GARCÍA Máynez, Eduardo
Los Valores, en Filosofía del Derecho
Porrúa, México 1994
pp. 413-445
LOS
VALORES JURIDICOS
Eduardo García Máynez
JUSTIFICACIÓN Y
EFICACIA DE LOS ÓRDENES NORMATIVOS
Todo orden normativo concreto consiste en la
subordinación de la conducta a un sistema de normas cuyo cumplimiento permite
la realización de valores. La diferencia entre los grandes órdenes que regulan
el comportamiento humano depende de la estructura del sistema regulador y de la
índole de los fines de cada uno de esos órdenes.
El derecho es un orden concreto, creado para
la realización de valores colectivos, cuyas normas ‑integrantes de un
sistema que regula la conducta de manera bilateral, externa y coercible son
normalmente cumplidas por los particulares y, en caso de inobservancia,
aplicadas o impuestas por los órganos del poder público.
Esta definición enumera los elementos que
deben concurrir en un orden para que merezca el nombre de derecho, pero nada
dice respecto de los históricamente existentes sobre el valor intrínseco de
sus normas ni, por ende, sobre el grado y medida en que realizan los fines a
que se hallan orientados.
Cuando se asevera que el derecho ha sido
instituido para el logro de valores, con ello se indica en lo que al mismo
atañe un elemento estructural de todos los órdenes: su finalidad. Este
elemento, como los demás que señala la definición propuesta en la sección 1 del
capitulo primero, pertenece a la esencia de lo jurídico, ya que no podríamos
llamar derecho a un orden no orientado hacia valores como la justicia, a
seguridad y el bien común, para no mencionar ahora sino los fundamentales.
La regulación normativa del comportamiento
será tanto más perfecta cuanto en mayor medida realice los desiderata que le dan sentido. Por ello
es que el problema de la justificación de un orden concreto sólo puede plantearse
y resolverse de manera satisfactoria cuando se tiene un conocimiento adecuado
de los fines a que debe tender, lo mismo que de los medios que permitirán
realizarlos. Lo dicho revela una de las causas determinantes de la imperfección
de los sistemas legales: ni siquiera el legislador más sagaz puede intuir
convenientemente todos los valores que, en tal o cual circunstancia histórica,
deben condicionar el contenido de las leyes, ni prever tampoco, de manera
infalible, hasta qué punto éstas serán cumplidas o aplicadas. La angostura o
estrechez del conocimiento estimativo, a que alude Nicolai Hartmann en su
Ética, claramente explica esa deficiencia.
Pero, como es obvio, las imperfecciones no
sólo son imputables al legislador: a veces provienen de errores de los órganos
jurisdiccionales, o de ignorancia, torpeza o mala fe de los destinatarios de
las normas. El valor de un orden jurídico no puede, pues, juzgarse si sólo se
atiende a la eficacia de su sistema normativo. Éste existe para ser aplicado, y
si la aplicación es deficiente o torcida, los propósitos de quien lo instituyó
a la postre se malogran. Además, como en otro lugar se dijo, una regla de
conducta no puede ser aplicada si no se la interpreta previamente, y una mala
exégesis a fortiori redunda en
perjuicio del acto aplicador y frustra los propósitos de los autores del
precepto.
Hemos hablado de fines y valores de lo
jurídico; pero las diferencias y relaciones entre estos términos deben ser
esclarecidas. Toda actividad voluntaria encierra un sentido teleológico, es
decir, ineludiblemente se dirige hacia la consecución de ciertas finalidades.
Mas como el hombre sólo convierte en meta de su obrar lo que es o le parece
valioso, la actividad que se orienta hacia un fin presupone, en el sujeto de la
misma, un juicio positivo sobre la valiosidad de aquello a que aspira. De este
modo descubrimos la relación entre fines y valores; los segundos condicionan a
los primeros, no a la inversa. En el caso del derecho habrá que decir, por
consiguiente: los valores jurídicos sirven de fundamento a los fines que aquél
tiene la misión de realizar. Hacer que la justicia reine es y debe ser
aspiración de los creadores, aplicadores y destinatarios de sus normas, porque
la justicia es valiosa, y lo valioso debe ser.
Los valores no son únicamente sustentáculo de
los fines; fundan, así mismo, el deber de realizarlos. Pero ello exige que el
hombre convierta el cumplimiento en meta de su obrar. Retornando al ejemplo:
la justicia debe ser porque vale; consecuentemente, obligado estoy a
realizarla. Tengo, pues, que hacer de su realización una finalidad mía y, por
tanto, elegir y poner en práctica los medios que me permitirán llevar a cabo mi
propósito.
Tanto los creadores como los aplicadores y los
destinatarios de las normas del derecho jamás han de perder de vista, al
desempeñar sus funciones o acatar sus deberes, los valores que, sea como
órganos del Estado, sea como simples particulares, sirven de base y orientación
al cumplimiento de sus respectivas tareas.
En lo que concierne a la actividad del
legislador resulta particularmente claro que el despliegue de ésta exige no
sólo la correcta intuición de los valores jurídicos, sino el firme propósito de
hacer que condicionen el contenido de las leyes. Tal actividad no ha de ser
caprichosa ni arbitraria; tiene una serie de supuestos, condicionados por su
propia naturaleza. Si su fin esencial es estatuir lo que, los casos previstos
por quien la desempeña, jurídicamente debe ser, la materia de las normas sólo
podrá determinarse de manera correcta si el autor de éstas atiende, por una
parte, a la naturaleza de casos a que su regulación habrá de aplicarse y, por
otra, a los valores que, de ser convenientemente intuidos, darán sentido a tal
regulación y permitirán justificarla. Las anteriores reflexiones demuestran
hasta qué punto es insostenible la tesis kelseniana según la cual las normas
jurídicas pueden tener cualquier contenido. Si semejante doctrina fuese
correcta, habría que llegar al extremo de decir que, ajustarse a los requisitos
de forma que regulan la actividad del legislador, la ley cuyo elemento material
consistiese en una simple enunciación tendría validez jurídica.
Otra consecuencia cuyo antecedente reside en
la naturaleza de la actividad legislativa y tiene una significación axiológica
destacada ya por nosotros, es el carácter abstracto de las susodichas normas.
Uno los resultados de éste es la rigidez de tales prescripciones o, para
expresarlo de otra manera, la imposibilidad de que se ciñan, de manera
perfecta, a todos los aspectos jurídicamente relevantes de los hechos que sus
supuestos prevén. Como, por la naturaleza de su propia función, el legislador
enumera, en tales supuestos, las notas definitorias de cada hecho jurídico, es
decir, las características que lo convertirán en condicionante de las
consecuencias de derecho, resulta imposible prever todas las peculiaridades
que, de haber sido tenidas en cuenta por él, lo habrían llevado a atribuirles
los mismos efectos que enlazó a las peculiaridades previstas. Lo que de
negativo hay en este resultado no debe imputarse, como dice Aristóteles, al
autor de las leyes, sino que su causa está en la naturaleza de las cosas, pues
ésta es la condición de todas las cosas prácticas. Así pues, siempre que la ley
hable en términos generales, y al margen de ésta ocurra algo fuera de lo
general, entonces es correcto, en la medida en que su autor dejó un vacío por
haber hablado en forma indeterminada, subsanar su omisión y hablar como él
incluso lo habría hecho, si hubiera estado presente; pues de haber conocido el
caso, lo habría incluido en la ley. Por ello lo equitativo es justo y mejor que
cierta especie de justicia, no que lo justo en sentido absoluto, sino que
aquella justicia cuya deficiencia deriva del carácter genérico de la ley. Del
resultado negativo, originado por la índole abstracta de las normas legales
deriva así otro positivo: el que representa, respecto del ejercicio de la
función de los jueces, la posibilidad de corregir, recurriendo a criterios de
equidad, los defectos que provienen de la rigidez de aquellas normas. Lo que el
legislador no pudo hacer, es decir, tomar en cuenta todos los aspectos
jurídicamente relevantes de los casos a que su regulación se refiere, puede, en
cambio, conseguirlo el órgano aplicador, si los soluciona en la misma forma en
que el creador de la norma lo habría hecho, de haber previsto cada uno de esos
aspectos.
El papel de la equidad, tan admirablemente
señalado por el Estagirita en la Retórica y en la Ética nicomaquea, confirma la
tesis de que los órganos del Estado no pueden llevar a buen término sus
respectivas funciones si no toman en consideración las exigencias que dimanan
de los valores jurídicos. Revela, además, la necesidad de concebir al derecho no
como simple conjunto dé normas (genéricas o individualizadas), sino como orden
concreto cuya realización presenenta diversas etapas y exige el concurso
(dentro de los cauces que el sistema normativo y sus valores fundantes
establecen) tanto de los encargados de formular o aplicar los preceptos
vigentes cuanto los particulares que tienen la obligación de obedecerlos.
Lo que hemos afirmado de la actividad del
legislador en conexión con los valores que constituyen su horizonte axiológico,
es aplicable, mutatis mutandis, a los
órganos aplicadores. En todos los tonos se ha subrayado que la misión de éstos
no ha de contraerse a una aplicación puramente mecánica, de los preceptos que
regulan los hechos sometidos a su conocimiento y decisión. La aplicabilidad de
dichos preceptos no puede determinarse si no se esclarecen previamente el
sentido y alcance de las correspondientes expresiones o, en otros términos, si
las últimas no son correctamente interpretadas. Y la interpretación de éstas
debe hacerse sin perder de vista sus nexos con otras del mismo sistema y, sobre
todo, con los criterios de valoración que sirvieron de faro a los creadores de
las normas.
La necesidad de tomar en cuenta tales pautas
resulta aún más clara cuando el problema no es simplemente hermenéutico, sino
de integración.
La eficacia de los preceptos del derecho
depende no sólo de actos de aplicación normativa; está condicionada,
principalmente, por actos de obediencia. El cumplimiento de esos preceptos
plantea a los destinatarios cuestiones parecidas a las que los jueces
encuentran en el desempeño de su actividad. También los particulares cuya
conducta es normativamente regulada ‑o los abogados a quienes acuden en
consulta‑ tienen que conocer el sentido y alcance de los preceptos
aplicables y ponderar debidamente la naturaleza de los casos concretos, lo que
los obliga a asumir actitudes valoradoras.
Si los destinatarios de las normas no se
plantean el problema de justicia de éstas o de planteárselo, reconocen que son
válidas, la única dificultad que deben resolver se refiere al contenido de los
preceptos aplicables o a la forma de su correcta aplicación. Hay casos, empero,
en que los formalmente obligados estiman que los preceptos vigentes son
injustos, desconocen su valor intrínseco y, en situaciones extremas, tratan de
eludir el cumplimiento o adoptan una actitud de resistencia. Surge así una
discrepancia entre el criterio formal de validez que los órganos estatales
adoptan, y el que los particulares, atendiendo al contenido de lo ordenado, consideran
objetivamente justo. Es posible que los segundos reconozcan la validez formal
de esas normas, pero les nieguen valor intrínseco y, consecuentemente,
justificación. Decir que la exigencia implícita en tales prescripciones no se
justifica es, para los destinatarios, el resultado de la contraposición de los
dos criterios, y presupone, desde el punto de vista en que aquéllos se colocan,
la subordinación de la pauta formal a la pauta material de validez que traduce
sus convicciones estimativas. El conflicto que de este modo se les presenta no
existe para los órganos del poder público, ya que los últimos nunca hacen
depender de la opinión de los particulares la obligatoriedad del derecho en
vigor. Para ellos, las normas vigentes obligan aun cuando se ponga en tela de
juicio su validez, y el desacato engendra una serie de consecuencias
sancionadoras que a la postre pueden desembocar en la imposición coactiva.
Cuando no son los particulares, sino los
órganos jurisdiccionales o administrativos quienes consideran inconveniente o
injusta una norma legal, y tal juicio da origen a un problema de conciencia
que puede inducirlos a renunciar a sus cargos a fin de no aplicar el precepto,
el conflicto en que se encuentran implica también una discrepancia entre los
dos criterios de validez, de los cuales, en cuanto órganos del Estado, sólo
deberían reconocer la existencia del primero.
En casos extremos, es decir, cuando se aplica
una pauta axiológico-material para justificar una actitud de rebeldía o un
acto revolucionario, en vez de esperar de una reforma la eliminación del
antagonismo entre los dos puntos de vista, bien puede ocurrir que los que
resisten o se rebelan ni siquiera admitan la validez formal del sistema vigente
o de una parte de sus disposiciones, e interpreten las medidas coactivas como
simples actos de fuerza.
Si bien al jurista oficial le resulta muy
cómodo sostener que no debe hablarse de pugna entre diferentes criterios,
porque el único que existe es el que, atendiendo a la lógica interna de su
propia posición, deben adoptar los órganos del Estado, el filósofo del derecho
no puede contentarse con semejante enfoque, sino que ha de proponerse una
serie de graves cuestiones, la primera de las cuales es si tiene o no sentido
plantear, respecto de los sistemas vigentes, el problema de la justificación de
los mismos o, al menos, de alguna de sus normas. Pues, como lo demuestran los
anteriores desarrollos, el problema sólo será tal si existen razones
suficientes para contraponer a criterios formal o material de validez, en
sentido jurídico‑positivo, criterio material de validez intrínseca, en
sentido axiológico. A fin de cuentas, según más adelante veremos, la solución
de este punto depende de la de otro de mucho mayor amplitud: el que consiste en
saber si puede o no hablarse de objetividad de los valores jurídicos o de otra
especie. Por ello es que, antes de preguntarnos qué fines y valores debe
realizar el derecho, y de inquirir cuál es su naturaleza, resulta indispensable
exponer, al menos en forma sumaria, las principales corrientes de la filosofía
valorativa. Concluido tal estudio podremos pasar al de la estimativa jurídica,
es decir, al de los fines a cuyo logro deben tender los creadores, aplicadores
y destinatarios de las normas vigentes. La referencia a esta última especificación
nos llevará a otro tópico no menos arduo: el del llamado derecho natural. Mas
como no hay una, sino incontables versiones del iusnaturalismo, no podremos
abstenernos de examinar las principales, ni sobre todo, de tomar posición ante
ellas.
Sea cual fuere la solución a que se llegue
respecto del criterio o de los criterios cuya aplicación permite resolver el
problema de la validez de un sistema normativo, en todo caso habrá que
percatarse que la justificación de los jurídicos no depende solamente de la
justicia de sus preceptos, sino de la eficacia de éstos, ya que, según lo
expusimos, el orden jurídico no es un simple conjunto de prescripciones, sino
la normal sujeción de la conducta de quienes deben cumplirlas o aplicarlas a lo
que aquéllas determinan. Pues sólo a través de los actos de obediencia y
aplicación pueden efectivamente realizarse los fines que dan sentido a dichas
normas y, por ende, a la actividad de quienes las aplican o las cumplen.
CLASIFICACIÓN DE
LOS VALORES JURÍDICOS
Nuestro estudio de los valores del derecho
tendrá como base la clasificación siguiente:
a)
Valores
jurídicos fundamentales.
b) Valores jurídicos consecutivos.
c) Valores jurídicos instrumentales.
Tienen el rango de fundamentales la justicia,
la seguridad jurídica y el bien común. Les damos tal nombre porque de ellos
depende la existencia de todo orden jurídico genuino. Allí donde los mandatos
los detentadores del poder no persiguen como fin la implantación de un orden
justo, respetuoso de la dignidad humana, exento de arbitrariedad y eficazmente
encaminado hacia el bien común, en los destinatarios de esos mandatos surge a
la postre el convencimiento de que se hallan sometidos a la fuerza, no al
derecho.
Con el término valores jurídicos consecutivos
queremos referirnos los que son consecuencia inmediata de la armónica
realización de los fundamentales. Los más importantes entre aquéllos aunque no
los únicos, son la libertad, la igualdad y la paz social.
La designación de instrumentales, por último,
es aplicada por nosotros a los valores que corresponden a cualquier medio de
realización de los de carácter fundamental y de los consecutivos. Se trata,
para expresarlo con una sola palabra, de los que los juristas germánicos
incluyen en el término Zweckmässigkeit, que hemos traducido por adecuación
final o teleológica. Las llamadas garantías constitucionales y, en general,
todas las de procedimiento, valen instrumentalmente en la medida en que fungen
como medios de realización de valores de cualquiera de las otras dos especies.