Los Motivos del Escudo.
Conferencia impartida por José Vasconcelos en noviembre de 1954, ante la Confederación Nacional de Estudiantes de México.
Los Motivos del Escudo
José Vasconcelos.
Conferencia
impartida por ante la Confederación Nacional de Estudiantes en noviembre de
1954.
Jóvenes amigos:
Respondiendo a su
indagación reciente, paso a manifestarles lo que sigue:
El hallazgo de un
lema que complementara el nuevo de la Universidad Nacional de México, me
resultó indispensable para formular el propósito y la orientación de la
Universidad que se lanzaba al destino por el impulso de la Revolución. Me tocó
rescatar nuestro instituto tradicional de enseñanza, de manos de la barbarie
carrancista que por decretos de fuerza se había apoderado de la escuela de
Barreda, combatida por nosotros, sin
embargo muy superior a lo que estaba siendo deshecho. Los asaltantes, en
efecto, habían convertido a nuestra Preparatoria en mala réplica de una
secundaria protestante norteamericana. De rector funcionaba un abogado conocido
en el foro por sus astucias curialescas, pero cabalmente inculto y sin otro
titulo para el mando, que su vieja camaradería con el Carranza de los tiempos
en que ambos fueron incondicionales
servidores de la dictadura. Los profesores habían sido reclutados en las
segundas filas del normalismo que por su índole popular ganó influencia dentro
de los círculos políticos de la Revolución, pero que en general carecía de
preparación académica. Aquellas subalmas por lo mismo, se habían vuelto materia
plástica frente al programa extranjero
de deformación de nuestra índole nacional.Resultaba urgente salvar las esencias
de nuestra propia cultura librándonos de aquella mediocridad sin cohesión y sin medula y para hacerlo era menester
integrar una nueva ideología. Mediante ella se evitaría el paso, el peligro de
recaer en las doctrinas políticas del porfirismo que la propia Revolución había
combatido desde la época de la claridad maderista a saber: la evolución
spenceriana, el cientifícismo de Justo Sierra y el materialismo de Comte. Era
urgente demostrar que la Revolución poseía capacidades propias y empeño en
escalar las más altas cumbres del espíritu, sin perjuicio de dedicarse a
satisfacer los intereses de los humildes. Tan precisa fué esta última tendencia
y que todo lo que hoy se dice, de orientar la Universidad hacia las metas de la
justicia social, no es más que un “refrito" de las declaraciones revolucionarias
que cualquiera puede leer en la colección de mis discursos universitarios de la
época. Nos pusimos, pues, a trabajar en el doble aspecto social y espiritual,
pero, sin demagogia, porque contábamos con timbres suficientes de distinción y
de sacrificio en la lucha, para no tener que descender a la adulación servil de
las multitudes. Trabajamos para las masas, pero sin subordinarnos a sus
criterios confusos, menos aún al juicio de lidercillos y agitadores. Al
contrario, procurábamos dar a la masa temas de ascensión para llevarla, junto
con los universitarios, a las cimas esplendorosas de la sobrehumana sabiduría.
Había que comenzar
dando a la escuela el aliento superior que le había mutilado el laicismo, así
fuese necesario para ello burlar la ley misma. Esta nos vedaba toda referencia
a lo que, sin embargo, es la cuna y la meta de toda cultura; la reflexión
acerca del hombre y su destino frente a Dios. Era indispensable introducir en
el alma de la enseñanza el concepto de la religión, que es conocimiento
obligado de todo pensamiento cabal y grande. Lo que entonces hice equivale a
una estratagema. Usé de la vaga palabra espíritu, que en el lema significa la
presencia de Dios, cuyo nombre nos prohíbe mencionar, dentro del mundo oficial,
la reforma protestante que todavía no ha sido posible desenraizar de las
constituciones del 57 y del 17. Yo sé que no hay otro espíritu válido que el
Espíritu Santo; pero la palabra santo es otro de los términos vedados
por el léxico oficial mexicano. En suma, por espíritu quise indicar, lo que hay
en el hombre de sobrenatural y es lo
único valioso por encima de todo estrecho humanismo y también por supuesto, más
allá de los problemas económicos que son irrecusables pero nunca alcanzarían a
normar un criterio de vida noble y cabal.
Para acabar de
entender el lema, sin. s embargo; es preciso recordar la época en que se
inventó: El Carrancismo había caído desacreditado frente a la cultura, en
general por su ramplonería, y en particular por el máximo pecado de haber suprimido
en torpe emulación de lo norteamericano el antiguo Ministerio de Educación
Pública. Fue pues indispensable, en
consecuencia y como ,primer paso de una
restauración civilizadora, volver a crear el ministerio de Educación Pública,
pero ya no según el plan raquítico de la era porfiriana, reducido al Distrito
Federal y los Territorios, sino de manera ancha y generosa,.con acción sobre
todo el territorio de la patria. Al impulso de esta exigencia, la Universidad
empezó a crecer, hasta que fecundada por la
Revolución hallose convertida de hecho en Secretaría y en seguida, por
su influjo, provocó la reforma constitucional que trajo a la existencia el
primer Ministerio de Educación Pública Federal de nuestra historia. A la
Universidad de entonces, que no se ufanaba de autonomías hipócritas, sino que
estuvo bien centralizada bajo el puño
de su rector, debe la patria su primer Ministerio de Educación Pública
Nacional.
Gustan de olvidar
esto los menguados que urdieron su falsa autonomía para desviar la Universidad
del movimiento vasconcelista, la página más noble de la historia de la historia
política universitaria, y para terminar, como lo consiguieron, haciendo de la
Universidad otro apéndice de la misérrima
y confusa burocracia nacional.
De todas maneras,
la Universidad dió a luz, con la Secretaría una hija que pronto la superó en
fecundidad y estatura y a la cual ya nadie disputa el derecho a la vida y la
esperanza de que cumpla su misión de ilustrar al pueblo de la República.
En lo espiritual,
siguió la Universidad contemplando desde arriba el panorama nacional y lo
encontró pequeño. Y así es como, a su propia hija, la Secretaría le transmitió
el escudo que recientemente había creado.
¿Qué es el escudo?
El escudo es, en primer lugar, una protesta en contra de aquel pequeñito anhelo
que arrodillaba a la juventud en lo que se llamó el altar de la patria
jacobina. Altar sin Dios y sin santos. Altar en que muchas veces el caudillo
sanguinario ha suplantado al héroe y al santo. Altar que, en todo caso, está
cerrado con techos de concreto a la penetración de los efluvios que vienen de
lo alto. Y luego, ¿cuál patria?; no la grande que compartimos con nuestros
mayores del imperio universal español, sino la muy reducida en el territorio y
en la ambición, que es el resultado de los errores del período de formación que
nos costara la pérdida de Texas y de California. Después de la Revolución, que
tantas esperanzas engendró porque no se ligaba con ningún pasado sombrío;
porque en sus comienzos no intentaba continuar la Reforma sino rectificar la
Reforma, resultaba indispensable provocar el crecimiento del alma nacional. Y
ya que no podíamos reconquistar territorios geográficos, no quedaba otro
recurso que romper horizontes y ensanchar el espacio ideal por donde el amor,
ya que no la fuerza, pudiera conquistar heredades del espíritu, más valiosas a
menudo que la disputada soberanía territorial. El paso inmediato, en
consecuencia, era obvio: reemprender el esfuerzo ya secular pero abandonado y
saboteado por las dictaduras nacionalistas, de ligar nuestro destino con los
países de nuestra misma estirpe española, en el resto del continente.
La independencia
del sur, con Bolívar, con San Martín, había engendrado no sólo nacioncitas, a
lo liberal británico; también había inventado el anhelo de constituir con los
pueblos afines por el lenguaje y la religión, federaciones nacionales
poderosas. Nosotros no pudimos conservar ni siquiera la confianza de
Centroamérica, a efecto de haber construido una vigorosa federación del norte,
aliada con el grupo disperso de los pueblos ilustres de Las Antillas. Todo por
culpa de las dictaduras y de la confusión doctrinaria de la Reforma, que en su
odio a España, nos deformó el patriotismo subordinándolo al recorte territorial
y a la mentira de una soberanía fingida.
Rota, desde hacía
tiempo, nuestra solidaridad con los hermanos de la América Española y de
España, un sentimiento reducido e intoxicado además de falsas patrioterías,
mantuvo en opresión nuestros pechos hasta que la Revolución despertó exigencias
nobles, informes. Ensancharlas era el deber de la Universidad. Símbolo gráfico
de esta eclosión del alma mexicana, fue el diseñio del escudo entonces nuevo,
cuya historia estoy describiendo. Consta el escudo de dos elementos
inseparables., el mapa de América Española que encierra en su fondo, y el lema
que le da sentido. Por encima del encuadramiento, una águila y un cóndor
reemplazan el águila bifronte del viejo escudo del Imperio Español de nuestros
padres. Ahora, en el escudo, el águila representa a nuestro México legendario,
y el cóndor recuerda la epopeya colectiva de los pueblos hermanos del
continente.
Figurada de esta
suerte la unidad de nuestra raza, sólo faltaba pedir al Verbo una expresión que
marcara la ruta de los destinos comunes. Me vino ésta, de súbito, y fué la voz
de un anhelo que se rehacía en la Universidad y había de retumbar por todos
los confines de la lengua: es el lema un compromiso quizás demasiado ambicioso.
POR MI RAZA
HABLARA EL ESPIRITU, es decir, deberemos ser algo que signifique en el mundo.
Y en primer lugar dije raza porque la tengo, la tenemos. Nuestra raza, por la
sangre, ya se sabe, es doble, pero sólo en México, en el Perú, en el Ecuador,
donde hay indios. En el resto de América nuestra raza es una mezcla de base
latina, española e italiana que no excluye una sola de las variedades del
hombre; ni el negro‑del Brasil. ni el chino de las costas peruanas. Una
raza compuesta que lo será más aún en el futuro. Dé allí la tesis de la raza
cósmica, que implícitamente está contenida en el escudo y que hoy anuncian
historiadores como Toynbee, como fatal conglomeración humana en todo el
planeta. Pero por lo pronto, hay que comenzar recordando que somos latinos.
Dentro de lo latino, nos impelen hacia adelante los gérmenes de las más preciadas
civilizaciones: el alma helénica y el milagro judío- cristiano, el derecho de
la Roma pagana y la obra civilizadora y
religiosa de la Roma católica.
En nuestro
abolengo hay nombres envidiados de todas las naciones, como Dante Alighieri,
magno poeta de todos los tiempos. En nuestro pensamiento hay torres como Santo
Tomás y San Buenaventura. Y particularmente en la América nuestra, del
Paraguay a Californiá, es el cordón franciscano la disciplina de la obra
civilizadora que todavía se prolonga y que no hubiera alcanzado realización sin
el esfuerzo quijotesco que guió la Conquista. Raza es, en suma todo lo que
somos por el espíritu: la grandeza de Isabel La Católica, la contrarreforma de
Felipe II que nos salvó del calvinismo, la emancipación americana que nos evitó
la ocupación inglesa intentada en Buenos Aires y en Cartagena y que, con
Bolívar, fijó el carácter español y católico de los pueblos nuevos. Nuestra
raza es, asimismo, toda la presente cultura moderna de la Argentina, con el
brío constructor de los chilenos, la caballerosidad y galanura de Colombia, y
la reciedumbre de los venezolanos. Nuestra raza se expresa en la doctrina
política de Lucas Alamán, en los versos de Rubén Darío y en el verbo iluminado
de José Martí. Todo esto es lo que el lema contiene y coordina para encaminarlo
hacia la grandeza imperial. Nos despierta el emblema el orgullo fecundo y la
ambición noble de los pueblos que no se contentan con recibir hecha la historia
sino que la engendran, la conforman, le imprimen grandeza. Quise, en fin, dar a
los jóvenes por meta, en vez de la patria chica que nos dejó el liberalismo, la
patria grande de nuestros parentescos continentales.
Todo esto se halla
en el lema que ahora está encomendado a la defensa de vuestros corazones
juveniles. Yo estuve en la Universidad como de paso, Me dírijí a ella llevando
en el pecho un manojo de las lenguas de fuego del incendio revolucionario. Me
cerraban la puerta ancha no sólo los viejos profesores de la dictadura, también
los nuevos de la Revolución falsificada. Tuve, por lo mismo, que entrar por la
ventana, pero iba del brazo de la aurora. En mi conciencia alentaba la Revolución,
que era entonces una moza lozana y garrida, con algo de Minerva en la testa y
en el brazo poderes corno de Arcángel. Se ha pretendido que erá yo entonces
distinto del de ahora. Nada más falso. Para mí la Revolución no era una
maestra rígida, ni podía serlo puesto que yo era de los encargados de crearle
la doctrina, precisamente tal iba a ser la función de la Universidad: poner
claridades en un movimiento social naturalmente informe. Desde entonces sabía
que un movimiento social ajeno al sentido religioso de la Historia, no podía
producir más que miseria y tiranía. Siempre de espaldas al partidarismo
político, procuré definir la Revolución como un sistema de creación y de
franqueza. Por eso hablé sin recato de inspirar el movimiento social en un
doctrinarismo cristiano de tipo que hoy parece mediocre, pero que entonces se
hallaba en boga: el tolstoiano. No hay, por lo mismo, dualidad entre mi
posición francamente cristiana de entonces, que consta en declaraciones
públicas que ya en aquella época rasgaban el convencionalismo partidista, y mi
posición de ahora, que sostiene la necesidad de encauzar el desarrollo social
dentro de las normas estrictas del Evangelio interpretado por las Encíclicas.
Son los logreros
de la Revolución los que han inventado la patraña de mis claudicaciones, para
dar algún pretexto a la deserción que ellos consuman con su conducta. No
volveré a la Universidad ni a la acción pública oficial. La vida del hombre es
corta y la tarea es inmensa; sin embargo, realizable para todos aquellos que
confían en la Promesa. No sólo no volveré, sino que no volvería a cambio de
tener que constreñir mi pensamiento para ajustarlo a los moldes de una
ideología burocrática o partidista.
De la Universidad
me echaron por fin, por la abertura de los sótanos, pero no en derrota. No
volveré en persona, pero la idea que está en el lema siempre hallará un claro
por donde entrar. Una y otra vez, volverá a introducirse en las aulas, Por el
reflejo de las ventanas, cada vez que la Universidad vuelva a estar en
primavera.
Jóvenes amigos: Ya muy pronto tendréis que improvisar capitán. Yo os dejo mi bandera. El día es vuestro, actuad con vigor y con prudencia; reservad vuestras fuerzas porque la ruta es larga y muy ardua. Es ley misteriosa del destino, que la conquista del bien ha de costar dolor y sangre; pero el éxito es alterno.
Mañiana, en las
horas del triunfo, las manos de las nuevas generaciones izarán el asta de otras
banderas más gloriosas, bordadas, con las letras de oro de los principios
eternos. Mi lábaro no estaba hecho para el lucimiento de los desfiles. Es un
airón de combate. Nada importa que lo borren de las placas que escribe la adulación
y de los membretes del papeleo burocrático y de los estandartes que encabezan
las procesiones del servilismo. Mi encargo es: que el actual escudo, con su
lema, lo dejes plantado en la trinchera más expuesta y bajo el fuego tupido de
la metralla.