“Hermano animal”
Por Fernando Savater
Tomado del libro:
SAVATER, Fernando
Despierta y lee
Editado por Alfaguara.
Madrid, 1998.
HERMANO ANIMAL
Un amable lector me escribe desde Soria
para contarme un siniestro incidente ocurrido durante la celebración local de
los carnavales. Un perro pastor alemán, aparentemente extraviado de su dueño,
pasó toda la noche festiva correteando por la calle y buscando la amistad de
los vecinos: a la mañana siguiente apareció ahorcado en una grúa. Mi corresponsal
se pregunta (y me pregunta): “¿No es este acto una de las expresiones más
claras de pura maldad, de maldad gratuita?”; ¿por qué hay gente así, insensible
ante el sufrimiento de un ser, mientras otros sufren cuando ven sufrir? Recibo esta
carta el mismo día en que leo la noticia de que una niña ha muerto asfixiada en
el incendio de su casa al tratar de rescatar a su hámster en lugar de ponerse a
salvo. Los sucesos se las arreglan para formar parejas misteriosamente
significativas en el póker vital de cada día.
Durante mi infancia y gran parte de mi adolescencia
viví embobado en la fascinación por los animales llamados salvajes (como rezaba el título de un célebre libro de André
Demasion que por entonces me gustaba mucho). No había colección de cromos con bichos
que no se ganase mi devoción – mi álbum favorito fue De la selva misteriosa a los abismos del mar– y películas como El desierto viviente y El mundo silencioso
tuvieron tanta culpa de mi educación sentimental como John Ford.
Lo primero que visitaba en una ciudad
forastera era el zoológico, que en Madrid tenía entonces el sugestivo nombre de
Casa de Fieras. Hoy todavía me
encanta ver documentales zoológicos en televisión, impecables en la mayoría de
los casos pese a la manía de programarlos a la hora sagrada de la siesta. Con los
animales domésticos, en cambio, siempre he sido más receloso, salvo si se trata
de caballos de carreras (que no son propiamente domésticos, sino domesticados);
nada me repugna más que el tono entre mandón y paternalista con que los amos
suelen dirigirse a sus perros, a los cuales se empieza por insultar quizá merecidamente
llamándolos los mejores amigos del
hombre. Dentro de cada uno de nosotros dormita un sargento, una estricta
gobernanta y la melosa tía solterona empeñada en atiborrar de dulces al niño inapetente,
monstruos que despiertan en cuanto ven agitarse dócilmente el rabo de un perro,
por poco faldero que sea.
Me parece que es precisamente esa
fascinación antigua que siento por los
animales lo que me pone en guardia contra la suposición de que poseen derechos morales semejantes a los
humanos, tal como han defendido elocuentemente en nuestro país Jesús Mosterín y
Jorge Riechmann (Animales y ciudadanos, Talasa
Ed., Madrid, 1995). No creo que los animales tengan derechos porque me niego a
suponer que tenga deberes: son lo que son, no lo que deben ser. Lo que muestra
a nuestra imaginación y a nuestra sensibilidad ética (también estética) es el
ejemplo de una vitalidad que no legisla sobre sus propios límites, sino que los
asume por necesidad. Ya es suficiente razón para preocuparnos por ellos, para atenderlos en la medida de lo posible. La
simple observación de los seres naturales enriquece sin duda filosóficamente a
quien la practica. Por eso Rilke recomendó a su joven poeta el ver “a los
animales y a las plantas acoplarse, multiplicarse y crecer, con paciencia y
docilidad, para no servir a la ley del placer y del sufrimiento, sino a una ley
que va más allá del placer y del sufrimiento y prevalece sobre toda voluntad o
resistencia”.
Los animales sufren y hacen sufrir a
otros bichos, pero no son crueles: los únicos que podemos serlo somos los
humanos, porque sabemos lo que significa sufrir. Y sobre todo porque podemos
comprender la abyección que supone querer
que otro sufra. ¿Se han fijado ustedes que llamamos animales superiores precisamente a los que nos
parecen más capaces de sufrir?. Es que la conciencia del sufrimiento establece
a nuestro modo de ver la jerarquía en el orden de la naturaleza: cuanto más
pueden sufrir, más se nos parecen. De modo, amigo lector, que tiene usted mucha
razón en llamar con todas las letras maldad
al capricho de hacer sufrir al animal que buscó nuestra compañía. Y la niña que
penetró entre las llamas para buscar a su hámster... ¡ay, fue ingenua,
imprudente y noble como santa Juana de Arco!