplicación o multiplicidad del ser y ese misterioso e inexplicable fenómeno, creador eterno del verbo fecundo, inagotable e infinito, que es una de las formas en que se nos hace sensible el combate de las pasiones y la multiplicidad incesante del pensamiento? ¿Razonar no es uno de los efectos de la voluntad? ¿Ésta no es impulsada por el sentimiento? ¿La vida del corazón debe subordinarse a la del cerebro? ¿Todo ser no tiene tres modos de vivir distintos con el solo hecho de querer, sentir y pensar? / ¿No debemos analizar estas tres maneras diversas de existir? ¿Cuál de esas tres de nuestras facultades debe mandar a las otras dos y dominar en nuestras internas discusiones? ¿La voluntad genera el sentimiento? ¿El sentimiento, en sus diferentes manifestaciones, es el generador de las ideas? En otros términos, ¿pensamos porque sentimos y sentimos porque queremos? ¿El ser que se deja dominar por una pasión, cualquiera que ésta sea, no obra ciegamente impulsado por la misma? ¿Se pierde la responsabilidad de nuestras acciones, porque sea una pasión quien las produce? (VIII, 33-35). 43 En uno de sus artículos de divulgación científica, Castera comentó brevemente el trabajo del neurólogo austrohúngaro Moritz Benedickt (1835-1920), quien en sus estudios de antropología criminal postuló que había diferencias específicas entre un “cerebro normal” y uno “criminal”. Entre las observaciones que llamaron la atención del autor estaba la afirmación de que “en la mitad de los cerebros criminales persistentes, la circunvolución frontal superior no es continua, sino dividida en cuatro subcircunvoluciones análogas a la disposición de partes que se nota en los animales carnívoros” y la de que “muchas perversidades morales pueden y deben considerarse resultantes de esta diferencia orgánica del cerebro con relación al tipo normal, produciendo, como fácilmente se comprenderá, distintas determinaciones” (P. Castera, “Revista científica. El Cronógrafo...”, en La República, año II, vol. II, núm. 232, 27 de octubre de 1881, pp. 1-2). 158 Cuestionamientos que, como se verá en el capítulo siguiente, el autor sometió a un desarrollo narrativo distinto en Querens, a partir de la idea de voluntad, la hipnosis y el magnetismo. Muchos años antes, Castera había informado acerca de las últimas investigaciones sobre las fibras nerviosas, que atribuían un mayor grado de sensibilidad a la presencia de un alto número de éstas. Por ello afirma la innegable influencia de los órganos materiales en la entidad psíquica: “En el hombre, el hecho de una delicadeza extremada de uno u otros sentidos principales, puede modificar todo el carácter intelectual y moral. La diferencia entre una naturaleza sensual y una naturaleza reflexiva, podría en rigor provenir del aparato exterior de los órganos de los sentidos aun prescindiendo de las cualidades del cerebro”.44 La diferencia entre estas naturalezas también había sido planteada por el autor en Los maduros, mediante el caso de Luis el Grande, cuyo carácter pensativo e introspectivo lo salva del exceso, la enfermedad mental y el crimen (véase el CAPÍTULO II. LOS MADUROS O LA DUALIDAD DEL AMOR). Puede decirse que el análisis que lleva a cabo Castera en su novela se inserta en un contexto en el que la dicotomía entre estados mórbidos y sanos se consideraba como parte de un continuo que servía para delimitar, en primer término, la normalidad y, en segundo lugar, para enriquecer la investigación sobre la conciencia humana.45 En Dramas, el autor busca dar cuenta de ese delgado hilo existente entre la razón y el delirio, la obsesión y la locura, mediante la recreación del devenir de un ser que, sin antecedentes de enfermedades mentales familiares ni elementos de degeneración como el alcoholismo ni de “contaminación 44 P. Castera, “Revista científica. I. El ácido carbónico en las altas regiones de la atmósfera. II. Composición de los elementos del sistema nervioso, según las más recientes indagaciones. La fuerza nerviosa. Multiplicidad asombrosa de los elementos nerviosos. Posibilidad de la relación exacta entre los estados psíquicos y las modificaciones de la sustancia nerviosa. Influencia de la estructura orgánica de los sentidos en las determinaciones de la actividad humana”, en La República. Semana Literaria, año II, t. II, núm. 5, 29 de enero de 1882, pp. 66-68). 45 Cf. Ch. Sperling, op. cit., p. 85. 159 artificial” mediante lecturas,46 se ve conducido al crimen por la acción de la pasión, el pensamiento exagerado y la imaginación descontrolada. El desarrollo del mundo interior del arrendatario encuentra en la segunda parte su complemento, pues en ella las acciones toman relevancia con el objetivo de seguir al personaje y mostrar cómo actúa en otras circunstancias; de hecho, el interés del autor por desenvolver la acción se hace evidente en las alusiones al género dramático, aunque sin dejar de lado las disquisiciones del narrador. En “Rosas y fresas”, se presenta al antiguo arrendatario años después, ya calmado el primer furor amoroso, con sus pasiones domadas y convertido en un rico hacendado, con un carácter severo, serio, rudo, mostrando frialdad hacia su esposa y la vida en general, aunque con un enorme interés en la estadística; era el hombre cálculo, el hombre positivista, sin conciencia, incapaz de amar y de sentir. Antes de esta sucinta caracterización, el narrador se había preguntado si el alma puede experimentar cambios, si el yo es siempre el mismo o si se modifica a causa de elementos como el clima, el lugar, las exigencias sociales, la edad, las experiencias. En ese sentido, al retomar al personaje de la primera parte, ahora ya con un nombre atribuido por el narrador, Castera busca explorar la forma en que aquél actuaría en un momento distinto y, con ello, comprobar si los caracteres permanecen o se transforman, pues considera que los antecedentes de vida pueden engañar y que el talante dependía muchas veces de los acontecimientos. Aunque aparentemente el arrendatario Saúl ya había olvidado lo sucedido —o fingía no recordarlo— y se manejaba en sociedad como un hombre con autocontrol que había cambiado las pasiones del amor y el deseo por la de la ambición, pasión que era considerada propia de un carácter bajo y rastrero, y la faz más visible de un alma vil.47 Aunado a esto, se 46 A. L. Zavala Díaz, De Asfódelos y otras flores del mal mexicanas, p. 97. Casos literarios de esta clase abundan en la narrativa decadentista, cuéntese entre ellos, el personaje de Daniel en “Un cerebral” (1893) de Alberto Leduc, quien gustaba de “lecturas desconsoladoras” o Alfonso Castro, lector de “libros enfermizos” en el cuento “Blanco y Rojo” (1897) de Bernardo Couto Castillo. 47 J. B. F. Descuret, La medicina de las pasiones, p. 316. De acuerdo con Descuret había cuatro clases de ambición: la de la gloria, la de dominación, la de grandezas y honores y la 160 pensaba que los ambiciosos desarrollaban una especie de monomanía, pues generalmente se les observaba ensimismados, sin más sentidos que los necesarios para alcanzar el objeto de sus deseos, e indiferente a la naturaleza.48 Este cuadro está muy bien descrito cuando Saúl, en diálogo con el narrador testigo, expone a detalle, en una larga enumeración, los costos de producción de su hacienda, con los que hace gala de su pasión por el cálculo, para el cual únicamente vivía: —Su precio, agregó nuestro fastuoso huésped, su precio es corto relativamente. Diré a usted, dijo dirigiéndoseme, la casa habitación, sin muebles y ornato, compuesta de diez piezas a 500 pesos, son unos 5,000. La de los operarios, 100 piezas a 100 pesos, 10,000. Los almacenes para el depósito de la carga, son de una construcción ligera, y sus techos de fierro laminado son baratos, han costado 2,000; los molinos chilenos y las almadanetas que reducen la arena barrosa a polvo impalpable, 7,000. Los cien toneles para el beneficio, a 50 pesos cada uno, 5,000. Las cien columnas de hierro forjado, a 10 pesos cada una, 10,000, y el techo de cristal, esto es, de vidrio corriente, aquí fabricado, la suma doble o sean 2,000. Los pisos y palo-carriles interiores, 1.000. Los almacenes para combustibles, víveres, azoguería, tesoro, 4,000. El departamento de lavado y quema, 2,000. Las ruedas de engrane, piñones, poleas, bandas, etc. etc., 2,000. Y las de versas maquinarias, 15,000. En total, unos 65,000 pesos. Doble usted los costos por los accidentes y las dificultades que presenta el terreno, y tendrá usted, 130,000 pesos fuertes. Ya ve usted que la suma no es grande (X, 129). Saúl muestra su instrucción en la materia al referir que recibía uno de los mejores periódicos estadísticos y geográficos de Francia con lo que continúa su disertación sobre el cálculo; un verdadero hombre moderno. Además, la fastuosidad de la hacienda y la decoración de los salones de la casa, repletos de mesas de madera fina, adornadas con incrustaciones valiosas y artísticas, o cubiertas con láminas de ágata, malaquita, tecali y ópalo y estantes repletos de preciosidades de la naturaleza, del arte, de la ciencia, lo que los hacía parecer caja de joyas de todas clases, en las cuales competía “el lujo de la fantasía femenil con todo género de riquezas” (X, 134-135), hacía evidente otra pasión de las llamadas sociales: el coleccionismo, considerado una clase de monomanía, que, aunque inocente, podía tener resultados deplorables para el individuo, la familia y la sociedad, debido a que podía conducir de riquezas y se observaba con mayor frecuencia en la edad madura que en la juventud y en la vejez (ibidem, pp. 314-315). 48 Idem. 161 a la ruina, la locura o a la deshonra.49 Así, la ambición, la acumulación de capital y el coleccionismo se aunaban para dar un nuevo carácter al oscuro arrendatario de la primera parte: Era la ambición, pero no la pequeña y mezquina, engendrando la avaricia, ya magistralmente descrita por Moliere; era la ambición gigantesca, grandiosa, noble, inmensa, despertando el sentido estético, levantando el espíritu, exaltando sus fuerzas para transformarlas en actividades desarrollando en el cerebro el órgano de la adquisibilidad, y en el alma, la aspiración a las diversas formas de bellezas; era la ambición una y múltiple, intensa y a la vez amplificada, profunda y sin límite alguno, en los horizontes por ella abarcados. Fiebre devoradora en la que el espíritu con soñar, gozaba, estremeciéndose y viviendo con una vida formada por supremas y desconocidas voluptuosidades (XI, 144-145). La amenaza de perder a la esposa a manos del seductor que conocía su pasado revive ciertas ideas y emociones, máxime, la de los celos, pero no por amor —que no lo sentía— sino por evitar que otro disfrutase de un bien que era suyo, con lo cual, de alguna manera, seguía manifestándose su temperamento linfático. La frialdad desarrollada por Saúl sólo buscaba encubrir sus ímpetus y su ira; no obstante, se revelaba en su fisonomía, en las ideas que externaba y en los actos que ejecutaba; sus movimientos podían ser a tal grado terribles que, como la electricidad, eran capaces de fulminar a quien estuviese cerca. Pese a la intensidad de la pasión de ira y el anhelo de venganza, hay cierto grado de control que conduce a Saúl a otro estado emocional y al empleo de la burla y el sarcasmo. Franz es el personaje opuesto complementario del arrendatario Saúl. Lo conocemos con este nombre en “Rosas y fresas”, como uno de los visitantes que llega a la hacienda de beneficio que habitan Rosa y su esposo. Es presentado después de una digresión del narrador testigo acerca de los efectos de la voluntad sobre el destino, la cual se dilata hasta referir, a modo de un cuadro de costumbres, las cenas que había mantenido el autor con lo más granado del medio intelectual mexicano de la época. Estas referencias le permiten insertar a Franz, a quien extrañamente caracteriza a partir de las peculiaridades del periodista, poeta y político positivista Francisco G. Cosmes, al que se veía por calles, teatros, tertulias y paseos de la 49 J. B. F. Descuret, op. cit., p. 415. 162 ciudad: “Para presentarlo diré que es bajo de cuerpo, delgado, nervioso, con el pelo rubio y los ojos azules; no azules, creo que verdes, un poco pálido y casi siempre alegre, franco, decidor, con eso que llaman talento muy claro, y con lo que llaman valor, a prueba indiscutible. Respecto de mujeres, ¿qué podría yo decirles? Vamos, es como la mayor parte de los hombres que para con ellas tienen buena suerte (VI, 98).50 Se le atribuyen modales refinados, trato elegante e instrucción, producto de su educación en Europa; locuacidad y ligereza, que manifestaba en sus conversaciones agradables. Aunque conocía la vida, su carácter revelaba fatuidad y suficiencia y si bien podía llegar a ser obstinado en alguna resolución, prefería lo práctico a lo profundo. De acuerdo con los tratados de las pasiones de la época, el orgullo y la vanidad, cuyas manifestaciones eran la presunción, la suficiencia, la soberbia, el desdén y la arrogancia, se encontraban en los lindes de las necesidades animales y de las intelectuales, pero no eran más que la perversión de dos necesidades sociales útiles: el aprecio de sí mismo y el amor de la aprobación.51 Sus causas las encontraban en una mala educación, en las riquezas, el talento y los conocimientos a medias, tal como se verifica en Franz cuando intercambia con Rosa algunas opiniones sobre pintura, arte y literatura sin atinar en ninguna de sus apreciaciones y sólo dar muestras de su talento pedante: Franz expresábase con volubilidad sobre el asunto y el fondo del cuadro, sobre la corrección del dibujo y la delicadeza del colorido, sobre el mérito relativo de cada cuadro, comparándolos entre sí, y lo que era peor, sobre el precio de los mismos. [...] Franz, sabia menos que yo, pero era más audaz, y aun cuando nada supiese, a pesar de 50 Vicente Riva Palacio se refirió a Cosmes como una “diminuta y rubia notabilidad”, “blanco como la nieve, rubio como el oro, con ojos tan azules como el cielo de México”, además, de caracterizarlo como un escritor chispeante, que escribía artículos con hiel y veneno (Cf. Vicente Riva Palacio, “[Cero del viernes 20 de enero de 1882]”, en V. R. P., Los ceros. Galería de contemporáneos, p. 380). Recordemos que Francisco G. Cosmes prologó el primer volumen de poemas de Pedro Castera, Ensueños, dado a la luz en 1875, y habían coincidido en diversas asociaciones y publicaciones, como la Sociedad Mutualista de Escritores, el Círculo Literario Gustavo Adolfo Bécquer, el periódico El Radical, El Federalista, entre otros. Se trataría de un personaje referencial, con una parte de su historia “ya contada” o conocida, pero que en la actividad de lectura adquiere un nuevo carácter, dado el nuevo contexto narrativo en el que se inscribe (cf. Luz Aurora Pimentel, El relato en perspectiva, p. 65). 51 Cf. J. B. F. Descuret, op. cit., p. 300. 163 ello hablaba. Creíase con el derecho de criticarlo todo. Destrozó e hizo verdaderamente pedazos a los clásicos antiguos y modernos, cometió errores de historia y científicos, pero habló (VIII, 121, 123). Con todo, esta manera de ser era sólo la faz visible en el trato social, pues “recatábase bien en el fondo” (XII, 160). Al principio manifiesta vivo interés en Rosa por su talento; sin embargo, dirigía especial atención hacia Saúl, a quien conocía desde tiempo atrás y de quien decía tener “recuerdos gratos”. No obstante, con él mantenía siempre una actitud observadora y reservada. Con el desenvolvimiento de la trama, se va revelando también el verdadero carácter de Franz y sus reales intenciones, de modo que su frivolidad sólo había servido como un arma, pues el móvil de su acción era la venganza, una venganza que llevaba esperando y soñando quince años, durante los cuales había acibarado su vida con angustias y decepciones, pues toda cólera prolongada —o rencor–, aunque fermentada con menor violencia, producía todos los efectos del dolor moral.52 No es sino hasta la segunda parte de la novela donde se da a conocer que Franz era el esposo de la mujer que aparece en la primera y quien había sido apuñalado por el arrendatario. Así, Franz ha vivido todo ese tiempo con el deseo de devolver el mal recibido, fraguando una venganza cuyo primer término consistía en seducir a la esposa de su enemigo. De este modo, la irrupción del vengador en la vida de los esposos provoca la escisión, pues Rosa, al enamorarse de Franz, precipita el fin de su amante y también el de su esposo. Por sus pasiones, por el disimulo con el que se acerca, Franz es descrito como un zorro astuto transformado en tigre a punto de atacar a su presa, pero cuya debilidad emocional y falta de cálculo no le permiten escapar de su depredador. Como adelanté, en “Rosas y fresas” el relato principal es referido por un narrador testigo que, si bien mantiene cierta distancia con las acciones de la historia, su grado de involucramiento en la diégesis se va acrecentando. Al principio, su voz es similar a la de un narrador en tercera persona, que describe de lejos a una mujer, que recrea el paisaje montañoso y las condiciones de vida de la zona minera guerrerense y que, incluso, se permite 52 J. B. F. Descuret, op. cit., p. 214. 164 reflexionar sobre diversos temas, como el clima, la naturaleza y su efecto en las pasiones. Posteriormente, retoma la narración para proyectar su propia personalidad, destacando la influencia que sobre él ejercían los sentidos, el sentimiento y la sensación, a los cuales prefiere por sobre la razón. Para reforzar esta caracterización, hace uso de la ironía y de un discurso que contrasta su visión idealista con la realidad material, para burlarse de toda clase de idealismos, no sólo los del espíritu, sino también los de la ciencia: Por esas causas siempre me decido a favor del sentimiento y de sus ociosas divagaciones: nada más sencillo y agradable que vivir queriendo, es decir, sintiendo, esto es, amando. Yo creo preferible el vivir con el recuerdo que nos produce la estática contemplación de las formas de una mujer hermosa, que abrir un indigesto volumen de astronomía [...] Se ha encontrado un error de un cienmillonésimo de milímetro en el cálculo de la paralaje de la estrella H., y el astro se ha alejado de nosotros, según la nueva cifra, la friolera de un 5 seguido de ochenta ceros. ¡Esplendidísimo...! ¿Y qué? / ¿Qué nos importa todo eso? / Hasta para comprender esos cálculos enormes de los astrónomos, necesitamos antes sustentarnos, y sustentarnos bien. [...] Que les propusieran a ustedes contemplar los cielos a las once de la noche cuando no hubieran almorzado, y ya veríamos lo que en el caso contestarían (V, 92-93). En un capítulo posterior, el narrador alude a su actividad como la de un aspirante a literato, uno de “tantos que hacen pésimos versos con pretensiones de imitar a Lord Byron, y a quienes les falta lo que a aquél sobraba: la inspiración y la adoración de las mujeres” (XV, 198). Este narrador-testigo ironiza y se burla de la posición del propio autor de un modo semejante al que se observa en un poema dedicado a Ignacio Manuel Altamirano, publicado en 1888: “Soñar con el estómago vacío / mirando el ideal en las legumbres, / vivir aletargado en el hastío / animarse buscando verdes hojas / para llenar la vida, amor sublime / que se vuelve como ellas puras fojas”.53 Esta misma perspectiva se encuentra en el narrador reminiscente de la serie de tres relatos “Los ojos garzos”, “Un amor artístico” y “Ángela” de Impresiones y recuerdos (1882) y que puede identificarse como una característica del humor en Castera. Este narrador-testigo se mueve en la ambigüedad, pues primero, señala que transcribe los apuntes tomados de su memoria, pero, posteriormente, aclara que tan solo se trata de un 53 P. Castera, “A Ignacio M. Altamirano”, en Ensueños y armonías y otros poemas, p. 432. 165 oscuro y humilde narrador que refiere el desarrollo de un drama en lugar de otro, por lo que le era imposible describir a cabalidad sus impresiones. Un recurso empleado con frecuencia por el autor para marcar cierta distancia, como ya se ha visto en Carmen, pero también se observa en Querens y en algunos cuentos mineros como “La Guapa” o “Una noche entre los lobos”. Como personaje, se muestra cándido y torpe en el trato social, debido a su constante aislamiento; altamente impresionable y susceptible de ser seducido por los sentidos: la vista, el olfato, el gusto. Siempre con humor señala sus defectos, vicios y manías, como cuando se refiere a su incultura “Yo conozco el pictórico arte tanto como cualquier albañil y no distingo bien la diferencia que existe entre brochas y pinceles” (VIII, 120) o a la sencillez de su instrucción “Yo no sabía más literatura que la enseñada por nuestros periódicos, más historia que la aprendida en César Cantú y más ciencia que la estudiada en algunos novelistas vulgarizadores de la misma” (VIII, 122-123). No obstante, sabe nombrar y reconocer obras y autores de la biblioteca de Saúl y Rosa, lo que contradice esta imagen. Asimismo, es entendido en el cálculo y en el beneficio de metales; en sus largas conversaciones con el propietario de la hacienda, evidencia también cierta ambición de riquezas que entra en lucha con su creciente interés amoroso en la mujer del huésped. Con todo, siempre se coloca a la sombra de su amigo Franz, con quien, pese a la amistad, mantenía profundas diferencias de carácter y perspectiva. Conforme el narrador profundiza en el conflicto de los personajes e identifica sus posiciones, también abre espacio para su propia problemática, consistente en amar a una mujer comprometida con otro hombre. Aunque el enamoramiento se produce rápidamente, tenía como antecedente la primera visión que tuvo de Rosa como vendedora de flores, cuyo recuerdo se había mantenido en la mente del narrador. Si bien había gustado de ella desde la primera vez que la había visto, su pasión se incrementó al verla en su nuevo estado y, todavía más, por considerarla la principal víctima de la venganza de Franz. 166 Con todo, su apasionamiento se plantea como un imposible a causa del deber social. El amor que manifiesta el narrador-testigo por Rosa oscila entre lo espiritual y lo sensual: ¡Que no nos vengan diciendo que el amor espiritual sólo anhela el alma! Si se ama, se desea obtener y poseerlo todo. No queremos partir antes que el ser que amamos, por no dejarlo en la Tierra. Si fuese el alma tan sólo lo que amásemos, no nos importaría alejarnos, sabiendo que esa alma era nuestra: he aquí los celos causados por la materia; y no queremos partir después, porque no se encuentre en la vida eterna con otros seres a los cuales se una: he aquí los celos del espíritu; dobles celos y doble martirio, hijos del doble amor. Los que sienten y los que aman así lo comprenden y lo experimentan, aun cuando no lo digan, y esas contradicciones y esos combates de ideas y de deseos, forman la pasión (XIV, 189). Por un lado, idealiza a la mujer minimizando y justificando su coquetería inocente, pero, por otro, desea la posesión física de la joven casada por el mero placer que provocaba la obtención del fruto ajeno; su amor era una combinación de todos los amores. Es también un amor contrariado, cercado por la presencia de los otros dos contrincantes que le disputaban a la dama; por lo mismo, su pasión se exacerbaba y se multiplicaba. No obstante, el narrador- testigo no se deja llevar por la emoción; sabedor de la falta que comete —“El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt. 5, 28)—, se mantiene en los lindes de lo moralmente aceptable, luchando en contra de su propio pensamiento —al existir el amor mental, existía la falta— y sojuzgando sus pasiones, pues sobre ellas se encuentra la conciencia individual y colectiva, representada por la ley. Según este narrador- testigo, se puede sentir mucho, pero ello no es circunstancia atenuante de ningún crimen. 4. Comentarios finales: las pasiones en el gran teatro del mundo Mediante el análisis de las pasiones del personaje central y el esbozo del conflicto de los personajes, Castera plantea varios cuestionamientos en torno al orden moral de la sociedad, recuperando, de alguna manera, el tópico del theatrum mundi.54 En primer lugar, apunta que 54 Sobre el tópico, Ernst Robert Curtius señala que el germen de la idea ya se encuentra en Platón, quien habla de la tragedia y la comedia de la vida, en las que los hombres son como juguetes animados por los dioses. El tópico atravesó la Antigüedad Clásica y la Edad Media con mezcla de elementos paganos y cristianos. Siguió difundiéndose ya sea bajo la idea de vitae scena o de theatrum mundi hasta el siglo XVII. La comparación de la vida 167 la vida en colectividad es en realidad una representación, un gran carnaval, pues las diferentes formas de sobrellevar las pasiones, las penas o los pecados, ya sea el aislamiento o el aturdimiento social, son solo disfraces empleados para presentarse en la lucha por la vida, a la cual todas las personas entran con un determinado contingente, ya sean las ideas, las pasiones, el trabajo o la belleza. Con esta reflexión, Castera, en voz del narrador, explora la acción que ejercen las pasiones sociales —la ambición, la venganza, el engaño, la envidia—, las cuales exigen la puesta en marcha de ciertas estrategias para sobrevivir, tales como la cortesía y la etiqueta, modalidades de la hipocresía. Para reforzar esta idea, Castera emplea el contraste. En una primera instancia, presenta una visión idealizada de la provincia, mediante la creación de un cuadro, casi pastoril, de la vida en el pueblo minero, en el que, pese al beneficio del oro, la especulación del trabajo y los abusos del capital eran desconocidos y prevalecían la hospitalidad y la vida modesta. En cambio, en la hacienda encargada de extraer el metal aurífero, la existencia estaba regulada por el movimiento de las máquinas, por la materialización de la fuerza, la voluntad, la ciencia y la inteligencia, que convertían el desierto en fuente de riqueza. Así, la diferencia entre la vida natural y la vida civilizada se plantea también en relación con las pasiones.55 Mientras que los pobladores de Coyuca siguen los ritmos de la Naturaleza, sin buscar el beneficio individual ni la riqueza, el burgués vive atenaceado por la ambición y la avaricia, consideradas los motores de la economía; los primeros viven en libertad, el segundo vive encadenado. De ahí que el narrador afirme que la más alta clase social de las urbes podía corresponderse con la más prominente jerarquía minera, ambas con las mismas humana con el teatro fue un lugar común durante el Siglo de Oro español; se convirtió en elemento constitutivo del mundo ideológico de Calderón, tanto como visión del amplio mundo de la realidad como de un trasfondo cósmico; de este modo, la idea pasó de una perspectiva teológica a otra antropológica con un sentido moralizante (cf. E. R. Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, I, pp. 203-209). 55 Desde el siglo XVIII se hablaba de la distinción entre las pasiones naturales, propias del campo, y las pasiones fuertes, propias de contextos civilizados, a partir de distintas reflexiones en torno a la naturaleza del hombre y la sociedad, como las de Thomas Hobbes, Claude Adrien Helvetius, Jean Jacques Rousseau, Henri de Saint Simon, por mencionar sólo algunos. 168 ruindades y miserias (XV, 195-196). En este sentido, deja en claro que las sombras y las miserias del corazón —o de la mente, en este caso— traspasaban los límites geográficos e, incluso, las condiciones sociales. Aunque, a grandes rasgos, en su narrativa Castera idealiza a los mineros, también presenta sus vicios, como su tendencia a la pereza, a la embriaguez, al engaño y la envidia que, generalmente, conducían a la ejecución de diversos delitos. Claro que la criminalidad no era producto de la profesión en sí, sino de sus condiciones materiales, morales y sociales. En un largo monólogo, el narrador se explaya en referir ejemplos de cómo se actúa en sociedad, tratando de aparentar lo que no se es, lo que no se piensa y lo que no se siente. La risa cubriendo la tristeza, la tranquilidad disimulando la angustia, todo ello para intentar sobrevivir en el gran teatro del mundo. Esta breve interrupción del curso del relato sirve como una lente de aumento para ejemplificar lo que sucedía en la hacienda minera, donde cada uno de los personajes representaba un tipo social: Rosa pudiera personificar la voluptuosidad, como la elevación de una clase, con el solo derecho de la belleza. Su esposo, igual cosa, por la audacia y el talento. Franz, Franz está peor descrito y, sin embargo, nos tropezamos con él en nuestras embrionarias avenidas, en el arenal del paseo, en los templos de barrio y en nuestra apertura de salones, en el beau monde. El narrador pudiera también personificar una clase; la de los moscones literarios (XV, 198). Esto se traduce en la acción narrativa en una creciente tensión y confrontación entre los personajes. Si bien todos han llevado a cabo el reconocimiento del otro, se esfuerzan en aparentar y sostener una relación cordial, aunque interiormente, cada uno espera el momento de la revelación final. Saúl apenas podía reprimir su violencia y su voluntad no era suficiente para dominar sus celos, mientras que Franz, su rival, mantenía su suficiencia, aunque se hallaba en una posición menos favorable, al decir del narrador, quien compara la situación con una escena del mundo animal, donde los hombres se convierten en cazadores y presas. Todo ello conduce a la reflexión final que condensa el sentido de la segunda parte: “Por más que se diga, la venganza no es y no constituirá nunca un derecho. Vengar una injuria, una 169 falta, una afrenta o un crimen, podrá satisfacer a las pequeñas vanidades, y ser a veces una necesidad en determinados caracteres; pero volvemos a repetirlo, esto no constituye un derecho” (XVI, 203), por lo que, pese a que el autor critica los vicios de la sociedad y sus formas de juzgar, mantiene que la justicia —esa institución creada por el instinto de conservación del cuerpo social—, debía imperar. Así, tras “el choque de pasiones” y “el duelo de inteligencias” en que se había convertido la convivencia entre los tres personajes principales, tanto Franz como Saúl están a la espera del instante de la acción final, que se concreta en el momento en el que, al intentar acercarse a Rosa, Franz es herido de muerte por el marido, quien nuevamente le clava un puñal. En esa misma escena, Saúl es desenmascarado por la esposa al reprocharle su acción y llamarlo “asesino de mujeres”. La novela concluye con la intervención del narrador testigo, quien da a conocer la sentencia de Saúl, condenado a varios años de prisión por el crimen cometido quince años atrás; aunque tarde, la justicia se había hecho presente. En esta novela, Castera buscó desarrollar todos los ámbitos de acción de las pasiones, desde el mundo interior del personaje hasta su papel en sociedad; de ahí que muestre una novela realista, con visos de construcción de una tragedia, donde los protagonistas son conducidos a un final funesto a causa de sus pasiones, esas “Euménides internas” que, como en la mitología griega, persiguen a los personajes para asignarles el castigo que merecen.56 56 Las Euménides, o las Benévolas, nombre eufemístico de las Irinias, las vengadoras de los crímenes familiares, habían nacido de las gotas de sangre esparcidas por Urano al ser emasculado por su hijo Cronos (Hesíodo, Teogonía, 183ss). Aparecen en distintas tragedias griegas con diversas caracterizaciones, aunque generalmente con rasgos monstruosos y como causantes de dolores y locura. En las Euménides de Esquilo, última parte de la trilogía conocida como La Orestiada, Orestes es perseguido por las Erinias para castigarlo por el asesinato de su madre Clitemnestra. Tras un juicio en Atenas, el matricida es absuelto, con lo que termina una serie de venganzas y asesinatos domésticos y se instaura un nuevo modelo de justicia, donde sobre la venganza y las pasiones se impone la razón; a partir de aquí, las Irinias toman el nombre de Euménides. Por su parte, en Orestes de Eurípides, (508 a. C.), las Euménides se representan como una tortura mental. De acuerdo con Francisco Rodríguez Adrados, la obra de Eurípides mostraba la existencia de la pasión y la incapacidad de la razón de actuar bajo su fuerza; de ahí que el poeta pusiera en escena a diversos personajes movidos por ella para intentar enseñar al hombre de su tiempo que en él se encontraba la responsabilidad que antes se atribuía a los dioses (cf. F. Rodríguez Adrados, Ilustración y política en la Grecia Clásica, p. 120). 170 Si bien la intención de construir una novela dramatizada queda patente en la segunda parte, se observan varias inconsistencias en la configuración de los caracteres y de la propia acción que por momentos diluyen el efecto dramático. Por ejemplo, el desenvolvimiento de la pasión del narrador-testigo hacia Rosa, al ser la repetición del mismo motivo de la primera parte, aunque de forma más precipitada, carece de profundidad e intensidad, por lo que resulta poco convincente. Pese a ello, es destacable el hecho de que en Dramas en un corazón Castera experimentó y se arriesgó a incorporar diversos procedimientos y recursos, como el planteamiento en dos partes, una expositiva y otra dramática, la construcción en abismo, las digresiones, el monólogo interior, a fin de hacer un análisis sobre las pasiones y sus efectos, sin dejar de lado la parte moral. Puedo decir que esta novela presenta otra faceta de un proyecto literario que tuvo especial interés en el estudio del alma humana, en su indisoluble unión de cerebro y corazón, razón y sentimiento, luz y oscuridad. 171 COMENTARIOS FINALES El estudio académico de la figura y la obra de Pedro Castera ha seguido un proceso ascendente desde que Luis Mario Schneider realizó su rescate y difusión en la década de 1980 del siglo pasado. A partir de entonces, los estudios se han multiplicado y la bibliografía en torno al autor ha iluminado zonas sombrías de su biografía y destacado algunas de las facetas más relevantes de su obra. Por fortuna, aún quedan vetas por recorrer para seguir conociendo el desarrollo de su proyecto de escritura. Este trabajo se propuso andar uno de esos caminos mediante el comentario literario de sus cuatro novelas: Carmen y Los maduros, dadas a la imprenta en 1882, y Dramas en un corazón y Querens en1890. El hilo conductor: la concepción de las pasiones y el amor como elemento constituyente de la poética del autor. Entrelacé ambos aspectos —poética y proyecto de escritura— con el anhelo de proseguir con la valoración del escritor y su creación, de continuar desentrañando las estaciones, las etapas y los momentos por los que atravesó para ocupar un lugar en el campo literario de su época y en la historia de la literatura mexicana. Castera ya no es un desconocido en la academia; su obra se ha abierto paso y franqueado las tendencias críticas y los gustos literarios diversos, desde los más versados o expertos hasta los noveles y generales. Si bien hace veinte años la obra del poeta minero apenas se leía en las aulas universitarias, actualmente forma parte de los programas formativos de los futuros investigadores literarios. He tenido la fortuna de constatar, en diversos contextos, la favorable reacción que provoca la lectura de su obra y las discusiones y preguntas que generan los temas que desarrolló, los géneros que cultivó, el estilo que les imprimió, así como el lugar que ocupó en la república 172 letrada, sus redes y su desempeño en los distintos ámbitos, además del propiamente literario, en los que tuvo actividad: el periodismo, la política, la guerra, la invención. El trabajo en torno a la obra de Pedro Castera ha fungido como mi ruta de aproximación al siglo XIX y punto de partida para revisarlo en todas las dimensiones posibles, aunque esto último no pase de ser más que una simple quimera. Con todo, considero que el estudio particular de una personalidad característica de la centuria decimonónica mexicana permite, como discretamente señaló el propio autor: “casi hacer el examen de conciencia de una época; [...] ver sus incertidumbres, sus dolores, sus aspiraciones, sus crisis de reacción, sus ímpetus de progreso, sus batallas internas y sus ideas”.1 A partir de la búsqueda, recopilación y lectura de la mayor parte de la producción del escritor, al menos la conocida hasta ahora, con miras a generar un catálogo como base de un proyecto de edición de obra completa, pude identificar ciertas constantes temáticas y determinados rasgos y recursos literarios que me hicieron pensar en la poética de Pedro Castera. Aunque en primera instancia consideré una escasez de recursos, una limitación en la exploración de los temas, por la constante aparición de preguntas en torno a la pasión y su relación con la razón y el pensamiento, al continuar con la lectura de las novelas, los poemas, las narraciones breves, así como de algunos artículos científicos que fui encontrando en el camino, llegué a una suposición. Unas anotaciones al margen en mi viejo ejemplar de la editorial Patria indican: “Constantes en las 4 novelas: el estudio de las pasiones, fisiología, causas, etc., en Los maduros, Carmen y Dramas, y en Querens lleva esta indagación al punto de querer producirlas, generarlas, en un ser inerte. Creación de sentimientos, sensaciones, ideas, pensamientos, voluntad”. Estos apuntes, escritos a vuelapluma en la página 293, se confirmaron, unas planas más adelante, al encontrar la inserción de una serie de cuestionamientos (véase el CAPÍTULO IV. DRAMAS EN UN CORAZÓN O EL EXTRAVÍO DE LA MENTE) sobre la interrelación entre razonar, 1 Pedro Castera, “Castelar. El poeta”, en El Correo Español, t. II, año II, núm. 115 (17 de septiembre de 1891), p. 1. 173 sentir y querer, tres modos de vivir en los que se funda el ser y cuyo análisis corresponde de forma inherente a cada individuo, pero también a las sociedades, mediante ciertas áreas de estudio como la ciencia, la medicina, la filosofía, la religión, la moral y la literatura. La lectura de Dramas en un corazón, la menos conocida de las novelas casterianas, fue la que me dio la clave para proponer el hilo conductor de esta exploración, pues sostengo que cada una de estas obras constituye un paso en el desarrollo narrativo de dichas inquietudes. Así, tras una detenida revisión de las cuatro novelas motivo de este estudio, identifiqué una serie de tópicos en torno a las pasiones y al amor, así como algunas semejanzas y diferencias en el tratamiento del tema y la forma en cómo derivaron en sucintas reflexiones sobre el acto de escritura o en breves meditaciones estéticas. De este modo, en principio, puedo decir que tres de las historias de amor con las que están revestidas esas reflexiones representan amores imposibles, frustrados o no realizados, debido a la enfermedad, al fenecimiento de alguno de los amantes o al engaño de los sentidos. Cada una de las narraciones plantea una tesis en torno a la influencia de las pasiones en los ámbitos moral o religioso, el social y el artístico, una concepción particular del amor, así como una meditación estética. Las cuatro novelas presentan narradores con funciones similares, pues, de alguna u otra forma, se encuentran involucrados en los hechos que se refieren. Son narradores-testigos o narradores-personajes que se encargan de transcribir o transmitir la historia, siempre con el propósito de mostrar un caso, un ejemplo de la influencia de las pasiones en la vida de los personajes. De ahí que cada uno de los desarrollos narrativos se presente como análisis, como una exploración del alma y la mente humanas. En Carmen un narrador reminiscente en primera persona, a la par de hacer una remembranza de su relación con la joven, revisa su esquema emocional en distintos momentos, así como un narrador externo es el encargado de plantear la reflexión en torno a la representación de las pasiones en la ficción. En Los maduros, un narrador en tercera persona es el encargado de dar a conocer la historia de los amantes, pero interviene constantemente para dirigir el sentido de la narración. En Dramas 174 hay distintas voces narrativas; en la primera parte, un narrador en tercera persona, que reproduce la voz autoral, es el responsable de referir el complejo mundo interior del personaje principal, aunque por momentos, el discurso del narrador y los pensamientos del personaje se entremezclan, mientras que, en la segunda, uno de los personajes se convierte en el narrador de los sucesos. En Querens, el esquema se complejiza un poco, en tanto que, al tratarse de una narración enmarcada, aparecen dos mediadores: el visitante que llega a Tlalpan y el boticario; ambos son narradores reminiscentes, que refieren sucesos de tiempos distintos y desde sus respectivas posiciones llevan a cabo reflexiones sobre la expresión. En general, el mundo de los personajes es muy cerrado. Las relaciones principales son triádicas, en las que dos personajes masculinos actúan en pos de la figura femenina, aunque en Carmen este tipo de vínculos incluyen a otros personajes: el narrador y la madre, el médico y el narrador o el narrador y Lola alrededor de la joven; en Dramas, el arrendatario Saúl y Franz en torno a Rosa, y en Querens, el científico y el boticario junto a la magnetizada. En Los maduros, la relación principal es la pareja conformada por Luis el Grande y la Huilota, alrededor de los cuales aparecen personajes que complementan el ámbito familiar, como la madre y los hermanitos del minero, y el padre de la joven, pero ciertamente, sin mayor peso en la narración. Los personajes femeninos se configuran con cualidades físicas semejantes: esbeltas, altas, pie pequeño, ojos grandes cubiertos por largas pestañas, etcétera, pero con algunos rasgos propios del tipo que Castera denomina criollo, al que considera propio de las tierras mexicanas. No obstante, los modelos que utiliza remiten al tipo de belleza europeo, conocido mediante las representaciones pictóricas más recurrentes en la época. En ello, aunque no hay correlación entre lo descrito y el modelo empleado, puede verse un afán por configurar tipos femeninos locales estilizados. En cuanto al carácter, en ellos conviven rasgos de la mujer angelical o frágil, pero con algunos atributos que las vuelven menos etéreas y más terrenales: la coquetería, la voluptuosidad, el apasionamiento, la audacia, los celos, el idiotismo, entre otros. Sobresale el personaje de Carmen que, si bien es más activo y audaz, está construido 175 a través de la voz masculina, y al final, vuelve al esquema de la mujer frágil. De la Huilota en Los maduros, destacan el planteamiento de su enamoramiento, así como las escenas de erotismo femenino; pero, junto a éstas, se hacen presentes las acciones de la mujer abnegada, compañera eterna del minero desafortunado que alcanza la felicidad mediante el matrimonio. En Dramas, la belleza femenina se enlaza a la fatalidad al ser causa de pasiones enfermizas y se plantea la profunda necesidad femenina de experimentar el amor-pasión real, no sólo el amor surgido del agradecimiento. En Querens, la inactividad intelectual y emocional de la mujer conlleva, una vez más, una configuración femenina desde lo varonil. Con respecto a los personajes masculinos, hay que señalar que siguen un esquema dual. Mediante ellos se confrontan dos propuestas o dos visiones del mundo o del hecho en cuestión: una más espiritual, artística, más volcada al sentimiento y su expresión, y otra más racionalista, que da mayor relevancia al pensamiento o la visión científica. La mayoría transita por procesos de conformación de carácter, por situaciones que los transforman al llevar al límite sus capacidades físicas, mentales y espirituales. Finalmente, alguna modalidad del mito pigmaliónico se emplea como eje configurador de los personajes y de las relaciones que se establecen en tres de las obras estudiadas Carmen, Dramas en un corazón y Querens, que puede terminar por plantearse como la búsqueda de la mujer ideal. En cuanto a los espacios, si bien se observa una tendencia hacia el interior en todas las novelas, también se plantea un estrecho vínculo entre los espacios externos principales con la forma en que se experimentan y se manifiestan las pasiones. Cabe mencionar que algunos de los mejores momentos descriptivos del autor se encuentran en la configuración espacial, pues no sólo se centra en la enumeración de objetos y elementos circundantes, sino en la creación de atmósferas, mediante la reproducción de sonidos y sensaciones visuales y táctiles. Las descripciones de los paisajes idílicos, así como de escenas costumbristas, destacan en medio de los largos pasajes argumentativos o ensayísticos que emplea el autor. En Carmen, sobresale un jardín interior en plena ciudad, lugar que aclimata el amor de los amantes, locus amoenus propicio para el desarrollo del amor espiritual. Al mismo tiempo, la 176 casa y el salón son lugares en los que las manifestaciones del sentimiento amoroso responden a ciertas convenciones sociales. Conforme avanza la historia, se abandona la ciudad; se va de Tacubaya a Cuernavaca, un lugar de mayor cercanía con la naturaleza, donde el idilio se expresa con mayor fuerza vital. En Los maduros y en Dramas en un corazón prevalecen los espacios mineros, mezcla de montaña y trópico, de paisajes agrestes, áridos y hostiles que están en consonancia con la forma en que se viven las pasiones. Hay una mayor manifestación de lo instintivo, evidente en la forma en que se relacionan las condiciones de la mina con el carácter de los personajes: fuerza y voluntad, en el caso de Luis el Grande, oscuridad y fiereza en el caso de Saúl; así, un mismo espacio tiene distintas connotaciones. De igual forma, existe un contraste entre las condiciones de pobreza de la casa del primero, y la ostentación del segundo que, al final, también implica un señalamiento moral, pues mientras que uno de ellos logra encontrar la claridad, aun descendiendo a la zona más profunda y contaminada de la mina, el otro se hunde en las oquedades más oscuras de la conciencia, mediante pasiones como los celos patológicos, el odio, la venganza y el crimen. Finalmente, en Querens, toman mayor relevancia la pequeña población y el gabinete, espacios propicios para el estudio, la concentración y la abstracción, amén del espacio mental de los personajes. Aunque en un principio consideré que el aspecto o la visión cientificista tenía un lugar dominante en la concepción del mundo afectivo recreado en las obras, lo cierto es que no se deja de lado el aspecto moral, incluso, se abre espacio para la reflexión estética, amén de la social. De igual manera, supuse un posible paso o una paulatina transición de una visión más anclada al cuerpo y las manifestaciones corporales a una centrada en los procesos mentales, aunque tampoco se presenta a cabalidad. Es decir, si bien hay un interés en la fisiología de las pasiones, en sus síntomas físicos, evidente en el constante empleo de términos asociados a la medicina y la ciencia de la época, no hay una circunscripción a este discurso. En todas las novelas se establece un estrecho enlace entre lo fisiológico y lo mental o psicológico y se destaca la importancia de la imaginación en la exacerbación de las emociones. 177 En Carmen. Memorias de un corazón, novela sentimental, en términos de su genealogía, o novela de sensibilidad, según la propuesta de Ana Chouciño, por su determinación geográfica y contextual —Latinoamérica en el periodo positivista—, el autor propone una concepción integral del corazón o del ser, que incluye tanto aspectos espirituales como materiales, deseos físicos y sentimientos sublimes o bajos. En esta obra está claramente planteada la visión psicologista del nacimiento de las pasiones como producto del pensamiento, proposición que volverá a estar presente con mayor fuerza en sus dos últimas novelas. Si bien se plantea la condición patológica de los excesos de la pasión, como lo sostenía la medicina de la época, resalta la cara provechosa de las pasiones al ser encauzadas hacia la creación artística y la sensibilización de los individuos, amén de la visión trascendente del amor; tras el desacierto de la medicina para curar a la protagonista, el amor es salvaguardado por la convicción religiosa y espiritual de la existencia del amor más allá de la muerte y como vía de ascensión. En Los maduros, además del marcado contenido realista y social, resalta el tratamiento de la interioridad del personaje principal, perteneciente a la clase trabajadora, pero que goza de un mundo interior enriquecido y fortalecido por la reflexión. Al igual que en Carmen, se plantea la dualidad del sentimiento amoroso, mezcla de erotismo y amor que, en determinadas circunstancias, es alcanzable para los individuos que se conocen a sí mismos, controlan sus deseos, se elevan por sobre las circunstancias y no renuncian a la conciencia ni al deber. Sólo en esta novela corta se plantea la concreción del amor feliz en la Tierra, pues ni en Dramas en un corazón ni en Querens se logra la anhelada fusión espiritual con el otro. Aquí, la reflexión estética se dirige hacia el interés de plasmar artísticamente el mundo interior; de explorar la conciencia mediante el relato como una forma de estudio que, tal vez, un día, la ciencia será capaz de ampliar y profundizar. En Dramas en un corazón se hace una amplia disertación sobre el nacimiento y el desarrollo de las pasiones y su fisiología; en ella, el escritor busca introducirse en las profundidades del alma de un ser esclavizado por sus ideas y emociones, un minero que, 178 contrario al personaje modelo de Luis el Grande de Los maduros, es caracterizado como un ser de imaginación enferma, moralmente repugnante y de naturaleza degenerada. En esta configuración de las pasiones, el autor acude a las explicaciones proporcionadas por la fisiología, la patología, el determinismo, la degeneración, la frenología, a las teorías de la criminalidad, a la literatura de tema psicológico, a autores que abordaron las imaginaciones enfermizas, como Edgar Allan Poe, Ana Radcliffe y E. T. A. Hoffman, y a ciertas proposiciones filosóficas, desde Aristóteles a Blaise Pascal, para aportar posibles explicaciones de la conducta del personaje. La reflexión sobre la enfermedad mental, los celos, la venganza, la violencia y el crimen, que derivan en una meditación sobre la belleza y el ideal artístico, acercan a esta novela a la producción decadentista que pocos años más tarde aparecerá en la escena literaria de nuestro país; no obstante, el narrador, mediante el cual se escucha la voz autoral, entra en pugna con “la exageración de ciertas creaciones” que es “muestra del extravío de la mente de sus autores y de su debilidad para concebir”. Aunado a esto, en esta obra se aborda con mayor claridad la dimensión social de las pasiones, a partir del tópico del teatro del mundo y, sobre todo, con la implicación del discurso de la criminalidad, el castigo y los medios de control aplicados a los enfermos mentales. Los cuestionamientos sobre el papel que tiene la voluntad en la generación de ideas, emociones y sentimientos son retomados por el autor para el desarrollo de su última novela. En Querens, mediante la interacción de dos personajes que representan las dos visiones de mundo fundamentales en el imaginario casteriano: el del científico, que trata de formar una idea y de dar explicación a todos los fenómenos de la Naturaleza, y el del artista, que intenta crear las emociones y que apela al sentimiento para explicar el mundo, se cuestionan los alcances de la ciencia y el arte y sus repercusiones en la vida de los seres humanos. En esta novela corta, el autor logra concretar su propia concepción de las pasiones en relación con la expresión que parece seguir la de los grandes románticos, quienes, al decir de Abrams, se 179 preocuparon por la acción modificante de la pasión: la de animar lo inanimado, la transferencia de vida del observador a las cosas que observa.2 De este modo, el pensamiento de Castera en torno a las pasiones se va complejizando en su desarrollo, pero no se modifica sustancialmente; problematiza las intuiciones que había planteado, aunque ello implique la elección del modo argumentativo por sobre el narrativo. Es constante el planteamiento de una esperanzadora búsqueda de explicaciones del mundo interior y del ámbito afectivo mediante la ciencia. Hay personajes que confían ciegamente en los alcances de ésta para estudiar las pasiones y los pensamientos y explicar sus manifestaciones. No obstante, como contraparte, hay otros que confirman la imposibilidad de estudiar el mundo afectivo tal y como se estudian los elementos químicos o los fenómenos físicos. De este modo, el planteamiento en torno al estudio científico del alma siempre es dialéctico, contrapuesto a la visión artística, religiosa o moral, pero en perpetua búsqueda de una conciliación. Sin duda, el interés del autor en los procesos de formación de pensamientos y sentimientos puede considerarse como un elemento de su poética, pues a través de él expresó dudas, inquietudes y reflexiones en torno a su influencia en distintos ámbitos. Si bien hay diferencias entre las cuatro novelas, existen elementos que se mantienen constantes y que pueden considerarse característicos de la escritura de Pedro Castera: oposiciones morales, ideológicas y filosóficas; conflicto vital planteado en oposiciones como el alma y el cuerpo, la razón y la pasión, el deseo y el deber, la luz y la oscuridad, todas desarrolladas con gran fortuna mediante monólogos interiores —combates internos, como los denomina el autor— o diálogos de carácter filosófico donde se confrontan las posiciones, recursos que también caracterizan su escritura. Aunque en su planteamiento inicial este estudio tenía una pretensión más abarcadora que incluía el recorrido histórico en torno al concepto de pasión como marco teórico, tomar las 2 Meyer Howard Abrams, El espejo y la lámpara. Teoría romántica y tradición crítica acerca del hecho literario, p. 85. 180 emociones como categoría heurística parecía tautológico, debido a que, en principio, toda la literatura trata de emociones. Finalmente, dado que mi área de interés gira en torno a la edición crítica y a la historia literaria, busqué insertar el examen de la narrativa completa de Pedro Castera (cuentos y novelas) en un marco amplio del estudio del sistema literario y sus procesos, pero, al mismo tiempo, quise dar cuenta del desarrollo de su obra mediante el análisis de una constante en la que veía la configuración de una poética. De ahí que centrara el estudio en la reflexión sobre las pasiones, en relación con el pensamiento y la razón. Detrás de esta delimitación, por simple que parezca, hay años de búsquedas, pesquisas, recopilación de materiales, cotejos, tropiezos, extravíos de rumbo, reencuentros, ausencias, dudas e inquietudes sobre la viabilidad de consolidar un proyecto de rescate y estudio de la obra completa de un escritor. Con todo, espero que este empeño en mostrar los alcances de la obra del autor de mi interés, como diría la muy querida y siempre añorada maestra Blanca Estela Treviño, contribuya a seguir esclareciendo el panorama literario de un periodo fundamental en la conformación de la cultura mexicana. 181 BIBLIOHEMEROGRAFÍA I. PEDRO CASTERA A. Libros CASTERA, Pedro, Carmen. Memorias de un corazón. 5ª edición. Edición y prólogo de Carlos González Peña. México, Editorial Porrúa, 2004. 309 pp. (Colección de Escritores Mexicanos, 62). —, Carmen (Memorias de un corazón). Prólogo de Vicente Riva Palacio. México, Tipografía de La República, 1882. 411+41 pp. —, Dramas en un corazón. 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