Fundamento y Disputa de los Derechos Humanos.

Por Fernando Savater.

Tomado del libro:

Ética como amor propio

CONACULTA-Mondadori.

México, 1991.

 

 

Fundamento y disputa de los derechos humanos

 

Fernando Savater

 

¿Quién no admirará a este camaleón nuestro? 0, mejor, ¿quién podrá admirar más ninguna otra cosa? No sin razón el ateniense Asclepio, a causa de su aspecto cam­biante y también de una naturaleza que se transforma en fin a sí misma, dice que en los misterios el hombre estaba simbolizado por Proteo.

Giovanni Pico Della Mirandola

Not Man but men inhabit this planet.

Plurality is the law of the earth.

Harmah Arendt

 

Al igual que el nombre del régimen político más común­mente elogiado, "democracia”, o que la denominación de los ideales más anchamente anhelados, “Justicia” o "liber­tad", los derechos humanos son invocados tantas veces en vano o incluso a contrasentido que corren el riesgo de convertirse en términos vacíos. Aún peor, funcionan a menudo como comodines neutralizadores que ciertos regímenes políticos o determinados jerarcas utilizan para en unas ocasiones bloquear y en otras diluir cualquier intento serio de transformar positivamente lo que Mounier llamaba "el desorden establecido". En nombre de los derechos humanos se reprime al rebelde y se con­serva la estructura opresiva; los Estados sólo se acuer­dan de ellos para justificar su hostilidad contra sus rivales o incluso contra sus presas, los terroristas los reclaman en su favor como un medio de socavar el orden que pretenden derribar. Cada cual maneja su nombradía prestigiosa y vacua corno un arma para consolidar su poder o debilitar al adversario. Como son tan diversos, siempre hay modo de apelar a uno de ellos para legitimar la postergación de los demás: se los acepta como un menú en el que se eligen los platos favoritos, pero se descarta implícita o explícitamente la posibilidad de con­sumirlos todos. En una palabra, no es injustificado decir que los derechos humanos han llegado a ser algo abstracto, tan amplio y tan retórico que se los puede considerar como el más temible obstáculo a su propio cumplimiento. Los derechos humanos son invocados demasiado frecuentemente para impedir su realización efectiva o excusar su conculcamiento.

 

Y, sin embargo, esta situación conflictiva no es fruto de su decadencia, sino de su auge, al menos en el terreno de la teoría política. Hace veinticinco años eran una antigualla dieciochesca, ineficaz para los revolu­cionarios y deletérea para los conservadores. Hacer hincapié en ellos era siempre síntoma de segunda inten­ción política o de incurable reblandecimiento ideológico. Pero hoy, abandonados otros estandartes más radicales, desaconsejados por la prudencia de la época los extre­mismos revolucionarios o absolutistas, vuelven los dere­chos humanos a verse entronizados como ideal de primera magnitud. Hasta el punto que el periodista francés Jean Daniel (en Le Débat enero de 1987) se pre­gunta si se han convertido en la nueva religión de los creyentes, mientras se discute muy seriamente si pueden construir por sí mismos una guía política completa (ver la confrontación teórica entre Lefort y Gauchet). Pudiera decirse que no es su olvido lo que ha debilitado a los derechos humanos, reforzando sus contradicciones, sino más bien la reclamación vehemente y generalizada de su vigencia.

 

La primera confusión que parece aquejar a los derechos humanos es la que oscurece el orden axiológico al que pertenecen. En algunos juegos infantiles de adivi­nanzas, en los que hay que descubrir algo pensado por otro mediante un número determinado de preguntas, la primera de estás suele ser: ¿persona, animal, vegetal o cosa? Respecto a los derechos humanos, la pregunta parece que habría de ser: ¿pertenece al orden de lo moral, al de lo jurídico o al de lo político? Temo que la mezcolanza de estos tres niveles es particularmente grave en la teoría actual. Incluso analistas tan cuida­dosos como Habermas no parecen discernir siempre co­rrectamente entre ellos, lo que me parece la razón última de muchas críticas sufridas por la ética comunicacional. En cuanto al nivel más profano del uso de los términos, es habitual escuchar a políticos que respaldan sus opciones gubernativas con justificaciones morales o moralistas de urgencia que recomiendan sus normas por excelente efecto político que podrían llegar a causar. Por supuesto, es obvio que en último término la raíz de los valores propugnados por la ética, el derecho o la política tiene que ser en buena medida común. Los más esclare­cidos de los antiguos no lo dudaron y tampoco aquí con­viene olvidarse atolondradamente de ellos. Pero la división de poderes es una exigencia de la modernidad que corresponde de modo insoslayable a la evolución autoinstituyente de la comunidad humana. La perfecta delimitación de lo legislativo, lo ejecutivo y lo judicial es un desiderátum que permanece efectivamente incumpli­do en todos los países, pero cuya exigencia no puede decaer sin peligrosa aproximación a las peores tiranías. De igual modo, la adecuada distinción entre el área axio­lógica de la ética, la del derecho y la de la política ha de ser mantenida con escrúpulo, so pena de caer en alguna dictadura teórica de las bellas almas o en una bruma de buenas intenciones y malos resultados de la que se prevalece la que a sí misma se llama "razón de Estado".

 

En el Protágoras cuenta Platón que Zeus envío a su mensajero Hermes para que repartiera entre los hombres los dos fundamentos esenciales de la civilización humana: adiós y dike. “Dales de mi parte una ley –dijo el padre de los dioses‑‑: que a quien no sea capaz de participar de aidós y díke lo eliminen como a una enfer­medad de la ciudad" (Protágoras, 322d). Aidós es el pudor, el respeto, el sentido moral; dike es el recto sentido de la justicia. El área de la ética es la que responde a aidós, entendida como la disposición del sujeto libre de reconocer la humanidad de los otros sujetos y la decisión de no tratarlos de modo coactivamente instrumental el área del derecho pertenece a dike, comprendida como ­institucionalización formal de lo que a cada cual cor­responde y conjunto de garantías que aseguran su protección. ¿Y la política? ¿Diremos que es el área respectiva a kratos, la fuerza violenta que se impone avasalladora­mente para asegurar la estabilidad jerárquica de la propia comunidad y la defensa o propósito de conquista frente a las vecinas? Demasiado evidente ha sido que desde el origen de la historia, allá donde se desnuda impúdicamente kratos han de padecer escarnio aidós y dike; quizá por ello muchos gobernantes dan por supuesto que estas dos disposiciones imprescindibles enviadas por Zeus a través de Hermes son muy humanas pero demasiado humanas, mientras que la otra es la auténticamente divina porque el irascible dios de dioses se la guardó para sí mismo y ellos ahora la reservan al moderno dios Estado. Por otro lado, parece que sin la colaboración sustentadora de kratos ni dike ni aidós encontrarían ese marco construido en el que pueden ejercerse. Es decir, la dejación política de kratos compor­taría la esterilización absoluta de aídós y díke, de un modo no menos cierto que su potenciación irrestrictiva concluye en el despiadado martirio de las dos virtudes civiles. Tal es la condición escabrosa de la política: no tiene otro objetivo superior que el de permitir el eficaz asentamiento de la moral y el derecho, pero ni puede someterse directamente a estas dos instancias‑ ni inde­pendizarse voluntariosamente de ambas, lo que supone a fin de cuentas una estricta "perversión", es decir, un vol­verse contra su única auténtica razón de ser. Desde luego no serán las declaraciones verbosas de buenas intenciones las que vayan a resolver definitivamente la inestabilidad de este equilibrio.

 

Volvamos a la pregunta antes formulada: ¿a cuál de estos órdenes pertenecen los derechos humanos? Algunos de ellos parecen claramente una explicitación normativa del reconocimiento ético de las exigencias efectivas de lo humano; otros corresponden al área del derecho, pues se ocupan de cuestiones de justicia, tanto en lo tocante a distribución de bienes como en lo que respecta a prevención o reparación de males; otros son de índole netamente política, pues pretenden regular los mecanismos de imposición del Estado sobre los indivi­duos y la participación de éstos en la administración del poder. En realidad, los derechos humanos, tal como hoy están recogidos en la Declaración Universal de las Naciones Unidas, son una propuesta de generalización internacional de los principios que idealmente fundan las constituciones liberales de aquellos países que reac­cionaron contra el absolutismo monárquico en el siglo XVIII. En cuanto superación de todo nacional, trascien­den cualquier proyecto constituyente de los hasta ahora conocidos. Al no tener ningún poder político tan univer­sal como ellos mismos que garantice su aplicación, pade­cen o quizá disfrutan de una peculiar "coloratura" utópica que los sitúa a medio camino entre la promesa ideal y la estricta sobriedad del reglamento. Transversales a la ética, al derecho y a la política, intentan proporcionar el código donde las exigencias de éstas se reúnen sin con­fundirse. De aquí provienen sus peculiares insuficiencias y también su innegable y aún creciente fascinación.

 

Nomen omen: las primeras dificultades respecto a estos derechos provienen de su propia denominación. Se habla de derechos humanos, derechos del Hombre, dere­chos fundamentales, incluso derechos morales. Las que­jas surgen por doquier: ¿es que hay derechos que no sean humanos? ¿ese Hombre sujeto de los derechos, como se compagina con la diversidad de los hombres efectivamente existentes? ¿no es acaso hablar derechos morales un contrasentido, como hablar de madera de hierro o circulo cuadrado? Si no figuran en ninguna le­gislación positiva, tales "derechos" no pueden ser dere­chos, sino una enumeración vehementemente normativa de aspiraciones morales. 0 quizá debiésemos considerar­los aspiraciones jurídicas, es decir, presupuestos básicos que deberían encabezar todo código constitucional de acuerdo con la sensibilidad progresista y liberal de la modernidad occidental. Por mi parte, no creo que puedan reducirse a aspiraciones morales, pues hay en ellos un propósito institucional que trasciende el básico nivel de virtud y perfección que constituye el nivel ético propia­mente dicho. Ni tampoco son sólo aspiraciones jurídicas. pues parece ‑justificadamente‑ esperarse de ellos que sirvan de instrumento para valorar códigos o para decidir entre códigos y no sólo que funcionen como preámbulo a legislaciones positivas. Es decir: pertenecen demasiado al área de la moral como para poder ser solamente dere­chos positivos, por fundamentales que fueren, y tienen demasiada vocación de institucionalización jurídica como para que puedan ser llamados sin reduccionismo “morales". En cuanto al problema estrictamente nominal se refiere, quizás una solución aceptable de compromiso sea la de denominarlos derechos de la persona, lo que evitaría también la connotación masculina de la titulación actual.

 

 

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