“El tribunal electrónico”
Por Giovanni Papini
Tomado del libro:
PAPINI, Giovanni
El libro negro
Editado por Porrúa, Sepan cuántos número 421.
México, 2000.
EL TRIBUNAL ELECTRÓNICO
Pittsburg, 6 de octubre.
La construcción de máquinas pensantes ha progresado muchísimo durante los últimos años, especialmente en nuestro país, que ostenta ahora el primado de la técnica así como Italia tuvo en sus tiempos el primado del arte, Francia el de la elegancia , Inglaterra el del comercio y Alemania el de las ciencias militares.
En estos días se realizan en Pittsburg los primeros experimentos para utilizar máquinas en la Administración de Justicia. Después de haberse construido cerebros electrónicos matemáticos, dialécticos, estadísticos y sociológicos, ya se ha fabricado en esta ciudad –fruto de dos años de trabajo– el primer aparato mecánico que juzga.
Tal aparato gigante, con un frente de siete metros, se alza en la pared del fondo del aula mayor del tribunal. Los jueces, abogados y oficiales de justicia, no ocupan sus lugares habituales, sino que se sientan como simples espectadores entre las primeras filas del público. La máquina no tiene necesidad de ellos, es más segura, precisa e infalible que los reducidos cerebros humanos. Como único ayudante del enorme cerebro tiene a un joven mecánico que conoce los secretos de las innumerables células fotoeléctricas y de las quinientas teclas de interrogación y comando. El único recuerdo del pasado que se ve en la máquina es una balanza de bronce que corona platónicamente al metálico cerebro jurídico.
La primera audiencia del novísimo tribunal comenzó hoy por la mañana, a las nueve horas. El primer imputado fue un joven obrero de la industria siderúrgica, acusado de haber asesinado a una jovencita que se le resistía. El acusado narró a su modo el hecho, y otro tanto hicieron los testigos.
Luego, el técnico oprimió un botón para preguntar a la máquina cuáles eran los artículos del código que debían aplicarse en el caso. En un cuadrante iluminado aparecieron inmediatamente los números pedidos.
El mismo cerebro, debidamente manejado por su secretario humano, concedió las atenuantes genéricas, y pocos segundos después, en otro cuadrante, apareció la sentencia: veintitrés años de trabajos forzados para el joven asesino.
Un distribuidos automático vomitó un cartoncito en el que estaba repetida la sentencia, el inspector de policía recogió ese cartoncito y condujo fuera al condenado.
Apareció luego una mujer, quien de acuerdo a la acusación habría falsificado la firma de su patrón para apoderarse de algún millar de dólares. Este segundo proceso se despachó aun con más facilidad y rapidez: se encendieron algunos ojos amarillos y verdes en la frente del cerebro jurisconsulto, y al cabo de un minuto y medio apareció la sentencia: dos años y medio de cárcel.
El tercer proceso fue más importante y duró algo más. Se trataba de un espía reincidente, que vendió a una potencia extranjera documentos secretos referentes a la seguridad de nuestro país. El interrogatorio, hecho por la máquina mediante señales acústicas y luminosas, duró por espacio de varios minutos.
El acusado solicitó ser defendido, y el cerebro mecánico, después de reconocer el buen derecho del pedido, mediante un disco parlante enumero las razones que podía alegarse para atenuar la vergonzosa culpa. Se siguió una breve pausa y en seguida otro disco respondió punto por punto, en forma concisa y casi geométrica, a aquellas tentativas de disculpa.
El asistente consultó a diversas secciones de la máquina, y las respuestas, expresadas inmediata y ordenadamente mediante signos brillantes, fueron desfavorables al acusado.
Finalmente, después de algunos segundos de silencio grávido y opresivo, se iluminó el cuadrante más elevado de toda la máquina: apareció, primeramente, el lúgubre diseño de una calavera, y luego un poco más abajo, las dos terribles palabras: “silla eléctrica”:
El condenado, un hombre de edad mediana, muy serio, de aspecto profesoral, al ver aquello profirió una blasfemia, y luego cayó hacia atrás contorcionándose como un epiléptico. Aquella blasfemia fue la única palabra genuinamente humana que se oyó en todo el proceso. El traidor fue tendido en una camilla de mano y gimiendo desapareció de la sala silenciosa.
No tuve voluntad ni fuerza a asistir a otros cuatro procesos que debían ventilarse aquella misma mañana. No me sentía bien, una sensación de náuseas amenazaba hacerme vomitar. ¿Era aquello el efecto de algún manjar indigesto tomado en el desayuno, o tal vez consecuencia del siniestro espectáculo que implicaba aquel nuevo tribunal?.
Regresé al hotel y me tendí en la cama pensando en lo que había visto. He sido siempre favorecedor de los prodigiosos inventos humanos debidos a la ciencia moderna, pero aquella horrible aplicación de la cibernética me confundió y perturbó profundamente ver aquellas criaturas humanas –quizás más infelices que culpables-, juzgadas y condenadas por una lúcida y gélida máquina, era cosa que se suscitaba en mi una protesta sorda, pero a la que no lograba a callar. Las máquinas inventadas y fabricadas por el ingenio de los hombres había logrado quitar la libertad y la vida a sus progenitores. Un complejo conjunto mecánico, animado únicamente por la corriente eléctrica, pretendía ahora resolver, en virtud de cifras los misteriosos problemas de las almas humanas. La máquina se convertía en juez del ser viviente; la materia sentenciaba en las cosas del espíritu... Era algo demasiado espantoso, incluso para un hombre entusiasta por el progreso, como yo me jacto de serlo.
Necesité una dosis de whisky y algunas horas de sueño para recuperar un poco mi serenidad. El tribunal electrónico tiene sin duda un mérito, el de ser más rápido que cualquier tribunal construido por jueces de carne humana.